El cochecito

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Todas las mañanas de escuela, cuando saco a mi perro Eddie para mear, me encuentro con una vecina que lleva su hijo al colegio. En coche. Sólo trescientos metros separan su domicilio del centro escolar, y el chaval, ya crecidito, no padece ninguna minusvalía física que yo sepa, ni ningún sentido trágico de la desorientación. El primer día que los vi pensé: "Será que está buena mujer va a trabajar a la misma hora, o que el colegio le pilla justo de paso para hacer los recados..." Pero no hay tal caso. A los cinco minutos exactos, ella, invariablemente, sin más propósito que haber hecho el recorrido escolar, ya está de vuelta en su portal. No hay que ser Sherlock Holmes para deducir que esa familia es un poco disfuncional, muy poco ecológica, y que lo del coche es un vicio adquirido como cualquier otro. Siempre que los veo subirse al coche, gravemente, como si fueran a emprender un largo viaje hacia las Chimbambas, me acuerdo de aquella frase que escribió Bukowski en sus diarios cuando conoció las escaleras mecánicas en unos grandes almacenes:

    "Dentro de 4000 años no tendremos piernas, nos menearemos hacia delante usando el culo..."


    Esta noche, viendo El cochecito, me he acordado de mis vecinos motorizados, a los que mañana volveré a encontrar cuando Eddie levante la patita. En El cochecito, que es la segunda película que firmaron juntos Azcona y Ferreri, don Anselmo es un jubilado que teme quedarse sin amigos porque su íntimo compadre, ahora impedido, se mueve por Madrid con un cochecito de minusválido, y se ha juntado con otros "ángeles del infierno" para ir de correrías por la Casa de Campo. Don Anselmo, al que da vida el impagable Pepe Isbert, está más sano que una manzana, y sus familiares, con buen criterio, no ven la necesidad de gastarse un pastón en el capricho. Le advierten que si deja de caminar se le van a anquilosar las piernas, pero el vendedor de los cochecitos, un ortopedista que se está forrando con el invento, le convence de que ahora lo moderno es ir a todos los sitios sin caminar, y que en el año 2000 ya nadie va a necesitar las piernas para nada. Azcona y Bukowski, tan lúcidos, ya habían anunciado al nuevo hombre en sus escritos.




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El pisito

🌟🌟🌟🌟

A finales de los años 50, en Madrid, cuando todavía no habían desembarcado las suecas para sonrojar a los biempensantes, se cruzaron los periplos vitales de Rafael Azcona, exiliado de Logroño, y Marco Ferreri, exiliado italiano que vendía objetivos fotográficos. Azcona y Ferreri se conocieron en los cafés literarios, en los mundillos de la cultura, y rápidamente se descubrieron como personalidades afines, proclives al humor negro y al retrato vitriólico. Entre que Azcona buscaba nuevas formas de expresarse, y que Ferreri siempre tuvo interés en hacer cine,  los dos amigos -uno que jamás había escrito un guión y otro que jamás había dirigido una película- eligieron un relato del propio Azcona y lo convirtieron en El pisito, que es una película que parece del neorrealismo italiano pero que está filmada en Madrid, y que contiene una carga de mala leche que hubiera espantado a los mismísimos Rossellini o De Sica.


    Petrita y Rodolfo, a punto de cumplir los cuarenta años, son novios desde tiempos inmemoriales, pero jamás han tenido el dinero necesario para comprarse un piso. La censura de la época nos impide conocer su vida sexual, que suponemos escasa y atribulada, practicada de estraperlo en picaderos apartados o en pisos que quizá les presta un amigo del trabajo, como hacía Jack Lemmon en El apartamento. Así las cosas, desesperados ya del magreo clandestino, y de la vergüenza social de los solteros, ambos deciden que Rodolfo se case con doña Martina, la inquilina del piso donde éste malvive de realquilado. De este modo, cuando Martina muera - y la pobre ya es una anciana con un pie y medio en la tumba-  Rodolfo heredará su contrato de inquilinato y Petrita verá cumplido su sueño de convertirse en ama de casa.

    Pero ay, de los pobres. que siempre fracasan en sus planes enrevesados y algo malévolos, porque doña Martina, rejuvenecida por el matrimonio, se resiste a abandonar este cochino mundo, y ese decadente piso, y Petrita y Rodolfo, resignados a su perra suerte, tendrán que seguir contando los días en el calendario mientras se vuelven más viejos y más gordos, más feos y más tristes, y el antiguo amor empieza a evaporarse siguiendo las rigurosas leyes de la edad.





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Somewhere

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Intuyo que Sofía Coppola sabe muy bien de lo que habla en Somewhere. Pero sólo lo sé yo, al parecer, y otros tres gatos que maullamos en el callejón de sus admiradores. Donde otros espectadores sólo han visto un ejercicio de estilo, un vacío de argumentos, una pedantería de niña pija que cuenta los ambientes del pijerío, yo, que a lo mejor tengo una sensibilidad especial con ella, o que simplemente veo intenciones donde no las hay, he visto en Somewhere una película muy sentida y muy personal.

    Supongo que hay algo de Sofía Coppola en esa niña que viaja con su padre por los festivales del ancho mundo, y que también sufrió los temblores de un matrimonio muy mal avenido. Supongo, también, que Sofía ha conocido -o incluso padecido en sus propias carnes- a tipos muy parecidos al Johnny Marco de Somewhere, el actor divorciado y abúlico que malgasta su tiempo libre en vicios que no le conducen a ninguna parte. Dijo una vez George Best: “Gasté mucho dinero en mujeres, alcohol y coches. El resto lo malgasté”. Y como él, Johnny Marco frecuenta mujeres de infarto, vive agarrado a la botella y dilapida sus millones en la compra de automóviles de alta gama, aunque en la película siempre le veamos conduciendo el mismo Ferrari de color negro. Un coche que viene a ser la metáfora automovilística de su vida, pues todos sus viajes, aunque el motor brame impetuoso y joven, terminan siendo erráticos y circulares.

    Pero a medio metraje, cuando la película ya nos ha mostrado su vida decadente y desnortada, aparece el personaje de su hija para rescatarle del vacío existencial. Del desenfreno sin sentido. Pero claro: con una niña así es mucho más fácil disfrazarse de padre responsable y molón durante mcuhos días. Cleo es una hija pluscuamperfecta que estudia sus asignaturas, lee novelas de vampiros y prepara sofisticados desayunos en la cocina. Patina como los ángeles, se desenvuelve en sociedad, es inteligente y perspicaz, educada y limpia. Jamás saldrá en Supernanny llamando hijoputa a su padre porque le ha quitado el móvil mientras cenaba, o estrellando los platos contra el suelo cada vez que tocaba comer verdura. 



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Black Mirror: USS Callister

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¿Cuánto hay de carne y cuánto de metafísica en el ser humano? A medio camino entre el ateísmo -que afirma que sólo somos un filete andante con muchos nervios por el medio- y el obispo Berkeley -que sostenía que somos el sueño transitorio de una siesta lánguida de Dios- han existido tantas teorías combinatorias que a uno le duele la cabeza con sólo recordarlas. 

    Uno, que fue de Ciencias en el instituto, y materialista dialéctico a la vieja usanza de don Karl, está por suscribir la teoría del filete andante y prescindir por completo de la idea del alma, y de cualquier insidia teológica que la susurre. Pero la misma ciencia que nos lleva por ese camino es incapaz de decidir qué demonios es la carne, y la materia incluso, pues el átomo, con sus electrones y sus protones, sus neutrones y sus subpartículas, no es más que una recreación simbólica para hacernos entender. En el fondo de la sustancia sólo hay "energías" y "campos energéticos" que nos devuelven la peligrosa idea del espíritu.

    En este enredo de teólogos y físicos, de carnívoros y espiritistas, Watson y Crick, allá por 1953, descubrieron la estructura del ADN y abrieron una vía de investigación más promisoria que el viejo debate del dualismo. La estructura helicoidal del ADN no era carne ni pescado: eran bases nitrogenadas ordenadas de un modo sacramental, casi divino, en forma de escalera que ascendía hacia lo sublime. El ADN que conforma el cuerpo y define el carácter era, finalmente, información pura. La síntesis inesperada de los viejos conceptos. 

    Las bases nitrogenadas son bits que pueden ser almacenados en los núcleos de las células, pero también, por qué no, en el disco duro de un ordenador. La información es etérea, conceptual, y puede ser transcrita en muchos códigos y soportes. Podemos tener un yo a esta lado cárnico -o carnicero- de la realidad y otro yo, idéntico, con los mismos atributos genéticos, en el mundo virtual de los chips electrónicos. Preguntarse, dentro de unos años, cuál será el más auténtico de los dos, si el que caga materia en descomposición o bits con forma de mojón, será una cuestión peliaguda que habrán de abordar los filósofos de la época. 


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Master and Commander


🌟🌟🌟🌟🌟

Hoy en día los neuróticos ya no podemos ir al cine. Sólo en sesiones muy escogidas, casi clandestinas, como de ambiente de cine porno. Horarios de gente rara que sólo busca el silencio y la concentración. Que ansía, como ideal, un comportamiento de melómanos en la platea. De cartujos en los maitines ¿Por qué la gente guarda las formas en una ópera de Mozart y no en una película de Scorsese? Es un misterio.  ¿Por qué está gentuza que mastica las patatas, rebusca las palomitas, sorbe la cocacola, habla sin rubor, corretea por los pasillos, juega con el móvil, suelta chistes, golpea los respaldos, se ríe a destiempo, se mete mano entre jadeos, por qué, por qué, cuando van a otros espectáculos de más alta etiqueta se callan como hijos de puta, y se comportan como seres humanos civilizados, y no como los gremlins que veían Blancanieves en aquel cine rural tomado al asalto?


    Hoy he visto Master and Commander en la tele de mi salón, y aunque el DVD no está rayado, y la tele es de muchas pulgadas, y mi predisposición como espectador es de entrega absoluta y alborozo de cinéfilo, la experiencia me ha dejado un regusto de melancolía. Hace quince años vi Master and Commander en la pantalla enorme del Teatro Emperador, allá en León, en otra vida que ya me parece lejanísima: la vida de otro tipo que estaba más joven y más gordo, más risueño y más perdido. Salí de aquel cine con un colocón de sales marinas y pólvoras remojadas. Master and Commander me pareció la puta película de todos los tiempos, en aquel pantallón que era como el mismo mar que surcaban la Surprise y el Acheron. Éramos cuatro gatos en aquella sesión marginal; cuatro cinéfilos desconfiados, recelosos, que nos vigilábamos las manos como cowboys a punto de entrar en duelo, a ver si alguien sacaba la puta bolsa de patatas o el puto móvil de los cojones. 

Pero no hubo caso, y en apenas unos segundos ya éramos todos marineros a bordo de la Surprise, acojonados por el miedo pero excitados por la aventura. La pantalla ocupaba todo nuestro horizonte, y el rumor del mar, y el temblar de las velas, y el cañonazo del enemigo, nos cogían de improviso por cualquier lado. Estas experiencias ya no regresarán jamás... Los cines se han vuelto hostiles, y yo me he vuelto majara por completo. 

Pero no todo es Jauja. Es difícil escapar. Hoy, mientras veía la película, una moto de las guerras napoleónicas se ha dado varios paseos bajo la ventana. El vecino de arriba se ha puesto a jugar con unas canicas de acero. Ladraron los perros. Saltó el whatsapp. Me entraron ganas de mear. Picoteamos unas gominolas. Hablamos en los silencios. Recordé que no había pan para mañana. No éramos como los gremlins de la película, pero no estábamos dando ningún ejemplo de saber estar. Es el virus, el picor en el ano, que se contagia.




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Lost in translation

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Bob y Charlotte andan perdidos por Japón, pero también andan perdidos por la vida. Japón, en Lost in translation, sólo es una metáfora geográfica de su perplejidad. Desde las habitaciones de su hotel, a muchos metros de altitud, Tokio es una ciudad indescifrable, enigmática, y bien podría ser la imagen urbana de sus propias incertidumbres. Ellos vagan por sus aceras y por sus templos como turistas asombrados, boquiabiertos, pero en realidad no comprenden gran cosa de lo que ven. Japón, como ahora mismo sus conciencias, es un lugar confuso y contradictorio. Tan familiar y tan extraño que a veces se sienten como en casa y a veces habitantes de un planeta muy lejano.


Japón,
mia que está leho Japón...

... cantaban los No me pises que llevo chanclas. Y allí, a tomar por el culo, en las islas del Sol Naciente, náufragos de su propio crucero, Bob y Charlotte se pierden en las traducciones como se pierden en la traducción de sus pensamientos. No aciertan a expresar con palabras lo que bulle en sus mentes atribuladas. Deberían de ser felices, pero no lo son. La sombra de estar viviendo una mentira, un matrimonio sin futuro, o una vocación sin satisfacciones, les marchita la sonrisa, y les nubla la mirada. 

Charlotte es una mariposa que empieza a revolotear por el mundo, pero sospecha que en la primera flor ha cometido un gran error inaugural. Cuando su marido aparece por la puerta, el corazón, todavía enamorado, late con fuerza, pero las entrañas le susurran algo muy diferente. Y las entrañas, esas hijas de puta resabiadas, nunca se equivocan. El plexo solar sabe más de la vida que el corazón, que es ciego, y que la cabeza, que es idiota del culo.

    Charlotte sospecha que todo ha terminado casi sin comenzar, pero es un pensamiento demasiado grave, demasiado maduro, para asumirlo de sopetón. Así que una noche, en el bar del hotel, cuando conoce a Bob, creerá encontrar en él al confidente que siendo treinta años mayor que ella, con toda una vida recorrida, con toda una historia en la mirada, podría servirle de guía. Pero Bob es otro turista que perdió su mapa en Japón y no está preparado para ayudar a nadie. Sólo para hacer compañía, y para ser solidario en la tribulación. A los cincuenta y tantos años todavía no ha conseguido traducirse. Y a esas edades ya es muy difícil aprender. 


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10, la mujer perfecta

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Ponce de León nunca encontró la Fuente de la Eterna Juventud en las tierras de Florida. Los indios, que no tenían armaduras, ni armas de fuego, pero sí un sentido del humor que hacía estragos entre los invasores, se rieron del europeo que ansiaba glorias y riquezas, aunque en este caso, para ser justos, el bueno de Ponce buscara algo más elevado que el vil metal. 

Con 53 años de entonces, que son como los 93 de ahora, Ponce ya había sido terrateniente, gobernador, potentado en Puerto Rico, y de riquezas materiales andaba más que sobrado. Era tiempo, vida, recorrido, lo que él buscaba en su loca expedición. O, quizá, simplemente, un remedio milagroso que le ayudara a mantener la energía conquistadora, el vigor físico, la potencia sexual de quien se había trajinado a varias indígenas en sus andaduras por el Caribe y ahora ya no podía ni levantar el sable simbólico de su hispánica hombría. El momo de Austin Powers.


    Para desgracia de George Weber en 10, la mujer perfecta, si Ponce de León hubiera buscado la Fuente de la Edad en California tampoco la hubiese encontrado. En caso contrario, cuatro siglos después, ante los primeros síntomas de su pitopausia -que son la cana en el testículo, la desgana en la cama y la obsesión por las jovencitas- George Weber sólo tendría que haber ido a la Fuente con un botijo para recuperar la alegría de vivir y regresar como un toro a su madura relación con la buena de su esposa, Samantha, que es su fiel coetánea de los cuarenta y tantos años. La que soporta todas sus rarezas y todos sus devaneos. Pero como tal Fuente no existe, y además el botijo no se estila entre la beautiful people del show business, George se consume en la angustia de quien ya se ve al otro lado del ecuador, en la otra mitad del calendario, en la edad deprimente que multiplicada por dos ya casi no da para vivir.

    Y así, incapaz de asumir la realidad, enajenado de su edad mental y de su fisiología celular, un buen día se enamora de la jovencita perfecta que viaja en limusina camino del altar. Algo así como una aparición mariana. Como un espejismo nacido de su sed. Y emprende la aventura loca de rondarla, de conquistarla, de perseguirla hasta las playas de México, haciendo el ridículo como sólo un hombre obsesionado con una mujer es capaz de hacer. Si lo sabré yo.... Quizá, el espectáculo menos edificante de toda la Naturaleza, aunque de mucho juego en las comedias y en las habladurías de los pueblos. 


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Wonder Woman

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Confío mucho en la opinión de los críticos cinematográficos. Soy así de inseguro y de confiado, qué le vamos a hacer. Aunque lleve veinte años de cinefilia en cada una de mis posaderas, y no suela equivocarme con lo que me gusta y con lo que no, a veces tengo que recurrir a ellos para decidir si una película de la que no tengo referencias -porque es el último hito de la cinematografía paraguaya, o la opera prima de un jovenzuelo desconocido de Arkansas-  merece el esfuerzo de pagar una entrada o de programar una grabación. O de fletar un barco que intercepte la mercancía en las rutas comerciales que nunca llegan a provincias.

    Si Quentin Tarantino -por poner un ejemplo- estrena nueva película, leo las críticas para saber qué voy a encontrarme en su nueva chifladura, pero nunca para decidir si voy a verla o no. La veré. Lo mismo me sucede, aunque al revés, cuando se estrenan las obras maestras de los coreanos impronunciables, o de los viejos maestros que gozan de bula pontificia. O, como en el caso de Wonder Woman, con las adaptaciones de los superhéroes del cómic que me pillaron ya muy mayor, medio sordo a los estruendos, y medio ciego a las pirotecnias.

    Hace unos cuantos meses, cuando se hablaba del estreno de Wonder Woman, ni siquiera me tomé la molestia de leer las sinopsis. Hostias y ruidos. Buenos de mazapán y malos de pacotilla. Y una actriz de evidente belleza...  Un cómic para la chavalada del centro comercial. Así que me olvidé por completo de la película hasta que hace unas semanas, en la revista de cine, con motivo de su lanzamiento en DVD, leí que la crítica sesuda y barbuda, ilustrada y veterana, curtida en mil y un festivales del ancho mundo, aplaudía esta película con adjetivos muy bonitos y altisonantes. Y yo, que me hago tan poco caso, que me dejo llevar por la primera contradicción de casi cualquiera (el Zelig que se mimetiza con el paisanaje) me desdije de mi renuncia y me planté en el sofá para descubrir este tesoro oculto. Esta adaptación que decían atrevida y diferente. 

Han pasado dos días desde que vi la película y todavía lo estoy buscando...




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Detroit

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La teoría cinematográfica de Ignatius Farray es una solemne tontería. Las películas no son mejores o peores porque se ajusten literalmente a lo descrito en el título. Alguien voló sobre el nido del cuco es una gran película aunque no salga ningún cuco en ningún nido, y El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante es una experiencia insufrible aunque ofrezca justo lo que promete. Ignatius lo sabe, y sus fans lo sabemos, pero por el camino nos echamos unas risas  jugando a las correspondencias entre los títulos y los contenidos.

    Según esta disparatada sandez que provocaría soponcios entre los fundadores de la Nouvelle Vague, Detroit tendría que ser una obra maestra del copón, porque se suponía que la película iba de eso, de Detroit, de la Motown, de la pujanza industrial,  de la violencia callejera. Y por supuesto, como tema central, una vez explicado el contexto anterior, de su problemática racial, que en el fondo es una problemática clasista de trabajadores que cobran cuatro duros en las fábricas y se ven condenados a la miseria de los arrabales, a la sanidad precaria, y a la casa ruinosa. Al futuro sin perspectivas.

Así las cosas, una mala tarde de esas que comentaba Chiquito de la Calzada, un par de exaltados apedrean un escaparate, arrojan un cóctel molotov, se enfrentan a cara de perro con la policía, y prenden la mecha de una revuelta  que en 1967 tuvo en jaque a toda la ciudad, y obligó incluso a la movilización de la Guardia Nacional. Cuarenta y tres muertos dejó aquella guerra civil que Kathryn Bigelow iba a plasmar en la pantalla porque estaba  asqueada y perturbada por la brutalidad policial que cincuenta años después retomaba las calles. La nueva persecución de los negros...

    El problema es que Detroit, lo que se dice Detroit, no sale mucho en Detroit. Y eso, en el Cahiers de Cinema de Ignatius Farray, es castigado con una solitaria estrella de las cinco posibles. Dos, a lo sumo, si la factura es buena, y los actores se lo curran. La decisión de Kathryn Bigelow es centrarse en los sangrientos sucesos del Motel Algiers y olvidarse del resto. Sabemos que la ciudad está ahí fuera, respirando, sangrando, pero se nos cuenta muy poco de ella. Cuatro pinceladas de las que ya veníamos informados. Nos falta la explicación, la referencia, el contexto histórico. Detroit termina siendo una película de psicópatas que entran en una casa y siembran el terror y la muerte entre sus habitantes, como una familia Manson cualquiera, o como aquellos hijos de puta sonrientes de Funny Games, la película de Haneke. Pensábamos que veníamos a una clase de historia y nos hemos quedado en un psicothriller de policías muy malotes.




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La suerte de los Logan

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Los chicos de Ocean's eleven eran unos ladrones muy profesionales que no necesitaban el dinero para vivir. A George Clooney y a su pandilla les gustaba vestir bien, rodearse de bellas mujeres, alojarse en hoteles de nueve estrellas de quitar el sentío, como decía nuestro añorado Chiquito de la Calzada, pero ellos, realmente, eran unos artistas del butrón, unos estilistas del cambiazo, y disfrutaban más con el acto del robo que con lo robado en sí.

    En cambio, en La suerte de los Logan, que es la nueva película de atracos del retornado Steven Soderbergh, los hermanos ya tal no se parecen una mierda a George Clooney ni a Brad Pitt. Los Logan no son ladrones de guante blanco carismáticos y resultones, si no white trash que habita los parajes industriales de la Virginia Occidental: esa especie de Asturias a la americana a la que cantaba John Denver en su canción inmortal. 

    Los Logan, al contrario que los Ocean, sí necesitan el dinero para vivir mejor, pero tienen el inconveniente de no ser unos ladrones profesionales.Los Logan, que han puesto sus ojos en la recaudación del circuito de Charlotte, son unos delincuentes muy poco prometedores que arrastran, además, una especie de maldición familiar que siempre los aboca al fracaso y a la decepción.

    Pero la white trash, en Estados Unidos, anda muy desesperada, muy depauperada, y votar en masa a Donald Trump no les ha servido para salir de su pobreza secular. Y ya se sabe que la necesidad, y el orgullo, agudizan el ingenio. Aunque todo sería más fácil para ellos si no tuvieran que contar con la ayuda de Joe Bang, el experto en explosivos que parece sacado de un tebeo de Mortadelo y Filemón, y que todavía cumple condena de varios meses en la prisión del Estado...



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Madre!

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Alrededor de una cagada depositada sobre la acera se reúnen varias personas haciendo corrillo. Mientras unas sonríen divertidas y otras gruñen escandalizadas, las hay que aprovechan para sacar punta a su espíritu científico, deductivo, sherlockholmesiano. Analizando la textura, el fraccionamiento, el olor inconfundible, son varios los que aseguran que el mojón es una cagada de perro. La plasta es de tamaño medio, de marrón indefinible, de textura a medio cocer. Los que tienen perro opinan con más didactismo; los que no, tiran de su larga experiencia en la ciudad sorteando cagadas parecidas. Aunque a decir verdad, boñigas tan sugestivas se han visto pocas en los últimos tiempos. La deposición es amorfa y original. Como un manchurrón abstracto que disparara la imaginación interpretativa. Suscita el debate abierto y el intercambio de ideas. Es como una provocación del ayuntamiento, como una ocurrencia genial del intestino. Casi una obra de arte urbano, radical, transgresora, quién sabe si la gamberrada inaugural de un nuevo Banksy que trabajara otros materiales y otras ideas.


    Al otro lado del mojón, sin embargo, para contradecir las versiones de los animalistas, y los desvaríos de los pedantes, varios transeúntes sostienen que los excrementos tienen un origen humano inconfundible, y que allí -porque este barrio es zona de copas por la noche- ha defecado algún gracioso con el esfínter aflojado por el alcohol. Hay quien cree adivinar, incluso, entre los intersticios de la mierda, restos de comida inequívocamente humana, lentejas, o pellejos de garbanzo, o hasta pepitas de sandía, y disertan sobre la última cena del caganet como quien practicara una autopsia en la morgue, o desvelase los secretos alimenticios de la última momia hallada en Egipto. Los animalistas gruñen poco satisfechos con la explicación, y hablan del carácter omnívoro de los perros, y de su costumbre de hociquear entre los restos de basura. Los seguidores de la vía artística insisten en la aparición de un nuevo genio en la ciudad, y en este batiburrillo de discrepancias se van agotando los minutos y los argumentos hasta que finalmente llega el barrendero municipal, recoge la mierda con sus utensilios, y la introduce sin decir una palabra en el cubo de la basura. La mierda, y el debate, terminan de repente. 

    Madre! es una cagada. 


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Felices sueños

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Me aburro terriblemente mientras veo Felices sueños, la película de Marco Bellocchio que venía tan recomendada por la crítica, con muchas estrellas y muchos puntos verdes en los comentarios entusiastas: que si el veterano director, que si el sabio cineasta, que si el artesano infatigable...  

De Bellocchio llevo oyendo hablar toda la vida cuando llegan los festivales, pero sus películas raramente llegan a estas cinefilias provinciales a no ser que uno flete el barco pirata y las intercepte a medio camino de las rutas comerciales. Repaso su filmografía completa antes de enfrentarme a Dulces sueños y descubro, avergonzado, que jamás he visto una película suya. No parece constar ninguna obra maestra en ese catálogo interminable de obras ignotas -la mayoría, sospechosamente, de títulos no traducidos al castellano- pero también es verdad que hay algo que no funciona bien en mis métodos de selección. En mis manías de espectador.


    Por un momento estoy a punto de desfallecer en el intento, y de enviar Dulces sueños a la papelera de reciclaje, resignado a esta cinefilia mía de tres el cuarto. Sólo la prometida presencia de Bérénice Bejo, que es una actriz demasiado hermosa para ser desdeñada, pesa más que el aburrimiento presentido de una película que además dura más de dos horas. Porque los ancianos, ya se sabe, cuando se ponen a dar la turra pierden la noción de la elipsis y de la síntesis. 

Y así, con una fe muy poco fervorosa, le doy al play en la lluviosa tarde de invierno. Y mientras el niño Massimo quiere mucho a su madre, y la pierde trágicamente con sólo nueve años de edad, y busca su fantasma en las clases de religión y en los confesionarios de las iglesias, yo, a la hora larga de metraje, engañado por la publicidad fraudulenta que la colocaba en la primera línea del reparto, me pregunto cuándo coño va a salir el personaje de Bérénice Bejo.

    Mucho rato después de yo tanto añorarla, aparecerá, finalmente, la dulce Bérénice, disfrazada de doctora del cuerpo y de terapeuta del alma. Pero ya será demasiado tarde para levantar esta bruma soporífera que invade una película extraña, errática, pretendidamente poética y decididamente prescindible. 


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El secreto de sus ojos

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No mires a los ojos de la gente, me dan miedo, mienten siempre, cantaba Germán Coppini con aquella voz suya de trovador gallego. Y aunque la canción es cojonuda, y forma parte de mi repertorio sentimental, y a veces me descubro tarareándola tras un encuentro misántropo con la realidad, lo cierto es que su premisa argumental es falsa. Porque los ojos de la gente nunca mienten. Son las ventanas del alma, que dijo el poeta, y son tan sinceros, tan transparentes, que la evolución, siempre tan sabia, tuvo que desarrollar el lenguaje para que pudiéramos mentirnos con las palabras. Sólo los amantes enamorados, cuando el amor es todavía de verdad, se atreven a sondear esos abismos que nunca engañan. Todos los demás vamos y venimos con los ojos al cielo, al suelo, a los alrededores, buscando la mosca o la gaviota, porque cualquier conversación tiene algo de postureo, de mentira, de verdad no confesada, y no queremos que el otro nos descubra el juego atrapándonos la mirada. Ni nosotros, por decoro, muchas veces, descubrir el suyo.



    Termino de ver El secreto de sus ojos y no me queda muy claro, la verdad, a qué personaje pertenecen los ojos del título. Supongo que son los de Soledad Villamil, tan bonitos, tan expresivos, que viven enamorados del personaje de Ricardo Darín, pero no pueden entregarle su amor porque ella es una Menéndez-Hastings de toda la vida, destinada a casarse con otro portador de apellido compuesto, y no con un Expósito descendiente del tío nadie. No hay ningún secreto en ellos: sólo la tristeza del amor amargado, y amordazado. Tampoco hay ningún secreto en los ojos del señor Expósito, que aman a la Hastings con la fiereza y el candor de un gato doméstico. Los ojos del asesino son vacíos, de cristal negro, como los de un tiburón que sale a cazar, y sólo se vuelven humanos cuando ve el fútbol en la grada del estadio y se transfigura de pronto en alguien con sentimientos. O algo parecido. No hay secretos en los ojos del viudo, que oscilan entre la nostalgia del amor y la venganza calculada, ni en los ojos de la asesinada, la pobre, que se quedaron fijos, vidriosos, incapaces de fingir que estaban muertos. Y que, si una vez tuvieron secretos, éstos se fueron en el último suspiro. 

¿De quién son, los ojos del título?

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George Best: All by Himself

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George Best no se apellidaba Futbólez, ni Balompédez, como esos futbolistas de Mortadelo y Filemón que llevaban su oficio grabado en el nombre, y que no solían ser precisamente un dechado de virtudes. Nuestro personaje nació apellidándose Best por esos azares de la patronímica irlandesa, que es como si aquí hubiera descendido de los Cojonudo, o de los Superior. Jorge Magnífico, podríamos decir... 

    Y Best, como en los tebeos de Ibáñez, cumplió sobradamente con su destino. En los años dorados de los Rolling Stones y de los Beatles, George Best -que fue apodado El quinto Beatle por su pelo largo, su aire pop y su vida vamos a llamar "desenfadada"- fue el mejor jugador de Europa defendiendo la camiseta del Manchester United en los éxitos y la de Irlanda del Norte en los fracasos, porque sus compatriotas futbolistas -que estos sí que podrían haberse apellidado Tuercebótez o Fallónez- no daban para más en las clasificaciones de los mundiales.  

    En las imágenes de archivo -que es lo único que conocemos de George Best los futboleros posteriores- Best es un jugador eléctrico, habilidoso, que soporta con estoicismo las patadas brutales de la época. Los que le vieron jugar en directo afirman que él fue el Leo Messi de su época, y que si hubiera jugado en campos mejores, con rivales menos asesinos, y no se hubiera despeñado por los abismos laterales de su carrera, hubiera optado al galardón de mejor jugador de todos los tiempos. Pero Best, que tuvo la fortuna del apellido, tuvo la desgracia del alcoholismo, y si en los tiempos de su plenitud futbolística mantuvo el vicio a raya, y sólo se desgastaba con las innúmeras mujeres que lo pretendían por su belleza, alcanzado el sueño de ganar la Copa de Europa decidió que el fútbol ya le había dado sus mayores alegrías, y que ya era hora de gastar todo su dinero en más mujeres, y alcohol a mansalva, y automóviles que desgarraran la carretera. El resto, como él mismo dijo, simplemente lo malgastó. Como su talento, que se fue por el mismo retrete. 


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Pozos de ambición

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Durante los primeros decenios de su existencia, Estados Unidos fue un sandwich con dos rebanadas de pan sin nada por el medio. Entre las dos costas oceánicas se extendían las llanuras improductivas, los desiertos casi africanos, las moles infranqueables de las montañas. Lugares inhóspitos o peligrosos donde los indios vivían en armonía con la naturaleza. El reclamo ideal para los solitarios que venían de Europa, para los lunáticos, para los aventureros que buscaban nuevas emociones.  Ellos fueron abriendo los caminos y sembrando los campos. Matando a los oriundos y exterminando a los bisontes. La epopeya de los colonos... Luego, tras estos depredadores, llegaron los empresarios a extraer el beneficio, los obreros a ganar el pan, los pastores a cuidar las almas, los camareros a servir el whisky, las lumis a bailar el cancán, los cowboys a medirse las pistolas... Y ya último, para proteger a todo este paisanaje,  el sheriff con su estrella, y el Séptimo de Caballería con su corneta. La civilización completa.

    Eso que ahora llamamos la América Profunda la construyeron tipo -o tipejos- como este Daniel Plainview de Pozos de Ambición: hombres de pasta dura, de espíritu inquebrantable, y sobre todo, de escrúpulos indetectables al microscopio. A principios del siglo XX, con las grandes llanuras ya limpias de molestias, los hombres como Daniel buscaban el petróleo guiados por el olfato, o por la suerte, o a veces, incluso, por algún geólogo con cierta idea del asunto. Horadaban por aquí y por allá hasta que daban con un surtidor de oro negro y se convertían en auténticos capitalistas que se compraban un traje caro, una leontina de oro y un sombrero de copa para enseñar en las grandes ocasiones. 

    Leo en internet que Oil!, la novela originaria de Upton Sinclair, enfrentaba al magnate del petróleo con ideas de derechas y a su hijo de afinidades socialistas. Un drama griego que prometía grandes emociones para la película, pero del que Paul Thomas Anderson decidió prescindir para centrarse sólo en la figura del emprendedor, un hombre que desconoce el amor y desdeña las amistades porque su ego le sobra y le basta para vivir satisfecho. Pero el ego, no lo olvidemos, es un bicho carnívoro que crece en las entrañas y acaba devorando al ególatra que le dio de comer. No conoce la gratitud ni la clemencia. Y acaba convirtiendo a su portador en una cáscara vacía. 




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Todo sobre el asado

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"Para los gordos, para los flacos, para los altos, para los bajos, para los optimistas, para los pesimistas..." Así recitaba la voz del aquel argentino juvenil y jovial que nos vendía la  Coca-Cola en el anuncio inolvidable. No había target comercial, ni segmentos de público, ni gaitas en vinagre. Todo el mundo bebe Coca-Cola en Argentina, y punto. Y lo mismo en el mundo entero. El anuncio se limitaba a recordar tal evidencia con una imaginación desbordante. La iglesia universal de los adictos. 

Quince años después, en Todo sobre el asado, que es un documental inefable de Mariano Cohn y Gastón Duprat, otra voz en off, también argentina, pero esta vez más madura y más oronda, como de comilón que se echa un discursito a la hora de la siesta, nos enseña a los que nos somos de allí que en Argentina el asado también es un asunto universal para los gordos y para los flacos, para los altos y para los bajos, para los optimistas y para los pesimistas... Otra religión nacional como el fútbol que legaron los británicos, o la literatura que escribieron sus maestros de la tierra.


    Si la vaca, en la India, es un animal sagrado que nadie osa herir o matar, en Argentina, el vacuno es un dios al que se honra devorándolo en cualquier festividad de la familia o del compañerismo laboral. O incluso del onanismo particular, para celebrar un subidón de la moral, o la victoria de nuestro equipo. El asado es una eucaristía pagana donde la carne de vacuno, por obra y milagro del aparato digestivo, de los jugos y las bacterias, se transustancia en carne humana que rodea los huesos. Y conforma, de alguna manera, la idiosincrasia singular de los argentinos, aunque bien pudiera ser justo al revés. Un dilema de gallina-huevo (en este caso de argentino-asado) que queda ahí, flotando en el aire, mientras desfilan los muchos personajes de la película, unos asando en la parrilla y otros disertando sobre el filete. Otros comiéndolo con regocijo, y otros, los menos, verdaderos apóstatas de este canto a la pasión, perorando sobre el grave pecado de matar animales para ser consumidos, o sobre lo insano de una dieta sostenida básicamente sobre la carne. Ellos, los veganos, y los vegetarianos, son los malos ceñudos y mal afeitados de esta película que transcurre en el Far West de la Pampa. 



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Billy Elliot

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Para que Billy Elliot salga de su pueblo y triunfe en la Royal Ballet School de Londres, muchos otros han tenido que llevar una vida de trabajos brutales y sueños abandonados. Dejarse el lomo en la mina, la paciencia en el colegio, la ambición en el culo... Los talentosos se yerguen sobre una montaña de mediocres que somos su masa crítica necesaria. Sin nosotros, que fracasamos las 999 veces imprescindibles, ellos no podrían ascender a la cima escalando sobre nuestros hombros. Tiene que haber mil vidas desperdiciadas para que una talentosa salga del légamo y produzca algo hermoso que nos conmueva: un baile, una canción, una película, un pase de cuarenta metros hacia el extremo derecho que se desmarcaba... 

    Esa mierda positivista, voluntarista, que afirma que dentro de todos hay un talento único, insospechado, del que no tenemos noticia porque andamos ciegos, o bobos, o no hemos hecho la introspección adecuada, es eso: mierda. Crecepelo para los calvos. Pastilla para los gordos. Autoestima para los fracasados. Negocio para los traficantes de psicologías. El talento es una piedra preciosa, una flor exótica, una trufa escondida entre las setas insípidas del bosque. Una excepción de la naturaleza. La mayoría de nosotros somos filfa, morralla, clase de tropa. En último término, trabajadores prescindibles. Los talentosos no. Los Umpa-Lumpas hemos venido a este mundo para satisfacer sus necesidades: proporcionales alimentos, enseñarles el alfabeto, construirles las carreteras...  Con el sudor de nuestra frente nos ganamos el pan, y el pan de nuestra prole, pero eso sólo son los objetivos secundarios. En realidad trabajamos para que el talentoso no se pierda por el camino, y dignifique nuestra vida de homínidos que se afanan en la subsistencia. Sin la música, sin el cine, sin el arte, sin el deporte de élite que nos deja boquiabiertos, nuestra vida sería indistinguible del chimpancé que nace, crece, se reproduce y se muere sin conocer la belleza ni la exaltación del asombro. 





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Tarde para la ira

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Si la venganza es un plato que ha de servirse frío para conquistar los paladares más exigentes, el ajuste de cuentas que prepara Antonio de la Torre en Tarde para la ira es un producto que dejará satisfechos a los gourmets de morro muy fino. Una delicatessen confeccionada con extracto de bilis, reducción de rencor y mala hostia caramelizada que precisa ocho años de cocción a fuego muy lento, en los infiernos del alma. 

    Mientras llega el día del despiporre y de la última descojonación, Antonio de la Torre, el ángel vengador, mata los días jugando a las cartas, tonteando en internet, cuidando a su padre postrado en la cama del hospital. Haciéndose el tonto, el cliente, el parroquiano fiel, en el bar donde algún día se topará con el objeto hijoputesco de su odio, y dará rienda suelta a los bajos instintos de su lupara, que también lleva ocho años macerándose en un aliño escabechado de aceite y  de pólvora.


    Con la vida a medias resuelta y a medias destrozada, nuestro ángel justiciero no tiene más que cabras que ordeñar que sentarse en la terracita del bar -o en el taburete de la barra si hace mucho frío- y  esperar a que el Ministerio de Justicia, o el Ministerio del Interior, o el de su puta madre que lo parió, mueva ficha y rompa la calma chicha de esta venganza que nunca termina de concretarse. Antonio de la Torre vive la no-vida de quien en realidad inverna como un oso en su madriguera. Y aunque parece un hombre normal que tiene los ojos abiertos y los oídos atentos, su mente está en dos sitios muy alejados del presente. Uno en el pasado, donde nuestro protagonista rememora continuamente el momento traumático, luctuoso, que acabó con su vida de tipo normal y corriente;  y otro en el futuro, donde anticipa con regocijo ese día en el que se disfrazará de mosquetero de Puerto Urraco para dictar la única sentencia válida y razonable. Lo demás es un tránsito, una sala de espera, un espacio vacío. Y una película cojonuda. 


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Operación Pacífico

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Pocos días después del ataque a Pearl Harbor, a los valientes marineros del Sea Tiger les quema el ardor guerrero en el pecho. El alto mando, sin embargo, ha determinado que su submarino, que hace aguas por los cuatro costados, sea convertido en chatarra para mejor aprovechamiento de su metalamen. De pronto, estos hombres que ya soñaban con hundir barcos llenos de amarillos se han visto reducidos a meros espectadores de la gran guerra que comienza. 

    La película terminaría justo ahí, a los 2 minutos de empezar, si no fuera porque su comandante rezuma carisma por todos los poros, y porque se parece mucho a un actor de Hollywood llamado Cary Grant. El comandante Sherman, tirando de labia y de presencia, conseguirá que sus superiores autoricen la reparación de su sumergible, aunque uno sospecha que los gerifaltes -en absoluto secreto, of course- han condescendido porque anhelan que un caza japonés lo hunda de un bombazo y les ahorre los costes del desguace.


    Sea como sea, el Sea Tiger se hace a la mar y emprende sus aventuras bélicas más bien poco lustrosas, porque los japoneses andan ocupados invadiendo otros atolones. La verdadera batalla cotidiana consiste en mantener la tartana a flote -o a subflote, según las circunstancias- robando repuestos por aquí y por allá. Todo es hombría a bordo del Sea Tiger -herramientas y grasa, hacinamiento y cartas de novias, algún porculamiento clandestino en los recovecos de la maquinaria- hasta que un buen día, haciendo escala en la isla del Quinto Pino, la marinería recoge a unas miembras del ejército que habían quedado abandonadas. Las damas -porque esto es una película de Hollywood- son todas de rompe y rasga, rubísimas y esbeltas, y aunque la que menos tiene el grado de sargento, y podría hacer uso de sus galones, a la hora de la verdad -porque esto sigue siendo una película de Hollywood, recordemos-, cualquier marinero raso puede piropearlas o frotarles la cebolleta en el pasillo angosto sin ser castigado a pelar patatas, o a fregar los suelos con el cepillo de dientes.

    Desguazada la disciplina militar, los otrora aguerridos marineros se convierten en una banda de rijosos que se matan a pajas por los rincones, descuidan el mantenimiento elemental de la maquinaria, y yerran disparos como niños con una escopeta de feria. Y ya finalmente, en el paroxismo del sexo reprimido, pintan el Sea Tiger de color rosa para hazmerreír de toda la flota del Pacífico, e indignación mayúscula de los gerifaltes anteriormente mencionados, que ahora sí, fingiendo confundirlo con un submarino japonés, deciden aplazar la guerra por un rato y dedicar todos los recursos disponibles para hundir ese cachondeo flotante que se ha convertido en Priscilla, la reina de los mares.


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Negociador

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Los crímenes de ETA acapararon durante años las portadas de los periódicos y las aperturas de los telediarios. Y eso fue así, como quien dice, hasta ayer mismo. Todos los que hemos nacido sin un teléfono móvil en las manos recordamos aquel goteo incesante de muertos en las calles. 

Sin embargo, ahora que cesaron, aquellos terrores ya nos parecen lejanísimos, como asuntos en blanco y negro que narrara Victoria Prego en un documental de la Transición con imágenes descoloridas y voces de gramófono. Un día nos levantamos de la cama y ETA, tras un baile de máscaras, había dejado de existir. Casi con un chasquido de dedos, después de tanto dolor, y tanta negociación fallida, t tanto Movimiento Vasco de Liberación Nacional que dijo José María Ánsar  el mismo día que proclamó que a él nadie le contaba los vinos que podía tomar antes de coger el volante. El tsunami de la crisis económica nos devolvió a todos -asesinos de ETA incluidos- a la dura realidad de llegar a fin de mes, como en los tiempos anteriores a Sabino Arana. Los antiguos batasunos se habían convertido en políticos corrientes y molientes que gestionaban hasta el último céntimo de los presupuestos municipales, y la lucha armada, en ese escenario tan pedestre y tan poco romántico, había dejado de tener sentido.

    Negociador hace una versión muy libre de lo que sucedió en aquellas negociaciones -¡qué digo, diálogos!- que entabló Jesús Eguiguren primero con Josu Tornera, y luego con el exaltado de Thierry, en la trastienda francesa del año 2005. Cuenta qué hacían aquellos interlocutores cuando se levantaban de la mesa y lidiaban con el vacío de las horas muertas. Porque, al fin y al cabo, ellos eran seres humanos con sus necesidades alimenticias y sexuales, sus teléfonos móviles sin cobertura y sus dineros contados para los gastos de intendencia. En la mesa que supervisaban los mediadores internacionales todo eran indirectas y desacuerdos, puyas y contradicciones; pero luego, en el hotel compartido, a la hora del desayuno, el encierro de los días les animaba a charlar sobre las cosas tontas de la vida: que si vaya día que hace, que si viste la película de ayer, que si cómo quedó el Athletic de Bilbao... Y son estas banalidades, no lo olvidemos, las que terminan uniendo a la gente. Quizá no lleguen a forzar amistades o simpatías, pero sí, desde luego, quitan las ganas de matar. O de odiar. Y eso ya es mucho. 



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Verano 1993

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Hubo un tiempo en que los niños vagábamos alegremente durante el verano, en pandillas de amigos; o nosotros solos, cazando los gamusinos de nuestra imaginación. Los que nos quedábamos en la ciudad por falta de posibles salíamos a los parques, a jugar al fútbol, o a descalabrarnos en los columpios, o caminábamos por las calles jugando al pilla-pilla, o al esconderite, o a hacer simplemente el gilipollas, que es la tarea fundamental de cualquier niño sano antes de que la vida le pegue un grito y lo cuadre en su sitio, como un sargento chusquero. 

    Los que tenían la fortuna de veranear en casa de los abuelos o en al apartamento alquilado, hacían nuevas amistades en el exilio y rápidamente se lanzaban a explorar los alrededores, escalando montículos, jugando en la arena, adentrándose en las selvas impenetrables de los bosques cercanos. Los niños de entonces éramos de otra pasta. Y nos criaban de otra manera. Todo eso fue antes de que la niña Madeleine fuera secuestrada en Portugal y la psicosis se extendiera como un virus entre la progenitura acojonada. Antes de que los cacharricos digitales nos volvieran a todos imbéciles y ermitañescos.

    Los veranos de los niños eran como este que pasa la niña Frida en Verano 1993: al aire libre, al descuido permisivo de los mayores, perdiendo el tiempo, tomando el sol, enredando con cualquier cosa. Sin guion. Casi como el sin-guion de la película, que en apariencia sólo es una sucesión de retazos estivales, con la niña en primer plano y los adultos casi siempre en segundo, un poco como en Verano Azul, solo que aquí la niña no tiene más que una prima pequeña para jugar, y en el Ampurdán no hay barcos de Chanquete a no ser que Fitzcarraldo los arrastre por las montañas. Lo que se ve en la película es una absoluta banalidad. Un pequeño coñazo, si me permiten. Lo importante es lo que no se ve, lo que sólo se intuye tras las puertas cerradas, tras las ventanas corridas: los silencios de los adultos que guardan el secreto. Y el fantasma de una madre que no está, y que recorre todo el metraje ululando su silencio. 






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La pantera rosa

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La pantera rosa iba a ser un vehículo de lucimiento para David Niven, que era un galán muy cotizado de la época. También un refrendo internacional para Claudia Cardinale, que era la actriz italiana más deseada de 1963 (y mira que había, por aquel entonces, actrices italianas que elevaban la moral del respetable). 

    Ocurrió, sin embargo, que David Niven ya no estaba para hacer el saltimbanqui por las cornisas, disfrazado de ladrón con antifaz de golfo apandador. Ni estaba, tampoco, para seducir a actrices bellísimas que casi podrían ser sus nietas. Y la Cardinale, por su lado, le tocó lidiar con las escenas más aburridas del guion, sin un mal escotazo que pusiera el solaz en nuestra mirada. Así que fueron dos personajes secundarios, el inspector Clouseau y la propia Pantera Rosa, los que aprovecharon la inanidad de los principales para comerse la película, tanto que la usurparon, y la trascendieron, y lanzaron dos spin-offs muy rentables que pasaron a la cultura popular de la comedia.

    El personaje del inspector Clouseau iba a ser el secundario encargado de hacer el merluzo, de meter la pata, de llevarse los golpes idiotas y las caídas tontorronas. Un Mortadelo, o un Filemón. Pero Peter Sellers, que en cualquiera de sus películas atraía la atención como un niño mimado, creó un personaje que todavía nos hace reír con sus gansadas básicas, de slapstick tontuno, pero tan bien trabajadas que da gusto verlo. Su inspector Clouseau, junto al  dibujo animado de la Pantera Rosa, que pasó de ser un defecto cristalográfico a un maestro de ceremonias, amenizaron muchas aburridas tardes de mi infancia, que se volvían más joviales cuando Blake Edwards estrenaba una nueva secuela en las pantallas de cine, o cuando en la tele de nuestro salón aparecía un coche futurista conducido por un niño del que salía la Pantera Rosa por una puerta de apertura vertical. 

    En nuestro televisor en blanco y negro, el bólido de color rosa parecía de color gris, aburrido y desvaído, pero los pastelitos de la Pantera Rosa que comprábamos en el kiosco para amenizar la función sí eran de un color indudable, brillante, casi diamantino. Esos pasteles de sabor indescifrable y adictivo, cargados de malos nutrientes hasta la última miga de su ser industrial, fueron otro goloso spin-off que surgió de la película de Blake Edwards. 


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Noches de sol

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La suerte que tuvieron los españoles de 1898, cuando entraron en guerra con los americanos -o más bien cuando los americanos entraron en guerra con ellos-, fue que el cine aún no había salido de los cafés parisinos donde los hermanos Lumière proyectaban sus documentales, y George Méliès hacía magia con sus fotogramas.

    De haber existido la maquinaria de Hollywood en la guerra de Cuba, los españoles habrían salido tan mal parados como los rusos en las películas de la Guerra Fría. En los retratos más amables, los ruskis eran tipos indolentes, chapuceros, funcionarios con lamparones en las chaquetas que agarrados a la botella de vodka dirigían un país en el que nada funcionaba, la gente se moría de frío y las ojivas nucleares sólo eran supositorios de cartón piedra que asustaban a las viejas de Wisconsin. En los retratos más hirientes, los bolcheviques eran unos comunistas de tomo y lomo que llevaban la psicopatía inscrita en el ADN, porque quien no descendía de los hunos descendía de los mongoles, o de los vikingos varegos, todos pueblos sin civilizar que te sacaban el hacha -como ahora la hoz y el martillo- por un quítame allá esas pajas en las negociaciones.


    O un idiota, o un asesino: ningún ruso se escapaba de estos clichés que tanto rédito dieron en las taquillas del ancho mundo. O el embajador soviético que hacía el imbécil en Teléfono Rojo, o el Iván Drago de Rocky IV que no contento con ir ganando la pelea quería matar a golpes al bueno de Balboa. Bueno, sí, rectifico: había unos rusos respetables, encomiables, trufas escasísimas entre tantas setas venenosas o de escaso valor nutritivo, que eran aquellos que tenían el valor de desertar del Imperio del Mal -como el bailarían Nikolai Rodchenko de Noches de sol, que es un autohomenaje masturbatorio perpetrado por Mijail Baryshnikov- y que aprovechaban una gira del Bolshoi, o un amistoso del Spartak de Moscú, para acogerse a la beneficencia capitalista del Imperio del Bien, donde los perros se ataban con longaniza, los medios de comunicación no soltaban las mentiras del Pravda, y las ojivas nucleares llevaban plutonio verdadero, cien por cien explosivo, científicamente testado sobre dos ciudades casi olvidadas del Japón. 



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The Artist

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A medida que The Artist ganaba premios por los festivales de medio mundo, y las radios y las revistas se iban llenando de alabanzas antes de su estreno, nosotros, los cinéfilos de la oreja estirada, teníamos la mosca detrás de la misma porque una película así, por muy cojonuda que fuera, no dejaba de tener el inconveniente de la mudez anacrónica. De los franceses desconocidos. Todos sabemos que las películas mudas, cuando son comedias, han resistido el paso del tiempo, y uno se entrega a ellas con una sonrisa permanente en la boca, admirado de sus ocurrencias o de sus acrobacias; pero que cuando las películas silentes son dramáticas, o de trasfondo social, el bostezo irreprimible, el aburrimiento inconfesable, asoma incluso en la boca del cinéfilo más contumaz.

    Cuando The Artist llegó a las pantallas de nuestras provincias, a los cinéfilos se nos cayeron los prejuicios al suelo, y disfrutamos de una película original, cojonuda, charmant, a falta de un adjetivo en castellano que ahora no me sale, y en afrancesado homenaje. The Artist llegó incluso a emocionarnos, en la escena del suicidio que recorría la música de Vértigo, y salimos del cine imitando los pasos de baile de la Bejo y del Dujardin, que además son guapos de cojones, los muy jodíos, que parecen tal cual actores de los años veinte, estilosos y pluscuamperfectos. Fueron muchos, también, los que habiendo jurado no tener jamás un perrete -porque hay que darle de comer y sacarle de paseo todos los días- se lo iban pensando camino de casa, seducidos por las tontacas tan graciosas que hacía Uggie, el Milú inseparable de George Valentin.


    The Artist nos gustó, nos encandiló incluso, pero la olvidamos rápidamente. Casi siete años después la he rescatado de una olvidada caja de DVDs, haciendo la mudanza de mis bártulos. En aquel año del Señor de 2011, en el último esplendor de mis días en la hierba, había una película impecable que sólo me gustó a mí, y al vecino del quinto: se llamaba Moneyball, la escribía Aaron Sorkin, la dirigía Bennett Miller y la protagonizaba Brad Pitt. Iba de un entrenador de béisbol que aplicaba un algoritmo matemático para renovar su plantilla de veteranos perdedores. Era una puta obra maestra. Yo le hubiera dado el Oscar sin remordimientos. Ya nadie la recuerda. Soy un cinéfilo lamentable, atravesado y conservador. Un esbirro del Imperio Americano. Un abducido.



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Veredicto final

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Como era un hombre muy guapo y tenía ojos azules de quitar el hipo, Paul Newman, siempre vivió bajo la sospecha de vivir sólo del cuento, de lucir sólo el palmito. Le tuvieron que salir pelos en las orejas, y bolsas bajo los ojos, y una expresión de hombre muy vivido en la mirada, para que los tuertos empezaran a verle como un actor de la hostia, todoterreno, lo mismo en la comedia que en el drama, No sé si un actor del método o un talento de la naturaleza, pero un actor como la copa de un pino. Un señor respetable, cincuentón largo, de canas lustrosas, ya de vuelta de los premios que nunca le concedían, al que Sidney Lumet ofreció el papel principal en Veredicto final. El actor idóneo para dotar de dignidad a un personaje que al principio de la película no la tenía, pero que la buscaba afanosamente para redimir su pasado de abogado chanchullero. De leguleyo que siempre prefirió el acuerdo entre bambalinas a la esgrima ante el jurado. De picapleitos que siempre eligió la comisión a la justicia, el dinero fácil a la satisfacción plena. 


    Frank Galvin vive el crepúsculo muy poco glorioso de su carrera, ya más borracho que lúcido, ya más ausente que presente, hasta que un caso de los que nadie en su sano juicio aceptaría -porque la demanda es contra un hospital de la Iglesia, y unos abogados no quieren arder en el infierno, y otros no se atreven  a ser aplastados por la milenaria institución- le concede una última oportunidad de recuperar el orgullo y la decencia. Galvin seguramente morírá alcoholizado, o depresivo, o llevado por un mal cáncer de la tristeza, en un fallo multisistémico por la mugre que se acumula. Pero quiere morirse con el título de licenciado limpio de polvo y manchurrones. Ante la pobre chica que yace medio muerta en el hospital, víctima de una negligencia médica, Galvin, como en una revelación religiosa, como en el despertar de una pesadilla etílica, se caerá del caballo negro que lo llevaba camino de Damasco y se subirá a un corcel alado que lo llevará en volandas hacia la búsqueda de la Verdad.

    Mientras Paul Newman cambia de caballo, y clava su papel de abogado redimido, la inquietante Charlotte Rampling clava su turbia mirada en sus espaldas...




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Días de vino y rosas

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No duran mucho tiempo los días de vino y rosas, decía el inmortal poema de Ernest Dowson, que dicho así, con esta seguridad doctoral de libro de texto, me disfraza de bloguero muy leído, muy informado de las cosas literarias, cuando en realidad he tenido que buscar el dato en la Wikipedia que a todos nos iguala, a los incultos y a los letrados, a los que suspendían y a los que empollaban. Al final, gracias a este enorme chuletón que nos han regalado las nuevas tecnologías, se ha cumplido la profecía que anunciaba el tango Cambalache, y ya da lo mismo ser un burro que un gran profesor.



    Los días de rosas, en efecto, se pueden contar con los dedos de una mano -de dos si hay mucha suerte- porque el amor se marchita a la misma velocidad que los pétalos de las flores. Pero los días de vino, ay, para desgracia del matrimonio Clay, que pimplan y pimplan botellas de licores mucho más fuertes, duran años de tragedia matrimonial, de curdas hasta las tantas. De discusiones entre alientos que hipan y cuerpos que se tambalean. Porque al principio, de novietes, cuando los Clay todavía no eran tales, sino el señor Clay y la señorita Andersen, agarrados a la copichuela se echaban unas risas de la hostia, y veían la vida con una alegría que magnificaba todo lo bueno y relativizaba todo lo malo. Pero luego, otra vez ay, pasados los meses, la botella ya era para ellos un adminículo tan imprescindible como las gafas para ver, o el sonotone para escuchar, y sin ella ya no atinaban ni a poner un plato sobre la mesa, ni a centrar una meada en el cráter del retrete. Porque el cuerpo se les acostumbró, y el hígado se les aclimató, y casi sin darse cuenta terminaron jodiéndose primero los modales, y luego las responsabilidades, y ya finalmente la vergüenza. Perdieron para siempre aquella alegría de vivir que les salía pura del alma, cristalina como el agua del manantial, sin alcoholes añadidos, cuando gozaban de la felicidad verdadera de la juventud. 


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La boda de Rachel

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No hace mucho tiempo que en los bosques de Hollywood crecieron como setas las películas que llevaban la palabra "boda" en el título. Fue una especie de fiebre matrimonial que encendió las plateas y recalentó los reproductores de DVD. Las damiselas de las películas casi nunca se casaban vírgenes, y casi nunca se desposaban por lo católico, pero en el Vaticano, y en otras jerarquías de lo viejuno, muchos sonrieron complacidos ante este revival insospechado de la sagrada institución. Tras esa fachada de comedias románticas se escondía un mensaje algo rancio, naftalínico, como de una época ya superada, y uno veía con sorpresa cómo las mujeres del siglo XXI, como las bisabuelas del siglo XIX, volvían a perder el oremus con tal de casarse como fuera para realizarse como féminas.


    En aquella fundición que no paraba de producir anillos de compromiso,  La boda de Rachel parecía una película más que aprovechaba el rebufo de los vientos. En su póster promocional, además, aparecía el rostro desvalido y hermoso de Anne Hathaway, la chica princesa de Hollywood, lo que dejaba poco lugar para la sorpresa de los sentimientos. Sin embargo, la película de Jonathan Demme salió diferente a todas las demás. Había novia enamorada, sí, y novio enamorado, y jardín idílico en el que desposarse, y catering preparado, y flores de cien colores, y músicas repensadas, y saris que ceñían los cuerpos juveniles de las damas de honor. Mucho buen rollo entre los invitados, y una cámara muy sabia que iba recorriendo la fiesta con sentido del humor. Pero los personajes de La boda de Rachel, aunque celebraban una fiesta del amor, vivían traspasados por la melancolía, por la ambivalencia de los sentimientos. Hoy toca jolgorio, sí, pero mañana ya veremos, y del pasado preferimos no hablar para no joder la fiesta por la mitad. En las familias las personas se aman y se odian al mismo tiempo. Hay cosas que se olvidan pero no se perdonan, y cosas que se perdonan pero no se olvidan. Quedan resquemores de la infancia, encontronazos de la adultez, envidias cochinas y asuntos sin resolver. Queda la vida, monda y lironda, con toda su crudeza y toda su belleza. A la mañana siguiente, tras la noche de bodas -que ya es un concepto trasnochado y carente de sentido, la vida sigue más o menos como estaba, en lo bueno y en lo malo, aunque ahora sea con un anillo dorado reluciendo en el dedo. 


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Los 400 golpes

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Yo pensaba que los cuatrocientos golpes eran los cuatrocientos puntapiés que la vida le iba propinando al pobre Antoine Doinel, el niño que comprende que en casa ya es una molestia, y en el colegio un sospechoso habitual, así que decide probar fortuna por las calles de París, adornadas para la Navidad, haciendo pellas por los cines, por los parques de atracciones, durmiendo en almacenes y desayunando la leche embotellada que roba de los portales.

    Ésa era, al menos, la traducción que yo siempre me había hecho del título, tan enigmático, tan significativo en la historia del cine, hasta que hoy, que he vuelto a ver la película, y me he dado un garbeo por los foros de los entendidos, encuentro que la expresión francesa "Les quatre cents coups" proviene de los 400 cañonazos -que no golpes- que un día soltó Luis XIII contra los protestantes de Montauban, dejando al libre albedrío de las balas que murieran los adultos recalcitrantes o los niños que no habían sido bautizados en la fe verdadera.





    Los cuatrocientos golpes de Luis XIII terminaron siendo -por esos derroteros que a veces toman los idiomas- las travesuras que perpetran los niños descarriados, que rompen las urbanidades por el puro placer de conculcarlas. Y trastadas, a decir verdad, en la película, Antoine Doinel comete unas cuantas. Otra cosa es que nos embarquemos en una discusión de esquema gallina-huevo sobre si Doinel es un niño rebelde porque el mundo lo hizo así, como años después cantara su compatriota Jeanette, o si la rebeldía que se esconde tras esa cara de niño perplejo y dolorido viene tan incrustada en su carácter que, sin ella, Doinel ya no sería Doinel, sino otro personaje que nos conmovería bastante menos. Un niño normal, cumplidor, querido por sus padres y respetado por su maestros, de vida anodina, muy poco noticiable, nada cinematográfica. Un niño así jamás se escaparía del reformatorio para ver el mar, y nosotros no lloraríamos como tontos en la última escena de la película sin saber muy bien el motivo.



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