Centauros del desierto

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Estaba indeciso, con Centauros del desierto, ahora que estoy embarcado en un ciclo de John Ford para presumir de cinefilia, y ya, de paso, quitarle el polvo a los DVD que de joven compraba compulsivamente, antes de cogerle el vicio a los Blu-ray y seguir siendo el sostén del home cinema en varios kilómetros a la redonda. Sé de otro fulano, por las cercanías, que también se da a la cinefilia, y al coleccionismo, pero a veces creo que soy yo mismo, que me sueño, o que proyecto un holograma, como quien se inventa un amigo imaginario a una edad ya un poco sospechosa, más bien de orate, o de tipo que ha visto justamente eso, demasiadas películas, como libros de caballería.




    Me dan pereza, las películas del Oeste, aunque salga John Ford tras el Directed by, porque yo desde pequeño siempre he ido con el indio, y en mi cabeza siempre chocan dos búfalos enemistados: la intención del director, de loar la epopeya del hombre blanco, y mi propia percepción del asunto, más cercana al genocidio de los nativos. También es verdad que yo, de niño, cuando ponía la tele, era un chaval muy rarito que siempre iba con el toro, en la fiesta nacional, y con el equipo contrario a España, en el acontecimiento deportivo, e incluso con Darth Vader, en La Guerra de las Galaxias. Y con el sioux, claro, antes que con el 7º de Caballería, como cantaba Joan Manuel Serrat en su himno de los locos.
  
    Pero también sé que las películas son séptimo arte, cuadros en movimiento, y del mismo modo que uno aprecia Las Meninas aunque en ellas se retrate amablemente la monarquía absoluta, también sé que Centauros del desierto es una película de paisajes majestuosos en la que sale John Wayne haciendo de John Wayne. Y el paisaje de Monument Valley, ahora mismo, en este confinamiento hogareño de las cuatro paredes, aunque el vaquero sea un genocida que cabalga chulesco, y el indio un botarate que se pone a tiro de los rifles sin entenderlos, ese paisaje, digo, es una ventana abierta al cielo azul, y al desierto infinito que terminaba en la tierra prometida.



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Los lunes al sol


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Va perdiendo uno la noción del calendario, aunque siga trabajando y justificando la nómina del mes. Pero el teletrabajo no parece trabajo, si no cambias el paisaje del salón, y lo cumplimentas con música de Schubert sonando en el iTunes. Los días en rojo se han vuelto negros, y quizá eso sea una metáfora de los tiempos políticos que vendrán… O a lo mejor es al revés, que los días negros se han vuelto rojos, como festivos que ya nadie celebra en el confinamiento, porque no hay fútbol que marque la alegría, ni salidas al campo, ni paellas en casa de la suegra, los domingos, que cuántos iban a pensar que un día las echarían de menos… A las paellas, digo.

    Llevo dos o tres semanas que me lío con los días, y a veces dudo si estoy en jueves o en viernes, en sábado o en domingo, hasta que tomo el enésimo café y la mente se despeja, y en esos lapsus siempre me acuerdo de Santa, el de Los lunes al sol, porque él tampoco estaba muy seguro del día en que vivía, cuando volvía del bar, o cruzaba la ría, en el día repetido y triste de los parados.




    Por lo demás, Los lunes al sol sigue siendo una de las películas de mi vida. La habré visto, qué sé yo, diez veces, y nunca me canso de verla. Santa soy yo, y yo soy Santa. Me sé sus frases como si fueran mías. Pero no por repetidas, sino porque me salen de las tripas, y ya la primera vez que conocí a este fulano me iba planchando los pensamientos. Yo soy como Santa, digo, pero a mí, de momento, me ha ido bien en la vida. Soy un funcionario, un privilegiado, y a los niños autistas, de momento, no vienen a educarlos profesores coreanos por la mitad de mi sueldo. Pero a él sí: a Santa le construían los barcos más baratos, en Seúl, o en Busan, o donde su puta madre, y los astilleros le dejaron tirado en la calle. A él, y a sus compañeros, y a los que tendrían que venir después, los chavalucos, a tomar el relevo del oficio.

    Yo soy como Santa, alto, y anchote, y amante del queso, y con una retranca muy jodida si me tocan las narices. Que yo vea a Santa en la película, en Galicia, capeando la vida como puede, y que no sea él, desde su sofá, el que me vea a mí en Ponferrada, tirado por los bares -es un decir-, es sólo una cuestión de suerte. Porque además, en caso de buscar responsabilidades que no existen, aquí nadie sigue sin explicar por qué unos nacen cigarras y otros hormigas. Jodío Santa…



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La trinchera infinita


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Era un título irresistible, La trinchera infinita, ahora que España vuelve a ser lo que nunca dejó de ser: dos trincheras, dos intereses contrapuestos, el de forrarse y el de no dejarse avasallar. Dos bandos que a veces intercambian disparos y a veces, afortunadamente, sólo dialécticas, pero siempre a la greña, desde los tiempos de Fernando VII, porque es una falacia eso de que viajamos en el mismo barco, juntos como hermanos, y miembros de una Iglesia, como cantábamos con los hermanos Maristas… Menuda sandez. Yo tengo más en común con el maestro de escuela francés, o con el estibador de puerto chipriota, que con el ladrón que vive a la vuelta de la esquina y pone un banderolo de España en el mismo balcón donde aplaude a los sanitarios, grita contra los comunistas y se inflama de heroísmo patriótico con el “Resistiré”. Él, precisamente él, que hace sólo dos meses estaba en contra de pagar impuestos, los evadían como podía, o aplaudía al que se libraba, y se negaba a seguir subvencionando a esa panda de vagos que trabagueaban -qué chistaco de fachorros- en el sector público. Sí, esa gente, mis queridos compatriotas…



    Había que ver La trinchera infinita, sí, para recordar quiénes somos, y de dónde venimos, y porque además me habían dicho que la película era cojonuda -y carajo que lo es- y porque cuenta la historia claustrofóbica de un pobre hombre al que Franco tuvo en confinamiento domiciliario no sólo dos meses -o los que nos queden, todavía- sino treinta años, uno tras otro, con sus veranos y con sus navidades, viviendo tras una falsa pared practicada en su domicilio, saliendo sólo para comer y para cenar, con su mujer y con su hijo, con las persianas bajadas, y la cagalera en el cuerpo. Los famosos “topos”, tan mitológicos como reales, que escaparon a las redadas falangistas y sólo abandonaron su madriguera en 1969, cuando se aprobó una Ley de Amnistía para quedar bien ante los turistas extranjeros que venían a tostarse el cuerpamen y no veían congruente mamarse con las sangrías en un país de sanguinarios.

    A los topos, finalmente, no vinieron a rescatarlos los marines americanos, ni los soldados del Ejército Rojo, sino un ejército de suecas que desembarcaron en las playas de Benidorm como si aquello fuera Normandía, pero recibidas con salvas de aplausos.


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La hija de un ladrón


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En La hija de un ladrón, Sara es una chica de 22 años que sobrevive en el penúltimo escalafón de la sociedad. Ella va sin estudios, a lo que salga, pero con mucho desparpajo para pedir trabajo, o para denunciar abusos, porque la necesidad aprieta, y la vergüenza se deja en casa cuando hay que mantener la cabeza fuera del agua.

    Sara, además -porque parece que la hubiera mirado un tuerto, o maldito una gitana, o simplemente lleva tatuado el estigma de los pobres-, es una madre soltera que no encuentra el apoyo de su pareja, o de su expareja, que entra y sale de la película como un fantasma o como un alelado, y la verdad es que no se entiende muy bien su comportamiento, porque en eso, la película, como en otros argumentos, es tan comprometida con los pobres como enconada con el espectador, que a veces se pierde, y se rasca el cogote, dubitativo.




    Sara, para más inri, lleva un audífono que a veces miran con desconfianza los empresarios, y por si fuera poco,  aunque eso de momento no trasciende en las entrevistas, tiene un padre ladrón que acaba de salir de la cárcel y que no viene precisamente a echarle una mano, sino más bien a joder la marrana. Y ya, en el colmo del infortunio, porque esta película es como una de los hermanos Dardenne o de Ken Loach pero reconcentrando las desdichas, Sara tiene un hermano paralítico del que ella es ángel guardián, y último dique de contención para que el chaval no caiga en el lumpen cuando sepa valerse por la vida.

    La película está ambientada en la Barcelona de hace dos años, pero ya parece vieja, como perteneciente a otra época, con la gente que va sin mascarilla, trabaja a destajo, hacinada, y luego se reúne en el pub para beber cuatro chupitos y olvidar.  Sólo ha pasado un mes y medio y ya es como cuando ves una película del viejo Hollywood, sin teléfonos móviles, y sin televisores, y con todos los hombres paseando por la calle con sombrero. Me pregunto que habrá sido de Sara, la chica de la película, ahora que estará confinada en su piso de cochambre, y con un ERTE, y con la niña más crecida, soñando con que el futuro postapocalíptico sea menos hijoputesco que el anterior.



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La favorita

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El duende que elige las películas ha vuelto a hacer de las suyas. Me pongo a ver La favorita pensando que he burlado de nuevo los argumentos del telediario, y que no hay nada en esta historia del siglo XVIII que aluda al monotema vírico ni de refilón -porque, además, un siglo y medio antes de Louis Pasteur nadie sabía lo que era un virus, o una UCI de la Seguridad Social- y de pronto, en la primera escena, se me congela la satisfacción al recordar que La favorita es la historia de una reina enferma y confinada, Ana de Inglaterra, la última Estuardo, que no puede salir de su palacio porque sufre de gota y depresión, y sólo de vez en cuando, desoyendo los consejos de su médico privado, se escapa a dar una vuelta a caballo por los alrededores.



    Luego, es verdad, el grueso de la trama gira en torno a dos cortesanas que se disputan con muy mala hostia sus favores sexuales y monetarios, pero cada vez que la reina se queda sola en su habitación, postrada en su cama, o mirando melancólica por la ventana, más aburrida que un futbolero en estos días sin balón, pienso que el subconsciente me ha traicionado otra vez, y que he elegido La favorita no por casualidad, sino para dar de comer a este blog erigido en dictador, que sigue marcando los temas, y quiere estar todo el día dando la matraca con la cuarentena.

    La favorita es una película histórica, pero lo que cuenta parece realmente de ciencia-ficción, sacado de una mente perturbada o calenturienta. ¿Es cierto que la reina Ana tuvo 19 hijos de los que no sobrevivió ninguno más allá de dos años,  y que los fue sustituyendo por conejos enjaulados a los que llamaba con los mismos nombres de los fallecidos? Así que de nuevo, como la primera vez que vi la película -porque la edad avanza, y la deforestación de mi memoria va ganando terreno como los bulldozers de Bolsonaro- he venido a la Wikipedia para releer el destino final de estas tres mujeres que durante varios años, dependiendo de quién se acostara con quién, manejaron el viento político de una nación gobernada por los hombres y custodiada por los militares.



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Un juego de caballeros

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Viendo The English Game he comprendido, como traspasado por un rayo de sabiduría, a mis obtusos y tardíos 48 años, que sin el sufrimiento de la clase trabajadora, y sin las lágrimas desoladas de Oliver Twist, el fútbol jamás hubiera existido.

    Si ya era una contradicción lacerante, existencial, casi de perder el juicio, votar al Coletas en las elecciones y tener un póster de Florentino Pérez en la habitación, ver a España convertida en Venezuela y al mismo tiempo ver al  Madrid ganando diez veces seguidas la Copa de Europa, cómo, ahora, para más inri, puedo seguir siendo futbolero y marxista al descubrir que fue precisamente el robo de la plusvalía el que permitió que los capitalistas del siglo XIX, que hasta hoy sólo eran demonios con sombrero de copa en mi imaginación, se libraran de toda ocupación, se tumbaran a la bartola en sus jardines recién segados por un sirviente, y pudieran, en las apacibles tardes de mayo, unificar los cien deportes salvajes que se practicaban en las campiñas británicas para crear un juego maravilloso y simple, viril pero refinado, que llamaron fútbol para no complicar mucho las cosas.



    Un nuevo deporte que se desarrollaría con dos porterías, y con dos equipos de once fulanos bigotudos, que impediría el uso de las manos a quien no guardase la meta y que castigaría el puñetazo y la patada como métodos legales para defender el balón o arrebatárselo al adversario. Las cuatro reglas tontas que hoy en día se sabe al dedillo cualquier niño de Bolivia o de Somalia cuando sale a jugar al descampado. Recuerdo a mi hijo, de niño, en la plaza mayor de Pollensa, en Mallorca, jugando al fútbol con unos niños rubísimos que hablaban en inglés. Recuerdo que él no les entendía ni jota, porque a lo mejor no era ni inglés lo que hablaban, sino sueco, u holandés, que a saber en esa isla de Dios, pero también recuerdo que bastó un solo minuto para que mi hijo encontrara su ubicación en el partidillo y se hiciera entender en ese idioma universal que inventaron hace 150 años los gentlemen cabronazos que explotaban a sus trabajadores.



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The Crown. Temporada 2

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La segunda temporada de The Crown no ha sido tan enjundiosa como la primera. O a lo peor soy yo, que de los atracones ando con dolor de cabeza, y con cierta desgana por los productos televisivos, y a lo mejor ha llegado la hora de dejar este hábito funesto -que me fumo hasta las colillas de la programación-, e ir dejando espacio para otras inquietudes culturales que tengo muy abandonadas, como leer el Marca para ver si fichamos por fin a Mbappé, o releer los cuentos clásicos de Mortadelo y Filemón, que nunca pasan de moda en la chapuza nacional.



    Pero creo, sinceramente, que con la segunda parte de The Crown estoy siendo objetivo con mi subjetividad, no sé si me explico... En la primera temporada estaban los Windsor con sus trapisondas, sus divorcios, sus coronas heredadas siempre con un gesto de fastidio: el tío Eduard porque no le dejaban follar, el rey Jorge porque no se veía con hechuras, y la pobre Isabel porque ella había nacido para cabalgar caballos, y no a un príncipe rubio con el que procrear herederos -que ya ves tú, es justo el cuento de hadas que se encontró Letizia Ortiz sin proponérselo, naciendo en Oviedo y estudiando para periodista... Pero además de los Windsor -tan entretenidos y tan ajenos- en la primera parte estaban los consejeros de la reina, y los inquilinos de Downing Street, y la serie era al mismo tiempo monárquica y parlamentaria, superficial y profunda, no sé si me explico otra vez… A uno le fascinan los monarcas por lo que tienen de gobernantes, de símbolos del poder, pero no como seres privilegiados que viven en una dimensión paralela, moradores en un Palacio de Invierno que siempre es una tentación asaltar en compañía de una masa famélica. Siempre en plan simbólico, claro.

    Y en esta segunda temporada, ay, desde que Anthony Eden deja una cagada de camello en el canal de Suez y dimite entre toses y vergüenzas, los políticos desaparecen de la escena, los Windsor se reparten los minutos desocupados, y aunque uno pone su sangre roja en ebullición, a ver si se torna azul y empatiza con sus desdichas, los esfuerzos al final resultan inútiles. Todo sigue siendo de lujo, y primoroso, en "The Crown", pero de los Windsor me importan poco sus fracasos amorosos, sus educaciones punitivas, sus sueños inconfesados de pirarse por la gatera de Buckingham Palace y ser espectadores corrientes y molientes de la serie que harían con gentes de distinto apellido en el trono. La familia Rodríguez, por ejemplo, la mía, que protagonizaría una serie incatalogable en el directorio que utiliza Netflix como guía.




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Puñales por la espalda


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Se suponía que estos escritos eran una consecuencia de las películas, y no su causa. Que la cinefilia era lo primordial, y luego emborronar el Word una tarea secundaria, el deber escolar que mantiene la mente activa y el culo aplanado. Como la famosa curva…

    Cuando inicié esta costumbre que ya se ha hecho tan cotidiana como sacar al perrete o descubrir canas en el espejo, se suponía que yo primero elegía una película, la veía, se me revolvían los pensamientos con el éxtasis o con el bostezo, y luego, en un rato robado a las obligaciones, escribía un folio más o menos decente en lo literario pero siempre muy honesto en su contenido: cosas de mi vida, de mi ombligo, a veces autorretratos al desnudo, y otras, según el humor, un cuadro más bien misterioso, con sombras que tapan la verdad sin desmentirla. A veces, las menos, asuntos del mundo, de la sociedad, siempre en plan bolchevique de salón, revolucionario de pacotilla que jamás ha gestionado nada ni piensa hacerlo hasta que la jubilación lo libere ya de cualquier responsabilidad.



    Sin embargo, en estas cuatro semanas de confinamiento, la escritura se había convertido en causa, y la película en consecuencia. No era yo el que elegía libremente las películas, sino el blog, de pronto autoconsciente y vivo, el que me las pedía a gritos para alimentarse y hacerse el interesante: títulos apocalípticos, películas con moraleja, series sobre políticos para establecer paralelismos cachondos o sangrantes... Así que hoy me he rebelado, he respirado profundamente mientras manejaba los mandos a distancia, y he puesto la película que me ha dado la real gana. Una que es imposible de encajar en cualquier esquema autobiográfico o coronavírico. Pura… dispersión. Puñaladas por la espalda es una película como de Agatha Christie, con su muerto, sus varios sospechosos y su detective sólo tontaina en apariencia. Un lío, y un descojono, y un respiro para esta cinefilia mía que vivía secuestrada por la actualidad.




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