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Si Paul Snider volviera de entre los muertos no tendría más argumentos que exponer que la mató porque era suya. Un razonamiento de australopiteco venido a menos. Y que me perdonen los australopitecos “O mía, o de nadie, sí, ¿qué pasa?”, nos diría Paul Snider mientras se repeina otra vez la coronilla y se ajusta la huevada. El raciocinio cebollino. La cejijuntez de la mirada. La culminación asesina del machomán de las galaxias.
Y el machomán de las galaxias, para nuestro sonrojo evolutivo, es una especie que nunca está en vías de extinción, como demuestra que este crimen de “Star 80” lo vemos casi a diario en los telediarios del siglo XXI. Y da igual la clase alta que la clase baja; las mansiones de Hollywood que los pisos de extrarradio. Da lo mismo oriundos que emigrantes; gente resalada que gente retorcida. Inteligentes que bobos. Es igual. Los machomanes son como los estúpidos que describió Carlo Cipolla en su libro celebérrimo: una plaga bíblica y universal.
Sí, queridos amigos de “El hombre y la tierra”: el chuloputas se reproduce sin parar porque siempre encuentra quien escucha sus gilipolleces genéticas, y sus galanterías engominadas. Y es un poco incomprensible en ocasiones. A veces estos tipos son silenciosos, escurridizos, y no se les ve venir hasta el final. Son guapos, educados, intachables... Pero estos ejemplares de los que hablamos, como el tal Paul Snider de la película -y ay, también, de la vida real, lucen plumas multicolores, y se gallean como bípedos implumes. Se les ve venir a la legua. La misma Dorothy Stratten quedó deslumbrada por la “sofisticación” de este imbécil palmario que la sedujo mientras pisaba el acelerador de su buga. Pobre mujer... La inexperiencia de la vida. Y el amor, que es ciego.
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En
la tradición judía, los lamedvovniks son los 36 santos que en cada generación
de los hombres salvan el mundo. Los 36 justos que con su virtud laboriosa, y con
su ejemplo silencioso, impiden que Dios destruya el mundo avergonzado de sus
criaturas.
Si
hiciéramos una encuesta rápida, de las de andar por casa, todo el mundo se
atribuiría ser un lamedvovnik. Que levante la mano quien no se crea la más bondadosa
criatura de su barrio, o de su entorno laboral. De su familia. De su pareja. De
cualquier actividad en la que participe. Que no se tome a sí mismo por la única
oveja blanca que pasta en el rebaño. Todos nos creemos distintos, tocados por el dedo divino.
El
cálculo del número 36 procede de la cábala judía. Algunos rabinos admiten que
los justos podrían ser unos pocos más o unos pocos menos; si el concepto es
válido, la numerología no importa tanto.
Pero lo que está claro es que aquí no hay medallas para todos. 8.000.000.000 - 36
es una cuenta que deja mucha gente en la cuneta. Yo, por supuesto, para ir avanzando
en el cásting de “Operación Triunfo”, no me tengo para nada por un lamedvovnik.
Justo soy lo justo; y buena persona, pues según con quién, y para qué.
A
lo largo de mi vida -hablo del mundo real y provinciano- sólo he conocido un
par de personas que podrían llevar en su espalda el peso del mundo, el destino
de nuestra salvación. Ellos, por supuesto, no eran conscientes de su alta
responsabilidad. Ni siquiera se darían por aludidos si alguien les gritara “¡Eh,
lamedvovnik!” por la calle. Porque esa es la primera condición que impone la
tradición: no saber que lo eres. Vivir en la ignorancia de tu desempeño. Así se
impide que el espejo te devuelva una imagen narcisista que todo lo arruinaría.
Pepe
Mújica es un lamedvovnik. Isabel Díaz Ayuso, por ejemplo, que cree que lo es,
no.
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Las parejas abiertas no funcionan. Y no lo digo por experiencia,
que conste, porque yo soy muy clásico para estas cosas. Muy conservador. Me
gusta que mi pareja sea eso, mía, aunque ahora los adjetivos posesivos estén tan
mal vistos. Tampoco pongo reparos a que yo sea su pareja. Son modos de hablar
que nada tienen que ver con la dominación o con los derechos adquiridos. Sirven
para resumir la situación ante el oyente o ante el lector, nada más. El mismo
pensamiento medieval domina a quienes se creen poseedores de su pareja que a
quienes hacen escolásticas con el lenguaje.
Las parejas abiertas que uno ha conocido en la vida
real –tampoco muchas, la verdad, porque no soy hombre de mundo- siempre han
terminado en trifulca y en lloros envenenados. Es ponerse a prueba a lo tonto.
Hubo un momento en que ellos y ellas se creyeron muy guays y avanzados, casi
exploradores del futuro, cuando lo cierto es que la biología tira para abajo
con toda la fuerza de la gravedad. La biología derriba los castillos en el aire
y pincha los globos de colorines. Es difícil superarla, al menos en provincias.
A mí me da que estas cosas funcionan mejor en las grandes capitales, no sé por
qué: hay más anonimato, más distancias, es todo más impersonal. Por aquí todo
el mundo se conoce, No hay nadie que no sea amigo de, o vecino de, o cuñada
de... Es una red de visillos que todo lo controla y todo lo emponzoña.
Mi teoría -que encuentra su refrendo en esta película-
es que las relaciones abiertas, aunque se formulen en París, solo funcionan
mientras que los ojos no ven y los corazones no se enteran. Tú te acuestas, yo
me acuesto, pero prefiero no saber nada del lado desconocido del cuadrilátero. La
ignorancia, en estos acuerdos, es el límite que impone la biología para aceptar
la infidelidad. Cuando el fantasma se hace presencia –en forma de olor, o
carne, o foto encontrada- los celos resquebrajan la tierra firme y se produce
el terremoto.
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De niño yo quería ser
Batman cuando jugábamos a superhéroes. Y supongo que no era por casualidad: Batman
era el superhéroe sin superpoderes; el que perdería la pelea contra cualquier
amiguete de la Marvel, o de DC Comics, si llegaran a enfadarse. Si se convirtieran
–por ejemplo- en unos superhéroes de izquierdas disputándose una relevancia o
un sillón municipal. Batman –o The Batman, como le llaman ahora- podría
aguantar un rato las acometidas, pero nada más. No tendría nada que hacer
contra los hostiones subatómicos, los rayos flamígeros, las miradas asesinas...
Había otro Juan Palomo en
el mundo de los superhéroes que todo se lo guisaba y todo se lo comía sin venir
de ningún planeta lejano, ni haber sido traspasado por ninguna radiación. Era
Tony Stark, que se convertía en Iron Man embutiéndose en corazas que
apatrullaban la ciudad. Pero nosotros, de pequeños -hablo de hace 40 años o
más- sólo conocíamos a Tony Stark de manera tangencial, y por eso nadie elegía
su papel cuando salíamos a la calle a jugar al burrismo –la calle de León,
cerrada, sin coches, de barriada pre-suburbial- y nos repartíamos los papeles.
Batman molaba. Y sigue
molando, aunque la película sea tan oscura y tan soporífera que a veces no le
ves, o solo le adivinas. Mola su aire siniestro, nocturno, de gótico
estilizado. Un tipo parco en palabras pero musculado en el pecho. Y su mentón,
que las deja patidifusas, o acojonados, bajo la máscara de murciélago. Y los
picachos como antenas, como agujas de catedrales, que yo por mi parte siempre preferí
largos y afilados. Batman molaba, ya digo, y además tenía unos gadgets de la
hostia, y el Batmóvil que furrulaba. Pero al final nadie le escogía por aquello
de ganar la batalla decisiva antes de subir a merendar: la Masa era más fuerte,
Spiderman más escurridizo, Supermán más de todo... Y Thor era un dios
invencible armado de su Mjölnir.
Batman, a fin de cuentas,
solo era un millonario que jugaba a los superhéroes como hacíamos nosotros, en
los ratos libres, entre que salía de un consejo de administración y llegaba al
cocktail de otros millonarios con bellas señoritas.
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Aún me quedan 20 años
para llegar a estas ancianidades de “Sentimos las molestias”. Y eso con
suerte... Pero no es lamento de previejo, o de quejica profesional: es una
prevención estadística, nada más. Hay unas tablas, unas estadísticas, unas
esperanzas de vida... Por otro lado estoy viendo la segunda temporada de “Frasier”
y me siento mucho mejor que el doctor Crane con diez años de más: más lúcido,
más en forma, más... Si hay una procesión del infortunio, ésta va por los
adentros, recitando su letanía.
Pero aunque me falten dos
décadas para estar como Resines y Rellán -la doble R del sonotone, de la Viagra,
del hueso rechinante en cada levantarse del sofà- conviene ir haciendo una
visita por esas edades para tomar conciencia del futuro. No es que uno no sepa,
o que no tenga seres queridos, pero yo, las cosas, hasta que no me las explican
en una ficción, es como si no terminara de creérmelas del todo. Si las personas
cabales buscan certezas en la realidad, yo, atravesado de nacimiento, perdido
para siempre en la otra dimensión, necesito que la pantalla del televisor me diga
que sí, que en efecto, que las cosas son así. Que dentro de unos años me espera
la pitopausia con todas sus complicaciones y también con todas sus
simplicidades. Hay jodiendas que aparecen y jodiendas que, de pronto, se
esfuman en el aire.
Digo esto porque a Resines
y a Rellán les pasan muchas cosas en la serie -tontas y serias-, pero la mayor
parte de sus tribulaciones provienen de aquel verso de Franco Battiato que últimamente
repito mucho en los escritos:
“Y los deseos no
envejecen
a pesar de la edad”.
A ellos también les pasa,
y ahí se dan presos, como diría Rafael Azcona, que hablaba del alivio que le supuso
la pérdida del deseo. El tiempo que se ahorraba, y las energías que reconcentraba.
Maneras de verlo. Dentro de 20 años ya emitiré una opinión.
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De vez en cuando hay que
ver películas como “Noche de fuego”. No la tenía en mi radar, pero agradezco la
recomendación. Gracias, T...
La película no es
agradable, pero es necesaria. Ayuda a... tomar perspectiva. A refrenar la
lengua sobre la desgracia de lo propio. Sobre todo a los que vivimos en la quejumbre
perpetua: que si esto, o que si aquello. No es que las desgracias de los demás
aplaquen nuestro ímpetu revolucionario, pero sí ordenan la cabeza. Establecen
prioridades. Separan lo importante de lo menos importante. Lo que hay que
defender a fuego de lo que hay que defender a pluma. Superfluo no hay nada cuando
se trata del bienestar.
Cada uno pía su hambre,
desde luego, sus necesidades y sus fatigas. Pero hay hambres y hambres.
Necesidades y necesidades. Las mías -como las de otros muchos- son quejas de salón,
o de cafetería, entre copas y amistades. Todo podría ir bastante mejor, lo público
y lo privado, pero a fin de cuentas existe un colchón, una red que protege de
los resbalones. No es que la vida esté garantizada -porque puedes morirte en
cualquier momento- pero al menos no hay que defenderla todos los días como en
una guerra. Es muy distinto.
Nosotros, en Europa, luchamos por una vida
mejor, que admite márgenes muy amplios de discusión. Pero allá en México, por ejemplo,
en este poblado de las montañas donde Jesucristo perdió el mechero, la lucha es
otra muy diferente. Animal y básica. A cara de perro. No, perdón: a cara de humanos.
En “Noche de fuego” quienes llevan la peor parte son las mujeres. Es lo
habitual. Su desgracia suele ser directamente proporcional al índice de
pobreza. Que se lo digan a las mujeres nórdicas, que en estos parajes serían
como extraterrestres que aterrizan. Estas mexicanas sin suerte son la tierra de
nadie entre los hombres que trafican y los hombres que lo impiden. O que tratan
de impedirlo, acojonados bajo sus uniformes. El narco también descansa, y
cuando descansa y sale de fiesta no te pregunta si estudias o trabajas. Estamos
en la selva, y esto es la ley de la selva. Hay que salir corriendo, o
camuflarse. No queda otra.