EO

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El destino de los burros es trabajar. Da igual que seas un burro jumento que un burro de los humanos. De donde no hay no se puede sacar, así que los lunes hay que levantarse a las ocho de la mañana -o incluso antes- para ganarse el pan o la zanahoria. Qué son los trenes de cercanías en hora punta, sino transportes de burros. Qué es mi bicicleta a las ocho y media de la ídem, sino un velocípedo de circo accionado por un asno. 

Si un burro no llega a caballo, es lo que toca; y si un humano no llega a inteligente, lo mismo te digo. En la universidad debatíamos mucho el significado de la palabra “inteligente”, que siempre fue un término ambiguo y escurridizo. La respuesta correcta nos la dio el tiempo: el inteligente es el que vive sin trabajar, o el que trabaja en algo que le satisface plenamente. Son esos tipos -o tipas- que se tuestan el body en las Seychelles mediado el mes de octubre, o que se preguntan cómo pueden pagarles un sueldo por hacer algo tan divertido o tan edificante. Ese 1% privilegiado de la población...

EO es un burro jumento que se gana la vida trabajando en un circo. ¿Esclavitud? Habría que preguntárselo a él. En el circo tiene un refugio, una alpaca de heno, un renombre dentro de la profesión. Incluso una chica sensible que cuida de él, aunque a veces no pueda impedir que le usen como burro de carga. Un día llegan los animalistas y le sueltan para ofrecerle la libertad, que es una palabra muy luminosa que a veces esconde un destino funesto. La señora Ayuso sabe mucho de estas cosas: de libertades envenenadas, y de burros que acuden a votarla. 

Libre como un pajarillo con cuatro patas -pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón- EO se lanza a la aventura por las carreteras de la Polonia profunda, donde se encontrará con todo tipo de gentuza: fascistas, maltratadores, traficantes de carne... Ni rastro de Juan Ramón Jiménez para su mal. Obvia decir que no hay animal más dañino que el ser humano. Más carente de ética y más vacío de divinidad. Si existiera algo parecido a un alma estaría dentro de los animales, no en nuestro neocórtex envilecido. 







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Uno, dos, tres

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La primera vez que vi “Uno, dos, tres” yo era un comunista muy parecido a Otto Ludwig, el gañán de la película. Yo también soltaba proclamas leninistas contra el imperio yanqui y presumía como si fuera mi propio país de los logros alcanzados por la URSS: la carrera espacial, y los campeones de ajedrez, y el heroísmo de Stalingrado. Y la selección de baloncesto, por supuesto, que dirigía Alexander Gomelski con aquel ocho infinito que era su única variante en ataque. Cuando jugábamos en el patio del colegio yo siempre pedía ser Kurtinaitis o Tarakanov, aunque los curas me mirasen con el ojo retorcido. 

En los cines yo quería que Maverick se estrellara con su avión y que Rocky perdiera la pelea contra Iván Drago. Cuando las plateas se volvían locas con el triunfo de los yanquis, yo me hundía en la butaca y soltaba espumarajos por la boca, esperando que algún día los soviéticos deportaran a Tarkovsky y nos colonizaran con productos molones donde siempre ganaban los héroes del rojerío.

Yo tendría que haber echado pestes cuando descubrí “Uno, dos, tres”, ofendido por su sátira. Y sin embargo me reí como un bobolón, lo que dice mucho de su categoría. Es verdad que Wilder y Diamond también se meten con el capitalismo de la Coca-Cola, pero solo para darle un cachete en el culo y decirle que no vuelva a reincidir, como curas comprensivos. Apenas un par de chistes sobre los defraudadores de impuestos y sobre las condiciones laborales en los campos de algodón. En las madrugadas de Antena 3 radio, Carlos Pumares decía que “Uno, dos, tres” era una obra maestra porque su guion era ejemplar y milimétrico. Ahora sé que Pumares también era un pepero encriptado que gozaba de lo lindo cuando le atizaban al comunismo.

Los más triste es que todos ellos -Wilder, Diamond, Pumares, James Cagney- tenían razón: al otro lado de la puerta de Brandeburgo no se estaba cociendo ningún experimento que ennobleciera a la humanidad. Solo carestía y burocracia. Pero yo, al contrario que Otto Ludwig, todavía no me rindo. Sigo siendo comunista aunque solo sea por tocar los cojones y mantener viva la llama de la lucha. La de clases, sí. 




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Barfly

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La verdad es que no me apetecía mucho ver “Barfly”. Presuponía, no sé por qué, que iba a ser un rollo macabeo. El III Libro de los Macabeos, concretamente, que emigraron a California en el siglo IV para colonizar los bares y las playas.

Suelo equivocarme con las personas y con los libros, pero con las películas casi nunca. Ahí tengo un sentido arácnido que pocas veces me falla. Una especie de precognición jedi que me quedó de mis largos estudios en Coruscant. Y con “Barfly”, esta vez, la Fuerza tampoco se equivocó. La película de Schroeder es cutre, postiza, inverosímil. Mickey Rourke está pasado de rosca y las frases suenan todas rimbombantes, literarias, como jamás serían pronunciadas por unos borrachuzos de neuronas arrasadas. O sí, quién sabe, justamente por eso... 

La película es fallida, y boba, pero tenía que verla porque se la debía al viejo Bukowski, que además de escribir el guion aparece de extra en un par de escenas, sentado en el taburete mientras empina el codo con esa maestría que dan los muchos años en la parroquia. Haber sido eso, un “barfly”, una mosca cojonera que nunca se va del bar porque cuando lo cierran se esconde en el cuarto de baño o en el armario de las escobas.

(Había que verla por eso y por las piernas de Faye Dunaway, claro, que siempre aparecen en algún cruce portentoso porque ella misma -según contaba el mismo Bukowski en “Hollywood”- exigía esa exhibición antes de dar el visto bueno a cualquier proyecto). 

La semana pasada terminé de releer las novelas del viejo provocador -y sus cuentos, y su biografía, y sus poesías escogidas- y pensé que "Barfly" sería un buen colofón para despedirme. El remate ideal de estas III Jornadas Bukowskianas donde yo debato conmigo mismo los pros y las contras de su obra. Su vigencia y su anacronía. Un homenaje a su maltrecha figura, ahora que somos posmodernos y al leerle nos damos cuenta de lo mucho que hemos cambiado. De lo poco que nos reímos ya con la mística del borracho violento que encuentra la verdad en el fondo de un vaso de whisky y todo ese discurso.





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La última noche

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Yo también tendría que planificar un último día si tuviera que entrar en la cárcel mañana por la mañana. Con los amigos, con la familia, con T... O no: puede que renunciara a cualquier despedida para quedarme en la cama yo solito, encerrado en mi habitación. Rumiar en silencio mi nueva condición. Hacerme a la idea. Llorar todo lo llorable. Limpiarme bien el culo. Salir a la calle solo para que Eddie hiciera sus necesidades. Serían nuestros últimos paseos por La Pedanía.

Por ahí empezaría la comezón de mi responsabilidad: buscarle a Eddie un nuevo dueño. Como también hace Edward Norton en la película cuando le caen siete años y un día de prisión y al echar las cuentas comprende que ya nunca volverá a verlo. Para Eddie sería un traspaso definitivo, y no una simple cesión hasta el final de temporada. O no, quién sabe, porque en la cárcel yo me portaría bien, sería un tipo amable y condescendiente, de los que nunca monta broncas y se encierra a leer tan ricamente en su celda. Así que a lo mejor, con suerte, solo cumpliría dos o tres años de la pena impuesta por el juez. O por la jueza. Un castigo relacionado con el bolchevismo, seguramente, con la apología justiciera de la lucha de clases. De ser así, cuando saliera de la cárcel Eddie aún tendría 10 u 11 añitos y nos quedarían muchos senderos por recorrer, y muchos sofás por compartir.

Tengo un amigo que consultado sobre este tema me respondió: “Yo, la última noche, me la pasaría follando”. Y parece un buen plan, no digo que no, como cuando en las películas va a estrellarse el meteorito y todo el mundo se lanza al desenfreno. Pero no sé si mi pito reaccionaría bien ante tan estresantes circunstancias. Demasiada presión, aparte del futuro negrísimo. Un polvo de despedida, si se tuerce, puede ser la cosa más triste del mundo. Pero también sé que hablar por mi pito es como hablar por boca de un completo desconocido. El pito sigue lógicas extrañas, y jamás se comporta como uno espera con la voz de la razón. Mientras no me traicionase dentro de la cárcel, vamos bien.





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El crepúsculo de los dioses

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En mi recuerdo, Norma Desmond era una vieja pelleja que perdía la chaveta. Una gloria del cine mudo que echaba pestes del cine sonoro y se refugiaba en su mansión para contemplar sus propias películas, de cuando era más joven y actuaba solo con los ojos y con las muecas. 

Los cinéfilos de provincias ahora estamos muy preparados y sabemos que la vida ficticia de Norma Desmond es una versión muy exagerada de la vida real de Gloria Swanson, que en 1950 ya era un fósil viviente de Hollywood. Cuentan que Billy Wilder le hizo pasar por la humillación de presentarse a un casting para hacerse con el papel, ella que era Norma, y Norma que era Gloria, simplemente por marcar el territorio. 

Sin embargo, al consultar la biografía de Gloria Swanson, he pegado un bote del susto: la “vieja pelleja” que yo recordaba solo tiene 51 años cuando compra los favores sexuales de William Holden. Y 51 años son los que voy a cumplir yo mañana mismo... ¿Quiere eso decir que yo también soy un viejo pellejo? No me sorprendería. De hecho, la piel se me va apellejando por diversos lugares que aquí no voy a confesar. ¿Quiere eso decir que yo también podría comprar los favores sexuales de una jovencita ávida por medrar? Pues mira, eso no, porque ni  necesito los favores, ni tengo dinero, ni tengo ninguna prebenda literaria que ofrecer. En todo caso, dado mi escaso éxito literario, tendría que ser yo quien se ofreciera a una influencer sexagenaria que me introdujera en las tertulias del Café Gijón, a fabricarme un nombre y una reputación. 

“El crepúsculo de los dioses”, por lo demás, es una película para presumir mucho de cinefilia. Aunque no sé con quién la verdad, en este valle tan poco clásico de La Pedanía. Ya digo que en provincias, desde que se inventó la radio y llegan las revistas -y más tarde nos llegó el prodigio de internet- cada vez estamos más preparados y no tenemos nada que envidiar a los culturetas de Madrid. Nos sabemos todas las preguntas del Trivial: lo de Sunset Boulevard, lo de Buster Keaton, lo de Erich von Stroheim... ¿Famosa película narrada por un muerto? Bah, chupado.  




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Holy Spider

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Mientras veía “Holy Spider” he recordado una película parecida de los años 90. Otra true story sobre psicópatas descontrolados y burócratas impotentes. Se titulaba “Ciudadano X”, transcurría en la antigua Unión Soviética y la protagonizaban Donald Sutherland y Stephen Rea. Las autoridades rusas -como éstas de Irán- también se preocupaban por el asunto y se ponían a investigar, pero sin dedicar demasiado tiempo ni recursos. A los tovarich no les entraba en la cabeza que en el País de los Hombres Reeducados hubiera tarados de ese jaez, y se quedaban como paralizados, atrapados en una pesadilla que esperaban olvidar al despertar. 

A los ayatolás de “Holy Spider” les pasa un poco lo mismo: que no conciben a este criminal tan salvaje y contumaz, y lo van dejando correr a ver si se cansa de matar o si se descubre que al final eran unos americanos rodando una película. En todo caso, los ayatolás son mucho peores que aquellos burócratas de “Ciudadano X”. Los comunistas eran unos materialistas que solo creían en la física y en la química, en el Más Acá de la vida y del disfrute, y la muerte de seres inocentes -que no fueran enemigos del Partido, claro- les parecía un atentado terrible contra la razón. En “Holy Spider”, sin embargo, mientras el psicópata asesina prostitutas en la ciudad santa de Mashhad, hay prebostes en Teherán que miran con buenos ojos que un iluminado les vaya limpiando las aceras de mujeres impuras. 

Eso es lo que denuncia la periodista Rahimi en un acto de valentía casi suicida: que entre la incredulidad de la policía y la sonrisilla de los jerifaltes, el “asesino de arañas” va a seguir rulando con su moto hasta que alguien decida nombrarle Héroe de la Patria y Reformador de las Costumbres. Rahimi, por supuesto, tiene toda la razón, pero creo que se impacienta demasiado. Los espectadores occidentales ya sabemos por otras películas que los ayatolás pueden ser unos iluminados que tardan mucho en arrancar, pero cuando pillan al criminal aplican el Código Penal sin andarse con gilipolleces. Ni sí es sí, ni no es no.



 

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Tenéis que venir a verla

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En el campo, digan lo que digan, no está la tranquilidad. O sí, pero solo si tienes un casoplón de la hostia y puedes marcas distancias con los vecinos. Como hace esta pareja tan presumida de la película. 

Yo también tengo conocidos que sintieron la llamada de la selva y se fueron al campo seducidos por el agropop y por los paisajes de la tele. Pero como no alcanzaba el parné se compraron un chalet adosado para escuchar los pedos del vecino. Y sus gemidos, y sus televisores, y sus broncas maritales, y hasta sus manejos con los interruptores de la luz. Un espectátulo gratuito gracias al pladur y al ladrillo desgrasado. La “country experience”, convertida en una trampa estereofónica.

Yo mismo vivo en el campo, o casi, y al principio sí que podía presumir de tranquilidad. Hace veinte años La Pedanía era la Arcadia de los neuróticos como yo. Yo también les decía a mis (escasas) amistades: tenéis que venir a verla. Mi casa, tan modesta, y tan de alquiler, pero sin vecinos a los lados, y situada al pie del monte, en las afueras de la civilización. Por las mañanas sacaba al perrete a pasear y nos encontrábamos a los corzos casi todos los días. Pero luego asfaltaron el camino para dar salida a los coches con ansiedad y de pronto el campo se convirtió en un afluente de la A-6, camino de Galicia. Es verdad que puedes poner ventanas dobles, pero ya no es el campo. Abres la ventana para ventilar y ya no escuchas el canto de los pájaros, ni el runrún de la naturaleza. Todo se ha vuelto motor, claxon, petardeo...

Luego sales al campo propiamente dicho -tras jugarte la vida para cruzar el río de asfalto- y tampoco puedes ir distraído por la vida como cantaba Serrat. Parecía el anhelo más asequible  de su manojo de sueños y ya ves tú, resulta casi un imposible. Cuando no son los cazadores con las escopetas, son los viticultores con los todoterrenos o los divorciados con las bicicletas de montaña. O los tontos del pueblo con las motos. En el campo, como en la ciudad, siempre hay alguien dando por el culo. Ya no hay fronteras. Todo es azar y barullo.





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Los Soprano. Temporada 1

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La Edad de Oro de la televisión empezó con un coche atravesando un túnel. Un minuto después supimos que el coche regresaba a casa -o al casoplón-, en la zona noble de New Jersey, después de haber liquidado algún negocio turbio en Nueva York. Y digo turbio porque los abonados a Canal + ya sabíamos que esto iba de mafiosos con el gatillo fácil y el gesto amenazante. Y el conductor del buga no parecía dedicarse, precisamente, a la decoración de interiores o a la alta cocina de los gourmets.

El estreno de “Los Soprano” fue un acontecimiento planetario, como dijo Leire Pajín muchos años después sobre un congreso que presidió Zapatero. "Los Soprano" es anterior a Leire, y a las hipotecas subprime, y a la caída las Torres Gemelas, que todavía campean como falos en la intro de la primera temporada. Y es que han pasado la hostia de años, sí, exactamente los mismos que llevo viviendo en La Pedanía, rodeado de vecinos agropecuarios que jamás han visto “Los Soprano” y además no saben quiénes son. Y yo aquí, en el mismo salón de entonces, pero con una tele mejor, revisitando el mito y el tiempo perdido. 

He buscado en IMDB la fecha exacta de su estreno en Canal +: 7 de mayo del año 2000. No recordaba la fecha, pero sí las circunstancias: fue un domingo por la noche, después del fútbol, en el último intento de curar esa tristeza inabarcable. Por entonces se tardaban meses en estrenar las series que venían de Estados Unidos, pero ya digo que veníamos cebados de sobra, los adocenados del grupo PRISA, que sólo leíamos El País, escuchábamos la SER y presumíamos de ver ficcciones de “qualité” en el Plus. 

Recuerdo que me gustó el primer episodio, pero no mucho. Quizá esperaba más mafiosos y menos familiares. Los Soprano eran la pandilla de maleantes, sí, pero también la esposa de Tony y los dos churumbeles, que interferían de continuo en la función. O quizá había perdido el Madrid justo antes y yo andaba de mal humor. El caso es que desistí, me abandoné, y solo cuando la serie se convirtió en un clamor cultureta le concedí una segunda oportunidad. Mucho me arrepentí entonces de mi inicial ceguera. Hubo cilicios y todo. Un porrón de años después me he entregado a la nostalgia...





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