El padre

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Es terrible, este morir sin morirse. Perder la identidad y el sustrato. Ir quedándose poco a poco en la carcasa del cuerpo, mientras la mente se enreda, se deshace, se va encharcando en agujeros y lagunas. Cómo será -no quiero ni imaginarlo- ver el rostro conocido y confundirlo de nombre. Pasar de amarla a tenerla en la punta de la lengua, y luego olvidarla. Como en el desamor, pero de manera irreversible... Como si nunca hubiera existido. Quizá, al final del proceso, todo sea paz interior, como de bebé cobijado, y lo duro, lo lacerante, sólo sea el camino. No sé... Todo lo que sé sobre el Alzheimer lo conozco por las películas, y por los testimonios de las amistades. Nunca lo he vivido en mi familia: por una rama nadie llega a viejo, y por la otra todo es lucidez hasta llegar (casi) al final. Sólo me queda una persona a quien cuidar, y de momento todo va bien. Espero que mi hijo tenga la misma suerte conmigo....

De todos modos, si a mí, como cuidador, Anthony Hopkins me dice que el reloj se lo han mangado, y que él no lo ha perdido ni olvidado, yo, aun sabiendo de su enfermedad, de su desvarío mental, me lo trago. Si él me dice que el apartamento donde vive es el suyo, y no el mío, pues mira: amén. Quién le va a decir que no a esa mirada como el hielo, tan convencida de lo que dice. “Me comí su cerebro acompañado de habas y un buen Chianti...” Lo que Anthony diga va a misa, y punto. ¿Que yo no soy su cuidador, sino un intruso? Pues mira: a lo mejor. ¿Qué yo no soy su enfermero, sino el ladrón que viene a robarle? Pues mira: quién sabe. Puede que después de todo sea yo el desnortado, y no él. Que sea yo el que enreda las identidades y confunde las memorias. Porque Anthony es mucho Anthony, y yo me miro al espejo y no soy nadie. Quizá el enfermo soy yo y nadie me lo dice. A ningún enfermo le dicen que está perdiendo la chaveta. Para él todo es dulzura y lenguaje contenido. 

Anthony dice que son las doce de la mañana -aunque el reloj diga que son las ocho de la tarde- y la culpa, seguramente, sea del reloj, que anda turalato; o mía, que vengo de resaca. 





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Love, death & robots. Temporada 1

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Love, death & robots... Amor y muerte... Eros y Tánatos... Los dos dioses que rigen nuestro destino, según el abuelo Sigmund de Viena. Y según Woody Allen, que desarrolla este binomios en todas sus películas, con personajes zarandeados entre el deseo y el miedo a morir. Amor y odio es lo que llevaba Robert Mitchum tatuado en su dedos, love and hate, mientras predicaba el terror en La noche del cazador. Amor, y miedo, y muerte...

Y no hay mucho más, la verdad: corazones y calaveras. La concepción y el fallecimiento; la búsqueda y la rendición. En cualquier origen está el polvo, y en cualquier desenlace, el polvo que vuelve al polvo. Y entre medias, la literatura, la floritura, los artes barrocos, como cantaba Javier Krahe. Pasatiempos. La cháchara que nos entretiene hasta que llegan los momentos culminantes, donde uno se juega el pellejo, o se afana en procrear un pellejo nuevo.

La vida es una pugna contra las leyes de la termodinámica, que tienden a disgregarlo todo en una nada mineral y sin conciencia. El silencio cósmico. Bill Shankly, que además de entrenador de fútbol fue un altísimo filósofo, añadió a este binomio primordial la pasión por el fútbol, que según él está más allá de la vida y de la muerte. Por encima de ellas, incluso, en trascendencia. Pero en fin: el de Shankly, aunque yo me lo creo, y lo subrayo todas las noches, es un evangelio difícil de entender, y más todavía de predicar a los gentiles, así que es mejor no airearlo demasiado. Sólo diré que existe un único dios verdadero y que es redondo, como un balón de fútbol, como escribió san Juan Villoro en otro evangelio de mucho aprovechamiento.

La serie de animación apadrinada por Tim Miller y David Fincher añade, al amor y a la muerte, los robots. Porque dentro de unos siglos, a más tardar, con tanto amor desamorado y tanta muerte consumada, aquí ya no quedará ni el Tato. Sólo ellos: los cacharricos, recogiendo la basura, y tratando de entendernos. A nosotros, sus creadores.



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Munich

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Múnich, en los años de mi infancia, era una ciudad de cuento de terror. Salía Múnich en cualquier telediario, o en cualquier enciclopedia, o en la conversación de una paisana en la cola del pan, que afirmaba tener allí a un pariente trabajando en la Volkswagen, y a mí me entraba como una temblequera de miedo y de frío. Una psicosomatización en toda regla, de los fracasos deportivos, antes de que la patentaran los funcionarios para escaquearse del trabajo.

Al estadio Olímpico de Múnich -donde arranca, curiosamente, la trama de esta película- iba el Madrid de los García y luego el de la Quinta del Buitre a palmar un invierno sí y otro también, casi siempre de goleada, bajo la nieve, con los nuestros tiritando ya de salida, que los veías saltar al campo con los guantes puestos y ya te tapabas los ojos para no ver la masacre. Nada más terminar el Te Deum de Purcell que ponía música a la conexión de Eurovisión, salían los equipos a formar en el medio campo y comprobabas, nuevamente, como una maldición cíclica, que los alemanes -manga corta, mentón recio, delantero rompedor- iban a destrozarnos en aquel campo en el que nunca se veía el público por la tele, alejado tras la pista de atletismo, pero rugiente y teutónico como si se estuvieran dirimiendo una guerra de conquista.

Luego, en los estudios de Historia, aprendí que en Múnich hizo sus pinitos políticos Adolf Hitler, yendo de cervecería en cervecería para convencer a los obreros de que el peligro no estaba en el socialismo -que después de todo sólo les ofrecía una vida mejor y más digna- sino en el judío, y en el negro, y en los francmasones de Nueva York. Como hacen los fascistas de ahora, vamos... Quiero decir con todo esto que Múnich siempre fue una ciudad antipática para mí, de resonancias oscuras, hasta que un buen día, viendo la película de Spielberg, apareció Marie-Josée Croze en la barra de un bar, seduciendo al tío bueno que trabaja para el Mossad. Una barra de bar que en la trama no estaba en Múnich, sino en Londres, pero bueno, lo mismo me da. La belleza deslumbrante de Marie-Josée -nunca igualada en una pantalla de cine, y mira que he visto cine, que es lo único que hago- redimió para siempre el buen nombre de la capital de Baviera. Una sonrisa suya evaporó todos los miedos, y todos los malos recuerdos, como si nunca hubieran existido.


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Sesión salvaje

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Para ver tetas en 2021 sólo necesitas una conexión a internet, y de eso ya tienen incluso en los valles perdidos del Noroeste: o sea, en cualquier lugar. Aquí mismo, en La Pedanía, que es como una reserva india de la comarca, como un poblado Amish que vive feliz con sus lechugas y sus misas de domingo, ya están poniendo incluso la fibra óptica -a ritmo de pedanía, claro, con mucha cachaza y mucho desfase- y las tetas, dentro de poco, a los que un día vinimos desplazados de la ciudad, nos llegarán a la velocidad de la luz y además en ultra high definition, nada más teclearlas en el buscador. Como dice el cura de la Parroquia -y no le falta razón- internet es un invento del Diablo.

Sin embargo, en 1975, para visitar el Paraíso de las Glándulas, había que ir de compras a Perpiñán si tenías la suerte de vivir cerca de la frontera francesa, y poseías un utilitario rocoso con el que transitar aquellas carreteras nacionales. Los demás anhelantes, en la Meseta, tenían que conformarse con el ajo y el agua de toda la vida: la imaginación, o la pornografía clandestinísima. Hasta que un buen día salió Arias Navarro por la tele, la censura tambaleó, y apareció el cine del destape para lubricar cuarenta años de engranajes oxidados. Reivindicar aquella movida de la Cantudo y otras estrellas despechugadas como si hubiera sido un fenómeno sociológico, está bien, y es de justicia. Reivindicarlo como un cine artístico, de qualité, como hacen estos nostálgicos en las entrevistas de Sesión salvaje, ya es otro cantar. Una patriótica exageración. Y lo mismo cuando reivindican el cine B de aquellos años, de gores asquerosos y lamentables, con argumentos -ya que estamos- de chichinabo. Y tres cuartos de lo mismo cuando ensalzan el chorizo western, o el cine de quinquis, como si esto hubiera sido, qué se yo, la Nouvelle Vague, o el cine americano de los setenta. Se les va la olla, decididamente, en la añoranza...

De nuestra serie B -que muchas veces era Z- sólo han sobrevivido las películas de Pajares y Esteso, con Mariano Ozores al guion, y al timón. De ellas también se habla en este documental, pero sólo un ratico: lo justo para recordar lo buenas que siguen siendo, tan descaradas, tan alejadas de la trascendencia que por eso finalmente trascendieron. Autoparódicas, y muy cachondas.




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Salvar al soldado Ryan

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La gran suerte de mi generación es no haber tenido que desembarcar nunca en Normandía, o en Alhucemas, a seguir la Reconquista. Por muy mal que vayan las cosas -la crisis económica, el coronavirus, el desamor, la Ayuso o la falta de gol de Vinicius- creo que al menos ya me he librado de la guerra. A punto de cumplir cincuenta años, y con el poco running que practico, no creo que me reclutasen para subir a una barcaza de desembarco a primera hora de la mañana, cargado con el fusil y con el petate, y jugarme el pellejo ante una ametralladora marroquí por defender los intereses de la burguesía: un caladero de pesca, o un yacimiento de fosfatos. O el orgullo patrimonial de un Borbón desalmado. Ahora la burguesía -eso hay que agradecérselo- solventa sus ambiciones engañando a los electores. Las revoluciones proletarias, que los acojonaban, hace tiempo que quedaron desactivadas.

En caso de guerra me destinarían a la retaguardia, a hacer no sé qué, la verdad, porque fuera de mi oficio soy como un pez fuera del agua. Pero me libraría sin duda de la escabechina del frente: de la toma de la playa, de la conquista del pueblo, del asalto al nido de ametralladoras.... Es terrible ver Salvar al soldado Ryan y pensar que si uno hubiera nacido en Iowa hace un siglo, estaría ahí, con el capitán Miller, pensando que voy a morir al siguiente segundo, o al siguiente, paralizado por el terror, cagado en los pantalones, llorando como un niño... No es poco esto que digo. Damos por descontada esta vida no-beligerante que llevamos, alejada de cualquier hazaña bélica que no sea la isla de Perejil -que ni como broma tuvo puta la gracia. A pesar de todo lo que nos quejamos, disfrutamos una vida feliz que sólo conoce la guerra por las películas, o por la televisión. Pero hace sólo dos generaciones, la guerra era lo habitual, y todos los jóvenes se curtían peleando en una trinchera. Era su ritual de entrada en la adultez, como ahora lo es apuntarse a la lista del paro. O se curtían, o caían muertos en la batalla. Una de dos. Así salieron, los supervivientes, hechos de piedra, resistentes a la helada y a la canícula, impertérritos ante la majadería.

He hablado de mí, pero no de la generación de mi hijo. Él ahora tiene 21 años. Tiene la edad de estos pipiolos que desembarcaron en Omaha, o cayeron en paracaídas con la 101 Aerotransportada. En la tele, hay un fascista con barba de chivo que todos los días habla de la bandera, de la patria, del orgullo de ser de aquí y no del otro lado del mar. En sus ojos de lunático veo el sueño renovado de hazañas imperiales. Me da miedo de verdad.



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Recursos inhumanos

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Cuando era jugador de fútbol, Eric Cantona resolvía sus conflictos territoriales -en contraste con los puramente balompédicos, que los solventaba como un bailarín -a la manera instintiva de su personaje en “Recursos inhumanos”: sosteniendo la mirada, poniéndose chulo y, en última instancia, soltando un cabezazo al tipo que venía a tocarle la moral. Como hizo aquella vez con el neonazi del Crystal Palace que le insultaba desde la grada: “Vuélvete a Francia, bastardo de mierda...”. Cualquier otro se lo hubiera quedado mirando sin más, para no buscarse líos, por el que dirán de la prensa, y la multa sustanciosa de la Premier League. Pero Cantona, lo mismo cuando acariciaba la pelota que cuando topaba con alguien, no era un hombre normal. Lo que sucedió después ya es historia del fútbol: no de la que transcurre sobre el terreno de juego, sino en la grada de las aficiones, tan importante o más que la otra. Porque el fútbol -y no la mierda ésa de “Gran Hermano”, querida Mercedes- sí que es un fenómeno sociológico: la columna vertebral de nuestro ocio proletario, unos para disfrutarlo, y otros para renegar de él.

Unos dicen que aquello de Cantona fue un episodio negro del fútbol, mientras que otros lo siguen celebrando en secreto cada 25 de enero, día de la Conversión de San Pablo; y día, también, de la Santa Patada Voladora... Yo supongo -o quiero creer, es más, ¡lo afirmo!- que Eric Cantona no es así en su vida privada, y que, simplemente, nunca ha dejado de interpretar a su personaje. Hace años, porque le enfocaban las cámaras del fútbol, y ahora, porque le enfocan las cámaras de la cinematografía. Porque Cantona, el actor, tiene fotogenia, o telegenia, y un genio de mil demonios cuando arruga el entrecejo y saca el vozarrón intimidante. Es por eso que lo han elegido para interpretar -bueno, interpretar es un decir- a este parado cincuentón de larga duración que decide liarse a leches contra el sistema establecido. Sólo le ha faltado subirse las solapas de la camiseta, y buscar la complicidad del público en la grada. Genio y figura.



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Years and years

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Years and years... Años y años... Esta serie británica -que los tunantes del markéting venden como un Black Mirror bañado en sentimientos- es tal cual el Cuéntame de los Alcántara, pero con fish and chips en lugar de paellas de la abuela. Y con telediarios de la BBC, en vez de Nodos de Franco, y Urdacis del PP. Aquí, además, como el patriarca de la familia Lyons nunca aparece en escena, porque se fue hace años con otra mujer, no hay nadie que diga cada dos por tres: “Me cagüen la leche, Merche”. Ni siquiera “I’m defecating on the milk, Dorothy”. Pero por lo demás, el mismo melodrama familiar. El mismo culebrón de sobremesa, o de sobrecena, reducido a tamaño de viborilla: seis episodios que aun así se hacen tan largos como una anaconda, de las que te oprimen el pecho, y te inducen a bostezar.

Los Alcántara, en Cuéntame, llevan tanto tiempo transitando por nuestra historia, que cualquier día van a pasarse al futuro para mostrarnos la llegada del Imperio Chino, y la Reconquista española de la ultraderecha, que no empezará en la Cueva de Covadonga, sino en las puertas del Zendal, con jeringuillas de vacunación que se volverán contra la marea blanca, como las flechas se volvieron contra los mahometanos. Ya sabemos que Eolo, cuando sopla, siempre está con los españoles de bien. En fin: serán cosas mías...  

La serie británica -que, por cierto, muestra a una arpía triunfadora muy parecida a Isabel Díaz Ayuso- sí da ese salto temporal para mostrarnos a la familia Lyons sobreviviendo a los años veinte de nuestro siglo. Tan locos como los veinte del siglo pasado, pero en otro sentido. Si Al Capone y el Gran Gatsby se ponían tibios a beber, a bailar y a retozar con bellas señoritas mientras la bolsa rumiaba su desplome, ahora, cien años después, lo que se desploma es directamente nuestro planeta. Y en el río revuelto de las tempestades, de las inundaciones, de los flujos de migración que buscan agua potable o raíces para comer, ya sabemos quién sale ganando. Y quienes son los gilipollas que los votan. Ya no hacen falta Tejeros disparando en el Congreso. Ahora basta con poner en el cartel electoral a una inculta sin complejos.



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Sign "o" the Times

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De niño, en mi casa, a pesar de que lo recomendaban nueve de cada diez dentistas en la tele, nunca comprábamos Colgate porque era más caro que otras marcas del badulaque. Pero el slogan era cojonudo, desde luego, y se quedó en el habla popular porque encierra una gran verdad: que el mundo no se divide en mitades cuando hablamos de gustos y preferencias -estos lo uno, y aquellos lo otro- sino en un 90 por ciento de adeptos y un 10 de renegados, o viceversa.

De chaval -que es cuando yo empecé a escuchar la música de Prince con el Purple Rain sonando en Los 40 Principales-, nueve de cada diez escolares éramos del Madrid y sólo uno del Barça, el bicho raro que hablaba catalán en la intimidad. Nueve de cada diez críos preferíamos el balón a la lectura, el chorizo a la verdura, los juegos de hostias a los juegos de mesa. Poco después, ya entrados en la adolescencia, nueve de cada diez amigos nos decantamos por las mujeres, y entre ellos, nueve de cada diez por las que eran rubias o pelirrojas. Nueve de cada diez socios del videoclub del barrio -antes de evolucionar como personas- preferíamos las películas de Rambo a las comedias de Billy Wilder. Es muy grave, lo sé...  

Yo, no sé cómo, supongo que por seguidismo social, o por simpleza mental, siempre me las apañaba para estar en el 90% de los adeptos a cualquier cosa. Justo al revés que ahora, que voy a la contra de casi todo. Yo sólo me quedaba en minoría defendiendo a Prince -que luego fue el artista antes conocido como Prince-, enfrentándome al rodillo parlamentario de los que trataban a Michael Jackson como a un rey. Pero al final teníamos razón: la música de Prince iba treinta años por delante, y ahora estamos recogiendo la cosecha. Prince no era un bailarín como el señor Jackson, pero era un verdadero saltimbanqui sobre el escenario. Y un genio musical. Un sobreexcitado en todos los sentidos: en el muscular, porque no paraba, y en el instrumental, porque lo tocaba todo, y en el sexual, porque sus letras, a veces, eran de un porno soft que rompía la monotonía del “te quiero” y del “me dejaste”... Y a mí, las indecencias, tocadas a ritmo de funky-rock, me turulaban las entrañas. ¿He dicho Purple Rain? No. La canción perfecta se titula Kiss. No sale en el concierto de Sign “o” the Times, pero da igual. Salen otras cojonudas.



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