Silencio

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Silencio cuenta la historia de un sacerdote jesuita, el padre Rodrigues -antepasado mío por la rama portuguesa-  que es incapaz de apostatar de su fe ni aunque lo maten. Ni aunque maten a toda su grey delante de su celda. Cabezón como él solo; terco como buen Rodrigues, o Rodríguez, que se precie. O quizá sólo un hombre temeroso de Dios, contable puntilloso de los pros y los contras de sus actos: porque qué es la vida para un creyente, aunque sea miserable y dolorosa, si se la compara con la eternidad a la diestra de Dios Padre. Qué es la tortura del cuerpo al lado del gozo del alma.

Silencio transcurre en Japón, en el siglo XVII, en la época de las persecuciones religiosas, cuando los shogunes y los samuráis no se andaban con hostias, valga la expresión. Al cristiano primero le daban la oportunidad de abjurar, pisando una efigie de Jesucristo, o de la Virgen María, colocada en el suelo, pero si el hombre se empecinaba, o la mujer no se atrevía, rápidamente les aplicaban una tortura -no china, sino japonesa, pero igual de refinada- que desembocaba en una muerte atroz para servir de escarmiento. Pero al padre Rodrigues, que ha venido a Japón para rescatar al padre Ferreira, que al parecer se ha casado y vive tan feliz entre los nipones, todos estos sufrimientos causados por su mera presencia, por su cabestro empeño en seguir predicando, son como las agujetas en la luna de miel: un pequeño fastidio, en comparación con el gran placer junto al Amado.

Qué distinta, ay, es la fe de mi antepasado de la que yo tuve siendo niño, reo de la catequesis, y alumno de los Hermanos Maristas. Mi fe en los milagros de Jesús, y en la virginidad de María, se esfumó como se vino, haciendo puf una mañana lluviosa de domingo. Aquel día de mis once años puse la tele en el salón, vi que empezaba el programa “Tiempo y marca”, y decidí, al contrario que Enrique IV de Francia, que los deportes minoritarios bien valían abandonar una misa. De pronto me pareció más importante aprender los entresijos del voleibol, o del hockey hierba, que asegurarme una plaza en el Cielo, con lo caras que están ahora en la reventa. Y así sigo.




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El método Kominsky. Temporada 3.

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En algún momento crucial que ahora no recuerdo- y que quizá me pilló buscando una Coca-Cola en el frigorífico, o haciéndole una carantoña al perrete- El metódo Kominsky pasó de ser una comedia mordaz y molona, con diálogos que a veces daban ganas de anotar en el cuaderno para presumir luego de ellos como si fueran propios, a un drama sobre los problemas de la tercera edad que no necesita ser emitido en una plataforma de pago, o ser buscado como un tesoro en los outlets de internet. Porque como esta tercera temporada de las andanzas de Mr. Kominsky hay dos o tres truños cada día en las cadenas generalistas, allí donde aún quedan huecos de programación entre los anuncios.

Es verdad que en El método Kominsky siguen saliendo Michael Douglas y Kathleen Turner haciendo como una segunda parte imposible de La guerra de los Rose, dado que los Rose, si mal no recuerdo, murieron en mitad de su proceso de divorcio, tan jodido y amoral. Pongamos, entonces, que Douglas y Turner están en la tercera parte de Tras el corazón verde, pero ya retirados de la selva, claro, jubilados de la lianas y los tantarantanes, él reducido a un soplido y ella inflada en una bocanada. Pero ni aún así, ni siquiera por los viejos tiempos, ellos -¿elles?- consiguen remontar el vuelo de las tramas, rodeados de personajes medio bobos o medio listos, a saber, planos y huecos, nada incisivos en lo que dicen, o en lo que callan, como si hicieran una serie de no sé, yo mismo, soltando vaguedades y tonterías sobre la vida, en la cola del pan.

De todos modos, tampoco descarto que mi súbito distanciamiento con El método Kominsky no sea un asunto climático, un desfallecimiento de la atención provocado por las altas temperaturas que estos días azotan la meseta. No es lo mismo ver una serie en invierno, con la mantita, la sopita, los chuzos de punta cayendo al otro lado de la ventana, que verla ahora en verano, refrito, sudando, rascándote las picaduras de los mosquitos. Tanteándote las agujetas del cuello, ahora que diez meses después te has lanzado de nuevo a la piscina, moviendo los brazos al tuntún, descoordinado, cagándote en todo, como un Moussambani cualquiera de los Juegos Olímpicos de La Lorza.




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El velo pintado

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A veces tienes el amor de tu vida delante de los morros y no lo ves. Y lo dejas escapar. Es como vivir justo al lado de un repetidor de televisión, que no coges bien la señal, de lo próximo que estás, y te quedas sin ver el partido del siglo. A veces la persona ideal es tan obvia, y está tan a mano, a sólo una pregunta decisiva, a sólo un bostezo de la voluntad, que nuestro instinto desconfía, se inventa defectos ocultos, y prefiere torturarse de nuevo en amores imposibles, o en amores de tercera, que nunca nos harán felices.

A mí me pasó una vez, y todavía hoy, cuando repiten los highlights por la tele, me pregunto si la gilipollez supina tiene un suelo sólido, del que es imposible caer más bajo, o si, como me temo, es posible seguir excavando hacia niveles de estupidez más profundos. En fin... Me consuelo pensando que el mal de muchos es el consuelo de los tontos, y que hay más gente como yo en la vida real, porque de estas historias que se quedaron en el limbo de una duda, en la encrucijada de una ceguera, yo podría contar al menos otras dos, y muy cercanas además.

Y luego está el cine, claro, donde estos desamores son la trama fundamental de algunas películas muy notables. Lo que le pasa, por ejemplo, a Naomi Watts en El velo pintado es un despiste de manual. Un daltonismo erótico que viene descrito en algunos manuales de psicología: dejar de lado a ese marido que bebe los vientos por ella y liarse a polvos con el tío más bueno de Shanghái, cuando es obvio que ella no es la primera inquilina de su cama, y que tampoco, ni de coña, va a ser la última.

Es aquello que escribía Pessoa en el “Libro del desasosiego”, que las mujeres se pasan la vida esperando a hombres como nosotros, grises pero nobles, feúchos pero monógamos, quizá pasmados, pero por eso seguros, y luego, cuando nos encuentran, es como si fuéramos transparentes, y a través de nosotros vuelven a buscar al guaperas que tarde o temprano las dejará por otra mujer. Ellas quizá lo saben igual que nosotros, pero lo olvidan en el subidón de los orgasmos: que los tipos como Liev Schreiber en la película son tiburones del amor que si se detienen se ahogan, y se precipitan -y te precipitan con ellos- a los fondos abisales.





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El fundador

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Si esto fuera un blog de cine convencional, sujeto a las reglas del género, y por tanto volcado hacia lectores cultos que esperan mis palabras, yo ahora tendría que hablar de El fundador como película en sí, como decían los existencialistas, con su narrativa, y su trasfondo, y su legado -más bien escaso- en las retrospectivas del cine americano. Hacer, quizá, en el último párrafo, un acercamiento crítico a estos tipejos con traje y corbata que llaman emprender a pisar cabezas, robar ideas, evadir impuestos, chanchullar contratos, malpagar a sus trabajadores, y que encima, para más inri, quieren introducir el “emprendimiento” como asignatura obligatoria en la secundaria, para levantar el país, y formar un ejército de individualistas que aspiren por encima de todo al todoterreno, al chalet en la playa, al esquí en los Pirineos, al internado en Estados Unidos para el retoño, o la retoña... Esa tribu urbana, sí.

Pero yo, humano servidor, que alquilo estas páginas a un servidor inhumano para hablar de mi vida, de mi mundo, casi siempre de mis obsesiones políticas o sexuales, vengo a hablar de El fundador como película para sí, que era otra categoría de los objetos, en clase de filosofía. Recuerdo que estaba la cosa en sí, y luego la cosa para sí, aunque la cosa siempre fuera exactamente la misma, imperturbable a no ser que le aplicaras unas leyes físicas que se estudiaban en otro negociado: una patada, o una explosión, o el aliento hipohuracanado de Pepe Pótamo

Yo lo que quería contar de El fundador es que la he visto con mi hijo, que andaba de visita, y esa coincidencia ya es tan esquiva en el calendario que se ha convertido, por sí misma, en sí, y para sí, en todo un acontecimiento. El debate, además, ha estado muy animado, porque mi hijo tiene a veces un ramalazo emprendedor que yo trato de podarle con mis tijeras bolcheviques, heredadas de un abuelo que trabajaba en un koljoz: mira, hijo, y tal, está bien que quieras ganar dinero a mogollón, como este hijoputa de la película, pero antes está la ética, y la solidaridad, y la clase obrera que te trajo al mundo y todavía te financia la vida. Acuérdate de nosotros, tus ancestros del tajo, o de la fábrica, o del sueldico funcionarial, cuando hagas tu primer millón cocinando para la burguesía. 




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In the loop

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Aunque a veces nos parezca lo contrario, en el mundo de la política no existen más estúpidos que en nuestro contexto laboral o familiar. O vecinal. O parroquiano. Carlo Cipolla, el eminente estupidólogo que dejó escritas las leyes fundamentales de la estupidez, tan importantes para el desarrollo de la humanidad como las leyes de Newton, explicaba que el porcentaje de estúpidos es siempre el mismo mires donde mires, viajes donde viajes. Que no importa la edad, el género, la formación, el escalafón ocupado en la sociedad... Los estúpidos son una lacra que lo mismo carcome un Consejo de Ministros que un claustro de profesores, o que una discusión en el bar sobre un gol anulado por el árbitro. Y cuando hablamos de una discusión en Facebook ya ni te digo...

Los estúpidos lo mismo tienen acceso a la regadera de una huerta que al botón nuclear de los misiles. La estupidez -enseñaba Cipolla- es líquida, escurridiza, universal. Y, sobre todo, muy dañina, porque los malvados, al menos, obtienen un beneficio del mal que provocan, y de algún modo perverso mantienen el equilibrio en la Fuerza, el saldo neutro de la energía, pero los estúpidos, embotados en su propia estupidez, se dedican a joderlo todo sin obtener réditos personales, en un juego demencial que todo lo pervierte y todo lo desmorona.

Sobre la estupidez infiltrada en las altas esferas, Stanley Kubrick rodó hace sesenta años una comedia insuperable que se titulaba Teléfono Rojo: Volamos hacia Moscú, donde una acción coordinada entre los estúpidos habituales y los locos de remate nos mandaba a freír espárragos en las fogatas del uranio. Yo creía que esta película se quedaría así, única en su especie, hasta que un día, siguiendo la pista a estos dos tipos corrosivos que son Armando Ianucci y Simon Blackwell, me encontré una botella de ácido mezclado con veneno que ponía In the loop en su etiqueta. Una comedia en la que no paras de reírte y sin embargo no tiene ni puta gracia, porque cada sonrisa que te saca, cada carcajada que te arranca, se queda congelada al instante, en un escalofrío invernal y premonitorio.



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Casino

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La familia Corleone repartía los negocios ilegales -que eran casi todos- entre Las Vegas y Nueva York. En Nueva York se dedicaban a sus cosas de toda la vida: a la extorsión, al trapicheo, al atraco de furgones cargados de whisky o de tabaco, y para ello reclutaban a tipejos como los que retrató Martin Scorsese en “Uno de los nuestros”, que era como una película costumbrista de la vida en los bajos fondos.

En Las Vegas, por el contrario, por aquello de las luces de neón y de Frank Sinatra cantando con pajarita, los Corleone robaban de una manera más civilizada, enguantada, desfalcando las cajas de sus propios casinos sin dejarle ni un duro a la Agencia Tributaria. Para que los maletines llegaran repletos de dinero, los Corleone, y otros apellidos ilustres del mundo emprendedor, reclutaban a gestores tan eficientes como Ace Rothstein, que se ocupaban de alimentar y engordar las cajas fuertes, y a psicópatas sin escrúpulos como Nicky Santoro, que le pegaban un tiro o le soltaban un navajazo a cualquiera que se interpusiera en el negocio bien lubricado.

Scorsese, como se ve, decidió hacer en Casino una segunda parte de Uno de los nuestros, pero esta vez centrada en el proletariado de Nevada que rinde cuenta a sus patronos. Aunque bueno, lo de proletariado es un decir, porque estos sujetos manejan una pasta gansa que no manejaban sus compadres de la costa Este. En Las Vegas siempre hay un maletín que se extravía, un fajo de billetes que se queda en algún bolsillo. Los gángsters de Casino viven mucho mejor que sus primos de Nueva York, pero por eso mismo, ay, están más expuestos a conocer a mujeres como Sharon Stone, que te seducen con su cuerpo de infarto, y sus ojos de gata, y su inteligencia supina, y luego te dejan la cuenta corriente, y la caja de seguridad, temblando en el vacío cuántico de una telaraña. Las amantes que se agenciaban los chiquilicuatres de Uno de los nuestros eran chicas sencillas, algo más feas, pero nada problemáticas, que se contentaban con un abrigo de pieles por Navidad.




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Cómo conquistar Hollywood

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Para conquistar Hollywood se me ha pasado el arroz. Dicen las amistades que ahora estoy mejor que nunca, en lo fenotípico, gracias a que no uso Grecian 2000, pero ni aun así. Y luego, en lo que al oficio de actor se refiere, la verdad es que nunca he estado en condiciones. En 2ª de EGB, en la actuación de Navidad, a mí me tocó hacer de pastorcillo retraído, allá por la tercera fila del escenario, e incluso así, sin línea de diálogo, sin cuerpo expuesto a la multitud, yo sentía que me cagaba de miedo. Que me cagaba físicamente, con el esfínter abierto, y las piernas temblando, y un rezo en los labios para obrar el milagro del tiempo acelerado. Aquella tarde de invierno en León -un invierno cojonudo, de los de antes, de los de no quitarte el chaleco de borrego tras la actuación- comprendí que yo no valía para las tablas. Que esa naturalidad que se necesita para conquistar primero el terruño, y luego Madrid, y más tarde el otro lado del charco, como hizo Antonio Banderas, estaba muy lejos de mi repertorio conductual.


Para conquistar Hollywood como lo hace John Travolta en la película hay que ser, eso, John Travolta. Para empezar, tener ese par de ojos azules que son un regalo de la naturaleza. Un ventaja crucial para cualquier empresa de la vida. La laboral, o la reproductiva, o la del mero placer. Hay un monólogo maravilloso de Iggy Rubin en el que primero se queja de haber nacido con los ojos castaños y luego le achaca a su padre, que los tiene azules, que los malgaste a diario en la lectura del Marca, como un ojioscuro cualquiera, pudiendo salir a la calle para triunfar en cualquier cosa que se proponga. 


Luego, por supuesto, hay que caminar como John Travolta. Si en Fiebre del sábado noche sus andares eran demasiado chonis para mi gusto, aquí, en los felices años noventa, su andar ya es directamente materia de estudio, y de envidia, objeto de la biometría de los ligones. Cómo mueve los hombros, y las caderas, el muy jodido, con ese pequeño balanceo que a ellas, las actrices de Hollywood, las deja turulatas, y a ellos, los productores de Hollywood, los deja encandilados con sus propuestas de guion o sus promesas de financiación. Así cualquiera.



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Un efecto óptico

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Hace dos semanas, en Sopa de ganso, en este mismo televisor, Rufus T. Firefly decía de Chicolini: “Es posible que hable como un idiota, y que parezca un idiota. Pero no se llamen a engaño: es un idiota”. Es exactamente lo mismo que pasa con esta película, “Un efecto óptico”, la nueva ocurrencia de Juan Cavestany: que parece una idiotez, y rezuma idioteces, pero en el fondo no nos engaña: es una idiotez.

 Eso lo sabemos todos los espectadores de sofá y mantita, que tardamos unos veinte minutos de media -yo, como soy más lerdo, tardé diez minutos más- en comprender que nos están tomando el pelo. Que esto no es una “narración metafílmica”, ni una “fragmentación del lenguaje cinematográfico”, ni gilipolleces así que nacen del cerebro enfermo de los críticos. “Un efecto óptico” es una memez, una cosa que pretende ser como de David Lynch y no le llega, vamos, ni a la altura del tobillo. No te ríes con los personajes, no te inquietas, no sufres, no empatizas... Básicamente te la sopla lo que les pase a estos dos burgaleses visitando ese Nueva York que a veces es Madrid y a veces Burgos otra vez, en un juego absurdo y gilipollesco. “Es que la película está mal rodada”, dice el personaje de su hija. Ni tanto, querida, ni tanto...

Sin embargo, ya digo que la crítica oficial -que son los espectadores de festival, de pase de prensa, de estreno con azafatas y canapés- dicen de “Un efecto óptico” muchas cosas altisonantes y escolásticas, como si esto fuera un producto cultural sólo al alcance de las mentes preclaras e instruidas. La pose de los culturetas... Donde hay un personaje idiota que habla como un idiota y parece un idiota, ellos, sólo por contradecir, por dárselas de no sé qué, te sueltan que han encontrado a un tipo que desestructura la realidad. Pues bueno... Cavestany, cuando hace series para televisión -supongo que rodeado de buenos guionistas- hace joyas del humor como Vergüenza, o como Vota Juan. Geniales. Pero cuando da rienda suelta a sus desestructuraciones le salen cosas así, indefinibles, pedantes, y muy aburridas.




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