Los celos

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Donde hay amor, hay celos. Y quien diga que ama sin sentir celos miente. O no ama.  Un amor que no teme perder a su amante es un medio amor, o es una nada. Un pasar el rato, un divertirse. Un saltar de flor en flor.

Pero los celos, para que el amor no enferme de suspicacia -lo cantaba Elvis Presley en “Suspicious mind”- tienen que viajar muy diluidos en la sangre. Yo diría que en un porcentaje parecido al de los oligoelementos, que son esos minerales imprescindibles para vivir pero que apenas tienen peso en el organismo. Moléculas que vienen y van cargándonos de energía, pero livianas y casi indetectables. Así deberían de ser los celos: necesarios, pero solo cognoscibles en un laboratorio. O en una visita al psicólogo de confianza. Los celos deberían ser un leve temblor en la tripa y ya está; una radiación cósmica de fondo. Un leve incordio, pero también un recordatorio de que seguimos enamorados y cabalgando en la madrugada.

Los celos, cuando se desatan, son una reacción química de alta energía que siempre termina con la explosión de Chernóbil. Un fallo en el sistema de refrigeración hace que los neutrones se desacoplen, choquen con otros núcleos y liberen una nube de energía incontenible que levanta la tapa de la cabeza. Es un mecanismo que puesto en marcha ya no tiene remedio tecnológico. No al menos en el siglo XXI. Quizá nuestros bisnietos ya sean capaces de curarlo todo con una pastilla.

Luego, lo curioso, es que esta película titulada “Los celos” no va de celos en realidad, sino de realidades palmarias. De cuernos dolorosos y prominentes. Louis es un hombre despreciable que se acuesta con cualquier mujer que se cruza por su vida, y Claudia, que lo sabe, porque él tampoco disimula demasiado, sufre en silencio sus traiciones. Pero esto, ya digo, no son celos, sino constataciones. Un manipulador y una víctima. Y para más inri, una realidad habitacional que tampoco ayuda demasiado. Una buhardilla sin luz y con humedades. Quizá una metáfora de su relación.





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Spencer

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No me interesa nada “Spencer”. Como no me interesa nada el personaje de Lady Di, “la princesa del pueblo”. La princesa de los plebeyos, querrán decir. Educada para casarse con un lord, o con un empresario de la City, Diana tuvo la inmensa suerte de casarse con un príncipe de Gales, que era el único que había. Es cierto que el cuento de hadas se tornó muy pronto en relato de Lovecraft: Diana sufrió, lloró, fue tratada como a una incubadora con piernas que sonreía a las multitudes. Su Alteza, el Útero Paridor. La cara sonriente de los Palurdos Medievales, ese grupo musical... Esto es lo que cuentan en la película de Pablo Larraín a modo de pesadilla.

Pero Lady Di se rehízo, vaya que se rehízo, porque los ricos también lloran, pero cuando hay pasta gansa lloran mucho menos y durante menos tiempo, y en lugar de enamorarse de un hombre del pueblo para sanar su corazón -un maestro de Primaria, por ejemplo- decidió que lo mejor era colgarse del brazo de un multimillonario que era dueño de no sé cuántos imperios comerciales. Fincas y palacios, caballerizas y playas privadas. Otro príncipe del pueblo. Otro “Candle in the wind”. Hay que joderse.

No me interesa “Spencer” porque todo esto ya lo supimos por los periódicos cuando sucedía. Y porque además ya nos lo habían re-contado en “The Crown”, que es esa serie ejemplar con muchos más refinamientos. Y alguno dirá: “Si no te interesaba la película, ¿pa` qué te metes a torear, Manolete?” Pues porque yo, queridos lectores, y queridas lectoras, me debo a mi gente, a mis cinefilias particulares, que entretienen mi asueto y me dan argumentos para escribir. Yo, por ejemplo, me debo a Pablo Larraín, aunque a veces me salga rana y no príncipe de las pantallas. Y me debo -muy mucho- a Kristen Stewart, que siempre sulibeya mis instintos, aunque aquí la hayan disfrazado de aristócrata británica con un acento impostado, y haciendo gestos raros con el cuello. Kristen está incómoda, impropia, para nada un viento fresco o un retrato peculiar. Bueno: peculiar sí. 





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Star 80

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Si Paul Snider volviera de entre los muertos no tendría más argumentos que exponer que la mató porque era suya. Un razonamiento de australopiteco venido a menos. Y que me perdonen los australopitecos  “O mía, o de nadie, sí, ¿qué pasa?”, nos diría Paul Snider mientras se repeina otra vez la coronilla y se ajusta la huevada. El raciocinio cebollino. La cejijuntez de la mirada. La culminación asesina del machomán de las galaxias.

Y el machomán de las galaxias, para nuestro sonrojo evolutivo, es una especie que nunca está en vías de extinción, como demuestra que este crimen de “Star 80” lo vemos casi a diario en los telediarios del siglo XXI. Y da igual la clase alta que la clase baja; las mansiones de Hollywood que los pisos de extrarradio. Da lo mismo oriundos que emigrantes; gente resalada que gente retorcida. Inteligentes que bobos. Es igual. Los machomanes son como los estúpidos que describió Carlo Cipolla en su libro celebérrimo: una plaga bíblica y universal.

Sí, queridos amigos de “El hombre y la tierra”: el chuloputas se reproduce sin parar porque siempre encuentra quien escucha sus gilipolleces genéticas, y sus galanterías engominadas. Y es un poco incomprensible en ocasiones. A veces estos tipos son silenciosos, escurridizos, y no se les ve venir hasta el final. Son guapos, educados, intachables... Pero estos ejemplares de los que hablamos, como el tal Paul Snider de la película -y ay, también, de la vida real,  lucen plumas multicolores, y se gallean como bípedos implumes. Se les ve venir a la legua. La misma Dorothy Stratten quedó deslumbrada por la “sofisticación” de este imbécil palmario que la sedujo mientras pisaba el acelerador de su buga.  Pobre mujer... La inexperiencia de la vida. Y el amor, que es ciego.



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El Pepe, una vida suprema

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En la tradición judía, los lamedvovniks son los 36 santos que en cada generación de los hombres salvan el mundo. Los 36 justos que con su virtud laboriosa, y con su ejemplo silencioso, impiden que Dios destruya el mundo avergonzado de sus criaturas.

Si hiciéramos una encuesta rápida, de las de andar por casa, todo el mundo se atribuiría ser un lamedvovnik. Que levante la mano quien no se crea la más bondadosa criatura de su barrio, o de su entorno laboral. De su familia. De su pareja. De cualquier actividad en la que participe. Que no se tome a sí mismo por la única oveja blanca que pasta en el rebaño. Todos nos creemos  distintos, tocados por el dedo divino.

El cálculo del número 36 procede de la cábala judía. Algunos rabinos admiten que los justos podrían ser unos pocos más o unos pocos menos; si el concepto es válido, la numerología  no importa tanto. Pero lo que está claro es que aquí no hay medallas para todos. 8.000.000.000 - 36 es una cuenta que deja mucha gente en la cuneta. Yo, por supuesto, para ir avanzando en el cásting de “Operación Triunfo”, no me tengo para nada por un lamedvovnik. Justo soy lo justo; y buena persona, pues según con quién, y para qué.

A lo largo de mi vida -hablo del mundo real y provinciano- sólo he conocido un par de personas que podrían llevar en su espalda el peso del mundo, el destino de nuestra salvación. Ellos, por supuesto, no eran conscientes de su alta responsabilidad. Ni siquiera se darían por aludidos si alguien les gritara “¡Eh, lamedvovnik!” por la calle. Porque esa es la primera condición que impone la tradición: no saber que lo eres. Vivir en la ignorancia de tu desempeño. Así se impide que el espejo te devuelva una imagen narcisista que todo lo arruinaría.

Pepe Mújica es un lamedvovnik. Isabel Díaz Ayuso, por ejemplo, que cree que lo es, no.





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Amante por un día

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Las parejas abiertas no funcionan. Y no lo digo por experiencia, que conste, porque yo soy muy clásico para estas cosas. Muy conservador. Me gusta que mi pareja sea eso, mía, aunque ahora los adjetivos posesivos estén tan mal vistos. Tampoco pongo reparos a que yo sea su pareja. Son modos de hablar que nada tienen que ver con la dominación o con los derechos adquiridos. Sirven para resumir la situación ante el oyente o ante el lector, nada más. El mismo pensamiento medieval domina a quienes se creen poseedores de su pareja que a quienes hacen escolásticas con el lenguaje.

Las parejas abiertas que uno ha conocido en la vida real –tampoco muchas, la verdad, porque no soy hombre de mundo- siempre han terminado en trifulca y en lloros envenenados. Es ponerse a prueba a lo tonto. Hubo un momento en que ellos y ellas se creyeron muy guays y avanzados, casi exploradores del futuro, cuando lo cierto es que la biología tira para abajo con toda la fuerza de la gravedad. La biología derriba los castillos en el aire y pincha los globos de colorines. Es difícil superarla, al menos en provincias. A mí me da que estas cosas funcionan mejor en las grandes capitales, no sé por qué: hay más anonimato, más distancias, es todo más impersonal. Por aquí todo el mundo se conoce, No hay nadie que no sea amigo de, o vecino de, o cuñada de... Es una red de visillos que todo lo controla y todo lo emponzoña.

Mi teoría -que encuentra su refrendo en esta película- es que las relaciones abiertas, aunque se formulen en París, solo funcionan mientras que los ojos no ven y los corazones no se enteran. Tú te acuestas, yo me acuesto, pero prefiero no saber nada del lado desconocido del cuadrilátero. La ignorancia, en estos acuerdos, es el límite que impone la biología para aceptar la infidelidad. Cuando el fantasma se hace presencia –en forma de olor, o carne, o foto encontrada- los celos resquebrajan la tierra firme y se produce el terremoto.





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The Batman

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De niño yo quería ser Batman cuando jugábamos a superhéroes. Y supongo que no era por casualidad: Batman era el superhéroe sin superpoderes; el que perdería la pelea contra cualquier amiguete de la Marvel, o de DC Comics, si llegaran a enfadarse. Si se convirtieran –por ejemplo- en unos superhéroes de izquierdas disputándose una relevancia o un sillón municipal. Batman –o The Batman, como le llaman ahora- podría aguantar un rato las acometidas, pero nada más. No tendría nada que hacer contra los hostiones subatómicos, los rayos flamígeros, las miradas asesinas...

Había otro Juan Palomo en el mundo de los superhéroes que todo se lo guisaba y todo se lo comía sin venir de ningún planeta lejano, ni haber sido traspasado por ninguna radiación. Era Tony Stark, que se convertía en Iron Man embutiéndose en corazas que apatrullaban la ciudad. Pero nosotros, de pequeños -hablo de hace 40 años o más- sólo conocíamos a Tony Stark de manera tangencial, y por eso nadie elegía su papel cuando salíamos a la calle a jugar al burrismo –la calle de León, cerrada, sin coches, de barriada pre-suburbial- y nos repartíamos los papeles.

Batman molaba. Y sigue molando, aunque la película sea tan oscura y tan soporífera que a veces no le ves, o solo le adivinas. Mola su aire siniestro, nocturno, de gótico estilizado. Un tipo parco en palabras pero musculado en el pecho. Y su mentón, que las deja patidifusas, o acojonados, bajo la máscara de murciélago. Y los picachos como antenas, como agujas de catedrales, que yo por mi parte siempre preferí largos y afilados. Batman molaba, ya digo, y además tenía unos gadgets de la hostia, y el Batmóvil que furrulaba. Pero al final nadie le escogía por aquello de ganar la batalla decisiva antes de subir a merendar: la Masa era más fuerte, Spiderman más escurridizo, Supermán más de todo... Y Thor era un dios invencible armado de su Mjölnir.

Batman, a fin de cuentas, solo era un millonario que jugaba a los superhéroes como hacíamos nosotros, en los ratos libres, entre que salía de un consejo de administración y llegaba al cocktail de otros millonarios con bellas señoritas.





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Sentimos las molestias

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Aún me quedan 20 años para llegar a estas ancianidades de “Sentimos las molestias”. Y eso con suerte... Pero no es lamento de previejo, o de quejica profesional: es una prevención estadística, nada más. Hay unas tablas, unas estadísticas, unas esperanzas de vida... Por otro lado estoy viendo la segunda temporada de “Frasier” y me siento mucho mejor que el doctor Crane con diez años de más: más lúcido, más en forma, más... Si hay una procesión del infortunio, ésta va por los adentros, recitando su letanía.

Pero aunque me falten dos décadas para estar como Resines y Rellán -la doble R del sonotone, de la Viagra, del hueso rechinante en cada levantarse del sofà- conviene ir haciendo una visita por esas edades para tomar conciencia del futuro. No es que uno no sepa, o que no tenga seres queridos, pero yo, las cosas, hasta que no me las explican en una ficción, es como si no terminara de creérmelas del todo. Si las personas cabales buscan certezas en la realidad, yo, atravesado de nacimiento, perdido para siempre en la otra dimensión, necesito que la pantalla del televisor me diga que sí, que en efecto, que las cosas son así. Que dentro de unos años me espera la pitopausia con todas sus complicaciones y también con todas sus simplicidades. Hay jodiendas que aparecen y jodiendas que, de pronto, se esfuman en el aire.

Digo esto porque a Resines y a Rellán les pasan muchas cosas en la serie -tontas y serias-, pero la mayor parte de sus tribulaciones provienen de aquel verso de Franco Battiato que últimamente repito mucho en los escritos:

“Y los deseos no envejecen

a pesar de la edad”.

A ellos también les pasa, y ahí se dan presos, como diría Rafael Azcona, que hablaba del alivio que le supuso la pérdida del deseo. El tiempo que se ahorraba, y las energías que reconcentraba. Maneras de verlo. Dentro de 20 años ya emitiré una opinión.





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Noche de fuego

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De vez en cuando hay que ver películas como “Noche de fuego”. No la tenía en mi radar, pero agradezco la recomendación. Gracias, T...  

La película no es agradable, pero es necesaria. Ayuda a... tomar perspectiva. A refrenar la lengua sobre la desgracia de lo propio. Sobre todo a los que vivimos en la quejumbre perpetua: que si esto, o que si aquello. No es que las desgracias de los demás aplaquen nuestro ímpetu revolucionario, pero sí ordenan la cabeza. Establecen prioridades. Separan lo importante de lo menos importante. Lo que hay que defender a fuego de lo que hay que defender a pluma. Superfluo no hay nada cuando se trata del bienestar.

Cada uno pía su hambre, desde luego, sus necesidades y sus fatigas. Pero hay hambres y hambres. Necesidades y necesidades. Las mías -como las de otros muchos- son quejas de salón, o de cafetería, entre copas y amistades. Todo podría ir bastante mejor, lo público y lo privado, pero a fin de cuentas existe un colchón, una red que protege de los resbalones. No es que la vida esté garantizada -porque puedes morirte en cualquier momento- pero al menos no hay que defenderla todos los días como en una guerra. Es muy distinto.

 Nosotros, en Europa, luchamos por una vida mejor, que admite márgenes muy amplios de discusión. Pero allá en México, por ejemplo, en este poblado de las montañas donde Jesucristo perdió el mechero, la lucha es otra muy diferente. Animal y básica. A cara de perro. No, perdón: a cara de humanos. En “Noche de fuego” quienes llevan la peor parte son las mujeres. Es lo habitual. Su desgracia suele ser directamente proporcional al índice de pobreza. Que se lo digan a las mujeres nórdicas, que en estos parajes serían como extraterrestres que aterrizan. Estas mexicanas sin suerte son la tierra de nadie entre los hombres que trafican y los hombres que lo impiden. O que tratan de impedirlo, acojonados bajo sus uniformes. El narco también descansa, y cuando descansa y sale de fiesta no te pregunta si estudias o trabajas. Estamos en la selva, y esto es la ley de la selva. Hay que salir corriendo, o camuflarse. No queda otra. 





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