El sur

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La primera vez que vi El sur, el padre misterioso que apenas hablaba, que apenas contaba nada sobre su pasado, era el mío: hermético, adusto, siempre trabajando…Nada que ver con el personaje de Omero Antonutti en la película, que es un padre cordial con Estrella,  su hija, aunque se le note que sólo se acuerda de ella cuando la ve. Que está presente en cuerpo pero no en espíritu, siempre descolocado, incómodo, pensando en la vida soñada que dejó allá lejos. En el sur…



    Ahora que ya han pasado tantos años, he vuelto a ver El sur y el padre misterioso que apenas habla, que apenas cuenta nada sobre su pasado, soy yo. Mi hijo, como Estrella, apenas sabe nada sobre mí. Nunca preguntó, como ella, y yo tampoco me ofrecí nunca a la pregunta. En el oficio de criar he sido más parecido a Omero que a mi padre, pero también he callado casi todo lo mío, por pudor, o por vergüenza. No hay nada que esconder, pero tampoco nada de lo que presumir: ninguna lección ejemplar, ninguna historia edificante. La vida entre libros, y las viejas glorias del Madrid, en los campos embarrados... Mi hijo -como casi todos los hijos del mundo en realidad- sólo me conoce en tiempo presente, desde que tuvo memoria y uso de razón. Qué sabe, casi nadie, de la vida que sus padres vivieron antes de tenerlo: sólo relatos incompletos, fotografías escogidas, insinuaciones y cortinas a medio descorrer…  Piezas sueltas de un puzle que sólo se completa en la imaginación.

    No sé… Pienso en mi padre mientras vuelvo a ver El sur y entiendo que él tampoco estaba presente del todo, como Omero Antonutti en la película. Como yo, también, que siempre tuve la mente en otro sitio, presente pero ausente, en mi caso soñando con la vida que dejé en el norte imaginario… La película de mis silencios sería El norte, y no El sur, porque en las tierras cálidas sólo viví dos años, y el calor me derritió la alegría. Y dejó los recuerdos como fotografías ajadas, expuestas al sol en un escaparate. Nunca he vivido más al norte de esta latitud actual, pero en el Norte, a orillas del mar, no sé por qué, con la lluvia en el rostro y las montañas a la espalda, siempre he sospechado que me dejé una vida distinta y más feliz.



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Fargo. Temporada 2

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Después de ver el making off de esta temporada, los temas para escribir sobre Fargo se agolpan en el primer parpadeo del cursor. Se gritan, se quitan la palabra…; se pelean por chupar cámara como tertulianos maleducados en Tele 5.

    Para el ojo profano que nunca ha visitado el universo delictivo de los hermanos Coen, Fargo es una serie de chalados que se matan entre sí a capricho, o por un puñado de dólares, con un par de policías sensatos que tratan de poner orden entre tanto salvajismo. Como monjas en una matanza de Ruanda… Pero en la cabeza de Noah Hawley -que es el hijo imposible que los hermanos Coen nunca pudieron procrear- caben Ronald Reagan y el feminismo, las minorías raciales y la posguerra de Vietnam. La preguerra de Wall Street y el final de las empresas familiares. Y el fenómeno OVNI, claro, porque estamos en 1979 y ya se han producido los encuentros en la tercera fase que dejaron turulato a Steven Spielberg, y en ese año mucha gente mira de reojo hacia el cielo por si acaso aparecieran.



    No sé qué voy a escribir sobre Fargo… “¿Cómo voy a redactar todo esto?”, se queja un policía de la serie, uno de Dakota del Norte que no sabe con cuál de los muertos empezar a escribir su informe, ni cómo hilar el resto para que un superior se crea más o menos el desaguisado. Y yo, igual de abrumado que el madero, quisiera dejar el ordenador por primera vez en mucho tiempo. Fargo es mucho lío, ahí fuera luce el sol, y tengo unas ganas terribles de salir a la calle con el perrete,  y con el iPod, a escuchar música. Pero aún no ha salido el corneta del gobierno a tocar el permiso reglamentario, y tengo que quedarme aquí, encerrado en el castillo, a cumplir con el deber de la escritura mientras el DVD de Fargo me mira desde su repisa, como preguntándose qué voy a decir finalmente sobre él.

    En el making off no se menciona nada de esto, pero creo que Fargo, en realidad, es una serie que habla sobre el caos y sobre el azar. De la petulancia de los seres humanos, que se creen dueños de su destino. No es así. La espada de Damocles pende sobre nosotros, colgada de un hilo. Y da igual a dónde huyamos, porque ahora, sustituyendo a los dioses, la espada cuelga de un dron muy moderno que nos persigue por doquier. La fatalidad puede ser una enfermedad, un rayo, un tornado, un accidente de coche... Una mujer fatal. Un hombre sin escrúpulos. Un virus asiático. Un OVNI que nos visita. Un hijo de los sioux que de pronto comprende que hay muchos crímenes impunes por devolver.



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Cautivos del mal

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Hubo gente que nos quiso mucho y nos malogró. Y gente que no nos quiso nada y nos aupó. La caricia, a veces, nos tiró al suelo, y la zancadilla nos hizo saltar como Bob Beamon. Es todo un poco confuso... Recordamos con desagrado a la gente egoísta que sólo nos ayudó porque en el mismo esfuerzo se ayudaban a sí mismos. Personajes de nuestras pesadillas -maestros, amantes, jefes del trabajo- que al abandonarnos nos hicieron sufrir, y nos dejaron tirados con una cornada, o con un intento de renuncia definitivo. Pero luego, al revivir, comprendimos que gracias a su traición estábamos de pronto en un escalón superior, con cicatriz, pero rehechos, reforzados incluso, para volver a aventurarnos en la jungla de vivir.




    Cautivos del mal es un título resonante, difícil de olvidar, para nombrar una película en la que no hay ni cautivos ni malvado. Hay un tipo egocéntrico, eso sí, el personaje de Kirk Douglas, que partiendo de la nada se convierte en un productor de Hollywood que todo lo convierte en éxito y en taquillazo, como un rey Midas de California. Jonathan Shields es capaz de encontrar la flor del talento donde otros sólo ven cardos borriqueros, y así, fichando los jugadores que otros no quieren fichar, y encima a precio de saldo, va rodeándose de escritores que firman guiones enjundiosos, de directores que saben llevar el tempo de una historia. De actrices bellísimas que yacían en un charco de alcohol, en un basurero de autodesprecio, y que gracias a sus lisonjas mezcladas con gritos sacaron el orgullo, alzaron la cabeza y se plantaron ante la cámara para dar un recital de lloros y sonrisas. “¡Ahí queda eso, hijo de puta!”… Como yo, en aquellos exámenes de mi escolaridad, cuando clavaba los contenidos con una furia grafológica incontenible: “¡Ahí queda eso, so cabrón, o so cabrona…!”.

    El Jonathan Shields de Cautivos del mal es un tipo que va a lo suyo: al orgullo, al dólar, al autobombo. Pero yendo a lo suyo, te lleva consigo en su globo con vistas panorámicas. Cuando se cansa de ti te pone unas alas y te tira por la borda. ¿Es bueno, es malo? Es imposible de definir. Las películas antiguas no eran en blanco y negro, como suele decirse, sino en infinitos matices de grises. No eran así por casualidad cuando el color ya estaba inventado.



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Rompiendo las olas

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La primera vez que vi Rompiendo las olas fue con un amigo muy católico de León. Habíamos sido compañeros de pupitre en los años de la opresión, en los Maristas, y cada vez que yo regresaba del exilio laboral quedábamos para charlar sobre lo divino y lo humano. Él era experto en lo primero, y yo en lo segundo. El caminaba con la cabeza en la nubes, y yo con los pies haciendo surcos. Los conocidos nos comparaban con don Camilo y el honorable Peppone, aquellos personajes entrañables de las comedias italianas. Pero ni mi amigo llegaba a párroco, ni yo a militante comunista. Todo hubiera sido mucho más divertido...



     A veces quedábamos para ver una película, y la película del año, en 1996, fue Rompiendo las olas. Todo el mundo hablaba de ella en los foros de la cinefilia -que entonces, con internet todavía en pañales, eran los programas de la radio, y el Días de Cine de Antonio Gasset en La 2. Rompiendo las olas era una película danesa, y rara, filmada con grano, al descuido, a veces incluso desenfocada. La obra de un profesional que fingía ser un aficionado con la cámara. Aún no sabíamos que Lars von Trier se había aparecido entre los apóstoles para reinventar el cine: para provocarnos con las formas, y con los fondos. Un enfant terrible, un liante, un genio capaz de rodar obras maestras y truños insoportables, como luego se demostró. Lars no reinventó el cine finalmente, pero nos dio que hablar largo y tendido, y eso siempre se agradece.

    Rompiendo las olas es una de sus obras maestras. La he vuelto a ver esta noche y no he podido contener la emoción que pone la carne en tensión, la piel de gallina, y deja la columna vertebral como un pararrayos chamuscado con los chispazos. Rompiendo las olas es conmovedora y cruda; obscena y angelical; depresiva y alegre; atea y creyente. No se entiende muy bien, y ése sigue siendo su encanto atemporal. Según algunas versiones, trata de un ángel que se enamora de un hombre que trabaja en una plataforma petrolífera. Una mujer imposible que se entrega en cuerpo y alma a hacerle feliz, en la salud y en la enfermedad: a follárselo vivo, o a insuflarle vida, según las circunstancias, y sin importar el precio. En otras versiones, Rompiendo las olas trata de un hombre que se enamora de una trastornada que dialoga con Dios en voz alta, y que cree en sandeces como la sanación telepática, o el equilibrio kármico entre las almas. Y él,  a pesar de eso, la sigue contemplando con unos ojos que ya no volverán a conocer esa fascinación, ni ese agradecimiento.

    Da igual. Te la puedes tomar como quieras, Rompiendo las olas, y sigue funcionando. Lloras igual, rabias lo mismo, te estremeces con los mismos músculos de la empatía. Aquel día de hace ya demasiados años, mi amigo y yo salimos del cine enfrascados en una conversación infinita. Horas y horas de interpretaciones contrapuestas, antagónicas, que sólo se ponían de acuerdo en que habíamos visto una película única e inolvidable. Los ecos de aquella conversación todavía resuenan hoy, como las campanas colgadas en el cielo…



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El hombre que pudo reinar

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Ya no quedan reinos perdidos a los que huir, como Kafiristán. En el siglo XIX todo era más fácil para los aventureros que buscaban la felicidad. Liabas a un amigo, te liabas la manta a la cabeza, te pertrechabas con la ayuda de unas mulas y medio mundo estaba ahí, a tus pies, casi sin descubrir, tras el puerto de montaña. Con un poco de suerte, las tribus del valle podían confundirte con un semidios -el descendiente de Alejandro Magno, o el hijo perdido de los atlantes-,  y gracias al malentendido te tumbabas a la bartola en el palacio de las montañas, a vivir a cuerpo de rey. A disfrutar del ocio de no hacer nada, del privilegio de acostarte con las mujeres más bellas. De soñar con la vuelta a la civilización chapado en oro, para ser la envidia de tu cuñado, y de la bruja que vive en el 5º derecha.  Y luego, a comienzos de septiembre, si la policía no lo impide, regresar a esa segunda residencia palaciega, que ya se habrá convertido en tu patria verdadera. En tu lugar en el mundo.



    Las probabilidades de encontrar un paraíso eran más altas en los tiempos de Rudyard Kipling, y no como ahora, que ya está todo descubierto, y también emponzoñado por la televisión. Hasta los indios yanomami ya saben que los hombres blancos no son dioses que traen cristales de colores, sino demonios que vienen a talarles los árboles. Los aventureros de ahora, cuando creen que han encontrado el este del Edén, se decepcionan al ver que hasta los estedénicos visten la camiseta de Messi o de Cristiano Ronaldo cuando salen a recibirles, e incluso saben imitar el grito del portugués cuando mete los goles con la Juventus: “Uuuuuh…”

    A los inconformistas del siglo XXI ya sólo nos quedan los reinos imaginarios para encontrar refugio cuando llueve. Los que dibuja un buen porro, o los que salen en los libros, o en las películas. Como el Kafiristán de El hombre que pudo reinar, que es una obra maestra que habla sobre la amistad y también sobre el sueño de mandarlo todo a tomar por el culo, y plantarte en un sitio donde nadie te conoce, y nadie habla tu lengua. Y donde tú tampoco entiendes la suya. Y sin embargo caes de pie, y respiras la posibilidad de ser feliz. Un sitio donde volver a nacer, renacer, sí, pero ya casi contra reloj.



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Trampa-22

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La trampa 22 reza así: un soldado que se entrega alegremente al combate, que se expone a las balas sin miedo, es un hombre que está, obviamente, más loco que una cabra. Un suicida que atenta contra su propio instinto de sobrevivir.  Pero ese soldado, por supuesto, nunca pedirá ser licenciado por estar loco, y sigue combatiendo indefinidamente hasta que un tiro le para los pies, o el corazón, o un ascenso le libra de seguir arriesgando su físico en primera línea.


    Por el contrario, un soldado que comprende cabalmente la situación, que rehúye la pelea, que convierte el escaqueo en un arte necesario de supervivencia, es un hombre psiquiátricamente intachable, y por ese mismo motivo, cuando solicita ser licenciado por estar loco, la obligación del médico es denegarle tal deseo, y devolverlo a la lucha: a la infantería, o al barco, o al bombardero B-25 que destruye objetivos alemanes en el norte de Italia, como le sucede al soldado Yossarian en Trampa-22. Un soldado demasiado cuerdo para la demencia guerrera de sus superiores.



    La trampa 22 es una encerrona. Un silogismo asesino. Pero no sólo en la guerra caliente de las bombas: también en la vida cotidiana, que es una guerra fría por la subsistencia. Aquí tampoco hay nadie que se tenga por loco; y, por tanto, nadie está loco en realidad. Los locos no piden la baja de la vida, y a los cuerdos se les deniega por no estar locos.

    La locura se certifica en la consulta de un psiquiatra, pero para el etiquetado como loco, el loco es quien se atreve a diagnosticarlo como  tal. Hasta el más chalado de los chalados, la más pirada de las piradas, se cree en posesión de la verdad y del razonamiento consecuente. Los locos siempre son los otros. Es por eso que me da miedo -y hasta me parece atrevido-  asegurar de mí mismo que no estoy loco.

    En este contexto preapocalíptico del coronavirus, estoy convencido de que la gente que opina en internet  se ha vuelto loca de remate. A algunos se les veía venir; otros han caído como paracaidistas inesperados. Pero claro: ellos piensan lo mismo de mí, que me muevo entre la sinrazón y el adocenamiento, y así todo se vuelve desencuentro, y cacofonía de locos que no se escuchan.



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Elysium

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Es una pena, esto de haber hecho voto cartujo para el asunto político, porque Elysium me daba para escribir un discurso bolchevique sobre la lucha de clases, que ni en el siglo XXII, al parecer, va a conocer el descanso. Todo lo contrario…

Me lo ponían a huevo, Neill Blomkamp y sus secuaces, con esto de la Ciudad en las Estrellas construida para los ricos, mientras que abajo, en la Tierra, la chusma se da de navajazos para sobrevivir entre la contaminación y la superpoblación. Qué parábola más cojonuda, la de Elysium… Menuda metáfora que estoy desaprovechando para sacar de paseo a la momia de Lenin, ahora que además sabemos que la Ayuso vive en una suite de lujo muy por encima de la mugre, una Elysium de las alturas de Madrid, que te la imaginas, a doña Isabel, al lado de Jodie Foster en la película, cogestionando la seguridad del Paraíso y poniendo caras de asco cada vez que un pobre quiere pasar a saludarlas, y no desentona para nada, la jodía, que tal vez estamos perdiendo a una política seria pero estamos ganando a la próxima Penélope Cruz del star system.



    Pero no… ¡Basta! Para una vez en mi vida que hago voto de silencio -ya que no puedo hacerlo de castidad, ni  de frigorífico bajo en calorías -, no quiero romperlo a los pocos días de la ceremonia. Así que prefiero contar -como siempre que me escaqueo del opinar- una anécdota personal, de una vez que estuve en un sitio muy parecido a Elysium. Un club de golf en la isla de Mallorca, al que yo jamás me hubiera acercado ni a un kilómetro de distancia -por si disparaban, o te electrocutabas en la valla- pero al que fui arrastrado por el entusiasmo aventurero de mi hermana, que dijo estar bien informada de que allí, en su terraza, hasta las ocho de la tarde, cualquiera que fuera vestido dignamente podía tomarse una cerveza sin ser expulsado por un ángel flamígero.

    Y era cierto... Llegamos, nos sentamos, pedimos unas cervezas bien frías y un ángel rubio que allí habitaba nos las sirvió con una sonrisa perfecta, inmaculada, sin asomo de ironía o de perplejidad. Fue la primera vez -y de momento la única- que me sentí uno de ellos. Un ricachón más. Un golfista más. Casi me dieron ganas hasta de sacar el carnet de conducir, sólo para comprarme un Mercedes o un Ferrari en el concesionario de los alemanes…

    Desde la terracita se les veía allá abajo, a los ricos, pateando los greenes y los rafts, y por un rato me sentí su camarada, su compañero de lucha contra el obrero. Tardé un rato en relajarme, en olvidar mi complejo de polizón en un yate, pero cuando al fin reposé la espalda, estiré las piernas y tomé confianza para mirar el infinito, sentí, de pronto, como transfigurado por el lado oscuro de la Fuerza, que si yo fuera rico, si yo viviera en Elysium, prohibiría la entrada en mi club a unos Rodríguez cualquiera de la vida como nosotros. Quizá, después de todo, es una suerte que yo haya vivido siempre en el lado cutre de la vida.



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Vengadores: Endgame

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En esta realidad nuestra de los no-comics, los expertos del cambio climático reclaman medidas globales para protegernos contra la venganza de la Tierra. Tony Stark, en la realidad de las películas, reclama que los gobiernos construyan escudos energéticos para protegernos contra la venganza del Espacio.



    Es un paralelismo preventivo que se me ocurrió mientras veía “Vengadores: Endgame”, sobre todo en los ratos muertos de los puñetazos muy aburridos. En el mundo ficticio de Los Vengadores, todo el mundo vio por la tele cómo los extraterrestres destrozaban y asesinaban por doquier, pero luego, a la hora de la verdad, nadie quiere pagar los impuestos necesarios para protegerse de su invasión, y nadie quiere recaudarlos para no perder la simpatía del elector. Sucede como en aquel episodio de Los Simpson, en el que un oso aterrorizaba a la población de Springfield, el alcalde proponía una subida de impuestos para crear una brigada antiosera, y la gente terminaba prefiriendo convivir con el miedo a soltar los dólares del bolsillo. Y allá que iba Homer, a detener la amenaza…

    Las ficciones de Los Vengadores y de Los Simpson las escriben, por supuesto, gentes muy avispadas que viven a este lado doliente de la realidad. Todos vimos en los telediarios otras pandemias asiáticas que amenazaban la visita de ésta, su hermana mayor. Y todos seguimos viendo el trastorno climático que ha convertido las estaciones en sólo una retórica de los poetas. Y aun así, permanecemos casi todos de brazos cruzados, pasándole la patata caliente a la siguiente generación. En diciembre vino Greta Thunberg a sacudir nuestras conciencias. Fue apenas un cachete, en comparación con el asesinato en masa que perpetró el coronavirus sólo dos meses después. Son los avisos del planeta... El mundo se ha llenado de superhéroes que trabajan en los hospitales y en las cajas de los supermercados. Trabajan a posteriori, bajo las balas, en el campo de batalla. Son, ay, vengadores, como los de la película, pero no preventores, que es lo que Tony Stark  también predicaba en el desierto.



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