Dragged across concrete

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Dragged across concrete, según una traducción que ofrece generosamente la red, vendría a significar “arrastrado por el asfalto”. Pero tampoco está muy claro, la verdad, porque otras traducciones hablan de “atrapado en el hormigón”, casi como si hicieran referencia a un maleante de Star Wars congelado en carbonita. Pero puestos a escoger, como cantaba Serrat, me cuadra más lo del asfalto, porque eso es lo que hacen estos policías y ladrones con tal de hacerse con el botín: arrastrarse por el asfalto de las carreteras que suponemos de California -por el jeto de los actores crepusculares, y por el contexto criminal de la película- lo mismo por las grandes autopistas interestatales que por los caminejos donde se perpetran los crímenes y se entierran los cadáveres, hasta que al final del todo, en los títulos de crédito, descubrimos boquiabiertos que los productores le dan mil gracias a la Columbia Británica del Canadá por las facilidades ofrecidas en el rodaje. Ver para creer...

    También cantaba Serrat, en una vieja canción, que “siempre llegamos tarde a donde nunca pasa nada”, que es un verso que a mí me emociona mucho porque es como la historia de mi vida, siempre inoportuno, y desincronizado, y además en el lugar equivocado. Y menos mal que es así, pensaba yo mientras veía esta película de violencias tremebundas, porque los personajes de Dragged across concrete, justo al revés de lo que cantaba el Nano, siempre llegan a la hora justa en que se reparten los balazos, para morir de un tiro en la nuca o de un disparo en la barriga, puntuales en la hora de su muerte como sus primos  británicos de la Britania. En la película, desde luego, reina la fatalidad, el mal fario, la puta mala suerte...

    Justo el día antes de que empezaran las vacaciones escolares, la señorita X., mi alumna con autismo, me preguntaba qué era el hijoputismo, y si el doctor House, que es la serie que está viendo ahora con su familia, hacía mucho el hijoputismo. Yo le respondí que no, que el doctor House sólo es un tipo antipático al que le duele muchísimo una pierna. Si no fuera porque no puedo, a la señorita X. le recomendaría ver esta película tan fría como entretenida, para que se quedara con el concepto. El hijoputismo al cuadrado... ¿Cómo se dirá, en inglés, hijoputismo?





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Colgar las alas

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Jesús, en su despedida, antes de elevarse en vertical hacia los Cielos, como un Harrier de la RAF, o  como Mando el mandaloriano, dejó dicho a los apóstoles que volvería. Pero no puso fecha de regreso. Algunos pensaron que sería el siguiente fin de semana, y otros, menos entusiastas, que allá por el año 1000, para poner números redondos a la efeméride. Hay quien afirma, incluso, que Jesús ya ha cumplido su promesa, y que en realidad estamos todos muertos creyéndonos vivos, porque la segunda venida del Señor, la Parusía, traerá consigo el fin de la Historia. Será la derrota del Anticristo, sí, pero también la calcinación de la Tierra, que ya quedará inhabitable para los cuerpos y las almas.

    Yo no creía en estas cosas hasta que vi lo que vi, aquel 4 de octubre del año 2009. De niño sí creía, claro, porque estábamos a todas horas con el Catecismo, con el libro de Religión de Edelvives, tomando por milagros lo que sólo eran fábulas de pescadores barbudos en el Tiberíades. Pero luego me hice un ser racional, renegué, vagué durante años por las tinieblas, hasta que ese día contemplé el milagro de Iker por la tele, en vivo y en directo, sin trucos ni efectos especiales. Y aunque no me caí del caballo, sí me caí del sofá, del susto, y de la perplejidad. Y allí, en el suelo, traspasado por el rayo divino, lloré lágrimas de arrepentimiento, desgarré mis vestiduras, y prometí hacer una peregrinación andando al Santiago Bernabéu, que luego hice en coche con unos amigos, para ver un partido contra el Atleti.

    Casillas -y ahí están las imágenes para demostrarlo- estaba cubriendo un palo, en la portería del Sánchez Pizjuán, pero cuando Perotti le remata a bocajarro, él ya está en el otro, transustanciado en sí mismo, teletransportado, ubicuo, milagroso... Jesucrístico. Ahí, justo en ese instante, comprendí que la Parusía se había producido en Móstoles unos años atrás, y que Iker Casillas era el Clark Kent disimulante de nuestro Señor.

    Una vez les dijo Casillas a los periodistas: “Yo no soy galáctico: soy de Móstoles”. En el evangelio que ya estoy redactando a orillas del Sil, ése será el versículo 5 del capítulo 10. Será la parábola de los modestos. Espero que me dé tiempo a terminarlo, porque el día que muera Iker se acabará el mundo. Ya estuvimos a punto cuando sufrió aquel infarto traidor. Rezo todos los días por él. Usted debería hacer lo mismo.





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The Mandalorian. Temporada 2

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La mejor serie del año es, digan lo que digan por ahí, The Mandalorian. A varios años-luz de las demás. Tantos como pársecs nos separan de Mandalore. Lo que pasa es que si uno viniera aquí, al foro público, a confesar el entusiasmo, le caerían las chanzas y las sonrisas compasivas. Los fanáticos pondrían un corazón, los no creyentes me ignorarían por cortesía, y la mayoría ni siquiera sabrían responder quién narices es el mandaloriano.  Así que prefiero no escribir nada. Que queden para mí solo, las emociones, y para los allegados en la Fuerza. Voy a hacer como que tecleo, pero esta vez lo haré en el vacío. Dejaré este folio en blanco para rellenarlo con alguna crítica de serie menor, de película segundona, algo que no pueda ni compararse con las aventuras de Mando y Grogu por la galaxia muy lejana.

   Pero quizá me engaño, quién sabe. Quizá me estoy dejando llevar por el frikismo, por el infantilismo, por el entreguismo a George Lucas y sus padawans que trabajan en Hollywood. No digo que no. Puede que The Mandalorian sólo sea eso: un producto para frikis, diseñado para engatusarnos, y que en realidad, visto con ojos racionales, de habitante de esta galaxia tan presente y tan cercana, todo sea humo, gaseosa, parafernalia. Guiño para iniciados. Conozco a más de una mujer que sentada a mi lado, en el sofá, se habría quedado fría, indiferente, incomprendiéndome por el rabillo del ojo, pensando para sus adentros -o quizá para sus afueras decepcionadas: “¿Qué estoy haciendo yo con este tipo?”

    Puede ser, sí. Pero esto es lo que hay. Refugiado en mi salón, donde ya no tengo que fingir que soy un tipo medio culto con aspiraciones intelectuales, lo mío es esto: los Jedis, los mandalorianos, los mini Yodas que han olvidado su poderío de la hostia... Ayer era la una de la madrugada y yo estaba en WhatsApp hablando con otros dos seres adultos desnudados de su adultez. Nos confesábamos la inquietud del día, las emociones, lo mucho que hemos llorado con esa despedida tan esperada como puñetera... Los tres habíamos visto el último episodio de la temporada y teníamos que desahogarnos con algún cofrade de la hermandad. This is the way... Además, Luke Skywalker había regresado a nuestras vidas, y eso, para nosotros, es más importante que el regreso anual de Jesucristo, que ya está al caer por estas fechas. Nuestro Luke no multiplica los panes y los peces, y ni falta que le hace. Él destroza Dark Troopers con sólo apretar el puño en el aire. Ahí es nada.





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El artista

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Los pasillos del colegio donde yo trabajo están decorados con dibujos que los chavales -alumnos de educación especial- realizan en su tiempo de manualidades. La mayoría son obras simplonas, inocentes: el retrato esquemático de la familia, de la paloma de la paz, de la casita en el campo con su chimenea y su arbolito adosado. Pero a veces, rompiendo la monotonía de los temas, aparecen dibujos abstractos, sorprendentes, puros rayajos de colores que sin embargo hechizan mi mirada. Quizá no signifiquen nada, o lo signifiquen todo. A veces me detengo ante ellos y fantaseo con que son obras de arte verdaderas, gritos de un genio que quedó atrapado en la mudez, o en la contorsión, y no las frustraciones motrices que pretendían dibujar algo concreto y se quedaron en el intento. A veces pienso, para sobrellevarlo mejor, que mi colegio es un museo clandestino que alberga tesoros todavía por descubrir, como una cueva rupestre, o  un centro cívico de provincias.


    Algo parecido debió de pensar Jorge, el protagonista de El artista, al contemplar cómo Romano, un anciano en silla de ruedas con demencia, manejaba los rotuladores en sus ratos de esparcimiento. Jorge es el enfermero que le cuida en el geriátrico, un hombre sin talento, poco despierto, que sin embargo sueña con llevar una vida mejor. De artista, para vivir del cuento, y engatusar a las mujeres. Le entiendo muy bien yo, al tal Jorge... Ensimismado en los dibujos de Romano, que son muy raros e hipnóticos, Jorge decide probar fortuna como impostor, y presentar esas abstracciones como propias, allá en la galería de arte moderno. Para su sorpresa, el mundo de la pintura le recibe con la boca abierta, y con el gesto pasmado. Ha nacido un genio en el mundillo de Buenos Aires. Un creador de trazo potente, de visión visceral, de esquemas rompedores. La verborrea consabida... 

     Jorge vivirá el gran sueño del halago, de la riqueza, de la chica monísima que se interesa por el artista pero también por el hombre. Mientras tanto, en el asilo, Romano, ajeno a estas movidas de exposiciones y canapés, seguirá entreteniéndose con los rotuladores, o con la pintura de dedos, mientras musita "la pucha, la pucha", que es una expresión que al igual que sus dibujos puede significarlo todo, o no significar una mierda. 



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Pintores y reyes del Prado

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El título original de esta película/documental es, traducido al vernáculo, “El Museo del Prado: una colección de maravillas”. Pero los distribuidores españoles, tan monárquicos como ahorradores, lo han dejado en “Pintores y reyes del Prado”. Y en efecto: cuando Jeremy Irons -sí, don Jeremy, contratado para la ocasión- empieza a desgranar su texto, paseando boquiabierto por las galerías, uno empieza a comprender que esto es una encerrona monárquica. Un contubernio borbónico-pictórico, como aquel otro judeo-masónico.

    Los reyes de España -bueno, de la preEspaña, porque esta nación sólo tomó autoconciencia alrededor de Curro Jiménez y de los curas que combatían la Ilustración- impulsaron la creación del Museo del Prado, eso es innegable. Tampoco había muchos más personajes con los jayeres necesarios, en su época absolutista. Así que en fin: hay que citarlos, a los Austrias y a los Borbones, porque además están por doquier, en las galerías, montados a caballo, vestidos de cazadores, rodeados de familiares con prognatismo. El Imperio y la Decadencia. El sol que no se ponía y los pintores que se reían de sus retratados... Pero de ahí, a que en el documental glorifiquen las figuras de estos monarcas, como si fueran tipos preocupados por el pueblo, hay como tres repúblicas de distancia. Los reyes adquirían pinturas y contrataban pintores para regalarse la vista a sí mismos, y a sus cortesanos, y a los embajadores de los otros reinos, a ver si los apabullaban con tanta belleza. Hay algún panegírico que da un poco de vergüenza ajena, como el que sueltan sobre Fernando VII. Casi dan ganas de gritar “’¡Vivan las cadenas!”, como aquellos pobres imbéciles.

    Pero qué sabrá de nuestra historia, el bueno de Jeremy Irons. Él sólo recita el texto que le ponen, y de puta madre además, con inflexiones shakesperianas y todo. La de reyes que habrá interpretado este tío a lo largo de su carrera...




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Tenet

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Christopher Nolan se ha tomado al pie de la letra aquello que dijo una vez David Simon, el de la series de HBO: “¡Que se joda el espectador medio!” David Simon lo dijo porque una vez le acusaron de ser un poco premioso en el desarrollo de sus tramas. Sus series, ciertamente, tienen cien personajes inquietos y eléctricos, y hace falta armarse de paciencia para llegar a los episodios finales, donde al final todos encajan maravillosamente. Pero Christopher Nolan va por otro lado con eso del “espectador medio”. Él ha decidido prescindir del tipo sin estudios superiores, sin inteligencia de MENSA, sin paciencia  de santo Job. Me recuerda mucho a Miguel Induráin cuando subía los puertos. Nolan de Villava ya llevaba varias películas subiendo a ritmo, dejando rezagados a los sprinters y a los fondones. En “Origen” y en “Interstellar” ya hubo muchos que dimitieron en las primeras rampas de la física, y se dedicaron a contemplar el paisaje de los valles. Ahora, en “Tenet”, Miguel Nolan ha decidido que ha llegado la hora de acelerar la marcheta, y en un repecho al 20% de paradoja temporal ha decidido que ya no le siga nadie: sólo los que van dopados hasta las cejas, en la serpiente multicolor.

    Quiero decir que “Tenet” no se entiende, y que cuando la explican, se entiende menos todavía. Qué bien habría quedado Antonio Ozores en un papel secundario, de agente encubierto de la CIA por ejemplo, explicando lo de las flechas del tiempo con su farfulla del “Un, dos, tres”: “.... ¡no hija no!”. Yo he resistido el primer acelerón -creo-, pero en el segundo he soltado un juramento en voz alta y me he dedicado a contemplar el fondo moral de los personajes. Uno está, de alguna manera inconfesable, con el malo de la película: lo malo no es morirse, sino que todo el mundo se quede aquí, viendo lo que tú ya no verás. Si nos fuéramos todos al mismo tiempo, pues bueno... De todos modos, este pensamiento misántropo, que se pude albergar dos o tres veces en la vida, sólo puede pensarse seriamente si uno no tiene hijos, y él, Kenneth Branaghosky, tiene uno, el muy cabronazo y muy maléfico...

    Lo otro, lo de que las generaciones del futuro tengan la posibilidad de mandarnos a tomar por el culo retrospectivamente, con ingeniería positrónica y retrocronológica, a modo de venganza por nuestro comportamiento medioambiental, también lo entiendo perfectamente. Faltaría más. Y estos plastas de la CIA queriendo salvarnos a toda costa... Si no fuera por mi hijo, ya te digo.



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El hombre de al lado

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Perdida ya la lucha de clases, a los pobres sólo nos queda dar por el culo. Molestar. Hacer ruido. Interrumpir. No dejar dormir a gusto alguna noche que otra. Dar picotazos por aquí y por allá, como avispas que al final caerán aplastadas por una porra. Que los ricos, al menos tengan, que rascarse la comezón. Comprarse una pomada en la farmacia. Qué menos. Lo que pasa es que ellos envían a la criada a por el recado mientras se quedan tan ricamente en el salón, haciendo sus cosas de ricos. Quizá ponerse a calcular cuánto le pagarán de menos el próximo mes, a la pobre mujer.

    En El hombre de al lado, Víctor, que es el hombre que vive en el edificio de enfrente, al principio sólo quiere abrir una ventana en su pared. Nada más. Capturar unos poquitos rayos de sol, como él dice. No le mueve el afán de joder, ni de espiar a su vecino. La lucha de clases no parece estar en su ideario. Pero su vecino, Leonardo, se toma lo de la ventana como una afrenta personal. Leonardo es un diseñador de muebles pijísimos que vive en la Casa Curutchet de Buenos Aires. Un edificio muy afamado de Le Corbusier que figura en todas las enciclopedias de arquitectura. Leonardo es un snob gafapasta que vive entre utensilios raros, escucha música dodecafónica y mantiene conversaciones sobre el ser y la nada, la tontería y la sustancia. Le quiere su esposa, le admiran sus amigos, y le llueven los encargos procedentes de Milán, donde se estilan mucho sus gilipolleces creativas.

    Leonardo -como su mujer, que es otra pija de mucho cuidado- no tolera que el vecino pueda verle a través de su ventana. No se dedica a nada delictivo, pero lo jode que un mindundi que viste chupas de cuero, mercadea con coches usados y huele a colonia barata del súper esté siempre ahí, enfrente, presente o imaginado. Leonardo vivía en una nube sin proletarios, a los que sólo veía por las calles, conduciendo su Mercedes. Pero ahora un pobre se ha sentado a su mesa, o casi, como en aquella campaña navideña de Plácido. Y Víctor siente el desprecio, el recelo...  Estamos de nuevo en Parásitos. Las dos ventanas inocentes que daban al patio de luces se han convertido en dos parapetos.




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Gambito de dama

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A mi madre, cuando yo era muy pequeño, el pediatra le dijo que yo era un retrasado mental, que era la terminología que se usaba por la época. Yo, la verdad, a decir de los que me conocieron, estaba todo el día en Babia, a lo mío, sin hablar demasiado. “Pobrecico mío”, dicen que decía, una tía mía...

    Luego resultó que aprendí a leer con mucha precocidad, y a llevar las cuentas sin equivocarme casi nunca. Yo era el orgullo de las señoritas del parvulario, que sin hacer grandes pedagogías sacaban de mí petróleo, y hasta gases naturales muy estimados en los colegios. Como por entonces la palabra autismo sólo se usaba en América, a nadie le dio por pensar que yo podía ser un Rain Man de cuando antes del estreno, tan apocado para unas cosas y tan brillante para otras. Pero esa época también llegó a su fin: a los seis años descubrí el fútbol, los cromos, los superhéroes, y me socialicé con los rapaces como todo hijo de vecino, todo el día a hostias, a goles, a quedadas, a aventuras tenebrosas por las lindes del barrio...

    Fue entonces cuando mi padre se animó a enseñarme a jugar el ajedrez. Él fue para mí lo que el bedel Shaibel para Beth Harmon. Aprendí a mover las piezas y a sortear las trampas tontas para noveles. Nada genial, por supuesto, nada de niño prodigio. Si no, no estaría aquí, escribiendo estas cosas. Mi padre me ganaba dos de cada tres veces, y él sólo era un jugador de cafetería, de mover las piezas mientras hablaba de fútbol y pedía un coñac de la marca Carlos III, que era su preferida.

    Durante la adolescencia, como Beth Harmon, pero a millones de neuronas-luz, profundicé en los secretos del ajedrez. Llegué a comprar libros de aperturas, de partidas magistrales, de posiciones a estudiar...  Lo mal-resolvía todo en un tablero de madera noble que mis padres compraron con la ilusión de mi inteligencia. Aquella impostura me duró dos o tres veranos, los que tardé en comprender que este juego endemoniado tiene más que ver con la memoria que con la inteligencia. Y yo, además, en la vida real, iba acumulando pruebas de que tampoco era muy inteligente que digamos. Una cosa eran los sobresalientes y otra, muy distinta, la conducta adaptativa. Y yo llevo desadaptado desde el día que nací.



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