Yo, adicto

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En las mil ficciones de nuestra cinefilia hemos conocido clínicas para desintoxicarse de las drogas, del sexo, de las máquinas tragaperras... También clínicas para curarse de la adición a ciertas ideas políticas que se llamaban -y se siguen llamando- campos de concentración. 

(¿Y qué es, en el fondo, un piso de solterón, o una celda en el monasterio de las montañas, sino clínicas de rehabilitación tras los amores muy perniciosos para la salud?).

Lo que todavía no hemos visto es una clínica especializada en tratar a los yonquis de las series de televisión. Un lugar para sacarnos del vicio a los que superpoblamos las plataformas y nos hemos vuelto tan tarumbas que a veces ya mezclamos lo visto con lo vivido, lo ajeno con lo particular. Y aunque es verdad que al protagonista de “Yo, adicto” le quitan el acceso a cualquier pantalla para que se centre en sí mismo y no se despiste con los estímulos exteriores, la desintoxicación de los seriales siempre será en su caso un objetivo secundario. Un perder pelo que luego volverá a crecer tras la normalidad.

Yo creo que esas clínicas todavía no existen. Y si existen, están escondidas en los bosques perdidos o en las marismas remotas. Las plataformas de pago silencian su existencia para que los adictos no renunciemos a la suscripción o al pirateo gratuito que sin embargo contribuye al boca oreja. Puede que Iker Jiménez ya ha abordado esta conspiración empresarial y que yo -como nunca le veo- todavía no me haya enterado. 

Una serie que tratara sobre la adición a las series sería la metaserie que estábamos esperando. Es como si tu camello te recomendara dejar la droga y emprender el camino recto de la vida. Había un episodio en la última temporada de “Black Mirror” en el que las series ya eran tantas que al final, un día, terminabas por encontrarte con una que trataba exactamente sobre tu vida, paso por paso, cagada por cagada, con un protagonista idéntico a ti que parecía haberte robado la identidad. Será entonces -y solo entonces- cuando ya nos volvamos locos del todo y los ministerios de la salud empiecen a tomar cartas en el asunto.






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El conde de Montecristo

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1. No sé si “El conde de Montecristo” es una buena adaptación de la novela. Yo la leí hace casi cuarenta años en un alarde de pre-adolescente repelente y apenas recordaba nada de la historia. Sólo dos cosas: que el conde se vengaba de tres hijos de puta muy notables que lo habían enviado al presidio de If y que allí conocía a otro preso barbudo conocido como el abate Faria: un presbítero que lejos de seducirle para el contacto carnal le convertía en un hombre de provecho y en un millonario como de diputado corrupto del PP.

Además, una película es una película, y un libro, un libro. Es como querer comparar el culo con las témporas. Me da, en todo caso, que aquí hay algo que falla porque la película dura casi tres horas y hay tramas que están mal contadas y otras que avanzan con unas elipsis que te dejan descolocado. 


2. Hace un mes, precisamente, en una comida con los amigos, hablábamos de esos indecentes que al salir de la cárcel tienen asegurado un fortunón escondido en una cuenta de las islas Caimán o en cualquier otro paraíso equivalente. 

Hablábamos -presuntamente, of course- de Luis Bárcenas, al que alguien sacó a colación porque le acababan de conceder la libertad condicional y sabía que a los rojos presentes en la mesa se nos iba a atragantar el pulpo a feira si no bebíamos rápidamente un sorbo de vino blanco. Menudo hijo de puta... El Bárcenas, presuntamente, insisto, y el gracioso, los dos.

La mesa se dividió entre los que pasarían gustosamente por la cárcel si a la salida les esperaban muchos millones y los que jamás querrían vivir una experiencia tan arriesgada y tan poco edificante. Yo, por supuesto, era de los primeros. ¿Unos pocos años en una celda como ésas que disfrutan los ladrones del PP – a todo lujo y non-consensual-sex-in-showers-proof- a cambio de dos vidorras llenas de placeres, la previa y la posterior? ¿Dónde hay que firmar? 

Pero insisto: hablábamos de esas celdas que son como habitaciones de un Parador Nacional, no el agujero infecto donde el pobre Edmundo Dantés -iba a escribir Leonardo, madre mía- masticaba su venganza y afilaba su odio viperino.





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El 47

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En La Pedanía no podemos quejarnos porque aquí llegan cuatro autobuses que nos unen con la civilización: el 2, el 5, el 6 y el 7. El servicio municipal llega justo hasta el número 7 y además hay una línea circular que recorre el perímetro de Ciudad Capital y que siempre transita vacía de viajeros. Son esos misterios de la administración competente, que lo mismo deniega líneas necesarias que pone otras donde nadie las pidió.

(Para llegar a tener un autobús con el número 47 estos territorios tendrían que multiplicar por siete su población, un objetivo utópico dado el cierre de las industrias y el tren de Mínima Velocidad que todavía nos une con la Meseta).

Los autobuses no llegan a La Pedanía porque aquí viva mucha gente, sino porque hace treinta años edificaron el Hospital Comarcal sobre una laguna donde vivían felices las ranas y las cigüeñas. Desconozco si antes de 1994 llegaban los autobuses municipales hasta aquí. Yo vine a vivir en el año 99 y me da pereza averiguarlo. Sea como sea, esto, desde luego, no es Torre Baró, con sus cuestas empinadas y su lejanía en la montaña, sino una planicie cortada a cuchillo por una línea recta y asfaltada. La logística, en el caso de La Pedanía, era prácticamente nula, pero tampoco creo que estas gentes hayan necesitado jamás el servicio municipal. No me imagino a ningún pedáneo autóctono secuestrando un autobús al grito de “¡A tomar por el culo!”.  

Aquí todo el mundo siempre ha tenido un coche -e incluso dos- y una moto, y un tractor, y una furgoneta, y hasta un quad para el hijo que nació medio tonto, y jamás he visto a uno de mis vecinos -los oriundos, digo, los que hablan esa mezcla de gallego y castellano que es el idioma de la tierra- coger un autobús para hacer nada en la capital. Los usuarios de los autobuses -dejando aparte a los que vienen y van del Hospital– somos los charnegos del lugar, los chavales semiautónomos, las viudas que nunca aprendieron a conducir y los tolais que dejamos la bici aparcada en el invierno porque aquí ir en bici -ni siquiera para recorrer 5 kms. escasos – es jugarse el pellejo en cada rotonda y en cada adelantamiento de los Fitipaldis.





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La virgen roja

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En “La virgen roja” no entiendo a Najwa Nimri cuando habla. Ni en ésta ni en otras películas de su amplia filmografía. Luego, sin embargo, la veo en “La Revuelta” con David Broncano y se le entiende todo con una claridad meridiana: el continente y el contenido. 

Reconozco que me mola mucho Najwa Nimri: su misterio, su rollo, su voz extraída de las cavernas... Es un enamoramiento catódico que no la cosifica para nada. Pero en el cine -no sé si por su culpa o por culpa del tío que sujeta la jirafa- todo se le queda en un farfulleo del que apenas extraigo una palabra de cada dos. Y claro: me pierdo, y acabo un poco aburrido de la función.

(Cuñado Bis, por cierto, me hubiera llamado misógino por decir “el tío de la jirafa”, dando por supuesto que no puede ser una mujer quien desempeñe ese noble arte de la sonorización. O un trans, o una trans, o un fluido indefinido. No tiene razón: yo simplemente escribo ahorrando caracteres).


En la Enciclopedia Salvat de mi Vastísima Incultura -que fui coleccionando por fascículos en mi desperdiciada juventud- había una entrada dedicada a Hildegart Rodríguez que ahora, gracias a la película, ya puedo arrancar sin vergüenza y trasplantar al Jardín de las Cosas que Sí Conozco. La historia de Hildegart, leída en la Wikipedia y en otros artículos que desarrollan su figura, daba para una película muy distinta a la que aquí nos han endilgado. Una película con mil aristas y mil recovecos. Paula Ortiz, sin embargo, ha querido filmar una película "concienciada" al estilo de Yorgos Lanthimos y le han salido los tres tiros del asesinato por la culata. Llevar las luchas del Ministerio de Igualdad a los tiempos de la II República es como querer encajar el motor de un Maserati en un Ford T de la época.

Y además: a la acriz que hace de Hildegart Rodríguez se le nota mucho que recita sus diálogos. Entre su falta de desparpajo y la ronquera de Najwa Nimri, el experimento pedagógico ha transitado por mi televisor sin dejar ninguna huella revolucionaria. 

¡Viva la II República!, por cierto.



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Anora

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¿Se hubiera enamorado Anora de Iván si éste, en vez de ser el hijo de un multimillonario ruso, hubiera sido un pescadero de Brooklyn que celebraba una despedida de soltero? Hablo, por supuesto, del mismo Iván absolutamente idiota e infantil. Pero siendo pescadero, ya digo, de pocos posibles, o estudiante de Filosofía, o aprendiz de mecánico en un taller de chapa y pintura. 

Del mismo modo, ¿se hubiera enamorado Iván de Anora si ella hubiera sido menos guapa y se hubiera comportado en la cama como una lechuga recién sacada del frigorífico?  Son preguntas que me hago... Pero no voy a soltar otra vez el rollo evolutivo. Quizá he leído demasiados libros o he leído los libros equivocados. 

Anora se siente engañada y tiene toda la razón. Llora porque se sabe utilizada por un imbécil que la confundió con una muñeca hinchable, o con un capricho de fin de semana. Cosificada, que dicen ahora. Iván, por su parte, cuando crezca, vivirá con la eterna duda de si las mujeres le quieren por ser como es o si es porque olfatean los rublos incontables en su cartera. 

Si los espectadores estamos con Anora es porque percibimos en ella un atisbo del ideal romántico. Porque intuimos que dentro de su cabeza se proyecta una película clásica, en la película menos clásica que te puedas imaginar. En Anora perviven restos del amor soñado que nos enseñaron de pequeños. Anora es humana. Anora es una de los nuestros. 

La película es una adaptación del cuento de Cenicienta al mundo ultraliberal donde los príncipes ya no gobiernan desde sus castillos. O sí, pero sólo para rubricar las leyes que les dan a firmar los ministros de la burguesía. Ahora los que mandan son los de la pasta gansa, no los aristócratas arruinados, y los de la pasta gansa, después de medianoche, te pagan lo convenido y ya no mandan criados al día siguiente para buscarte con el zapato encontrado sobre un cojín. 

Los príncipes azules ya no existen. Sólo quedaba uno y se lo llevó la señorita Ortiz, tan avispada ella, seguramente muy enamorada de la personalidad ejemplar de los Borbones. Lo mismo que él, “el Preparao”, que viendo el telediario de La 1 no dejaba de admirar la dicción perfecta de aquella presentadora tan resolutiva. 





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Celeste

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Mi historia con “Celeste”:

1. Allá por el mes de noviembre descubro en la parrilla de Movistar “otra” serie protagonizada por Carmen Machi. Esta mujer no descansa jamás y no puede ser por casualidad. Seguramente es una actriz eficaz y todoterreno, pero a mí no termina de convencerme. Reconozco que es un sentimiento irracional y maniático. Muy injusto también. Pero no lo puedo controlar. En su día me perdí el fenómeno “Aída” y desde entonces siempre ando a remolque con esta mujer. 

El que diga que no tiene prejuicios parecidos con otros actores u otras actrices que tire la primera piedra.

2. El amigo, en La Pedanía, me dice que soy un prejuicioso y que el primer episodio de la serie anuncia grandes emociones. “Enorme, Carmen Machi”, me asegura. Le prometo que le daré una oportunidad a “Celeste”. No creo demasiado en mis buenos propósitos.

3. Pocos días después, en la radio, Javier del Pino entrevista a un inspector de Hacienda que ha ejercido de consultor para los guionistas de la serie. Cuenta anécdotas muy jugosas sobre la labor detectivesca de los funcionarios. Sobre todo cuando se enfrentan a millonarios protegidos por un ejército de asesores y abogados. 

Descubro que Celeste, en “Celeste”, no es Carmen Machi, sino la cantante mexicana a la que ella intenta sacar las vergüenzas. Celeste es el trasunto poco disimulado de la ex novia de Piqué. El tema me empieza a interesar.

Además, cuando se habla de pagar impuestos, me sale una vena bolchevique que late muy fuerte y bombea sangre muy envenenada. Leña al mono. Todo el poder para el soviet.

4. En las vacaciones de Navidad me pongo a ver “Celeste” aprovechando los muchos trayectos en el tren. El primer episodio me engancha; los demás son igual de buenos. Descubro, tonto de mí, que el creador de la serie era Diego San José. Este tipo es el creador de la saga de Juan Carrasco, el político de Logroño. Tres jodidas obras maestras. No me extraña lo de “Celeste”. 

5. A la vuelta de vacaciones le cuento al amigo que me ha encantado la serie. “Pues para mí, decepción total”, me suelta. Es el girito final. 




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Dream Scenario

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¿Hasta qué punto somos responsables de las cosas que soñamos? ¿Si soñamos que le somos infieles a nuestra pareja o que robamos un banco a mano armada estamos reconociendo una tara oculta o una debilidad en nuestro carácter? ¿O simplemente sublimamos una tentación malsana en un producto inocuo y volátil? ¿El sueño nos delata o nos redime? 

Casi dos mil años después de que los griegos del ágora ya se formularan esta pregunta, mi abuelo Sigmund, el de Viena, la convirtió por este orden en un éxito editorial, en un quebradero de cabeza y en una fuente de ingresos para los psicoanalistas. ¿Yo soy el que sueña o el que sueña es el Otro? ¿Hasta qué punto mi yo y mi subconsciente forman parte de la misma persona culpable o inocente? ¿Soñar es continuar el camino o es una fractura esquizofrénica que dura ocho horas sobre un colchón? 

En “Dream Scenario”, el personaje de Nicholas Cage le explica a su hija que los sueños son “pequeñas psicosis”, idas de olla sin delito ni responsabilidad. Yo no estoy tan seguro. Recuerdo que a la mujer que más amé le contaba mis sueños cada mañana precisamente porque la amaba. Mi desnudez era total. Me animaba el hecho de que ella se interesara tanto, de que prestara tanta atención a lo que para mí era un desahogo y un intento de autoexplicarme. Pero tuve que dejar de hacerlo porque ella le sacaba significados torticeros a todo. Es lo que tiene la paranoia y la mala baba...

Aprendí que los sueños es mejor guardárselos para uno mismo y dejar que se escurran en el olvido junto con las escamas y los sudores, en la ducha matinal.

“Dream Scenario” va un paso más allá y se pregunta qué pasaría si un día descubriéramos que nos hemos convertido en objeto de sueño universal. Si de repente todo el mundo, conocidos o no, soñara con nosotros como si se tratara de una locura colectiva. ¿Seríamos responsables de lo que nuestro yo onírico perpetra en las mentes ajenas? Cuando alguien sueña conmigo, ¿se lo inventa todo o yo le influyo de algún modo perverso -o bendito- en la narración? ¿Hasta qué punto el otro yo actúa en mi nombre y usurpa mi firma? 

Si te mueres y siguen soñando contigo, ¿sigues vivo? 



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Sick of Myself

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Llamar la atención es la ocupación primordial del “Homo sapiens”. Y también de la “Femina sapiens”. En eso somos todos iguales. Criaturas del Señor. 

Todo lo que hacemos desde que nos levantamos hasta que nos acostamos es anunciarnos: ponernos un cartel en el pecho o un letrero luminoso sobre la cabeza que dice mira qué guapo soy, mira lo que hago, mira lo que tengo, mira qué cosas hago... 

La lucha por la supervivencia y la selección sexual: no hay nada más. Eso es to..., eso es to... eso es todo amigos. Ya lo decía el cerdito Porky, y lo dejó escrito el abuelo Charles en sus papeles: que cualquier cosa que hagamos o digamos se inscribe en una de estas dos batallas fundamentales. Hay que medrar, y ganar dinero, y colarse en la fila... Conseguir que las mujeres se fijen en uno. Es una lucha diaria y continua, heredada  del primer australopiteco que caminó por la sabana. A veces es un afán consciente y a veces un instinto traicionero. Pero sea como sea, ningún gesto es trivial. Nada es gratuito. Evolutivamente hablando todo tiene un sentido y una intención. Yo mismo, que desprecio los símbolos de la riqueza y del estatus, vengo a estos escritos para demostrar que me funciona mínimamente el cerebelo, y que soy digno de cruzar mis genes -o de fingir que los cruzo- con alguna señorita que pase de visita.

Los sociólogos modernos están muy preocupados con la fiebre de los likes. Aseguran que la gente se está volviendo loca de remate por conseguirlos. Y no les falta razón. “Sick of Myself”, por ejemplo, cuenta la historia de una tarada que decide arrancarse la piel a tiras para llamar la atención del populacho y labrarse una carrera como modelo e influencer. El rizo del postureo. Parece una conducta demenciada -y de hecho lo es- pero no es más que un paso adelante en nuestro devenir evolutivo. Apenas una mutación de cuatro bases nitrogenadas. De hecho es el paso lógico a seguir. La belleza estará siempre ocupada por cuatro suertudos y por cuatro privilegiadas, pero la fealdad, y la monstruosidad, son campos que ofrecen infinitas posibilidades para llamar la atención y destacar. 





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