Shogun

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1. Para entender los enredos históricos que se plantean en los primeros episodios hay que acudir a la Wikipedia. No queda otra. Lo del Tratado de Tordesillas y la piratería de la Pérfida Albión más o menos lo conocíamos, pero las relaciones de los japoneses con el mundo exterior requieren una lectura muy atenta de los artículos. Simplemente lo señalo. No me quejo. Está bien usar el teléfono para profundizar en la trama y no para ausentarse de ella con cualquier gilipollez.

2. Pero luego, ay, el sol naciente se va apagando entre las nieblas y las nubes, que diría cualquiera de estos japoneses arrebatado en un trance poético. “Shogun”, como el 99% de las ficciones televisivas, dura demasiado, y recorta mucho el presupuesto hacia el final. Aquí tiene que haber una razón comercial que se me escapa. ¿Por qué hacen x series con diez episodios en lugar de 2x con cinco? 

3. Corren malos tiempos para los nostálgicos de aquellas primeras temporadas de “Juego de Tronos”. Times are changing. No se ve ni una teta. Y pollas tampoco. “Shogun” es puro mainstream. Yo pensaba que la modernidad iba a traernos una polla por cada par de tetas para igualar la cuenta de excitaciones. La igualdad  Pero no: la revolución del #Metoo nos ha traído un nuevo puritanismo. Las monjas es posible que se reproduzcan por esporas.

4. En Japón, los hombres, cuando rematan una declaración altisonante, no dicen “mecagüendiós” como aquí: dicen “jum”, con un sonido muy gutural, tirando de garganta. Lo que no sé es si “jum” también significa “mecagüendios” o si es una simple interjección carente de obscenidad.

5. Viendo “Shogun” me acordaba todo el rato de Paco Calavera cuando expresaba su perplejidad ante los subtítulos de las películas japonesas. Una frase interminable en japonés suele resumirse con apenas un “te quiero” o un “cariño, está lloviendo”, mientras que un monosílabo a veces desencadena toda una explicación en castellano sobre la toma de Osaka, la organización de los ejércitos  y las negociaciones que vendrán tras la victoria. 

6. Anna Sawai, por votación unánime del jurado, ha sido designada como la Mujer más Guapa del Año. La decimoquinta,  en lo que llevamos de año.




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José Luis López Vázquez: ¡Qué disparate!

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Los actores españoles del siglo XXI ya se parecen muy poco a José Luis López Vázquez. Tanto que ya puedes confundirlos con europeos de verdad, tan altos como son, y tan estilizados, ligando con extranjeras tirando del inglés. Las nuevas generaciones se crían con muesli y con yogur desnatado y eso se nota mucho en los fenotipos.


Pero eso es en las pantallas de cine, claro, donde escogen al ganado: en la vida real, en La Pedanía misma, los paisanos de los bares siguen siendo más o menos como don José Luis: bajitos, calvetes, feotes, histriónicos, celtibéricos de pura cepa. Fuera de la televisión, la mezcla genética resiste los asaltos multiculturales como atrincherada en un cromosoma numantino.

José Luis López Vázquez era un actor genial y un trabajador incansable. Pero es que además, en los años 60 y 70, era uno de los nuestros. Él encarnaba como nadie al español medio, reconocible en cualquier lugar. Y la gente, cuando le veía en las películas, se identificaba con sus sueños y con sus manías. Sus personajes solían pertenecer a la clase media aspiracional, y en aquellos tiempos, la aspiración de cualquier españolito era forrarse sin dar golpe y tirarse a las suecorras en la playa. O sea, como ahora, pero sin apenas armamento, a pecho lobo descubierto, poniéndose de puntillas para disimular el 1’60 y tirando de retóricas imperiales y machirulas que siempre conducían al fracaso.

Lo cuentan en el documental, pero yo ya lo había leído: que cuando George Cukor trabajó con López Vázquez en “Viajes con mi tía” se quedó de piedra y le dijo a un periodista que ese tipo, si hubiera trabajado en Hollywood, habría ganado cuatro Oscars como cuatro catedrales de la Almudena. Cuentan que Cukor le invitó a su mansión de California para ver si le seducía con las palmeras y con los dólares, pero José Luis estaba demasiado apegado a Madrid, y a su público, y además le costaba mucho manejar lo del inglés.


El puto inglés... Aquí, en la época de López Vázquez, lo llamaban “el idioma de los bárbaros”, como un parloteo muy alejado de la cristiandad. Ahora todos presumimos de un nivel medio en su manejo. Ja. 





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Mi querida señorita

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No hizo falta que llegara la democracia -este régimen atado y bien atado que supervisa atentamente el IBEX 35- para que Jaime de Armiñán y José Luis Borau se atrevieran a contar la historia de una mujer sin deseo sexual -o más bien con aversión sexual- que tuvo que ir a un médico para descubrir que en realidad era un hombre. Todo son preguntas: ¿Adela Castro, además de afeitarse la barba y de patear el balón como si fuera Pirri en pretemporada, tenía un pene malformado, un clítoris atrofiado...? ¿Tenía una pareja de cromosomas XY que se puso a construir una mujer sin hacer caso de los planos? Nunca lo sabremos. En 1972 no se podía ir mucho más allá. Los Javis, hoy en día, nos contarían pelos y señales sobre el asunto: lo que hubo que cortar, lo que hubo que añadir, lo que se reconstruyó y luego se recosió... Un lujo de detalles que en el fondo nos da igual. Nos quedamos con la copla y seguimos avanzando. 

“Mi querida señorita” es una película muy arriesgada. Tanto que a Mónica Randall se le ve un pezón cuando va a enseñarle a José Luis López Vázquez cómo se hace eso de follar. Es un detalle subrepticio, casi de darle al pause como hicimos con el DVD de “Instinto básico”. Lo dejo apuntado para los nostálgicos del destape y para los enamorados de doña Mónica -que jo, qué mujer. 

Por cierto: entre “Mi querida señorita” e “Instinto básico”, que parecen películas rodadas en dos eras geológicas diferentes, sólo transcurrieron 20 años. Entre “Instinto básico” y cualquier proyecto en marcha de los Javis han pasado más de 30. El paso del tiempo es un bulldozer que va arrasando los años como árboles en la selva.

Sobre la actuación de José Luis Vázquez ya está todo dicho. No quiero ser redundante. La idea de Armiñán era rompedora pero también muy arriesgada. Del drama conmovedor al número de vodevil no hay más distancia que una ceja bien puesta o que una mirada convincente.





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Usted puede ser un asesino

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Si matar saliera gratis nos pasaríamos la vida matándonos unos a otros. Solo los santurrones apelan a un principio moral para no conculcar el quinto mandamiento que nos enseñaron de pequeñitos. Menuda memez. No nos matamos porque no sabemos, porque no nos atrevemos, porque al final nos pillaría la policía, o porque pueden matarnos en el mismo intento de matar, o ser asesinados tiempo después en justa venganza. El ojo por ojo es sin duda lo que más acojona de todo: la espiral que no cesa. Pero son cuestiones de índole práctica, no razones etéreas que viven en las nubes. La ética es humo en el viento y los dioses tres cuartos de lo mismo.

Yo mismo, si tuviera el poder de la telequinesia y pudiera mover objetos con un golpe imperceptible de la ceja, causaría estragos en mi entorno más cercano: no quedaría, por ejemplo, ni un hijoputa de esos que van con el tubo de escape recortado, a todo lo que da, atravesando La Pedanía al triple de la velocidad permitida. Esa gentuza no merece vivir, pero con otro instrumento que no fuese la telequinesia mi crimen justiciero dejaría rastro, huella, pesquisa material para el CSI de Ponferrada. Y al final, claro, desisto del empeño.

“Usted puede ser un asesino”, reza el título de la película, y es una verdad tan grande como un templo. Pero usted, ay, no debe, o no le compensa. Y además, la película es una tontería. No le hagan mucho caso. Es un thriller criminal con música marchosa de Augusto Algueró, y eso no pega ni con cola. Jo, Augusto Algueró, qué recuerdos de la infancia... Ese señor gafapasta salía en todos lo programas de variedades de TVE dirigiendo la orquesta que acompañaba a los cantantes y a las cantantas. Fue el primer compositor musical que yo supe mencionar, mucho antes que Mozart o que Johann Sebastian. No sale en la película, pero le escuchas todo el rato. 

La película es una pura ridiculez, ya digo. Yo venía envalentonado con José María Forqué después de ver “Atraco a las 3” y me estrellé. Ni López Vázquez ha sido capaz de calmar mi irritación y sosegar mi aburrimiento, o viceversa.




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Atraco a las 3

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Hartos de contar billetes que otros roban a mano armada, deniegan a sus trabajadores o evaden al control del Ministerio de Hacienda -que viene a ser todo lo mismo-, los empleados del “Banco de los Previsores del Mañana” deciden atracar su propia oficina disfrazados de gángsters y llenarse los bolsillos con billetes verdes del color de la esperanza.

El cabecilla de la operación, Galíndez -“un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo”- es el único que anhela los millones para llevar una vida de ricachón y de enemigo de la clase obrera. Él ha nacido para ser rico y no puede renunciar a tener un Mercedes último modelo, vivir en el mejor casoplón de La Moraleja y veranear en las playas del Caribe al lado de una suecorra que no le ame por su belleza interior, sino lisa y llanamente por su dinero.

Los compañeros de Galíndez, en cambio, se suman al plan para tapar los agujeros por los que poco a poco se les van escurriendo los sueños. Los dos milloncejos que les van a tocar en el reparto no les van a cambiar la vida; ni ellos, además, quieren cambiarla. Son pobres hasta para soñar. Ellos solo quieren hacerse clase media y sobrellevar las penurias con más alegría y desahogo: cenar fuera los sábados por la noche, poner un televisor de 1962 en el salón y comprar un coche barato para viajar a la sierra los domingos, a respirar el aire puro y escuchar los partidos del fútbol al mismo tiempo que el trinar de los pájaros.

“Atraco a las 3” es una película cojonuda, un clásico de la casposidad, pero además ha recobrado una vigencia inesperada. Hay algo en las caras de los actores, algo de la necesidad que esas gentes pasaron en la posguerra, que está regresando a los rostros de los trabajadores, y sobre todo no-trabajadores, que ahora son mayoría por aquí. Aún no pasamos hambre, pero ya estamos empezando a comer mierda muy barata.  En un viaje de ida y vuelta que ha durado sesenta años, estamos otra vez como al principio, viendo pasar los billetes que otros desfalcan o directamente utilizan para limpiarse al culo. En esto se quedó la Transición, y la estúpida Monarquía, y los primeros de Mayo de banderas rojas y tricolores.





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Mad Men. Temporada 6

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1. Mientras Megan Draper -también conocida como La Cornuda II- se quema la piel en la inconsciencia cancerígena de los años 60, Don Draper, a su lado, tumbado a la bartola tras lograr un nuevo éxito profesional y echar un nuevo polvazo con la vecina, lee en la playa estos versos incisivos de Dante:

"En mitad del viaje de nuestra vida me descarrié del camino correcto, y al despertar me encontré solo en un bosque oscuro".

Don Draper, nuestro Hombre Ideal, el macho alfa al que todos querríamos parecernos, se detiene en los versos de Dante con cara de haber sido aludido. En realidad, cualquier espectador que no sea un imbécil integral tiene que sentirse aludido: “...me descarrié del camino correcto”. Y da igual que seas el macho alfa o la última mierda del Credo. Porque además, que yo sepa, ningún imbécil integral ha conseguido llegar hasta la sexta temporada de “Mad Men”. 

2. De unos recortes que tenía por ahí he rescatado estas explicaciones de Matthew Weiner sobre el espíritu de la serie:

“El tema es que la gente hará lo que sea para aliviar esa ansiedad que proviene del espacio que existe entre un individuo y el resto de la humanidad. La forma en la que nos perciben y cómo somos en realidad. Ese aislamiento es una de las características humanas contra las que luchamos, y la mayoría de nuestras emociones negativas provienen  de alguna perturbación a ese nivel".

Sobre “Mad Men” se ha hablado mucho de lo secundario: de la nostalgia de los años sesenta, de la disección del alma americana, de la guerra entre los sexos ambientada en la burguesía pre-pija de Manhattan. De las mujeres hermosísimas y de los fuckers trajeados. Pero al final, por debajo de todo eso, como una corriente subterránea que regaba las tramas y los amores, los ascensos profesionales y los descensos al infierno, estaba la maldita soledad. La compañía incesante de uno mismo. El ojo muy poco clínico de los semejantes.





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Vida y muertes de Christopher Lee

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Repasar la filmografía de Christopher Lee es como leer el genoma completo de una cebolla o de un “Homo sapiens”: la mayor parte es ADN basura y no codifica nada sustancial. 

La web de Filmaffinity eleva la cifra de sus películas -o lo que sean- a 228. Es inabarcable. Y casi todo, ya digo, es olvidable, o deleznable, o carne de cutreteca. El mismo Cristopher Lee se sentía avergonzado en las entrevistas y quizá por eso nunca dejó de buscar un papel estelar y un reconocimiento dentro del gremio. O quizá, simplemente, es que se aburría en casa, o que sufría un trastorno muy japonésico por trabajar. O que, como les sucede a algunos entrenadores de fútbol que tornan y retornan a los banquillos, acumulaba deudas con una periodicidad fatídica y preocupante. 

Y así, por pura insistencia, en la lista interminable de bases nitrogenadas puestas por el ayuntamiento (casi todo terror cutre y experimentos de fantasía bochornosa), a veces aparecía un codón que codificaba una proteína luminosa o un papel maravilloso. 

El sueño de Cristopher Lee siempre fue participar en una adaptación de “El señor de los anillos”, del que era devoto lector y casi un erudito universitario, y lo logró con ochenta años muy bien llevados en el macuto. Ahí es cuando mi hijo, por poner un ejemplo, conoció a Christopher Lee, que gracias a Saruman ya es un mito del cine transgeneracional. Mi hijo no tiene ni puta idea de quién es Cary Grant o John Wayne, pero del mago malvado te podría contar hasta los pelos de las cejas.

Pero antes de Saruman estuvo Drácula, y Sherlock Holmes, y el hombre de la pistola de oro, que no es una película porno sino una aventura de James Bond. Y después de Saruman, ya en la cresta de la ola, vino el conde Dooku, ahí es nada, para asaltar los cielos definitivos con una espada láser en la mano. Qué hijo de puta, el Christopher Lee, qué suerte después de todo, porque aparecer en la saga galáctica sí que te garantiza la inmortalidad y una hornacina en la catedral. De hecho, ése es justamente el sueño de mi vida: aparecer de extra o de actor terciario en el universo expandido de George Lucas, formando parte de esa familia tan galáctica como entrañable.  




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Werner Herzog: un soñador radical

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Viendo el documental me dieron ganas de repasar la filmografía completa de Werner Herzog: sus imágenes son tan bellas, tan sugerentes, tan impregnadas de bendita locura o de locura desatada... Me dieron ganas de repasar, al menos, los hitos cinematográficos que aquí se subrayan, por artísticos o por singulares, porque después acudí a las páginas de la cinefilia y entre películas, documentales y proyectos muy personales hay como cien obras de don Werner para elegir. Y no hay vida para tanto. O sí la hay, pero con muchas cabras para ordeñar.

Tras las abluciones me fui a la cama, soñé algo relacionado con “Fitzcarraldo” y a la mañana siguiente, mientras hacía el café, una vaharada de cafeína me sacó del sueño y del ensueño. Recordé, estupefacto ante mi propio olvido, que una vez, en la juventud, me dio por acercarme a las películas de Werner Herzog y salí escaldado de la tentativa, como si hubiera asomado la jeta al cráter de un volcán tan fascinante como calenturiento. Recordé que von Werner, en efecto, es un creador de imágenes sin igual, muchas de ellas imborrables y ya patrimonio cultural de nuestra memoria, pero que luego, las películas, tiran más bien a infumables, atrapadas todas en un exceso mental o perdidas en una deriva de mareos. No hay nada redondo en ellas porque puede que a Werner Herzog, en realidad, le importen tres pimientos las redondeces.

Aún así, me dio por buscar “Fitzcarraldo” en las alforjas de la mula, y “Aguirre, la cólera de Dios”, y también “Nosferatu”, que aunque no salga en el documental yo sí la recuerdo con mucho cariño gracias al escote níveo y ubérrimo de Isabelle Adjani. Las encontré y las puse a cocer, pero no sé, la verdad, cuando las voy a revisar. De repente me ha entrado una pereza infinita, un arrepentimiento muy tonto. Caerán, pero no sé cuándo. Existen las compras compulsivas y también las descargas compulsivas. Casi estoy por hacerle el homenaje a Werner Herzog repasando la primera temporada de “The Mandalorian”. Solo por eso, por interpretar a un personaje de la galaxia muy lejana, Herzog ya tiene ganado el cielo y el soporte de la Fuerza. 




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