Uno de nosotros

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A mitad de película, aprovechando que existían unos paralelismos evidentes, de quedarse uno mosca y pensativo en el sofá, había decidido escribir un memorándum sobre mi exfamilia política, que es (bueno, era, en lo que a mí concierne) algo así como los Weboy de la montaña oriental: un paisaje que también tiene algo de Dakota del Norte, con sus montañas, sus planicies, sus territorios a medio colonizar.

Mi exfamilia, como los Weboy de Uno de nosotros, o como los sicilianos de El Padrino (¿alguien vio alguna vez a la familia de Diane Keaton en el bautizo o en la comunión de Anthony Corleone?), también decidió, llegado el momento, que el nieto -que era mi hijo- era suyo y de nadie más. ¿Fifty/fifty?  No sabían ni qué era eso. Para ellos, el nieto sólo llevaba un apellido, que era el suyo, y el otro era como una molestia en los documentos, como un recordatorio de que para engendrar a un hijo, de momento, para permanecer dentro de la ley, y hasta que la ciencia no lo remedie, hace falta un gameto procedente de otra familia.

Pero ya digo que este plan de escritura sólo era el original. Porque luego, a mitad de película, los Weboy se separan de la línea evolutiva de los neandertales para convertirse en una pandilla de psicópatas que, la verdad sea dicha, queda forzadísima y caricaturesca. Nada que ver con mi exfamilia política, que sólo era gente decimonónica, varada en ritos ancestrales y en costumbrismos de la sangre. Sicilianos de León, o leoneses de Sicilia, a saber.  Ellos no eran, por supuesto, como estos salvajes de Dakota, que son como los hermanos Dalton traspapelados en un western del siglo XXI. Lo que pasa, supongo, es que Kevin Costner necesita una panda de malotes a la que apuntar con el rifle, o con el revólver, para quedar como el jicho de la función. Y no sé para qué, la verdad, porque Costner ya está en ese punto de madurez que sólo con mover una ceja ya llena la pantalla. Podría dedicarse a películas de otro calado, como ya hizo, ay, hace demasiado tiempo.





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Cruella

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Empiezo a ver Cruella en el ordenador -sí, en el ordenador, pirateada, tumbado tan ricamente en la cama, porque a ver quién es el guapo que se mete en un cine rodeado de adolescentes con teléfonos móviles- y a los cinco minutos comienzo a preguntarme por qué coño estoy viendo Cruella. En realidad yo no quería verla, la había tachado de la lista, pero el otro día, en la revista de cine, seguramente seducidos, o pagados, o atrapados en una alucinación colectiva, los críticos afirmaban que bueno, que la película no estaba nada mal, que era muy divertida y estaba muy bien hecha; que no era, por supuesto, una obra maestra, pero sí un producto entretenido, notable, fresco, veraniego, muy propio de la época en la que nos encontramos, como los melones y las sandías; una cosa para echarse unas risas y pasar un buen rato en familia, o con los coleguis. En fin, todo ese rollo.

Yo no quería, ya digo, porque me da igual la carnificación y la osificación del dibujo animado de Walt Disney, pero con tanta crítica dulzona y aprobaticia me dio por fijarme en la ficha de la película y ¡ostras!, allí estaba Craig Gillespie, el de Yo, Tonya, que era un peliculón de la hostia, drigiendo la función, y ¡ostras Pedrín!, Emma Stone, mi Emma, la mujer de los ojazos como lunas y la sonrisa como princesa, haciendo de la mismísima Cruella con el pelazo medio negro y medio blanco, como la medida de su alma, supongo.

Así que plegué velas, recogí cable, dije Diego donde dije digo, o viceversa, y puse Cruella en el ordenata para dejarme llevar por el artificio americano y el tinto de verano. Emma Stone tardó quince minutos intolerables en salir a escena. Cuando salió, eso sí, estaba guapísima, pelirroja, acerada, comiéndose la pantalla en cada parpadeo y en cada mirada fija. Pero ya era demasiado tarde: la película, como yo me temía, es una soberana estupidez, una mezcla imposible de Oliver Twist con El diablo viste de Prada, algo cacofónico y muy chorra. Así que apagué el ordenador y me puse a leer para conciliar el sueño. En mis párpados cerrados todavía flotaba la belleza de Emma Stone, sonriéndome comprensiva. Ella me entiende.





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Dersú Uzala

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El amigo y yo, cada vez que nos reencontramos tras largo tiempo sin vernos, nos gritamos “Dersuuuuú”, y “Capitaaaán”, como Dersú Uzala y el capitán Arseniev en la película. La gente, claro, nos mira como si fuéramos gilipollas, y hasta que no nos acomodamos en la terraza y pedimos las cervezas de rigor, reinstaurándose la normalidad, flota como un miedo indefinido en el ambiente, por si fuéramos unos pirados, o unos artistas que andan de paso.

¿Qué quién de los dos es Dersú y quién el capitán? Pues la verdad es que no está nada claro. El primero que grita la tontería de “Dersuuuú” se adjudica el papel de capitán y ya está. No suele haber discusiones en esto. Aunque es verdad que aquí el hombre sabio, el criado en la naturaleza, el que es capaz de nombrar las hierbas del camino con su latinajo correspondiente, y de distinguir una culebrilla de agua de una víbora peligrosa, es el amigo, y no yo, que me crie entre asfaltos y cementos, y parques municipales donde sólo crecían islotes de hierbajos para jugar a la pelota.

El amigo y yo hemos cimentado nuestra amistad, precisamente, gracias a películas como Dersú Uzala, que en sesenta kilómetros a la redonda no ha debido de ver nadie en muchos años. Y por eso, cuando nos juntamos, tomamos conciencia de ser un poco únicos, un poco especialitos, y al mismo tiempo respiramos la tranquilidad de no sabernos lobos solitarios. Ayer, tras el saludo tontaina, ambos acordamos que la moraleja de Dersú Uzala es que el hombre no es nada ante el poderío y la inmensidad de la naturaleza. Dersu y el capitán son la antítesis varonil, pero juiciosa, de ese mentecato que a todas horas repite “usted no sabe con quién está hablando”. Habría que ver a ese gilipollas del Mercedes y las gafas de sol perdido en la taiga siberiana, sin cobertura en su puto telefonaco. Lo triste es que casi cincuenta años después se han invertido las tornas: a fuerza de quemar goma, y de producir plásticos, ahora es la naturaleza la que no es nada ante el empuje y la omnipresencia del hombre.



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Maricón perdido

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A veces, tras la tercera y última cerveza, que es justo la que me desata la lengua y me colapsa el organismo, le digo al amigo que yo, cualquier día, como diría Bob Pop, maricón perdido. Que quizá llevo toda la vida equivocándome de empeño, y que era tal vez en la otra isla donde me aguardaba la felicidad.

Al amigo le suelto esta boutade cuando hablamos del tema mujeres -el tercero en importancia de nuestros asuntos tras la página deportiva y la política nacional- y llegamos a la conclusión de que sería mejor vivir sin ellas, aunque duela, aunque tengamos que hacer un esfuerzo heroico por olvidarlas. Aunque luego, nada más levantarnos de la terraza, enterremos todo lo dicho y corramos desesperados a su lado, para guarecernos bajo sus pechos, cuando están.

El amigo, en caso de apostasía, se decantaría abiertamente por el celibato, de tal modo que en sus fantasías él vive entregado a la huerta, al deporte televisado, a las cañas con los amigos. Y cuando llegue el apretón, pues a mirar para otro lado. Yo, por mi parte, que todavía tengo al diablo entre las piernas, siempre he envidiado la facilidad con la que los hombres se entienden con una mirada y se van a la cama sin tener que celebrar rituales decimonónicos, cortejos y conversaciones, protocolos y demostraciones, exámenes y circunloquios, pláticas sin fin, persecuciones circulares, malentendidos sin fruto... No, nada de eso: primero el sexo, para aliviar la tensión, y luego, si el amor viene detrás, pues mira, cojonudo. Y si no, que me quiten lo bailado.

¿Y la serie? Pues nada, una decepción. Maricón perdido es él Cuéntame de los Alcántara pero en versión gay pop. Como el guion era de Bob, y lo producía Berto, y salía Candela, y lo anunciaban mucho en los late nights del Movistar +, uno pensaba que esto iba a ser una cuchipanda llena de humor y chascarrillos. Pero nada más lejos de la realidad. Lo de ser homosexual en tiempos de la Transición no debía de dar, por lo que se ve, para mucha comedia. Poca broma.




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Infiltrados

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Siempre he pensado que en nuestro colegio también hay un infiltrado, o una infiltrada, tomando nota de nuestros desaciertos y nuestros descarriles. Alguien que trabaja en la sombra para la Dirección Provincial, o para la Consejería de Educación, o quizá, directamente, para el Ministerio de Madrid, apuntando en un documento secretísimo los permisos excesivos, los desatinos didácticos, las cosas que se dicen en la sala de profesores cuando uno se desata la corbata, o una se suelta la sandalia, y entre el café y las pastas Cuétara se da rienda suelta al hartazgo o a la desilusión.

Según mi teoría, en todos los centros existe un maestro -o maestra, o maestre, joder con la neolengua- que pertenece a un cuerpo secreto de soplones que serían nuestros Asuntos Internos de las películas americanas. Diplomados en Magisterio que un día fueron citados en el despacho de un mandamás y seducidos por el lado oscuro del chivatismo, y del sobresueldo. O quizá, simplemente, como Leonardo DiCaprio en la película, funcionarios entusiasmados con servir al sector público denunciando sus grietas, sus telarañas, sus aspectos mejorables, y sus pecadores de la pradera.

Lo sospecho, pero nunca he conseguido desenmascarar a nadie. Por el colegio -y ya llevo 22 años entre sus pasillos- ha pasado gente que estaba obviamente sobrecualificada para estas labores, y que nadie entendía muy bien qué pintaba allí, pudiendo ganarse la vida en otros escalones más elevados de la pedagogía; y también, claro, gente obviamente subcualificada, inútiles de llevarse uno las manos a la cabeza, e inútilas de pensar uno mismo qué pinto en este barco. Gente desubicada, fuera de contexto, que sin embargo, por ser tan evidente su extravagancia, no tienen pinta de ser los topos que yo busco. Creo, más bien, que el infiltrado, o la infiltrada, es alguien del montón, funcionario de carrera, establecido, acomodaticio y cumplidor, sin muchas luces ni demasiadas sombras, el docente gris  de toda la vida. Alguien que no destaca, pero que tampoco hace el ridículo, ni avergüenza a la profesión. Alguien, no sé, como yo.





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La princesa prometida

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Y qué es la vida, ay, sino la espera de una princesa prometida, o de un príncipe prometido. Tampoco hace falta, por supuesto, que ella sea Robin Wright, ni él Cary Elwes, en las flores de su edad, que todos sabemos cuál es nuestro valor. Pero qué les voy a contar que ustedes no sepan: que cuesta mucho dar el brazo a torcer, domeñar el orgullo que siempre nos devuelve una imagen optimista ante el espejo. Como dice Paco Calavera en su monólogo, “acabo de apuntarme a Meetic, para solteros exigentes, que digo yo que si fuéramos menos exigentes, a lo mejor no estábamos tan solteros...”

De todos modos, La princesa prometida es una película pura, virginal, que habla del amor como comunión de los espíritus, en la que es imposible imaginar al amado y a la amada practicando sexo en la cama con dosel, ella gritando de placer y él haciendo gruñidos de cerdo satisfecho. No podía ser de otra manera, claro, porque la película es un cuento puesto en imágenes: el que el abuelo le va leyendo a su nieto allá en el dormitorio de Kentucky, o de Colorado, que son todos iguales, con su póster del cochaco, y la tía buena en bikini, y un muñequito de Star Wars peleando en la repisa de los libros. El abuelo es el detective Colombo, ya retirado de sus pesquisas, y el nieto, el protagonista de “Aquellos maravillosos años”, qué dónde estarán, ay, aquellos años, aunque en realidad no fueron para tanto, todo el día enterrados entre libros, y ninguneados por las princesas prometidas, y tan mentecatos, y tan gaforros, y tan torpes para la poesía...

“Hola: me llamo Íñigo Montoya y tú mataste a mi padre” Todavía hoy, en alguna fiesta de talluditos se escucha esta letanía cuando alguien traspasa la quinta cerveza, o la cuarta mezcla poco prudente, y coge el botellín por el cuello como para batirse en duelo con el colega, ríndete, y tal, bellaco... Por la boca muere el pez, y por lo que dice, se adivina su edad.





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El vecino. Temporada 2

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En realidad, si lo piensas bien, El vecino es un remake a la española de Friends, justo ahora que los americanos preparaban su vuelta, o ya habían vuelto, no sé, en forma de serie, o de programa especial, que tampoco me aclaro, la verdad, porque ya me da igual, tan viejuno y tan roussoniano todo, to er mundo e güeno, y guapo, y todo ese rollo de la propaganda... El planeta catódico pendiente del regreso de la tonadilla diabólica -I’ll be there for you, molona la treinta primeras veces y carne de hoguera a partir de ahí- y vienen estos chicos y chicas de Usera para entregarnos otra ficción que básicamente transcurre en dos pisos de treintañeros y un terreno neutral que es el bareto de la esquina, donde protagonistas y secundarios dirimen los asuntos comunes, y los amores pendientes.

Como esto es Usera, ya digo, y no Nueva York, y mucho menos el Nueva York de aquellos grandes pijos y aquellas pijas egregias, todo lo que sale en El vecino es como más cutre, o más aceitoso, pasado por el filtro de la crisis económica y de los alquileres por las nubes. Las chicas madrileñas no son feas, pero son bellezas más corrientes, de andar por casa, y los chicos, en fin, uno es medio lelo y el otro medio paleto, y follan como cien veces menos que sus emulados de Norteamérica. Y el bar, pues eso: un bar cañí, nada que ver con el Central Perk de los sofás y los cafés como cuencos soperos: un bar a la nuestra, con sus cervezas, sus bocatas de tortilla, su tragaperras en la esquina, sus huesos de aceituna y su borrachuzo al final de la barra, preguntándote si tú eres Titán y si tienes un euro que te sobre para convidarle.

Un bar de esos de arreglar el mundo a golpe de exabrupto, y de pónme otra, y para una vez, ¡cachis diez!, que un par de parroquianos tienen el poder verdadero de cambiar las cosas, superhéroes de la galaxia y elegidos para la gloria, resulta que se pasan los episodios discutiendo quién tiene la polla más larga, o los ovarios más grandes, gilipollas, merluza, vete a tomar por el culo, te quiero, y yo a ti...






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Ya no somos dos

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Los ricos demuestran que son ricos de verdad cuando encienden los puros con billetes de veinte euros. Ahí es cuando uno dice: “¡Hostia!, a éste le sobra”, y el rico sonríe complacido, encantado con el efecto. Dicho esto, la verdad es que yo nunca he visto a nadie quemar así un billete, pero creo que se me entiende la metáfora. Los ricos dispendian, malgastan el dinero en gilipolleces. Es lo que llamamos lujos, o caprichos, que los pobres sólo nos permitimos de vez en cuando, y siempre, en algún lugar de la conciencia, con gran dolor de corazón. El pobre que se deja una pasta en una joya excesiva, o en una cena deconstruida, o en un hotel con grifería de plata y hostias en vinagre, y no nota que se le encoge el estómago de vez en cuando, es que no es un pobre de verdad.

Del mismo modo, los guapos y las guapas, que son ricos en amores, demuestran su estatus social quemando romances como el que se fuma un cigarrillo detrás de otro. Los guapos, por ejemplo, conquistan sin esfuerzo a mujeres por las que nosotros, los feos, venderíamos nuestro alma al diablo, y el alma de nuestros hijos, si fuera menester. Y sin embargo, a la dos semanas, o a los dos años, las dejan tiradas por otras que a veces no es que valgan más, sino que, simplemente, son distintas, nuevas, emocionantes, para que se vea que a ellos les basta con un chasquido de dedos para convocar el amor, como los ricos al dinero.

Ya no somos dos es una película de guapos y guapas que ya llevan demasiado tiempo emparejadas, sin hacer demostración de sus atractivos irresistibles, así que se lanzan al adulterio, al cortejo cruzado, a la milonga de “vengo de trabajar” cuando en realidad vienen con los bajos ya recalentados para la cena. La gracia de la película es que aquí, como todo el mundo está en el estatus, y todo el mundo sale a la calle y folla sin mayor esfuerzo, todo el mundo se perdona y se comprende, y en el fondo se reconocen miembros de una misma clase social, empoderada y muy satisfecha. 






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