Daddy Longless

🌟🌟🌟

Por cuestiones judiciales que la película no nos cuenta -aunque podemos intuirlas con el paso de los minutos-, Lenny sólo disfruta de sus hijos quince días al año. Él intenta convertir esos días en una fiesta perpetua, en un acontecimiento único que sus hijos recuerden el resto de su vida. Lenny les propone risas, travesuras, aventuras mil en la jungla urbana. El problema de Lenny es que no tiene un puto duro, vive en un apartamento de espacio reducido y a su jefe le importa tres cojones su desarreglo doméstico, con el agravante de que sus compañeros de trabajo también andan a lo suyo, a sus propias familias descompuestas, y no le cambian los turnos que él necesita para ir a los parques, y a los otros cines, y a los sitios guays de la ciudad.

    Desesperado, Lenny tendrá que pedir ayuda a su novia actual -que no parece muy entusiasmada por la labor- y a sus amigotes muy poco recomendables -a los que yo no confiaría ni a mi hijo mientras voy a mear. Y en ese enredo de horarios imposibles y de niños desatendidos, entrarán en escena los ligues que Lenny busca en paralelo por los pubs, y los vecinos adolescentes sobornados con el préstamo de unos cómics. Y al final, como no podía ser de otro modo, se produce la irresponsabilidad fatal que nos pondrá a todos los espectadores de los nervios.

    Mientras veía esta extraña y desconocida película, me he acordado varias veces de mi padre. Y no porque se parezca en algo a este Lenny tan irresponsable, sino porque él también trabajaba en un cine, medio esclavo y mal pagado, y sólo nos trataba un día a la semana, los lunes, que era su día de descanso. Pluriempleado y bien jodido, mi padre nos dedicaba momentos muy aislados que él también trataba de convertir en un recuerdo indeleble: los dulces que nos cocinaba, las películas que veíamos, las excursiones a los merenderos, las tormentas que salíamos a ver al descampado, con las botas de agua y los chubasqueros... Me han asaltado estos recuerdos, nada más. Él tenía otros defectos, y otras virtudes, tan distinto a este Lenny el Piernaslargas.



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Ted

🌟🌟🌟

Si a Ted le quitas la sorpresa del planteamiento, la canción de los compitruenos -que mi hijo y yo canturreamos cuando arrecian las tormentas en La Pedanía- y cuatro chistes que todavía conquistan a los que no hemos superado el "caca, culo, pedo, pis" de la película de Enrique y Ana, lo demás, la película des-tedizada, es una comedía romántica de lo más tontorrón y previsible. Una TV movie de las que pasan por el Disney Channel a las cuatro de la tarde, con el sello sanitario para los jovenzuelos alegres de Kentucky.

    Pero da la casualidad, como diría Ignatius Farray, de que en Ted sale Ted, el osito que es como un huracán peludo, como un tipo salido de las comedias de Kevin Smith: el amigo perdido de Jay y Bob el silencioso. Y yo, la verdad, que ya digo que tengo cuarenta y seis tacos y es como si tuviera dieciséis, o diecisiete, me parto el culo con el jodido muñeco, con su lenguaje soez, con sus chistes de doble filo. Con sus jodiendas carnales y verbales. Y es como si volviera a estar de risas con un amigo cualquiera de la adolescencia, sentados en el banco donde "junábamos a las jais" y nos entreteníamos contado chistes de ojetes y lefas, de pollas y culos, esperando como unos tontos del ídem que alguna de ellas se detuviera a nuestro lado reclamada por las risotadas.

    Treinta años más tarde, sentado con mi hijo en el sofá, no se sabe muy bien quién es el hombre adulto y quién el vástago que se despliega. Uno debería guardar las formas, el recato, mantener una pose como de hombre que ya va enfilando los cincuenta años, con sus gafas de arcipreste, sus canas de político, su vesícula ya incinerada en el quemador del recinto hospitalario. Pero no me sale, tal teatralidad. En otro contexto disimularía y me haría el hombre ya hecho mayor y templado. Pero aquí, en mi casa, en mi sofá, hay confianza, y mientras Ted suelta sus paridas yo sonrío con dentadura de babuino, y puedo aporrearme el pecho y enseñar las encías como el chimpancé que resiste vivo bajo la piel.





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Que Dios nos perdone

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De niños pensábamos que los policías, por estar en el lado correcto de la ley, por ir siempre detrás de los malotes que atracaban farmacias o se colaban en el metro de Nueva York, ya eran en sí mismos, por definición, "buenas personas". Creíamos que de algún modo, en las academias, antes de que los pusieran a correr o a disparar, estos hombres pasaban algún test que medía sus cualidades morales, su bonhomía, para un mejor servicio a los ciudadanos. En la mente de los niños, los policías de las películas que luego llegaban a casa y le soltaban una hostia a la mujer, o se liaban a tortas con un inocente en el pub, o conducían borrachos con una melopea de campeonato, eran personajes equívocos, desafiantes, que nos obligaban a rascarnos el cuero cabelludo en busca de una explicación.


    De aquellos policías intachables que nos imaginábamos en la infancia hasta estos policías impresentables que aparecen en que Dios nos perdone hemos recorrido un largo trecho. En realidad, si uno lo piensa bien, entre el FBI, los Rangers de Texas, los polizontes del Condado de Nosedónde, los miembros del Cuerpo Nacional de Policía, Canción Triste de Hill Street, Serpico, la benemérita, Harvey Keitel en Teniente corrupto, los merluzos de la Loca Academia de Policía y los maderos reales que hemos ido conociendo a este lado de la pantalla, ya casi hemos completado el catálogo de policías imperfectos: los dejados, los corruptos, los inútiles, los estúpidos, los que extorsionan a las buenas gentes. Los hijos de puta que cayeron a este lado de la ley porque aquí el sueldo es fijo y además hay pagas extraordinarias. Y sobre todo, más que ninguno, los policías iracundos, los que llevan la mala hostia escrita en la cara y no se contienen cuando algo se les tuerce. Esos que sacan el puño o la pipa para liarla gorda y ser suspendidos de empleo y sueldo hasta nueva orden. Y luego, claro, llegan a casa y la mujer ya les ha dejado, acojonada, o con dos moratones en el pómulo.... 

El personaje de Roberto Álamo en Que Dios nos perdone lo hemos visto decenas de veces, pero su labor, que podría confundirse y diluirse con muchas otras, es convincente y perdura en la memoria. Sin embargo, un policía tartamudo que mantiene turbias relaciones con la señora de la limpieza nunca había visitado mis pantallas. Uno más para la colección...




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Elizabeth

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Elizabeth, la película, es como aquellos chistes de "va un inglés, un francés, un español, y un escocés" que contábamos en el patio del colegio. Solo que aquí, al final, el más listo, el que se lleva el gato al agua y el traidor a la picota, es la inglesa del chiste Isabel I, y no como sucedía en nuestros chistes patrióticos donde el español de la pandilla siempre era el más astuto o el más cabroncete, y el inglés, por lo general, quedaba como un finolis que siempre hacía el ridículo por culpa de su dandismo.

    Aquí, en el chiste estirado y trágico que es Elizabeth, los escoceses son unos anglosajones de segunda división dirigidos por una guerrera que más parece la madama de un prostíbulo. El duque de Anjou, que es el príncipe francés que pretende contraer matrimonio para forjar la alianza, resulta ser un afeminado que se traviste en las fiestas de palacio y lo mismo hace a las ostras de Calais que a los caracoles de Devonshire. Y los españoles, cómo no, que encima eran los súbditos de Felipe II, quedan como unos taimados de baja estatura y piel renegrida que sólo saben conjurar en los sótanos y clavar cuchillos por las espaldas.

    Elizabeth es una película hecha por anglosajones -y por hindúes colonizados- a mayor gloria de la reina que les devolvió el orgullo nacional. Y les ha salido como un panegírico de la revista Hola, o la vida ejemplar de una santa anglicana. Una reina ideal, mitificada, que en la película carece prácticamente de defectos: bellísima en sus facciones, blanquísima en su dentadura, independiente y decidida, cabal y equilibrada. Hasta virgen, llegan a afirmar en el paroxismo final, confundiendo el afán de soltería con el culo de las témporas. Una Elizabeth que a veces parece tocada por la sabiduría de su sangre y otras por la gracia del dios anglicano recién divorciado del romano. Casi nunca se habla de la potra o de la casualidad que en aquellos tiempos permitían a un monarca estar mucho tiempo en su trono, porque se podían morir de cualquier cosa, y en cualquier momento: de una infección de muelas, o de un catarro mal curado, o de un atentado palaciego. De una comida envenenada, de un parto atravesado, de una caída de caballo, de una melopea de campeonato. 

De una Armada Invencible que hubiese cruzado el Canal de la Mancha en un día de sol radiante.





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Ida

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Las primeras escenas de Ida me producen un escalofrío de terror que me sube por la médula espinal. Porque Ida, de sopetón, parece una película del tan temido Dreyer, con ese convento, ese silencio, esos ventanales por donde entra la luz tamizada de los Cielos. Y el señor Dreyer, en este blog, es como el sacamantecas, como el hombre del saco. Dreyer es un mal recuerdo de juventud, una asignatura siempre suspensa en la carrera de Cinefilia. Es por eso, porque no sé apreciar a Carl Theodor Dreyer, ni a otros muchos maestros de la pompa y la circunstancia, por los que vago en estos blogs exteriores de la galaxia sin permiso ni diploma, opinando con letra pequeña, casi con vergüenza, expulsado de la crítica respetable que ve una cosa metafísica del "maestro danés" y nota que su espíritu entra en gozo, se exalta, se deshace de la cárcel corporal para entrar en comunión con la obra de arte y la palabra revelada.

    Pero a medida que Ida va desenredándose, mis recelos se vuelven injustificados y tontos. En el convento de Ida - que es una novicia polaca de los años 60 contemporánea de sor Citroën- la Virgen María no se aparece en los reflejos de las vasijas, ni resucitan las monjas enterradas en el huerto. Ni aparece un loco por la puerta anunciando la Segunda Venida de Cristo, que eran esas cosas teológicas con olor a porro que Dreyer metía en sus veneradas y vetustas películas. Antes de tomar los votos y enterrarse en vida al servicio de Jesús, Ida dejará el convento para arreglar sus asuntos personales en el mundo de los pecadores, y la película, desangelada y terrenal, transcurrirá en los paisajes urbanos y campestres de la Polonia comunista.

    Allí, en el mundo exterior que ella casi nunca ha pisado, Ida descubrirá que sus orígenes familiares no son cristianos, sino judíos, y que sus padres, a quienes no conoció de pequeña, fueron víctimas de la violencia nazi y de la codicia catastral. Acompañada de su tía, Wanda la roja, que bebe cien vodkas al día para llenar el vacío de su alma, Ida buscará la tumba de sus padres mientras se busca a sí misma por los paisajes nocturnos del pecado. 

Ida ha salido del convento con la resolución firme de no fornicar; de jurar voto de castidad sin saber realmente a qué placer prohibido está renunciando. Pero una noche, en el garito del hotel, fuera ya de programa, el saxofonista guapetón -que es la tentación enviada por el Maligno- se pondrá a tocar Naima entre las mesas vacías y el humo de los cigarrillos, y en esa atmósfera donde flotan las notas de John Coltrane y las feromonas del sexo presentido, Ida, antes de casarse con Jesús, decide regalarse una despedida de soltera a su modo particular.




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El nombre de la rosa

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El amor, como cualquier ente con vida, empieza a degradarse -y realmente a morir- nada más nacer. Quizá por eso no hay amor más puro, más verdadero, que el que jamás llega a desarrollarse. El que no conoce el desgaste ni la erosión. El que nunca dudó, o discutió, o se tiró una sartén a la cabeza. El amor de una sola noche, o quizá ni eso: el que no alcanzó ni la conversación ni el acercamiento. El amor fugaz, pero poderoso, incontenible, tan intenso como un terremoto, que a veces nos sacude en la terraza del café o en la espera del semáforo. Amores que se ofrecen como novelas a punto de empezar, como películas que muestran su primera escena, pero que al final se quedan en nada, imposibilitados por la fidelidad debida, o por el miedo súbito, o por la pereza infinita de emprender una conquista de dudosa viabilidad e imprevisibles consecuencias. Amores de los que no llegamos a saber ni el nombre, como le ocurre a Adso de Melk en El nombre de la rosa, el franciscano que permanecerá toda su vida enamorado en los muchos monasterios en los que vivirá su voto de castidad y su dedicación a la lectura. Él nunca odiará a su rosa, ni recordará los malos momentos vividos junto a ella. Adso no conocerá la traición ni el engaño. Ni existirán los celos ni las humillaciones. La cuesta abajo del amor que se escurre entre los dedos...

    La sabiduría popular llama platónicos a estos amores inconsumados, aunque el de Adso de Melk, concretamente, tiene una consumación muy sentida en la cochambre de la despensa, entre olores a carne agusanada y verdura podrida. A estos amores habría que llamarlos, más doctamente, aristotélicos, porque se dan en potencia y jamás en acto, y esa enseñanza tan sólida del bachillerato se la debemos al estagirita, que además es el filósofo central de la película, el autor de ese libro maldito por el que los monjes de la abadía se dejan dar por el culo en la celda de Berengario, que es el guardián de los libros prohibidos por la Iglesia, y también de los libros vetados por Jorge de Burgos, que es un castellano recio, arisco, de poca broma, como el colesterol de los anuncios.




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Predestination

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Para perpetuar las especies, los primeros seres vivos de la Tierra utilizaban la estrategia del autorreplicamiento para soslayar los equívocos del amor y sus quebraderos de cabeza. Los protozoos, en una especie de masturbación del núcleo celular, se dividían en tipos idénticos que garantizaban la continuidad de la especie, y se ahorraban tener que cortejar a la protozoa que vivía en la roca vecina: comprarle flores, invitarla al cine, a cenar, insinuar la última copa en el apartamento, antes de fusionar las membranas y mezclar los citoplasmas, que es como se echaban los polvos primigenios.

    Los antiguos protozoos, que fueron los verdaderos habitantes del Paraíso Terrenal, se copiaban a sí mismos en las tardes aburridas del domingo, cuando ya no tenían otra cosa que hacer, y con dos cocciones del ADN producían colegas idénticos con los que se iban de cañas y jugaban la pachanga del fútbol. Era un mundo sin complicaciones, básicamente feliz, pero evolutivamente desastroso. Sin la variedad genética que produce el sexo, cualquier virus, cualquier cambio en el ecosistema, arrasa poblaciones enteras de clones. Si cae el primer individuo, cae el último. Y así, tras varias extinciones que casi terminaron con la vida en el planeta, los protozoos decidieron que había llegado la hora de mezclar sus genes. De emparejarse con las enigmáticas protozoas para que las descendencias salieran variopintas y armadas con diferentes arsenales bioquímicos.

    Para que la vida siguiera, hubo que inventar el amor. Y el amor siempre es conflictivo y trabajoso, porque hay que amar, por definición, a otra persona, y no siempre se coincide en lo fundamental. Ni siquiera los hermanos gemelos tienen el consuelo de una coincidencia plena, de un amor sin espinas, porque siempre hay pequeñas mutaciones que los distinguen, leves erosiones del medio ambiente que los separan. Los únicos que pueden amarse a sí mismos de verdad, en quimérica comunión, son los viajeros del tiempo. Los que se reencuentran consigo mismos en una paradoja temporal y quedan enamorados de su imagen especular, como Narciso el de los griegos. O enamorados de su otro yo, pero cambiado de sexo, que también tiene su morbo -¡la hostia de morbo!-, y su reflexión filosófica.

    De todo esto, y de alguna cosa más, va Predestination.




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Hereditary

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Con Hereditary ya es la enésima vez que me traiciono, que me dejo llevar por la presión evangélica que ejercen los apóstoles del terror. Me han engañado tantas veces, estos sumillers de la sangre, estos gourmets de la carnaza, que ya debería tener la voluntad de hierro, y el cerebro de piedra, para que nada de lo que dicen, de lo que exaltan, de lo que predican en los foros, me haga titubear. Pero da igual. En el fondo soy un cinéfilo de voluntad débil, y de memoria olvidadiza. 

    El virus de estos apologetas es tan insidioso como el de la gripe en invierno, o el de la diarrea en verano. Termina por colarse en mi organismo y hacerme recaer en la tentación. Arrebatados por una locura colectiva, por una psicosis de secta comulgante, los frikis del chillido se ponen de acuerdo una vez al año para ensalzar una película que juran y perjuran que es "original y diferente". Que no es de sustos, dicen siempre. Que casi no hay sangre, que tiene un guión currado que al final todo le explica, y que te quedas atornillado en el sofá con la boca abierta, el sudor en la espalda, el corazón en un puño... Se ponen tan pelmazos, tan entusiastas, tan convincentes en sus argumentos, que uno, al final, termina por ceder. Pero al final, invariablemente, sale la misma monserga de siempre. El mismo timo de la casa encantada, la familia disfuncional, los fantasmas con camisón que aparecen en el dormitorio. Los mismos trucos, los mismos sobresaltos, los mismos bostezos...


    No sé dónde narices le ven la originalidad a Hereditary. Sale un perro en la primera escena familiar y ya sabes que ese pobre bicho está sentenciado a muerte. Y como eso, todo. Reconozco que lo del cabezazo en el poste -y no estoy hablando de un partido de fútbol, precisamente- tiene su cosa y su estupor. Pero el resto es lugar común y sendero trillado. Lo original hubiera sido que al final todos estos personajes estuvieran grillados, esquizofrénicos perdidos, la abuela y la nieta, la madre y el hijo, todos menos ese hombre florero que interpreta Gabriel Byrne en un papel tan ridículo como prescindible (¿Qué fue de Baby Byrne?) Pero resulta que no: que al final había espíritus de verdad, demonios, presencias, encantamientos de magia negra. Ni en eso es original, Hereditary. Un final psiquiátrico sí que hubiera dado miedo de verdad. Eso sí que es para acojonarse. Lo real, mil veces más que lo sobrenatural.


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