Girasoles silvestres

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En los tiempos prehistóricos -si son como nos cuentan en National Geographic- a las mujeres les compensaba arrimarse al tipo más macarra de la tribu. Si alguien venía a molestar por la cueva o por el poblacho, el macarra le echaba de allí con un par de yoyas bien dadas del revés. Y si hacía falta traer una ración extra de carne o acceder al mejor acuífero de la comarca, el gachó, muy aficionado a levantar piedras para muscularse, no dudaba en tirar de sirla de sílex para acojonar a los convecinos. Es verdad que el macarra prehistórico -como el macarra de ahora- era un tipo inestable, marchoso en demasía, muy aficionado a ir de flor en flor para esparcir su semilla por los vientres muy diversos. Pero a fin de cuentas -porque si no sus genes no hubieran prosperado, y hoy ya no habría macarras pululando por el mundo -proveía de alimentos y sacaba las camadas adelante. 

Pero eso era mucho antes de que existieran Los Picapiedra. De hecho, en “Los Picapiedra”, se ve esa transición de la mujer atávica que suspira por el chulo-putas a la mujer evolucionada que prefiere a un compañero como Pedro Picapiedra o como Pablo Mármol, dos bobolones que salen escaldados de todas las aventuras pero son fieles y buenazos. Betty y Vilma son dos mujeres inteligentes que han comprendido que en la tecnología reside el nuevo poder y el nuevo estatus, y que el tontolaba de la cachiporra ya no es la mejor apuesta para proveer de cuidados y de alimentos.

En “Girasoles silvestres”, el personaje de Julia demuestra que todavía hay mujeres atrapadas en este instinto básico. Cualquier espectador sabe que estos maromos tatuados que ella frecuenta - chulescos, más bien cortitos, amantes de la gresca o de lo paramilitar- no van a proveer de alimentos ni de cariños a sus rapaces. Que son pan para hoy y hambre para mañana. Y también, seguramente, una torta cuando se les caliente la cabeza. 

Julia se llevará varias hostias simbólicas y alguna muy contundente antes de comprender que ese tontaina de Álex, ese soso medio guapo y sin remedio, es la mejor opción para encontrar el sosiego y no temer cada mañana por el futuro.





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Moonage Daydream

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¿Cómo llamar a los fans incondicionales de David Bowie? ¿Davidbowenses? ¿Davidbowianos? Resulta difícil, casi retorcido, colocar el sufijo cuando el nombre del ídolo, o del dios, o del mito musical, termina en una vocal anglosajona. O en doble vocal, como sucede en este caso. Prueben, si no, a denominar a los imitadores de Elvis Presley...

“Moonage Daydream” está dirigido a ellos y sólo a ellos: los apóstoles de David Bowie, se llamen como se llamen. Ahora que David ascendió a los Cielos - que se dispersó entre las energías del Universo- sobre ellos recae la responsabilidad de extender su palabra por el orbe. Para los demás espectadores, el documental es un arcano, una psicodelia, un misterio lejano de Eleusis. “Moonage Daydream” es un rito privado; un simposio universitario. Una catequesis para catequistas y no para catecúmenos. Una eucaristía para los usuarios registrados, y yo diría casi para los usuarios Premium: los que siguen dejando sus dineros en la discografía, en la vestimenta, en el fetiche ocasional... Los nostálgicos del glam y los que desentrañan esas tan letras esotéricas.

Los demás, que somos los gentiles, los legos que veníamos movidos solo por la curiosidad, no hemos entendido de la misa la media. El documental es un viaje lisérgico sin norte ni sur, sin pasado ni futuro. O lo cuenta todo -y yo no me he enterado- o no cuenta nada -y no se han enterado los que dicen haberse enterado. No sé si me explico... Lo mismo te aparece David Bowie de chavaluco, con sus pintas de chalado -vamos a decirlo todo-, que te aparece de señor mayor con esa presencia magnética que traspasaba. Pero todo está barajado como al tuntún, como hecho adrede para despistar.

Yo, la verdad, me he quedado como estaba. Quería saber algo más de Bowie porque T. es una gran entusiasta, y porque a mí me conmueve hasta el cimborrio esa canción titulada “Héroes”. Y porque Bowie, en el cine, siempre dejaba un extraño poso de saber estar. Pero tendré que buscarme otra fuente de información, o de inspiración. Habrá que leer otro evangelio menos abstruso. Alguno apócrifo rondará por ahí.





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El encargado

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Eliseo, el encargado, es un hijo de puta. Pero es nuestro hijo de puta. En la lucha de clases él combate a nuestro lado, en el batallón latinoamericano. 

Es verdad que Eliseo es un truhan, un trapacero, un mentiroso compulsivo. Un personaje con un punto repulsivo e inquietante. La gente con ojos claros puede salirte por cualquier lado porque no hay una sola verdad estable en su mirada. Gollum, por ejemplo, al que Eliseo se da un aire en sus soliloquios desquiciados, tenía los ojos tan azules como el Río de la Plata.

Eliseo asesinaría a su madre con tal de salirse con la suya, que es, en este caso, conservar su puesto de trabajo. Pero nosotros estamos con él a pesar de sus tropelías. Él es nuestro hombre en Buenos Aires. Nos reímos mucho cuando putea a sus vecinos acaudalados; a esa gentuza que todos los días pasa por delante de su portería saludando con desdén, o sin saludar siquiera, camino de engañar a los incautos o de malpagar a sus empleados.

Eliseo es el encargado de mantenimiento del edificio: un parto bien aprovechado que lo mismo te abrillanta el suelo que te cambia una bombilla o te soluciona un problema de cucarachas. Eliseo es un hombre de verdad, no como yo, ni como esos pijos de mierda. Un currante que sabe hacer de todo pero cobra una miseria y vive en el altillo del edificio, como aquel mangante de la 13 Rue del Percebe.

Eliseo es tan inteligente que parece inconcebible que no haya amasado otra fortuna estafando a los bonaerenses.  Que no viva en uno de esos pisazos que él solo visita para hacer la chapuza correspondiente. T., que veía la serie a mi lado porque echa de menos aquellos acentos y porque Guillermo Francella le sulibeya los instintos, dice que seguramente le falta perseverancia en la maldad. Yo, por el contrario, pienso que Eliseo es feliz así, con lo poco que tiene, tan solitario en su azotea que se cree el amo del castillo. Para ser rico hace falta nacer en la estirpe o poner voluntad, y a Eliseo le basta con reírse de ellos a la puta cara, con esa jeta tan simpática como abofeteable. 





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Californication. Temporada 5

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A veces pienso que “Californication” solo es una excusa argumental para sacar tías buenas en la pantalla. La fantasía sexual de Tom Kapinos, quiero decir, que él enmascara escribiendo guiones donde pululan las surferas y las actrices, las putas de lujo y las patinadoras en la playa.

A veces también pienso que mi cinefilia solo es una excusa para conocer la belleza inabarcable de las mujeres. En vez de salir por los bares o de hojear revistas del corazón, me dedico a descubrir mujeres en las películas y en las series, que parece un método más artístico y civilizado.

En mi particular “Californication” de los últimos meses han salido Isabelle Huppert en “La puerta del cielo”; Marisa Tomei en “Mi primo Vinny”; Sarah Jones en “Damnation”; Ana de Armas en “Blonde”; Ana de Armas en “Puñales por la espalda”; Ana de Armas en los sueños de la noche.

Hannah Einbinder en “Hacks”; Charlotte Rampling en “Recuerdos”; Virginie Efira en “Benedetta”; François Fabian en “Mi noche con Maud”; Zouzou en “El amor después del mediodía”;  Caitriona Balfe en “Belfast”; Alessandra Mastronardi en “Master of none”; Carice Van Houten en “El libro negro”; Renate Reinsve en “La peor persona del mundo”; Jessica Chastain en “Secretos de un matrimonio”; Jessica Chastain en "Los perdonados".

Jessica...

Catherine Zeta Jones en “Crueldad intolerable”; Louise Chevillotte en “Amante por un día”; Anna Mouglalis en “Los celos”; Pascale Ogier en “Las noches de la luna llena”; Melissa Benoist en “Whiplash”; Ariadna Gil en “Los peores años de nuestra vida”; Victoria Almeida en “Días de pesca”; Rhea Seehorn en “Better Call Saul”;

Annabelle Wallis en “Peaky Blinders”; la mujer de Figo en “El caso Figo”; Jennifer Taylor en “Dos hombres y medio”, temporada 6; Kathleen Turner en “Fuego en el cuerpo”; Geraldine Chaplin en “Peppermint Frappé”; Reese Witherspoon en “En la cuerda floja”; Leonor Watling en “En la ciudad”; Leonor Watling en otro sueño que tuve por el otoño.

Alexandra Daddario  en “The White Lotus”; Meg Ryan en “Tienes un e-mail”; Anäis Demoustier en “Los amores de Anaïs”; Lucía Caraballo en “No me gusta conducir”.

Natascha McElhone en “Californication”.



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La consagración de la primavera

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Hablando de consagraciones de la primavera, Laura no es tan guapa como la Venus de Botticelli. Pero tiene su punto. Laura es maja, medio rubia, con unos ojazos como de dibujo japonés. En el campus universitario debería de apuntarse muchas conquistas sexuales. Deshacer una cama tras otra para descubrir su cuerpo y el cuerpo de los demás. Ir cogiéndole el tranquillo al asunto del placer. Acumular gozos y experiencias. Perder el miedo y ganar la desvergüenza. Desacomplejarse. Aprobar con nota esta otra asignatura de la vida.

 Laura, de hecho, empieza la película acudiendo a una fiesta de tanteos. La típica del piso de estudiantes, con sus vasos de plástico y su música cañera. Y sus miradas oblicuas, y sus sonrisas de galanteo. Pero está claro, desde el primer fotograma, que Laura no se adapta. Que algo no va bien en su sexualidad de universitaria, que debería desbordarse lejos de la casa de sus padres, que viven en Manacor. Luego descubriremos que Laura vive en una residencia de estudiantes con horarios estrictos y crucifijos por los pasillos, y que quizá ahí, en una infancia regida por unos padres que predicaban la culpa y el infierno, radique gran parte del problema.

 Sin embargo, en esa misma fiesta, Laura conocerá a David, que es un chico con parálisis cerebral necesitado de placer. David, que vive postrado en una cama, contrata a prostitutas para que le desfoguen los instintos. Una sesión semanal, los jueves, por 50 euros. No sé qué pensarán las exaltadas de Podemos de esta transacción... A mí me da igual, aunque les siga votando. Cuando Laura descubre estos tejemanejes se ofrece ella misma a acostarse con él. Ella le dará sexo a cambio de dinero, sí, pero también el cariño que no le ofrecían las demás. Con ella habrá sesiones de charleta tras la eyaculación: risas, música, confidencias... Algo, quizá, demasiado parecido a un noviazgo.

 Lo que está claro es que a Laura no le amarga un pene. Que no van por ahí los tiros de su timidez. Que su parálisis no procede del asco, ni de la tirria, ni de la vergüenza judeocristiana. Que quizá, simplemente, para encamarse, necesita sentirse enamorada.





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Los Fabelman

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Yo también viví una tarde mágica como esta que cuenta Steven Spielberg en la pelicula. La viví a este lado del océano, en el cine Pasaje de León, boquiabierto como un niño tonto ante la pantalla. La viví con la misma emoción que muestra su alter ego en “Los Fabelman”. La única diferencia es que Sammy Spielberg -o Steven Fabelman- es un niño americano, y más guapo, con ojos azules y cara de bueno, mientras que yo era un niño español, más bien taciturno, con alelos muy morenos que pintaban mi fenotipo.

Esa tarde de 1977 en la que vi “La guerra de las galaxias” -los pies colgando en la butaca, las luces de pronto apagadas, el murmullo de la gente, la oscuridad del espacio rasgada por las letras y por la fanfarria, y luego la nave consular de la princesa, y el destructor imperial, y Darth Vader paseando por allí como Pedro por su casa-fue, realmente, la tarde de mi bautismo. El único que ha dejado impronta y ha salvado mi alma. Del otro bautismo, del católico, ya no queda ninguna huella. Solo una foto en el álbum de recuerdos de mi madre. Y quizá, quizá, un poso de culpa judeocristiana, de tanta matraca como me dieron los curas en el colegio. Pero nada más. No queda nada religioso en mi interior: ninguna inquietud espiritual; ni una sola creencia en el más allá de las nubes. Solo creo en la carne, y en el césped, y en la comida, y en el antiguo celuloide que luego se transustanció en el milagro digital.  La materia y el presente.

El niño Spielberg, además de ser más guapo, era más inteligente que el niño Álvaro. Nos ha jodido: él tuvo como padre a un genio de la pre-informática, y como madre a una concertista de piano, y eso, quieras o no, pesa mucho en los genes. Mis padres, vamos a llamarles “Los Rodríguez”, eran de estudios primarios, aunque unos voluntariosos de la cultura. Nada que reprochar. Si Sammy Fabelman, en aquella tarde de su deslumbramiento, decidió que él quería hacer películas como ésa, yo, en mi tarde bautismal, más pasivo y apocado, decidí que el cine iba a ser mi droga y mi pasatiempo,  mi refugio y mi consuelo. Mi ventana al mundo. Mi religión. Mi hostia indispensable. Mi fiesta de guardar, que es todos los días de la semana. O casi.





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Aftersun

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Aquí, como ya saben los habituales y las habitualas, no se hacen críticas de cine. Aquí se va escribiendo una autobiografía que se desenreda al hilo de las películas y las series. 

Al principio los turistas me preguntaban: “¿Pero al final  la peli es buena o no?”.  Y yo les remitía a la recomendación que viene implícita en las estrellas: una, infumable; dos, fallida; tres, entretenida; cuatro, cojonuda; y cinco, obra maestra. Solo había que contar con los dedos y establecer la asociación. Pero al final casi todos abandonaban. Gente de letras o decepcionados de mi escritura. Ellos, claro está, esperaban una opinión sobre la complejidad del argumento o sobre el metalenguaje fílmico del director, y yo solo podía ofrecerles otra pelusa peluda de mi ombligo.

Acabo de ver “Aftersun”, por ejemplo, y como la película me parece bonita y tal, pero en absoluto la maravilla que habían vendido en el Foro, me pongo a recordar las vacaciones que yo mismo pasaba de niño con mi padre, para nada en Turquía o en Torremolinos. Nosotros, como éramos los epsilones del Mundo Feliz, no teníamos jayeres para tomar esos aviones. Ni a mi padre, que era el que mandaba, le interesaban tales destinos vacacionales. Puestos a viajar, nosotros no teníamos coche, ni íbamos de hoteles, ni disponíamos de alojamiento en casas familiares. Nuestro “aftersun” particular se reducía a cuatro excursiones en agosto a las playas de Gijón. Esos domingos nos levantábamos a las seis de la mañana, nos subíamos al autobús que fletaba la Peña “El Botijo” o la Peña “Los Barriletes”– las parroquias donde mi padre tomaba el carajillo y jugaba al dominó- y aparecíamos en Gijón a las 10 de la mañana para dar paseos por San Lorenzo, mojarnos el culo en el mar, comer una fabada en algún sitio recomendado y luego, ya con la caída del sol, matar las horas hasta el regreso en el Parque de Isabel la Católica, alimentando a los patos. 

De haber tenido una videocámara podríamos haber inmortalizado aquellos vaivenes para hacer una película como ésta, y ver a mi padre –que era un depresivo de otra calaña- jurando en arameo con el sol a su espalda.





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TÁR

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TÁR es Tár, Lydia Tár, la directora de la Orquesta Filarmónica de Berlín. Yo pensaba que esto de “TÁR” era un acrónimo de algo -¿Tremenda Artista Reconocida?- pero se ve que no, que lo pusieron así para llamar la atención del espectador. O para ser más grandilocuentes que nadie, o más pedantes. 

Otras películas sobre grandes personajes fueron más modestas en su rotulación: Lenny Bruce, por ejemplo, era “Lenny”,  y George Patton, “Patton”, y Truman Capote, “Capote”. Los publicistas escribieron sus nombres de manera normal, como en las clases de EGB, con esa mayúscula primera y única que recomienda la Real Academia de la Lengua.

Pero me da que no es solo un asunto publicitario. Porque Lydia Tár es tan inmensa, tan intensa, tan pagada de sí misma, que de haber existido en verdad nunca hubiera consentido que la trataran como a los demás. Ella, aunque imaginaria, es mayúscula de por sí: en su talento, en su belleza, en sus apetitos sexuales. En su forma de andar por la vida. Genial y desmesurada; insufrible y volcánica. Así que mira, lo dejamos en TÀR, para que luzca mejor en las portadas de los discos y en las cabeceras de los carteles.

“TÁR”, la película, no es música clásica para dummies. Es música clásica para muy cafeteros. Va dirigida a un púbico muy exigente, paciente en extremo, el mismo que aguantaría sin pestañear “La consagración de la primavera” de Stravinsky. Yo no soy un principiante, pero tampoco aguantaría la obra de don Igor sin quejarme de algunos pasajes, o de levantarme alguna vez al cuarto de baño. O de mirar con disimulo el teléfono móvil a ver cómo va el Madrid en La Condomina. Creo que me explico.

A mí amigo no le gusta nada Cate Blanchett. A mí sí. Me parece una mujer guapísima y enigmática. Él dice que si la viera a nuestro lado, tomándose un café en la terraza, ni miraría para ella. Asegura que en La Pedanía hay como 20 mujeres más guapas que ella. Yo creo que mi amigo es un poco gilipollas. También creo que Cate Blanchett borda su papel. Un poco histriónica, quizá, cuando se sube al atril y agita la batuta.





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