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Ahora
que se han puesto de moda los biopics sobre británicos egregios -Alan Turing,
el matemático, Stephen Hawking, el astrofísico, William Turner, el pintor-,
alguno puede pensar que Locke es una biografía del filósofo
inglés que estudiábamos en el BUP. Aquel tipo que metió la pata hasta el
corvejón cuando negó la existencia de los conocimientos innatos y lo confió
todo a la experiencia, a la educación, a la pedagogía machacona... Ahora las personas informadas ya saben que
lo que Natura no da Salamanca no lo presta, y que quien viene al mundo con el
cerebro desestructurado, y las perchas del conocimiento demasiado endebles, se
pierde sin remedio en los vericuetos del sistema.
Pero no: Locke responde
al apellido de Ivan Locke, contratista contemporáneo del hormigón armado al que
la vida, en un terremoto imprevisto que aquí no se puede desvelar, se
le desploma como lo haría uno de los edificios gigantescos que él mismo
construye. Si el otro día era Brad Pitt quien dentro de un tanque luchaba por
su vida en los campos de Alemania, hoy es Tom Hardy quien a los mandos de un BMW también muy
guerrero lucha por su dignidad en las autopistas británicas de la noche. Y
hasta aquí puedo leer, y mira que me quedo parco, y que me asaltan los
remordimientos de la vagancia, pero es imposible hablar de esta película sin
destriparla, sin dejar malhumorados a los incautos lectores que todavía no la
hayan visto... Que mi pereza en hablar sobre Locke, que a otros
indignará, a ellos les satisfaga.