De óxido y hueso

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Siempre hay un roto para un descosido, decía mi abuela cuando se hablaba de que fulano de tal había conocido a mengana de cual, dentro de la familia, o en el vecindario, o en alguna película que pasaban por la tele los sábados por la tarde, que era el día que ella venía a visitarnos para darnos su propina misérrima -que apenas daba para comprar un sobre de cromos- y para enseñarnos las cosas de la vida a golpe de refrán y de dicho popular, que lo mismo servían para afirmar una cosa que la contraria, según el talante del momento, y el destinatario de la sabiduría.



    Si mi abuela hubiera visto De óxido y hueso -o al menos el inicio, hasta la primera escena de desnudo- habría repetido sin duda lo del roto y el descosido, para hacer una metáfora de este amor desgarrado y necesitado. Pero es que además, en este caso, la metáfora hubiera sido descripción de los protagonistas, porque Alain está literalmente descosido, a hostias, por dentro y por fuera, en su trabajo de boxeador clandestino, y Stéphanie literalmente rota, por las rodillas, después de que una orca le seccionara las piernas en el acuario donde trabajaba. Aquí nadie va a bailar a orillas del Sena, ni a subirse a las farolas mientras llueve. No hay colores en los paisajes, ni sonrisas en las caras. Todo eso vendrá después, a su debido tiempo… Cuando se conocen, Alain y Stéphanie, el descosido y la rota, ya no sueñan con encontrar el amor verdadero, y se encaran, y se encaman, y se confían, con el temor terrible de ser rechazados en cualquier instante. ¿Quién les va a querer, tal como están, tal como viven? La publicidad vende que el amor nace entre personas risueñas y construidas, y ellos no están ahora mismo para esas alegrías y arquitecturas. Y sin embargo, sienten la necesidad de amar, y de ser amados. Quieren sanar. Pero no quieren hacerlo en la soledad de sus apartamentos, mirando por la ventana.  Ellos ahora están cubiertos de óxido -erosionados y jodidos-, pero también son de hueso, fuertes a su manera, y el hueso sustenta la carne, y la carne el deseo, y el deseo el amor…



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Diario de un escándalo


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“Con el paso de los años la percepción de la propia edad se desconecta de la edad verdadera. La edad verdadera sigue avanzando pero la percepción se detiene, no en la plena juventud, sino más tarde, en torno a los cuarenta años”.

    Esto lo escribió una vez Antonio Muñoz Molina -no Marujita Díaz, que en paz descanse, ni Sara Montiel, que lo mismo digo- y cuando lo leí, pasados con creces mis cuarenta años, me reconocí al instante en sus palabras. Y aún más: porque yo, en mi fuero interno, vivo instalado en una hoja muy anterior del calendario, en un martes o miércoles de Copa de Europa de hace quince o dieciséis años. El Real Madrid las pasaba canutas en el Westfalenstadion de Dortmund, a punto de ser eliminado con deshonra en la fase de grupos, y yo, que por entonces ya era padre, y marido y funcionario sin tacha, comprendí, mientras me mordía las uñas y me revolvía nervioso en el sofá, en un momento de lucidez único que sólo volveré a tener en las cercanías de la muerte, que nunca saldría de esa tontuna, de ese apego a la nadería. Que la vida pasaría, pero que yo sería más o menos el mismo de siempre hasta el cese de las constantes vitales: Álvaro Rodríguez, nacido en León, exiliado en el Bierzo, con sus gracias y sus desgracias, sus bondades y sus defectos, y que la madurez era una aspiración imposible que no iban a prestarme ni las canas ni las arrugas, espejismos en el espejo.



    Al personaje de Judi Dench, en Diario de un escándalo, le pasa algo parecido con la percepción de su propia edad. Pero ella, a diferencia de Antonio Muñoz Molina, y de yo mismo, y de otros muchos y muchas que padecemos el mismo fenómeno disociativo, parece vivir en la inopia de tal incongruencia. Ella no va por la vida consciente de su desfase horario, de su impostura con la edad. No se reconoce en el espejo, no le echa ironía al asunto, y una mañana tontorrona, a principios de curso, viene a enamorarse de la compañera más joven y más guapa del claustro de profesores. De la mujer más improbable e inalcanzable. Nada grave, en realidad: un secreto, un amor imposible, un alivio solitario entre las sábanas si no fuera porque la mujer amada comete un error inverosímil, un desatino de manual, y queda a merced de quien la ama desde el rencor y el deseo, la admiración y la maldad…



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La noche de 12 años

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De entre todos los tipos que nunca seré -como cantaba Joaquín Sabina en La del Pirata Cojo- me hubiera gustado ser guerrillero en Sudamérica, en la época de las revoluciones fallidas, para seguir el camino marcado por el Che Guevara. Hacer de Cuba no la excepción, sino el primer hito. Ser un héroe para los pobres, para los parias, para los esclavos del capital. Dejarme barba, vestir con boina, planear golpes de mano con los camaradas. Imprimir octavillas, moverme en secreto, viajar con pasaportes falsificados. Ser cortejado por mujeres hermosas que vieran en mí al hombre ideal, homérico, generoso. Que ellas me enredaran los rizos del pecho mientras yo les hablaba de mis batallas por los montes. Una aventura peligrosa y excitante: a un lado, la posibilidad de la victoria, de la gloria, del cambio histórico; al otro lado la muerte, la detención, la tortura en la cárcel. La mierda y las ratas. La locura y la soledad. La vida peor que la muerte…




     Pero ya digo que nunca seré ese tipo llamado Álvaro Guevara, o Álvaro el Tupamaro, porque ahora no toca, y porque, aunque tocase, en un cataclismo improbable que nos devolviera a las barricadas, el Álvaro real, el Rodríguez de toda la vida, vive convencido de que si los proletarios nos liamos a hostias vamos a salir perdiendo. No es una cuestión de ética, sino de estrategia. Sólo en los bares, ante los conocidos, con alguna cerveza en el coleto, me pongo bravucón y un poco idiota, añorando a Lenin subido en el tanque...

    El Álvaro real, además, el que se mira al espejo y deja de soñar con guerrillas quiméricas mientras ve La noche de 12 años, opina, como Boris Grushenko, que en una guerra sólo podría ser prisionero. O me conozco muy mal, o ante la primera llamada de reclutamiento me haría más el sueco que el uruguayo. Me ofrecería, como mucho, a colaborar con los pasquines, con la intendencia, a llevar y traer el pan a los compañeros, gilipolleces muy poco comprometedoras para mi pellejo. No tendría los cojones de estos tres tipos de la película, que permanecieron vivos donde otros hubiéramos claudicado al tercer día. Los admiro, los envidio, me hubiera gustado ser como ellos en el universo paralelo de la valentía y del compromiso ciego.




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La fábrica de nada

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Los tanques del Pacto de Varsovia aplastaron las revoluciones de los checos y las protestas de los húngaros, que eran pueblos desarrollados que aspiraban a llevar el tren de vida occidental. Incluso los comunistas de aquí bramaban contra aquella violencia cuando la noticia salía a cuatro columnas en el ABC, y a ocho, en El Alcázar,  y tenían que reconocer, por lo bajini, en el conciliábulo del Partido, que los rusos hacían muy poco por vendernos un socialismo de rostro humano.

    Sin embargo, con el paso del tiempo, al final hemos comprendido que los tanques de la estrella roja estaban más bien para protegernos a nosotros, a los currelas de la OTAN, que durante varias décadas inolvidables gozamos de sueldos decentes y atenciones preferentes. Mientras existieron, engrasados y armados hasta los dientes, listos para recorrer las estepas de Europa y plantarse al pie de los Pirineos, los tanques soviéticos mantenían acojonados a nuestros empresarios y a nuestros tecnócratas. Y a los militares, también, que por si acaso se callaban las ganas de vociferar guerras santas contra los eslavos. El Terror Rojo que cada día anunciaba la prensa era exagerado, propagandístico, casi caricaturesco, pero obraba su magia. Cuando un empresario occidental tenía la tentación de saltarse una negociación o un convenio colectivo, luego, por la noche, sufría la pesadilla de un soldado soviético clavando la bandera roja en su terraza con vistas a la ciudad.



    Pero las pesadillas de los ricos desaparecieron hace treinta años, con la caída del Muro de Berlín. Cautivos y desarmados los ejércitos del comunismo, los empresarios de este lado del Telón empezaron a jugar con nosotros como niños con sus muñecos de Playmobil. Y con el cuento de la deslocalización, y el despertar de los tigres asiáticos, nos dieron la puntilla y nos sacaron a empujones de las fábricas y de los astilleros para servir mesas y vender thermomixes por teléfono. Los obreros portugueses de La fábrica de nada son los últimos de Filipinas. O de las Azores, mejor dicho.



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Un profeta

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Lo importante, en la vida, ahora que casi todo el mundo viaja por negocios, o hace turismo, o cruza las fronteras para buscar alimento, es saber idiomas. Manejarse con soltura en la lengua del Imperio, como en los tiempos de Roma, y luego conocer los tres parlamentos básicos de los pueblos que perdieron la guerra mundial. El inglés se ha convertido en el esperanto que un día soñara L. L. Zamenhof, aquel tipo que nosotros admirábamos en la EGB porque le cabía un idioma completo en su cabezón de las fotografías. Una neolengua sacada de la manga que tenía su gramática, su vocabulario, su extraña fonética que le emparentaba con todos los idiomas y al mismo tiempo con ninguno. Nuestros hijos ya no tienen ni puta de idea del sueño del esperanto, pero quizá lleguen a ver la expansión imparable del chino, que tarde o temprano adornará nuestros escritos y embellecerá nuestros poemas. Algún día, no muy lejano, los occidentales olvidaremos que una vez existieron las letras y los fonemas, y las faltas de ortografía parecerán cosas de un pasado medieval.



    Pensaba todo esto mientras veía Un profeta, la película de Jacques Audiard que nadie cita cuando se habla de enaltecer el género carcelario. Nos hemos quedado en Cadena perpetua, en El hombre de Alcatraz, en La leyenda del indomable, que están muy bien, que son clásicos indiscutibles, pero que quizá habría que ir mencionando junto a otros títulos igual de meritorios. En Un profeta, Malik, el protagonista, que  no sabe ni papa de inglés ni de chino porque lleva toda la vida encerrado en los reformatorios,  maneja, sin embargo, los dos idiomas imprescindibles para salvar el pellejo en el trullo. El árabe, por parte de padre, y el corso, por parte de madre, que son, para su fortuna, los dos salvoconductos con que se trafican las influencias y las corruptelas. Los que sólo hablan francés en la cárcel se limitan a poner el culo en las duchas, y a ejercer de puching-balles en las peleas.  Los que sólo hablan árabe, o corso, tarde o temprano caerán en la reyerta navajera o en la sobredosis sospechosa. El único bilingüe de la función será el animal que mejor se adapte al ecosistema de los mil reclusos en la cárcel de Babel.



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La insoportable levedad del ser

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“Éste es uno de los principales inconvenientes de la extrema belleza en las chicas: sólo los ligones experimentados, cínicos y sin escrúpulos se sienten a su altura; así que los seres más viles son los que suelen conseguir el tesoro de su virginidad, lo cual supone para ellas el primer grado de una irremediable derrota”.

    He recordado esta cita de Michel Houellebecq mientras veía La insoportable levedad del ser en la insoportable tristeza del domingo. Un domingo sin fútbol decente, sin lectura absorbente, sin un amor para salir de paseo… Un domingo que termina enroscándose sobre el pecho como una boa, y que a la hora del crepúsculo decides asesinar del todo con una película que presumes aburrida, pero que lleva varias semanas tentándote desde la estantería. Con su título -tan bonito y tan kunderiano- y con su contenido, que uno recuerda de alto voltaje erótico, y que ahora, la verdad, treinta y tantos años después, más allá de la incuestionable belleza de Lena Olin desnuda, y de Juliette Binoche ofrecida, le deja a uno más maravillado que excitado, por esas cosas de la edad.



    La cita de Houellebecq, por supuesto, habla de Tomás y de Tereza. Del neurocirujano que explora más vaginas que cerebros y de la chica inocente, atolondrada, que se enamora de él pensando que una vez conquistado ya no conocerá más cuerpo que el suyo, más confidencias que las suyas. Tereza llorará, vagará por las calles, intentará suicidarse cuando  descubra que Tomás no va a renunciar a sus amantes. Tereza no entiende que los hombres atractivos, seguros de sí mismos, que convocan la admiración varias veces al día, jamás dejan descansar el instinto. Que las mismas virtudes que los vuelven irresistibles los vuelven traicioneros, y que ese círculo de amor y sospecha puede acabar con cualquiera que caiga bajo su encanto  (o ése es, al menos, el discurso que hemos hilado los hombres menos atractivos para denigrar a estos conquistadores que tanto envidiamos).

    Tereza dará marcha atrás, tratará de olvidarlo, pero una mujer enamorada de verdad nunca se va del todo. Regresará a su lado sabiendo que, como mucho, ella será la primus inter pares. Lo que no había previsto es que ese gesto rendirá el castillo de Tomás, que parecía inexpugnable, y que terminada la guerra de los afectos empezará una época de felicidad insospechada, a su lado, sobre su pecho, sonriendo ya sin temor…



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La escafandra y la mariposa

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Un segundo antes del colapso, Dominique Bauby era un hombre envidiable, redactor jefe de la revista Elle, triunfador de la vida y de las mujeres, desenfadado y guapo cuando conducía sus coches deportivos cerca de Montecarlo. Un segundo después del colapso, Dominique Bauby se convirtió en el personaje de cuento de terror: uno que alguien podría haber narrado en aquellas veladas góticas de Mary Shelley, donde nacían monstruos de la imaginación calenturienta.

    Tras sufrir un accidente cerebro-vascular, Dominique quedó cautivo de sí mismo, paralizado, incapaz de hablar, condenado a una existencia casi de coliflor con inteligencia agudísima. Las primeras escenas de La escafandra y la mariposa son perturbadoras, como puñetazos al estómago y a la conciencia. Pero también tienen algo de terapéutico, de cura de humildad, porque quitan las ganas de seguir compadeciéndose de uno mismo. Mis desdichas particulares palidecen ante la desgracia de este hombre que sólo conservaba un ojo para comunicarse con el mundo, un parpadeo para decir sí, dos parpadeos para decir no. Yo, al menos, en mi desventura personal, aún puedo sonreír, hablar, caminar, mantener erecciones interesantes…



    Y aún así, derrumbado, deseando morir en los primeros meses de su parálisis, Dominique, que era uno de los fuckers más solicitados de París, no puede impedir que el instinto aflore cuando sus logopedas se acercan para instruirle en un nuevo sistema de comunicación. Dominique las valora con su ojo intrigante, las sopesa como posibles amantes en el futuro imposible de su recuperación. Las desea con su cuerpo inmóvil, con su pene marchito, con sus manos crispadas para siempre… Dos segundos después, de regreso a la lucidez, siente la náusea renovada, el horror inconsolable de quien se sabe medio muerto en vida. Pero justo antes de sumergirse en la locura, Dominique descubre el refugio de su imaginación, donde puede amar libremente a todas las mujeres que desee, y seguir esquiando en los Alpes, y bersar de nuevo a sus hijos antes de acostarse…



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Deseando amar


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Deseando amar… Yo pensaba, en la simplicidad de mis filosofías, que todos éramos un poco como estos hongkoneses de la película, incapaces de soportar por mucho tiempo el vacío de una cama. Yo pensaba, hasta hace poco, que quien vivía en soledad, sin pareja, era porque no tenía otro remedio y vivía el paréntesis forzoso entre quien estuvo y quien estará. Que sólo los monjes y las monjas -y ni siquiera ellos, porque el acicate del deseo es universal- vivían voluntariamente en la renuncia y el retiro. Pero ahora, a los 47 años, estoy descubriendo que muchos de mis coetáneos han decidido entregarse a la soledad como quien se retira a la isla desierta del cocotero, a ver los barcos pasar, sin interés ya en subirse a ninguno. Que piensan, como la presidenta de Tourvel en Las amistades peligrosas, que:

    “Cree vmd., o finge creer, que el amor conduce a la felicidad verdadera; y yo estoy tan persuadida de que causaría mi desdicha, que no quisiera oír ni siquiera su nombre”.



    En las páginas donde se busca pareja los hombres triplicamos en número a las mujeres. De adolescentes educamos muy mal a nuestro deseo, dándole rienda suelta cada vez que protestaba, y así, como quien malcría a los hijos, nos ha salido una apetencia que ahora nos tiraniza y nos tiene todo el día al acecho, a la mirada, a la ensoñación… Las mujeres que conozco en estas páginas también buscan el amor, pero con más reservas, o con más exigencias, y son muchas las que comentan, incluso, cuando surge la confianza de una  larga conversación, que en realidad ellas no necesitan a nadie, que están al juego, al Príncipe Azul, a la crónica en rosa, y que viven tan satisfechas y felices como la presidenta de Tourvel, tumbadas en su playa solitaria y dejándose acariciar los pies por las olas que llegan sin fuerza. Yo las entiendo, pero no del todo. Sí con mi razón, pero no con mis tripas. Ahora que sólo pongo un plato en la mesa siento que algo muy primario, muy visceral, no marcha bien en mi vida. Cuando ponía dos sentía... la quietud. Tan parecida a la felicidad.



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