The Bear. Temporada 1

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1. He vuelto a ver la primera temporada de “The Bear” porque me puede la presión social y la desconfianza en uno mismo. La primera vez quedé descolocado y no supe apreciarla en lo que vale. Tampoco en esta segunda oportunidad es la pera limonera, ya lo adelanto, pero desde luego no merece el ninguneo que yo injustamente le dediqué. Recuerdo que mi hijo casi me mata: "Cómo es posible que alguien como tú no sepa apreciarla y tal...". Una piropostia en toda regla. 

Tras él llegaron las tertulias y los premios, metiéndome el dedo en el ojo cada vez que “The Bear” ganaba prestigio y estrenaba nuevas temporadas de acción trepidante en la cocina. Así que hice examen de conciencia, dolor de los pecados y propósito de enmienda. Ahora mismo estoy aquí, confesando mis pecados, y dispuesto a cumplir la penitencia que suela imponerse en estos casos. 

2. En esta segunda visita a “The Bear” he comprendido que parte de mi despiste, de mi pecado gustativo, se debe a que yo también veo las series intoxicado por el algoritmo. Yo lucho contra él y lo pongo a parir en estos escritos, pero ya circula sin remedio por mi sangre. El algoritmo es insidioso como un virus: se traslada por el aire, te lo tragas sin querer y se hace fuerte en las conexiones neuronales. Es un auténtico hijo de puta.

Un día ves una serie que no se adecúa al algoritmo y se produce el cortocircuito. No importa que sea buena o que sea mala: simplemente te cuesta seguirla porque no aparecen por ningún lado los personajes consabidos. En “The Bear” no hay cerdos machistas (al menos ninguno evidente o peligroso), no hay ejecutivas empoderadas, no hay transexuales, no hay sexualidades fluidas, no hay abuelitos abrazando a sus nietos ejemplares. Por no haber, no hay ni crímenes para resolver. No hay psicópatas ni carreras de coches. Tampoco pibones. “The Bear” es la historia muy simple -pero a la vez muy compleja- de un grupo de cocineros que tratan de salvar su negocio y nada más: abrir a la hora, servir los bocadillos y facturar todo lo posible para llegar a fin de mes y pagar el alquiler. El algoritmo de la otra realidad. 




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The Jinx (El gafe)

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La prensa apodó "El gafe" a Robert Durst porque cada vez que cambiaba de domicilio aparecía un cadáver a su lado o desaparecía una persona para siempre. A true story. La casualidad, que decía Ignatius Farray. Primero fue su esposa, luego su amiga y más tarde un vecino medio tarado de Galveston. 

Ahora que Robert Durst ya no mora entre nosotros acaban de estrenar la segunda temporada con “sorprendentes revelaciones”. Pero yo no la veré. He saciado mi curiosidad. Estaba claro que Robert Durst tenía cara de culpable, ojos de asesino y pinta de pirado. Y una voz de reverso tenebroso. No sé cómo pudo engañar a tanta gente durante tanto tiempo. Pero claro: yo venía del futuro con un almanaque bajo el brazo. Es lo que tiene ver “The Jinx" casi una década después de su estreno, cuando el bacalao ya está cortado y cocinado. 

La verdad es que da un poco igual. Si la cosa interesa no importa que ya sepas quién es el asesino. Es como releer una buena novela negra. Es el relato lo que te atrapa, el morbo, el interés antropológico. Y a mí, lo de Robert Durst me interesaba porque a los ricos les tengo mucha manía y tengo por seguro que cuando no asesinan con revólveres asesinan robando millones o contaminando el ecosistema. Hay tantas formas de matar... Unas son más espectaculares que otras y por eso merecen una serie como ésta. Otros crímenes son más silenciosos, menos “televisivos”, pero matan con la misma eficacia y además a mucha más gente. Basta con reducir el presupuesto del Ministerio de Sanidad, ya ves tú, qué tontería...

Robert Durst pertenecía a una familia de magnates inmobiliarios de Nueva York y sólo por eso, en un régimen bolchevique como Dios manda, ya lo tendrían que haber encarcelado de por vida. Lo de conculcar los mandamientos de la Ley de Dios es que lo llevan en la sangre. Los precog de “Minority Report” se volverían locos en este mundo real del capitalismo, previendo una media de doscientos asesinatos por segundo. Insisto: hay muchas maneras de matar. 




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Rapa. Temporada 2

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La serie se sigue llamando “Rapa” pero ya no rapan a los caballos. De hecho, ya no aparecen ni los caballos. La segunda temporada es pura esencia de Ferrol, siempre mirando al mar. Ahora que el personaje de Javier Cámara ya casi no puede caminar se terminaron las batidas por el monte. Eso, para los picoletos del SEPRONA... La serie ha subido de nivel y ahora todo es rastreo científico y seguimiento con radares. Es el Ferrol, sí, pero parece California. ¿Existirá acaso otro Ferrol en California? ¿Le habrán quitado también lo del "Caudillo”? ¿O ese Ferrol americano nunca lo tuvo?

En las escenas de ambientación aparece un caballo de hierro de vez en cuando, pero el tren, en "Rapa", no tiene ninguna incidencia sobre las tramas. Todo gira alrededor de un coche robado y de un buque de la Armada. El lumpen de las calles y el otro lumpen -mejor vestido y mejor afeitado- de los militares. “Curas, guardias, chorizos y otras gentes de mal vivir”, decía Makinavaja. A mí los milicos siempre me han dado miedo. Los salvapatrias serán todo lo democráticos que tú quieras, pero algunos -varios, muchos- nos fusilarían a los rojos si les dieran la oportunidad. Una vez pasé justo por allí delante, por el arsenal del Ferrol, y parecía exactamente lo que sale en la serie: todo muros, y garitas, y secretismo: un mundo aparte con leyes propias y conspiraciones anticomunistas.

“Rapa”, como thriller policial, sigue siendo un poco carpetovetónica. Hay pistas tontas, trucos sucios, casualidades que sólo pueden producirse en el multiverso. Todo a la vez en todas partes. La serie es ingeniosa pero cutre. Entretiene y poco más. Eso sí: está por encima del producto medio que ofrece Movistar +. La serie se hundiría si no fuera por Javier Cámara y por Mónica López. Ellos sostienen cualquier desaguisado en el guion. Tienen química, presencia, mala hostia... Javier Cámara sí que necesitaba una buena rapa de su barba; Mónica, por su parte, sigue luciendo sin complejos su arrugada madurez. Podrían haber puesto a una tía buena -se me ocurren unas cuantas- pero ya no sería lo mismo.





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Nevenka

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Ahora mismo en La Pedanía no se habla de otra cosa. Y es natural: Nevenka y el ex alcalde vivían apenas a cinco kilómetros de aquí, en Ciudad Capital. Y ahora, con la película de Icíar Bollaín, se han reabierto las viejas tertulias. Iba a decir las viejas heridas, pero aquí la gente sólo sangra si se joden los pimientos o si reaparece Puigdemont. Tan cerca y tan lejos...

Por aquí hay vecinos que los conocieron -o que dicen que los conocieron- en plena movida judicial. Pero ya sabemos cómo son estas cosas. ¿Que el alcalde entre en el bar y salude a la concurrencia es “conocerle”? Porque muchos se dicen enterados de la trama por eso y poco más. El caso es fardar. 

Para mi sorpresa, aún son muchos lo que le defienden y tiran de diccionario de sinónimos para hablar de Nevenka. Son esos hombres -casi todos son hombres- que cuando sale el tema simplemente se callan. La presión social les obliga a no cuestionar en público el dictamen de los tribunales. Pero si los pillas a solas van asomando la patita hasta que te haces el tonto y carraspeas. Casualmente todos votan al PP, o a VOX, o a cosas incluso peores. Defienden a Ismael porque es uno de los suyos y ya está. No se hacen más preguntas. Es un código del hampa. 

Lo decente en este caso es estar con Nevenka Fernández. Sin embargo, mientras veía el documental, yo intentaba que ella me cayera bien al 100% y no lo conseguí. Creo en lo que dice, y alabo su valentía, pero no dejo de pensar que ella fue concejala de Hacienda en un ayuntamiento pepero y muy pepero. Esa mancha siempre la llevará. Que me expliquen qué diferencia hay entre llevar las cuentas de una corporación del PP y llevar las cuentas de una "famiglia" con negocios inmobiliarios. Apenas nada: enredos de leguleyos que te permiten robar dentro de la ley.

Cuando Nevenka llora algo se te revuelve en las tripas, pero no dejo de imaginármela en su despacho de concejala, trabajando en pro de los que más tienen, viendo y dejando pasar, compinchada con los de siempre, fascinada -al principio- por ese engominado con negocios nocturnos que al final le arruinó la vida por la santa voluntad de sus borsalinos. 





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Sangre y dinero

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Viendo los primeros episodios pensé que “Sangre y dinero” se merecía las cinco estrellas que otorga esta modesta revista de provincias, siempre escorada hacia la izquierda. “Sangre y dinero” es una serie basada en hechos reales, sí, pero también es un alegato socialista  contra esos hijos de puta que roban al Estado y luego nos dejan sin carriles bici ni ambulatorios. Y es que hay muchas formas de robar: legales e ilegales, plebeyas y coronadas, a punta de pistola y a punta de corbata.

Luego, con el correr de la trama, aunque el socialismo seguía burbujeando por mis venas, rebajé las estrellas a cuatro porque los malotes repetían una y otra vez la misma escena de lanzar billetes al aire despreciándolos como confeti. Doce episodios, como sucede casi siempre, son demasiados. “Sangre y dinero” promete mucho pero luego se desinfla. En eso es igual que la mayoría de las series. Igual que la vida... Nos explican una y otra vez los asuntos triviales como si fuéramos bobos y luego, la chicha de la cuestión, la mecánica financiera del robo del IVA, la tienes que buscar en internet para enterarte. 

La malévola conclusión es que había unos ladrones por un lado y un Estado deseando ser robado por el otro. Al final resultó que Alí Babá había formado dos equipos coordinados de 20 ladrones cada uno. Y en el medio, pobrecito, luchando contra todos con su espada láser de juguete, un funcionario ímprobo, un Vincent Lindon imperial que resiste cualquier soborno sexual o monetario que le lancen a la cara. De hecho, “Sangre y dinero” es casi el remake a la francesa de “El lobo de Wall Street”, aquella historia del ladrón que siempre volvía a casa en yate y del policía que le perseguía y que volvía a la suya en el metro cochambroso.

La pregunta que yo me hacía mientras veía la serie es: ¿cuál será el posicionamiento ético de la mayoría de espectadores de Movistar +? Por pura estadística -y además sesgada, porque aquí los abonados suelen ser gente de dinero- muchos simpatizarán antes con los estafadores que con el funcionario que los persigue. Justo al revés de lo que dicta la decencia... Cuando votas al PP y a cosas peores es porque también sueñas con pegarte esa vidorra de criminal a costa de hurtarle recursos al Estado. El velero llamado Libertad. 




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Wolfs

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George Clooney acaba de soplar 63 velitas sobre la tarta de manzana; Brad Pitt, 60. Me sacan una década de diferencia y sin embargo es como si yo les sacara diez años a cada uno. Vivimos en el mismo planeta pero no en la misma realidad. Ni siquiera creo que pertenezcamos a la misma especie. Habría que consultar a Juan Luis Arsuaga sobre todo esto... Mientras tanto, Juan José Millás podría escribir un nuevo best seller con esta disyuntiva antropológica: “La biología explicada por un guapo a un desastrado". Si una especie se define por la viabilidad genética del apareamiento, está claro que George Clooney y Brad Pitt pertenecen a otra rama evolutiva del género Homo: una que se ha escindido en Estados Unidos y ya procrea sus propios cachorros.

Dicen que los sesenta son los nuevos cuarenta gracias a los avances de la medicina y de la cosmética, pero eso sólo funciona con los que son guapos de nacimiento, por designio genético. Lo que no da natura, tataratura, decía mi abuela. Tataratura, por cierto, debe de ser un leonesismo muy arcaico, ya perdido por los montes, porque nunca he podido encontrar esta expresión en internet. Cuando la uso, la gente me mira raro. No es sólo la ausencia de belleza: es también el lenguaje fuera de contexto.

Yo, por ejemplo, tengo 52 años y podría pasar perfectamente por un hombre de 51. No más. Y eso sólo en los días buenos, cuando la pereza y el nihilismo no descienden sobre mí. En esos días, los “blue days”, desarreglado y vestido de cualquier modo, podría pasar perfectamente por un jubilado al que han condenado a volver a trabajar. Son las ojeras, y la barba, y el peine como sin púas... Mis yogures desnatados sólo han conseguido que el sol haya dado una vuelta menos alrededor de mi planeta, tan poco lustroso y tan poco habitable. A mi lado, George Clooney y Brad Pitt son estrellas en pleno apogeo de su hidrógeno. 

¿La película? Lo que nos temíamos: un “vehículo de lucimiento”. Una bobada. Que son muy guapos y tal... La primera media hora promete un producto digno pero luego se despeña sin remedio. Yo me iba entreteniendo con estas consideraciones mientras la trama -tan molona como ininteligible- avanzaba hacia la medianoche para dar otro “blue day” por concluido. 



 


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Rivales

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1. En vez de entrechocar las cornamentas como venados, o de morderse la yugular como hienas, Art y Patrick deciden disputarse el amor de Zendaya dándole raquetazos a una pelota.  En eso consiste, más o menos, la evolución de los homínidos: en sustituir los métodos sangrientos por otros más civilizados. La raqueta de tenis no es más que la sublimación de la vieja cachiporra. 

Cuando el mono de Stanley Kubrick lanzó el fémur al aire para convertirlo en una nave espacial, también pudo haberlo transformado en un stick de hockey o en un taco de billar. Incluso en una guitarra eléctrica de rockero, que también es fálica y derrite las voluntades. Esgrimir un instrumento musical es otra estrategia de apareamiento; lo mismo que coger un pincel para pintar o un MacBook último modelo para escribir una novela. Demostraciones de valía y colas de pavo real.

(La represión de la berrea, por cierto, ha recorrido un camino paralelo a la represión de los obreros: antes nos diluían a tiros y ahora les basta con convencernos de votar al enemigo. Donde antes había un tanque disparando a la multitud, ahora hay un telediario de Antena 3 a las nueve de la noche. Ya no hay que dejar un cadáver en la acera para que Fulanita se decante por Menganito o para que los empresarios sigan acumulando capital). 


2. ¿Qué es más fuerte: la amistad o el amor? La pregunta es una soberana gilipollez, pero hay centenares de libros en las secciones de Verborrea opinando sobre el asunto. Hay amistades para siempre y amores para casi nunca. Y al revés. No existe una ecuación definitiva. En “Rivales”, por ejemplo, la amistad de Art y Patrick parece hecha a prueba de bombas, y sin embargo bastará la presencia de Zendaya en minifalda para que se resquebraje por la línea más débil de su estructura -que en el caso de los hombres siempre parte del perineo. 

En otras películas, en cambio, hemos visto pasiones que temblaban por culpa de amistades que eran más poderosas que el amor. Son todas esas en las que el fulano, casi siempre irlandés y con gorra de faena, prefiere emborracharse en la taberna antes que llegar puntual a la hora de cenar. 




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Pájaros

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Antiguamente estas películas se llamaban “vehículos de lucimiento”. Ahora no sé. Seguramente será algún nombre en inglés: “stars meeting”, o “lighting vehicle”. Pero vamos, es lo mismo: juntas a un par de actores de moda y les metes en una trama improvisada para que luzcan en pantalla, recauden en taquilla y luego se paseen por algún festival a ponerse ciegos de marisco. 

En los últimos días he topado con varios “vehículos de lucimiento” en mi ordenador. Voy a tener que abrir una carpeta con ese nombre para ordenar el tráfico. Ayer fueron Matt Damon y Cassey Affleck en “Los instigadores”, que vaya puta mierda de película. Mañana, o tal vez el jueves, porque hay Champions en la tele, serán George Clooney y Brad Pitt luciendo palmito en “Wolfs”. La veré, sin duda, pero siendo heterosexual estricto -una minoría antropológica en vías de extinción- a "Wolfs" no le encuentro mayor gracia que asistir al homenaje del señor Lobo, aquel resuelve-asuntos de “Pulp Fiction”.

La otra noche, porque había fútbol de la Selección y Broncano empezaba a las tantas de la noche, me puse a ver, un poco a la defensiva, “Pájaros”, que es el “duelo interpretativo” -también se llamaban así- de dos actores que no son precisamente George Clooney ni Brad Pitt, pero que también resuelven lo suyo cuando salen en pantalla. Ahora mismo, como decía mi abuela, Javier Gutiérrez y Luis Zahera son el perejil de todas las salsas. No hay película española que no cuente con alguno de los dos, así que era lógico que al final sus trayectorias terminarán cruzándose como estrellas en el cielo. O como pájaros que emigran. 

“Pájaros” no está mal, pero tampoco está bien. Es una road movie que atraviesa Europa de Valencia a Costanza. Casi de Algeciras a Estambul. Y no todo es road: también hay barcos por el Danubio. El objetivo de las “road movies” es que los personajes cambien con el viaje; que descubran algo muy importante sobre sí mismos. Que regresen cambiados al hogar o se instalen en un nuevo futuro prometedor. Nunca me lo creo. Nadie cambia. O sí, pero sólo unos minutos. No sé... Este verano yo mismo me pegué una panzada de kilómetros por Irlanda y sigo siendo el mismo de siempre. 




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