El buen patrón

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La primera aparición de Javier Bardem me deja descolocado porque alguien -no sé quién, no conozco a nadie en ese mundillo- se ha inspirado en mi apariencia para dibujar su personaje. Hay mucho de imagen especular en ese corpachón desgarbado y en esas canas expandidas. Cuando llevo el pelo largo se me pone así, tal cual, ondulado a lo pijo, a lo fashion pijo, como en las fotos de la escuela.

Los dos lucimos -o deslucimos- una caraza de hombre criado a biberón que nunca conoció la escasez del frigorífico ni la dictadura de las básculas. Los dos, ay, llevamos ese aire indefinido entre la mansedumbre del espíritu y la mala hostia de la sangre. Esa irresoluble contradicción de hombres tranquilos que rumian por dentro sus encontronazos.

Bardem, eso sí, lleva unas gafas muy distintas a las mías -hace mucho que me apunté al look de Jean-Luc Godard precisamente porque le odio-, pero él las lleva como las llevo yo: con una resignación jesuítica que le viene de perlas para construir su personaje, pero que a mí, a lo largo de la vida, sólo me ha cerrado caminos promocionales y me ha ubicado en contextos inadecuados. Hay gafosos de necesidad y gafosos de corazón, y yo soy solo de los primeros.

Paso los primeros veinte minutos confundido, casi en silencio, lo que no es habitual en mí cuando tengo compañía en el sofá -soy un turras de mucho cuidado-  hasta que N. se cosca de mi desconcierto, me toca el hombro con suavidad y me dice descojonándose:

-          Tienes un aire...

-          Joder, un aire... ¡Un ventarrón! -le respondo.

Nos reímos, sí, y gracias a la risa por fin despierto y me centro en los oficios del buen patrón de “Básculas Blanco”, que es un metomentodo que no admite la infelicidad de sus empleados. Todo por la producción. El buen patrón lo mismo ejerce de confesor que de asesor matrimonial. De psicólogo que de matón profesional. Lo que toque. Un tipo peligroso si le desequilibras el peso de los cojones, que lleva perfectamente calibrados.





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All that jazz

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Cuando se estrenó All that jazz -aunque no creo que entera, con tanto erotismo que inflama las coreografías- Bob Fosse tenía 52 años. Eso quiere decir que ya fantaseaba con su propia muerte dos años antes, al cumplir los 50. Y ese dato, que en visiones anteriores no era relevante porque uno era joven y estaba a la trama y a los bailes, de pronto se convierte en la estrella de la función. La edad de Bob Fosse es el rótulo de neón que palpita casi en cada fotograma: 50,50,50... Apenas queda un mes para que yo coloque el número 5 en el marcador, y aunque no estoy en crisis por ello -porque yo vivo en crisis permanente desde que cumplí los 10 años, que es la verdadera edad de la fractura -sí es cierto que la cabeza se pone algo tonta, y que el espíritu se recoge algo sombrío.

Solo ahora he entendido que la valentía de Bob Fosse no estaba en semidesnudar a sus bailarinas, ni en semidesnudar sus propios defectos. Su verdadero arrojo fue anticiparse a su propia muerte y convertirla en un número musical. Decir: mira, voy a morir de esto, y además no tardando, y antes de que eso suceda -porque muerto ya no podré coger una cámara ni corregir las coreografías- voy a hacer una película que resuma mis amores y mis obsesiones. El autorretrato del hombre moribundo que yo seré. Con un par. La genialidad.

Termina la película y me es imposible no pensar en mi propia muerte mientras friego los cacharros. Cómo será, y dónde, y quién me llorará. Qué pasará por mi  cabeza mientras asumo el trance o deliro la morfina. De pronto recuerdo a mi padre en su propia agonía, obsesionado por encontrar a sus hermanos ya fallecidos. Su All that jazz fue un baile de pequeñajos por las calles de León, en los tiempos de la posguerra. El mío -si no me equivoco- será el desfile de los hombres y mujeres a los que mucho decepcioné. Me pedirán cuentas mientras danzan a mi alrededor. Algo así como lo de Bob Fosse, mira tú. Mi número musical se parecerá mucho a las pesadillas que ya me atormentan de vez en cuando. Por eso espero que al menos la música sea chula, y que las bailarinas más guapas se descoquen con una sonrisa.




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Venga Juan

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Tomando las cañas del viernes, el amigo me dice que no le gusta la trilogía de Juan Carrasco porque lo ve todo inverosímil y astracanoso. Que sí, que te ríes, y que Javier Cámara borda su papel, pero que él acaba distanciándose porque ningún político puede ser así: tan estúpido, tan inculto, tan metepatas. Mi amigo -que es un soñador y un pedazo de pan- está convencido de que un auténtico berzotas como Carrasco no puede ser elevado sucesivamente a la categoría de alcalde de Logroño, ministro de Agricultura y vicepresidente del Gobierno, para luego encontrar acomodo en una empresa energética de esas que nos roban a manos llenas. Bueno: esto último sí se lo cree. Lo otro no.

Mi amigo es de los que aún piensa que la política es para hombres buenos o malvados, pero siempre competentes y decididos. Mi amigo no termina de creerse que los estúpidos viven infiltrados en cualquier puesto de la administración, o en cualquier puesto de venta de pollos. Que hay tantos imbéciles dando órdenes como recibiéndolas; tantos anormales ganando elecciones como anormales que les votan sonriendo.

Yo le  digo  que la trilogía de Juan Carrasco es una comedia ejemplar precisamente porque no se aleja del retrato diario que aparece en los periódicos. De lo que se lee, y de lo que se sobreentiende: esa risión vergonzosa de gran parte de nuestra clase política. Y he dicho “gran parte”, que conste, y no “toda”, como afirman los ultracentristas que luego votan a la derecha, o los fascistas que tratan de socavar la legitimidad de la democracia.

El amigo y yo estamos enzarzados en una agria polémica -es un decir - cuando llega un tercer amigo para contarnos la tragicómica aventura del diputado del PP que hoy mismo, en votación telemática, por hallarse enfermo en su domicilio, confundió el no con el sí, o el sí con el no, y avaló sin querer la reforma laboral del gobierno social-comunista. Si su peripecia completa -el equívoco, y las carreras, y las excusas, y su cara de panoli- no son puro Juan Carrasco, puro “Venga Juan”, que baje el dios de las telecomedias y lo vea.





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¡Ave, César!

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He tenido que llegar a los extras de la edición en DVD, ya a las doce de la noche, para encontrar un argumento más o menos presentable sobre “¡Ave, César!” Porque la película en sí es una obra menor en la filmografía de los Coen; y que conste que una película “menor” de los Coen es una proeza inalcanzable para la mayoría de sus émulos. Pero la peli da para lo que da: para hacer cuatro chanzas sobre el viejo Hollywood de los años 50, con sus sistema de estudios, sus códigos morales y su terror a la infiltración del comunismo.

Y era un tema cojonudo, mira, el comunismo americano, para ponerme a desarrollar. Porque además, los hermanos Coen ya te dejan la broma preparada, sólo para que la calientes en el microondas, con esos comunistas “peligrosísimos” a lo Dalton Trumbo que en verdad eran intelectuales con coderas. Unos infelices que aprovechaban sus guiones para meter tres morcillas disimuladas sobre el estado del Bienestar y la solidaridad entre los obreros. Minucias que Joseph McCarthy convirtió prácticamente en un diluvio de cabezas nucleares. Aquella locura, sí...

Iba a hablar sobre el comunismo americano, ya digo, pero noto que últimamente estoy muy repetitivo con el tema de la izquierda y sus desviaciones, la izquierda y sus fracasos. La puta izquierda, ay, que me trae a mal traer. Así que busqué otra idea, otra línea argumental, y la encontré en una entrevista que le hacen a Tilda Swinton en el DVD. Tilda -esa mujer no guapa, no fea, pero magnética hasta un punto incomprensible- dice que la gran contradicción del Hollywood clásico siempre estuvo en que allí se fabricaban mundos maravillosos y felices, ensoñaciones de lo humano, y catedrales de la moral, mientras que los propios fabricantes de sueños -los actores y directores, magnates y guionistas- se entregaban en cuerpo y alma al cultivo de todos los vicios: un catálogo espectacular de hombres y mujeres bellísimos, o riquísimos, que se pasaban la vida fornicando, bebiendo, jugando, traicionando, arruinando a sus familias. Probando las nuevas drogas que surgían.  Leyendo propaganda comunista, incluso.



 


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La tragedia de Macbeth

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El guion de la película es cojonudo, pero eso ya lo sabíamos todos: es de William Shakespeare, o de quien se hiciera pasar por él, que lo mismo nos da. Y además está afinado por Joel Coen, que es como si un centro medido de Michel lo rematara Hugo Sánchez de chilena, y perdónenme la pincelada del fútbol vintage, casi medieval. Pero es en lo que estamos, ¿no? En los viejos tiempos del arte y de la escena.

El chiste que corre como un caballo de Escocia por los foros culturetas es que ya sabemos cómo se repartían las tareas Joel y Ethan Coen cuando trabajaban con el seudónimo de los hermanos Coen: Ethan se encargaba de los laterales del encuadre y Joel del 3x4 central, como en aquel concurso de la tele que presentaba Julia Otero, tan guapa y tan lista, el 3x4... Todos pensando que los hermanos se repartían las tareas de guion y dirección y resulta que no, que se repartían el fotograma por secciones. Es un chiste, ya digo.

 Porque sí: la película de Joel Coen, divorciado de su hermano, es una propuesta arriesgadísima que adopta el formato cuadrado y pinta las escenas como si esto fuera una película de Dreyer, o de Bergman, solo que la suya se entiende, a diferencia de aquellas, aunque a veces las retóricas de Shakespeare haya que rebobinarlas para quedarse bien con la metáfora.

Macbeth es un texto complejo que toca muchas pasiones y muchas miserias: la avaricia, la traición, la culpa, la venganza... Pero yo me quedo con las brujas y con las predicciones del futuro. Porque sí creo que el futuro está escrito y que hay gente capaz de vislumbrarlo. Los físicos teóricos dicen que la vida ya está vivida. Que todo ha sucedido mucho antes de que lo transitemos y que somos como visitantes de nuestro propio museo, descubriendo los cuadros colgados a medida que los vivimos. Yo me entiendo... Lo que pasa es que no hay manera de adivinar nada. Todo está muy oscuro por ahí delante. Pero hay gente que tiene no sé, una linterna, una precognición, un poder asombroso. Como las brujas de Macbeth. Yo conocí una vez a una bruja. Me lanzó una maldición que no entendí demasiado bien. Por eso vivo despreocupado, que si no...





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Mi primo Vinny

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No conozco mucha gente que haya visto “Mi primo Vinny”. O que al menos la recuerde. No, desde luego, en esta cinefilia de provincias que yo habito. Sin embargo, cualquier cinéfilo de tres al cuarto recuerda la polémica del Óscar concedido a Marisa Tomei. Yo mismo soy el ejemplo viviente de esta incongruencia. De esta pereza que ya duraba treinta años desde el estreno.

Y no es que la peli sea gran cosa, pero jolín. Sale Joe Pesci haciendo de sweet Joe Pesci, y eso es un espectáculo quizá no tan grande que ver al ungry Joe Pesci, pero joder: es un espectáculo. La historia es una memez, pero te ríes, y te encuentras con Ralph Macchio cuando descendía de la fama. Y sale Herman Monster haciendo de juez del condado, que es una cosa de mucha nostalgia de los sábados por la mañana.

Y sobre todo -que es a lo que íbamos- sale Marisa Tomei, en uno de esos papeles secundarios que se comen la pantalla. Y que por minutaje yo casi diría principales. Cosas de los americanos, que también miden el tiempo de los relojes en grados Fahrenheit. Marisa Tomei está divertida, espléndida, guapísima. As always. De hecho, prometí ver la película cuando me la encontré el otro día en un episodio de “Seinfeld”, rechazando los amores de George Costanza, su más rendido admirador. De pronto, mientras me descojonaba del pobre George, recordé  todo aquel asunto de Jack Palance abriendo el sobre, dudando un momento y pronunciando el nombre de Marisa para sorpresa de las grandes damas que optaban al premio: las británicas, y las chicas de Woody Allen. Marisa Tomei no era nadie en 1993. Parecía la opción de relleno en las nominaciones y mira tú...

Sobre aquello se ha dicho de todo: que Jack Palance estaba borracho; que no veía bien la tarjeta; que había apostado con sus amigos que iba a decir el nombre que a él le diera la gana. A saber. Lo cierto es que Jack Palance era un cowboy con problemas de alcoholismo. Pero da igual. Marisa Tomei se come la pantalla. No creo que fuera injusto. Pero sí lo fue, el tiempo ha hecho justicia con su papelón. Que los dioses la sigan conservando en ese formol maravilloso que no venden en ninguna farmacia de la Tierra.





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Seinfeld. Temporada 8

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Ahora que he terminado de ver la penúltima temporada de la serie, y que ya se acerca de nuevo el final del recorrido, vamos a hablar en plata: el personaje central de Seinfeld no es Jerry Seinfeld, sino George Costanza. O lo que es lo mismo: Larry David, porque George Costanza es Larry David que nunca quiso interpretarse a sí mismo, y que prefirió centrarse en los guiones y en la producción para aparecer solo de vez en cuando disfrazado del señor Steinbrenner.

El personaje de Jerry Seinfeld es el amigo común, el que ejerce de pegamento en la cuadrilla de los locos. Su apartamento es el escenario central porque allí entra Kramer cuando le peta, y se presenta Elaine cuando le place. El mismísimo George Costanza tiene allí su centro de operaciones cuando huye de su propio apartamento, o del piso de su novia, o de la casa de sus padres... De la oficina laboral o del asunto administrativo. George se pasa la vida escapando de las responsabilidades que le acechan: le estorba el trabajo, el amor, la amistad verdadera...  Él no quiere nada de eso. George solo aspira a vivir sin dar golpe y a que le dejen tranquilo frente al televisor con su bolsa de patatas. Bajar de vez en cuando al Monk’s Café para reírse de los demás y luego regresar a su cubículo feliz donde el sé cree un artista frustrado, y un arquitecto incomprendido. Todo lo demás es molestia y desconcentración.  La vida de George Costanza es una huida hacia adelante. Una fuga y un agobio. La neurosis en estado puro.

Las aventuras de Jerry Seinfeld nunca son las que se quedan en el recuerdo, o colgadas en la carcajada. Y luego está Kramer, que es el slapstick, y Elaine, que es la superficialidad. Todos son geniales y divertidos. Ya más que amigos, nuestros hermanos. Pero sus peripecias carecen de la negrura, de la siniestra profundidad que embadurna las acciones de George Costanza. Los demás son espíritus simples y algo bobos, pero George Costanza es otra cosa: él es complejo y retorcido. Barroco y demencial. Seguirle el rollo es descender a mucha profundidad. El descojono asegurado en las aguas abisales.





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La gran apuesta

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Cuando todo se desmoronó, allá por el año 2008, empecé a leer libros de economía. No lo había hecho jamás. A veces me aventuraba en las páginas salmón de los periódicos y terminaba mareado. Sí: en 2008 todavía leíamos el suplemento dominical, que manchaba los dedos de tinta y luego servía para recoger el pis de los perretes.

Como no tenía ni papa del asunto, leí libros de “divulgación”, sencillitos, economía para dummies. Sabios muy prestigiosos se ofrecieron a darnos la comida masticada como a polluelos hambrientos de saber. Yo era de ciencias, pero de ciencias físicas y químicas, con un ojo siempre puesto en la astronomía o en los designios de la genética, para nada en este enredo de germanías financieras y verborreas de lo bursátil. Lo explican al principio de “La gran apuesta”: todo esto es así para que usted no se entere, para que no se meta en el negocio. Para que estos cuatro hijos de puta puedan seguir robándole parapetados en lo incomprensible.

Aun así, pese al esfuerzo didáctico de los autores, yo no me enteraba de gran cosa. Me fallaba la motivación -que se desinfló rápido, y el tiempo precioso -que repartía con la Liga de fútbol.  Pero algo sí que aprendí: que el dinero no son los billetes ni las monedas. Que el dinero es una cifra, una entelequia. Humo. Dinero es lo que pone en la cartilla del banco, nada más. Pero no es real. Se puede convertir en billetes cuando acudes al cajero, pero podría no hacerlo si vienen mal dadas. Que se lo digan a los argentinos del corralito.... El dinero es una cosa ficticia que hoy vale tanto y mañana vale tanto dividido por dos, o por cien. El dinero que usted tiene en la cartilla -esto de la cartilla ya es un hablar, claro- está atado a otros dineros. En realidad, lo que hay detrás de la ventanilla de su oficina es un gran casino donde una pandilla de desalmados -y los políticos que lo permiten- cogen su dinero y lo transforman en fichas para apostar. 

De eso va en realidad “La gran apuesta”: una versión dolorosamente real del “Casino” de Scorsese, donde se juega con el dinero de usted y al final terminan por desplumarle. Ayer como siempre. 




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