La juventud
Teniente corrupto
🌟🌟🌟🌟
Nunca he conocido a un teniente de la policía de Nueva York, pero sí a varios guardias civiles y policías nacionales. Munipas no, ya ves tú, y mira qué he vivido en numerosos ayuntamientos.
Los “Fuerzos y Cuerpas” de Seguridad del Estado -que dijo una vez Irene Montero en su lucha implacable contra la gramática- no son santos de mi devoción, pero la vida es traviesa y me los depara. Disolviendo las manifestaciones y frustrando las revoluciones siempre he encontrado a familiares lejanos, a hijos de amigos, a colegas que fui conociendo en los tiempos del fútbol... Hay un poco de todo en esa viña armada del Señor: fascistas auténticos, servidores públicos, tronados de las armas, tipos peligrosos, equivocados de la vida, personas inteligentes y cenutrios incalculables. Ser policía no es garantía de ser buena persona como nos decían de pequeñines. Yo mismo dibujaba monigotes de policías en mi época de preescolar, convencido, en mi tonta inocencia, que ellos eran los garantes de una sociedad más justa y libre de delitos. Lo que yo no sabía es que las fuerzas de seguridad simplemente se ciñen a la ley -a veces ni eso- y que la ley está hecha por cuatro mangantes que defienden sus inversiones. Buenos o malos, simpáticos o chulescos, todos los tenientes corruptos o incorruptibles son siervos de nuestro enemigo.
El teniente corrupto de la película -un Harvey Keitel en estado de gracia, quién sabe si dominado por las mismas pasiones que su personaje- ni siquiera se plantea estas politologías de bolchevique. Él es policía como pudo haber sido macarra o proxeneta, o traficante de heroína. Sospechamos, de hecho, que se hizo policía para vivir justo en la frontera con lo ilegal y poner un pie en el otro lado valiéndose de su impunidad. Es una táctica como cualquier otra.
El irlandés
Abierto hasta el amanecer
🌟🌟🌟🌟
Hay erecciones que nunca se olvidan. Que quedan ahí como mojones en el camino. Como hitos en la biografía. No todas fueron en una cama y en compañía. Qué más quisiera uno, que erecciones enamoradas... Pero la vida es ansí, como decía el otro.
Hubo erecciones memorables que se erigieron -y se
siguen erigiendo, afortunadamente- delante de una pantalla. Hicieron
así, pop, como setas en el bosque, como palomitas en el microondas. Como
mariposas que de pronto echan a volar... Hablo de las erecciones confesables,
claro, de las que surgieron en una película convencional porque la escena era tórrida,
o la chica muy guapa, o la insinuación muy seductora. Las erecciones de las que
yo hablo son sorpresas inocentes, sin culminación, celebraciones efímeras de la
fiesta del cine, y de la fiesta de la vida, aunque sea una fiesta pixelada,
como ahora, o en 625 líneas, como eran entonces. Como aquel chiste de Mae West,
quiero decir:“¿Tienes una pistola en el bolsillo o es que te alegras de verme”.
Y yo me he alegrado muchas veces delante de una pantalla, qué
le vamos a hacer. Ya son innumerables, las películas, y demasiados, los años...
En su día, por ejemplo, me alegré mucho de conocer a Salma Hayek en “Abierto
hasta el amanecer”, y hoy, por los viejos tiempos, he vuelto a solazarme en la
alegría del reencuentro. El engranaje está bien engrasado, que es lo
importante.
También hay bares de la ficción que nunca se olvidan. Que también son mojones en el camino. Cuando empiece a perder la memoria se me irán los
bares de por aquí, intercambiables, y tan poco frecuentados en realidad. Pero
los bares de las películas, o de las series, resistirán hasta el final: me
acordaré de sus nombres, de su decoración, de los personajes que en ellos vivían
o se desvivían. Ese es mi territorio sentimental. Está el “Rick’s Café”, y el “Central
Perk”, y el “Monk’s Café”, y el “Bada Bing”, y el bar de Cheers, que era el “Cheers”.
El “Paddy’s Pub” de los colgados en Filadelfia. La cantina de Mos Eisly donde
trapichean mis dos amigos galácticos. Y el bar de Moe, claro. Y “La Teta Enroscada”, por supuesto, en territorio mexicano, donde la bebida más fuerte se sorbe sin alcohol.
Thelma y Louise
La primera vez que vi Thelma y Louise, en un cine de León, en una pantalla que magnificaba los paisajes del suroeste americano, salí del cine con cara de abobado, y con un nudo en la garganta, claro. La película era… cojonuda. Un clásico instantáneo. Ridley Scott parecía un tipo nacido en Oklahoma, y no en Inglaterra, y se movía como pez en el agua -o mejor dicho, como serpiente en pedregal- por esos desiertos petrolíferos. Pero sobre todo, se movía con maestría por los desiertos morales de los hombres, que la guionista de la película, Callie Khouri, dejaba abrasados bajo el sol. Por donde cabalgaban sus palabras, no volvía a crecer la hierba de un hombre decente.
Reservoir Dogs
Cuando ves una película de un director desconocido siempre piensas: “¿Será esto el principio de una gran amistad?” Generalmente ya vienes con referencias, predispuesto a que te guste, porque si no, no te tomas la molestia. Nunca ves una película en plan masoquista salvo que te la recomiende una bella señorita, para tenerla contenta, o te la meta por los ojos un amigo muy plasta -y yo soy uno de esos amigos muy plastas- para quitártelo de encima y luego, al menos, darte el gustazo de reafirmarte en que la película era una mierda, y decirle que menos mal, tío, que hay otras cosas que sustentan nuestra amistad. Porque si no, habría que hacer como decía Carlos Pumares cuando llamaban a su programa de la radio y le preguntaban: “Tengo un amigo que dice que Rocky IV es muy buena. ¿Tú qué opinas?”. Y Pumares le respondía: “Que cambies de amigo”.
Smoke
Smoke, reducida a su esencia argumental, es la historia de dos fulanos residentes en Brooklyn que charlan mientras fuman, o fuman mientras charlan, y en ese arte ya casi perdido traban una amistad donde caben grandes silencios y grandes confidencias. Y relatos maravillosos, como el de sir Walter Raleigh pesando el humo de su cigarro, o el de Auggie Wren pasando el día de Navidad con una anciana desconocida. El texto de Paul Auster navega hábilmente entre lo inverosímil y lo cotidiano, pero tal vez sería menos emotivo si hubiera caído en manos de otros actores, o en manos de otros personajes que no fumaran mientras narran sus desventuras. Sin el humo del tabaco flotando en el ambiente, y en los pulmones, Smoke ya no tendría la atmósfera de las almas vividas y resabiadas, y sería otra película de ambientes asépticos olvidada en la memoria de los trasteros.