Lunas de hiel

🌟🌟🌟

Roman Polanski está muy enamorado de su mujer, Emmanuelle Seigner, y esta película parece una excusa para mostrarla en las muchas variantes del amor: desnuda, o desnudándose, o ciñéndose vestidos que provocan mucho mareo en el espectador. Porque Emmanuelle Seigner es una mujer muy hermosa, sin duda, y uno piensa, de pronto, que todas las Emmanuelles que ha conocido son mujeres igualmente bellas: Emmanuelle Béart, para quedarse lelo, y Sylvia Kristel, que hacía de Emmanuelle en Emmanuelle, y Emmanuelle Riva, por supuesto,  que en los tiempos de Alain Resnais era la actriz más chic del panorama… Aunque claro, si lo pienso bien, todas las Emmanuelles que he conocido son actrices de cine, y francesas, y en esos ecosistemas la belleza se da por descontada, y es condición a priori para encabezar los repartos y atrapar nuestra mirada.



    Lunas de hiel quiere ser la disección de una relación podrida, en fase terminal: la decadencia, y el daño mutuo,  y el sexo enfermizo. Pero cuanto más ahínco pone Polanski en el drama, más le sale un serial parecido a los cuentos de “Teo va al supermercado…”, o “Teo va a la feria”. Aquí es Emmanuelle acostándose con hombres, besándose con mujeres, contoneándose en un baile, dejándose amar en la postura del misionero, o echándose leche por las tetas mientras desayuna, para volver loco de deseo a Peter Coyote. En “Lunas de hiel”, Emmanuelle Seigner hace de virgen, de principiante, de femme fatal, de dominatrix, de esposa amantísima, e incluso de rain maker, muy aplicada, cuando la cosa de la excitación ya se les va por completo de las manos.

    Y luego, cuando Polanski rebaja el morbazo, la temperatura sexual que a un chaval de nuestra LOGSE ya directamente se la pelaría -curtidos en mil batallas pornográficas en el Porrnhub- y se pone romántico, parisino, con los amantes achuchándose con la torre Eiffel a las espaldas, le sale una vena muy cursi que Vangelis, además, en vez de disimulársela con el maquillaje de la música, se la remarca todavía más, azulada, y gordota, casi como una variz.



Leer más...

Fargo. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟🌟

La realidad supera la ficción. Siempre. Incluso las ficciones de Fargo palidecen en la comparación, aunque a veces, descolocados con sus ocurrencias, pensemos que el telediario posterior nos va a devolver a una realidad predecible, de andar por casa. Y luego, de pronto, aparece un platillo volante en las breakings news, o algo parecido…

    Hay capítulos de mi vida -y ya ves tú, qué vida la mía, de anonimato absoluto en el Noroeste- que los trasladas a la pantalla y parecen sacados de una mente calenturienta y retorcida, de guionista malo, o de guionista genial, que son los que suelen salirse de las carreteras generales. Qué decir, entonces, de la gente interesante que uno conoce, con vidas pintorescas, y aventureras, que te las cuentan frente a una cerveza en la terraza y te quedas alelado, muerto de envidia, o reconfortado de ser tú, mientras piensas que Noah Hawley encontraría materia para añadirle unos matones, y unos paisajes nevados, y montar un Fargo a la ibérica en los parajes de Soria o de Teruel, que serían casi como los de Minnesota, con la Guardia Civil saliendo a patrullar con gorros con orejeras.



    Fargo no está en Minnesota, pero Minneapolis sí, y allí, hace unos días, en la ciudad de los hermanos Coen, el pobre George Floyd salió a comprar con un billete falso de 20 dólares y encontró la muerte por asfixia -a rodillas, no a manos- de un australopitecus con placa que había salido a cazar. Alguien lo grabó, el vídeo se hizo viral, y comenzaron los disturbios que a veces provocan afroamericanos encolerizados y a veces supremacistas blancos que le echan más leña al fuego, porque así, con tanto incendio y tanto escaparate roto, la clase media se acojona, se pertrecha, y el próximo noviembre votará a quien más tanques saque a la calle para defender los negocios. Los discursos de V. M. Varga todavía resuenan en mis oídos…

    Ayer terminé de ver la tercera temporada de Fargo, y justo después de ese final demoledor que nada dilucida -porque la vida es exactamente así, una tensa espera para ver quién es el siguiente que abre la puerta para traer el regalo o la desgracia-  apareció en los telediarios de la realidad un presidente de Estados Unidos con el pelo naranja que se enfrentaba a una multitud armado con una Biblia.



Leer más...

Gladiator

🌟🌟🌟🌟

Hay películas que valen por un solo instante, como Gladiator, que siendo espectacular y memorable, siempre me ha parecido de un maniqueísmo tontorrón, tan simplona como una función de guiñoles armados con cachiporra. O con espada, en este caso.

    Pero llega ese momento inolvidable, el de Russell Crowe dándose la vuelta, y a uno se le siguen encogiendo los huevos, aunque lo haya visto mil veces en YouTube, y lo haya imitado mil veces ante el espejo, recitando el texto y forzando esa voz grave y barriobajera del gladiador, y al mismo tiempo altanera, de orgullo muy medido para no levantar las iras del Emperador. “Me llamo Máximo Décimo Meridio…”, y por un momento ya no estoy viendo una película de romanos, sino que estoy en la misma Roma, en la arena del Coliseo, escuchando con la boca abierta a este hombre regresado de la tumba para vengarse. “Me llamo Máximo Décimo Meridio, comandante de los Ejércitos del Norte…” y ya puede uno quedarse tranquilo en el sofá, porque ha vuelto a ver el cogollo de la película, su nudo gordiano, lo que nunca caerá en el olvido.



    Lo que hubiera ligado yo, con ese nombre, con esa retahíla, en los tiempos de la juventud. Entrar en la discoteca, acercarme a la chica más guapa y decirle: “Me llamo Máximo Décimo Meridio…” Ninguna mujer se hubiera resistido a esa sucesión de nombres guerreros, y también algo filosóficos, en extraña mezcolanza que resuena en los oídos como un encantamiento. “Me llamo Máximo Décimo Meridio…” Joder: es que es impresionante.  Aunque el jeto de Russell Crowe también ayuda lo suyo, claro,  tan macho, tan sudoroso, quitándose el casco y enfrentando su rostro ante el de Cómodo, el emperador. Russell desprende hombría, seguridad en sí mismo, y lo mismo en su voz original que en la de quien le dobla al castellano, sus palabras retumban en el Coliseo acojonando a los hombres y seduciendo a las mujeres. Y sacando de sus casillas a ese emperador tan inútil como rastrero.

    “Hola, me llamo Máximo Décimo Meridio, y me estaba fijando en ti…” Hubiera sido la hostia, ay,  en lugar de este Alvaro Rodríguez Martínez que empezaba tan bien, en aquella época en la que apenas había Álvaros por el mundo, pero que luego, a golpe de apellidos, se iba diluyendo en la vulgaridad y en el anonimato. Cómo no se me ocurrió antes, idiota de mí, la romana tontería, aunque sólo hubiera sido para sortear las primeras vallas de la seducción. Pero antes del año 2000, claro, cuando vimos Gladiator por primera vez y nos quedamos con la copla. Porque ahora ya parece un cachondeo lo del Máximo y el etc., y ya son muchos los que han probado la gilipollez, rezando para que ella no haya visto la película con sus novios anteriores.



Leer más...

La gran familia española

🌟🌟🌟🌟

Al principio de La gran familia española, el niño Efraín nos recuerda que todos estamos viviendo el argumento de una película, porque ya son tantas, las ficciones, que ya no hay vida humana que no se corresponda un poco, o un mucho, con alguna de ellas. A veces en versión doméstica, y a veces superando las calenturas de los guionistas.



    La película de Efraín y de su familia, hasta este día de su boda, es Siete novias para siete hermanos, el musical que su padre quiso plagiar engendrando siete hijos para casarlos con siete hermanas, y luego vivir todos juntos en el campo para beber y bailar después de cada cosecha, y de cada nieto. Un sueño disparatado, opusdeísta, muy parecido a La gran familia engendrada por Alberto Closas en los años 60, con Pepe Isbert haciendo de abuelo, y el niño Chencho, que se perdía por las calles…

    La película de Efraín se truncó justo con él, que era el quinto parto, el quinto hermano bailarín. A tan solo dos cabezas de llegar a la línea de meta, la madre de los retoños se hartó, dimitió de su papel, y se fue a vivir una película diferente con otro hombre menos obsesionado con la siembra de sus genes. Y con las danzas de la cosecha… Un hombre menos soñador, quizá, y también menos ambicioso en términos evolutivos. Lo que dejó atrás esa mujer fue un exmarido que ya no levantó cabeza, y cinco hijos que echaron a caminar cada uno por el cerro de su propia Úbeda. Una familia desunida, pintoresca, tragicómica, como son  todas las familias que uno conoce en realidad. La propia, y las cercanas, y las que uno observa desde la distancia…

    El otro día, en la radio, preguntaban a los oyentes por la película que les gustaría protagonizar en la vida real. Durante unos segundos, Max, mi antropoide interior, agarró el micrófono y respondió que una película porno, claro, con bellas señoritas si se podía elegir… Fueron dos segundos de lucha encarnizada con él, hasta que me hice con el micrófono y recordé, retomando la compostura, que la película que yo siempre he querido vivir desde joven es El hombre tranquilo. Pero cada vez me queda menos tiempo, ay, e Irlanda queda cada vez más lejos.  Innisfree empieza a ser un pueblo de leyenda.



Leer más...

La bestia con un millón de espaldas

🌟🌟🌟🌟

La bestia con un millón de espaldas del título es Dios, Dios mismo, que en la fantasía de Futurama es un pulpo gigante que habita en un rasguño del tejido espacio-temporal. Este Dios de la ficción no es Creador, sino Contemplador, porque tiene la modestia de no atribuirse la obra del mundo, y sólo se encarga de llevar el Cielo a cuestas, por el espacio, cuidándolo con todo detalle para que los muertos sonrían cuando vengan a ocupar su parcela.



    Este Dios tan particular no se llama Yahvé, sino Yivo, en un arriesgado juego de palabras que podría atraer muchedumbres armadas con antorchas -aunque no creo, sinceramente, que haya muchos lectores del Antiguo Testamento siguiendo estas locuras animadas de la humanidad. Yivo, lejos del espíritu violento y vengativo que impregna las Escrituras, es un ser romántico, lleno de amor, pero frustrado porque no puede regalárselo a nadie. Yivo vive en otra dimensión, indetectable para los telescopios y para los profetas, y su aspecto es eso, de octópodo  repulsivo, de monstruo de Julio Verne, sólo aceptable si te lo imaginas cortado a trocitos, y cociéndose en un caldero de cobre en la feria del pueblo.

    Yivo es un pedazo de pulpo, y también un pedazo de pan, pero cuando se hace carne en la dimensión de los humanos, su afán de amar se vuelve atosigante, pegajoso, con esa manía que tiene de coger a los amigos por el cuello, clavarles el tentáculo y usarlos como muñecos de José Luis Moreno en un espectáculo de ventriloquía. Pero Yivo es un dios humilde, que reconoce sus culpas. Uno que no dicta palabras reveladas, sino corregibles al hilo de la experiencia, y de la respuesta de los amados.

    Yivo es un dios tan benevolente, tan de puta madre, que los humanos terminarán desconfiando de su bondad. De su compromiso tallado en un diamante de electromateria indestructible. Los humanos de Futurama se creen muy distintos de Bender, el robot borracho y tocapelotas que se atribuye los discursos más cínicos de la serie, pero en realidad todos piensan lo mismo que él:

    “… el amor no se comparte con todo el mundo. Amar es desconfiar. Amar es temer. Amar es exigir. Amar es codiciar. Amigos míos: no existen los grandes amores sin que haya grandes celos”.



Leer más...

Chinatown

🌟🌟🌟🌟🌟

Mientras veo Chinatown me pregunto -en segundo plano, claro, como los antivirus, o las actualizaciones del sistema, porque la trama es absorbente e inaplazable -, qué hacía yo hace diez o quince años cuando la película no era una obra maestra, como ésta, sino el aburrimiento supino, e incluso prono, que me recomendaba un amigo, una damisela, o yo mismo, autoengañado, por querer dármelas de cinéfilo puretas. 



    Qué hacía yo, en los tiempos de la pre-tecnología digital, sin un teléfono móvil a mi lado para traicionar mi fidelidad a la película. Qué hacía uno, en la juventud, cuando se enfrentaba al tostón insufrible de Dreyer, o de Godard, o al truño infumable de un director de Taiwan que otros aspiraban como el mejor de los porros orientales…  Qué hacía uno con las manos, con el pensamiento, con las posturas incómodas, cuando el viernes por la noche ponían en Canal + un estreno que también venía muy aplaudido, y muy premiado en los festivales, y que luego, a la media hora, provocaba el bostezo, la decepción, las ganas casi de suicidarse,  mientras los demás estaban ahí fuera, tras la ventana, despreocupados de la cinefilia, gozando la alegría loca de los encuentros y los desencuentros.


    El teléfono móvil se ha convertido en el termómetro de nuestro entusiasmo por la cultura. Y no hay que ponérselo en el sobaco, ni que metérselo en el culo, para dar la temperatura exacta de nuestro aburrimiento: basta con contar las veces que echamos mano de él para medir la fiebre del trastorno compulsivo.

    Viendo películas como Chinatown, nuestro espíritu no necesita una toma de temperatura. En esas dos horas queda inmune al virus del despiste, de la interrupción, de la ida de olla… Las películas como Chinatown extinguen, calcinan, arrasan como un lanzallamas todo ese mundo de curiosidades, amistades y rabiosa actualidad que nos aguarda en el teléfono. Los juegos, los chismorreos, la hoguera de las vanidades… El cine se inventó para evadirnos de la realidad, y sumergirnos en los sueños. Pero en los sueños coordinados, claro, los coherentes, no esa mierda que soñamos por las noches, que es gratis, y así sale de enredada, de poco clarificadora, proponiendo una pesadilla que siempre es peor que la enfermedad.


Leer más...

El gran golpe de Bender

🌟🌟🌟🌟

Cada vez que el tontolaba de Stephen J. Fry tiene la posibilidad de viajar al pasado -cosa que en las tramas de Futurama es tan habitual como pasear por la alameda-, siempre reaparece en la noche que cambió su vida: la Nochevieja del año 1999, pocos minutos antes de la llegada del nuevo milenio a Nueva York. Fry fue a entregar unas pizzas al centro de criogenización, hizo el tonto con una silla y terminó cayendo en una cápsula que sólo se descongelaría 1000 años después, en el futuro ultratecnológico pero ultramerluzo de la humanidad.




    Da igual la fecha que figure en el condensador de fluzo: Fry, por aquello de las paradojas espacio-temporales, siempre termina en esa habitación secreta de Applied Gryogencis, encontrándose consigo mismo a punto de cometer el tropezón fatal. Es como si un dios benévolo le concediera la posibilidad de enmendar su pasado, una y otra vez. En algunos episodios, Fry tiene la determinación de deshacer el entuerto, y así regresar a la vida normal de un terrícola perteneciente al siglo XXI. Otras veces, Fry, con el propósito opuesto, viaja al pasado para asegurarse de tropezar, porque está enamorado de Leela, la cíclope del cuerpo escultural, y prefiere quedarse en el año 3000 a intentar ser correspondido en el amor (Futurama, a pesar de la apariencia loca de dibujos animados y ciencias disparatadas, es en el fondo una historia de amor. Como casi todo…).

    Pero da igual lo que haga Fry en sus viajes al pasado. Al final, los dioses y los guionistas siempre se confabulan para que nada cambie, y él permanezca atrapado en el año 3000 junto a Bender, y el resto de la tropa. Muy gatopardiano, todo… No es sólo que así la serie se prolongue; es que, además, no hay otra. Lo que tomamos por momentos decisivos de nuestra vida, de encrucijada determinante, no lo son en realidad. Todo está escrito de antemano. Regresar al pasado para tomar otro camino sólo es una ilusión, un sueño de la voluntad, antes de descubrir que estamos de nuevo en el mismo sendero, sin saber muy bien cómo.



Leer más...

La semilla del diablo

🌟🌟🌟🌟🌟

Instalado desde la adolescencia en el relativismo moral -a escondidas de los curas que nos daban filosofía- soy de los que afirma que el Mal no existe. Y el Bien tampoco, claro. Sostiene, Rodríguez, que ninguna posición moral es absoluta, y que como demostró Albert Einstein en su teoría -que era física y ética al mismo tiempo-, ningún observador posee una posición privilegiada en el espacio o en el tiempo. O en la estimación de lo que es correcto o y lo que no.



    Pero esto, quizá, lo digo porque nunca he visto el Mal frente a frente. Ni el Bien… Tengo amigos más o menos razonables que creen en los fantasmas, a pies juntillas, o a cadenas chirriantes, y dicen que mi escepticismo sólo obedece a que nunca me he topado con ninguno. Yo sonrío, y les hago un gesto de desprecio con la mano, bah… “Si algún día os digo que he visto un fantasma, metedme en el manicomio”, les digo. Y aprovecho para recordarles que si algún día, también, les anuncio que he regresado a la religión, al maniqueísmo de la infancia, y les aseguro haber visto al Demonio en la cola del pan, o en los ojos de un bebé -uno que iba de paseo en el carricoche con una mamá rubia, de pelo cortito, a lo Vidal Sassoon-, que me sacrifiquen directamente sin pasar por ninguna institución.

    Roman Polanski sobrevivió al gueto de Cracovia con 10 años. Vivió escondido en varias casas durante dos años -como el pianista de su película- para que los nazis no le fusilaran al instante o le enviaran a los hornos de cremación. Supongo que una experiencia así te deja marcado. Un miembro de las SS que garantiza la muerte tiene que ser, a la fuerza, el Mal personificado. Quizá por eso, en las películas de Polanski siempre hay un demonio disfrazado de persona, o una persona disfrazada de demonio. O el Demonio mismo, en algunas, como en La semilla del diablo -si es que al final no resulta que Rosemary estaba como una chota, que es la otra lectura de este clásico imprescindible.



Leer más...