Rifkin's Festival

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Nadie salta sin red. Me lo enseñó una mujer de la que aprendí muchas cosas sobre el amor. Casi todo lo importante, en realidad. Su experiencia, su sabiduría, su crueldad intolerable -que dirían los hermanos Coen- fueron un magisterio acelerado para este tontaina de la vida. Ella, Nefernefernefer, no tenía pelos en la lengua, y sí, a veces, lenguas entre el pelo.

Nadie salta sin red, repetía ella. Nadie deja a nadie si no tiene otra cama que amortigüe su caída. Ahora las camas las hacen cojonudas -decía ella-, de viscolástica o de látex, colchones LoMonaco o LocoMía, y cuando dejas a tu pareja, la nueva cama ya no te clava un muelle en el culo, ni te jode la espalda en el impacto. Me decía Nefernefernefer -que sabía un huevo de rupturas porque ella perpetró muchas, y también le clavaron unas cuantas- que una relación tenía que estar muy jodida para que alguien dejara a su pareja sin buscarse primero el refugio y el consuelo. Y el nuevo polvo enamorado... Dicho así parece muy bestia, muy cínico, pero lo bueno de Nefernefernefer es que su cinismo se predicaba con el ejemplo; sobresaliente en la exposición teórica, pero cum laude, licenciada en Harvard, y licenciosa en Oxford, cuando ponía en práctica el desamor.

El pobre Mort Rifkin, en la película, es el ejemplo ficticio de que estas cosas (casi) siempre suceden así. Aunque su matrimonio lleva años naufragando, su mujer sólo le dejará cuando conozca -y mate a polvos, y se asegure su devoción- a un director de cine francés tan guapo como pedante. Sólo entones mantendrá con su marido “la conversación” en el dormitorio conyugal: esto estaba muerto, se venía venir, alguien tenía que tomar una decisión, etc. El protocolo establecido. 

Despechado, el pobre Mort intentará caer en la cama de la bellísima cardióloga que trata sus hipocondrías, una mujeraza nacida en Palencia, pero afincada en San Sebastián. Pero hay diferencias de edad, ay, y diferencias de atractivo, que ni la cultura ni la verborrea pueden superar. Es la historia de mi vida, sin ir más lejos... Antes, en las películas de Woody Allen, estas cosas sucedían, y cuando un tipo de Tercera se ligaba a una mujer de la Champions League, los espectadores nos atrevíamos a soñar. Ahora, en el invierno de la edad, a Woody Allen se le ha congelado el romanticismo. Y seguramente tenga razón.



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Bichos

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Ya no sé si lo dijo Robespierre en la Revolución Francesa o Vladimir Ilich en la Revolución Rusa. O quizá, ahora que lo pienso, fue el abuelo Carlos en su exilio londinense... Da igual. El que lo dijo tenía mucha razón cuando afirmó que la masa hambrienta no era revolucionaria, pero la masa famélica sí. Y que sobre esa escuálida diferencia se sostenía el sistema de explotación del hombre por el hombre. Un casteller sustentado sobre un fulano que a lo mejor lleva dos días sin comer... Es una diferencia pequeña, de apenas unas kilocalorías, la que separa el hartazgo del cabreo, la queja en el bar de la manifestación en la calle. La que convierte la abstención irresponsable en voto comprometido. Te dejan sin segundo plato, o sin futuro para tu hijo, y te vuelve a entrar un comunismo por las venas que ya no se contenta con lo verbal y con lo simbólico. Aquel mono de Kubrick que blandió el hueso de Zaratustra lo hizo acuciado por la sed.

Si los grillos de “Bichos” supieran leer -o, sabiendo leer, leyeran  libros de historia- no hubieran cometido este error básico que se enseña en 1º de Politología. Su sistema de esclavitud daba buenos resultados porque dejaba a las hormigas lo justo para sobrevivir, y montar una verbena de vez en cuando. Pero cuando a Hopper, el líder de la pandilla, se le pela el cable en plan rey absolutista y decide apretar un poco más las clavijas, estalla el descontento y se enciende la revolución. Y las hormigas, por supuesto, son muchas, la hostia de ellas, una masa proletaria que puesta en marcha se convierte en una marabunta de hormigas rojas. Es todo un simbolismo...

En el mundo real, los pobres también somos millones, miles de millones, muchos más que nuestros explotadores, pero cuando nos revolvemos nos mandan a los antidisturbios, o a los marines, o a los aviones de la OTAN, y así no hay manera, claro. O eso, o nos convencen de votar contra nuestros propios intereses con propaganda muy elaborada. En el prime time de la tele, sin ir más lejos, hay un programa de humor llamado “El hormiguero” que se dedica a presentar a nuestros esclavistas como tipos guays y decentes, cercanos al pueblo.






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Yo hice a Roque III

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Yo estuve una vez allí, en Madrid, en la Cuesta de los Ciegos, la que suben Andrés Pajares y Fernando Esteso en “Yo hice a Roque III”. Y perdí el amor de una mujer. 


Bueno, tanto como un amor no sé, porque ella tenía novio de nacimiento -tan guapetona y tan jovial-, pero yo a veces notaba que ella me miraba, como si tuviera monos en la cara. Por su sonrisa, tan tonta, yo deducía que debían de ser unos monos muy simpáticos, y que quizá, en otras circunstancias del amor, ella hubiese estudiado primatología como Jane Goodall para luego adentrarse en mi selva. Quién sabe: en el amor, como en el juego, hay muchos destinos no escritos, paralelos, multivérsicos...


Corría el año 95, yo vivía en Toledo, y en el colegio de Educación Especial todos éramos jóvenes recién aprobados, unos de Madrid, y otros de León, y otras, las más guapas, venidas de Asturias. Ella, mi Jane, era andaluza... Éramos la “crema y grasa” -como decía Benito- del magisterio nacional. Un crisol de culturas y de formas de ser. Uno de la pandilla era el logopeda, Santos, que se había criado en el Madrid profundo, el de la Movida, el de las referencias culturales y los garitos de moda, y todos los jueves nos llevaba de excursión, como los padres Agustinos, a conocer mundo y quitarnos el pelo de la dehesa. De Toledo a Madrid tardábamos una hora y cuarto escasa entre que llegábamos y aparcábamos, y luego, guiados por la sabiduría de Santos, hacíamos un rule primero cultural, luego gastronómico, y ya finalmente etílico, por los bares de Malasaña, que era donde él tenía su refugio y su noviazgo.


La primera vez Santos nos pidió propuestas concretas: ver esto, visitar aquello, fotografiarnos en tal lugar, y mientras en la pandilla salía el ramalazo cultureta del profesorado -que si la casa natal de Lope de Vega o que si el Museo Nacional del Macramé- yo, como un mandril, educado en lo peor de la filmografía nacional, propuse visitar las escaleras que subían Pajares y Esteso en Roque III. A Santos le hizo tanta gracia mi parida que allí nos llevó, al pie de la escalera, mientras los demás protestaban mi ocurrencia por lo bajini. 


Para mí aquello era como ser católico y estar a los pies del Calvario: un momento de euforia y de cercanía con los dioses, y así, en un arrebato de orangután, me dio por subir un tramo de escaleras mientras cantaba “The eye of the tiger...”, reencarnado en el Rocky Balboa de mi barrio. Nadie me siguió, claro. Al pie de los escalones, Santos se descojonaba; los demás se removían impacientes, ávidos de otra cultura; y ella, mi Jane, ya exGoodall del todo, miraba al suelo avergonzada... Nunca más volvió a dirigirme una sonrisa.






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La línea del cielo

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Muchos años antes de que Scarlett Johansson y Bill Murray se perdieran en la traducción del japonés, Gustavo Resines ya se perdió sin remedio en la traducción del inglés. Él, como ellos, también se quedó extraviado en la traducción de sus propios sentimientos, y desamparado en tierra extraña. Y perplejo, muy perplejo, ante su propia estupidez. Quizá por eso siempre me ha gustado tanto esta película, porque yo me identifico mucho con el personaje, con su cara de panoli, también incapaz para los idiomas, y torpe para el amor, y merluzo para el arte, y gilipollas para la vida en general.

Gustavo, en la película, es un fotógrafo de éxito que trata de conquistar la línea del cielo al otro lado del Atlántico, vendiendo su trabajo para la revista Life. El primer día que aterriza en Nueva York, la visión del skyline le llena de optimismo y le dibuja una sonrisa: allí arriba, en la terraza, sólo tiene que estirar el brazo para tocar las nubes algodonadas y sonrosadas que se enredan, juguetonas, justo por encima de las Torres Gemelas. Gustavo, además, ha venido a Nueva York a ligar, porque le han dicho -o lo ha deducido por las películas- que las americanas son más liberales, y están más predispuestas a meterse en la cama con un veinteañero que ya sufre la emigración del cabello hacia su bigote. Pero su entusiasmo se diluirá en apenas unas semanas: sus fotografías no despiertan gran entusiasmo en el mundo anglosajón; la única mujer que le hace caso es otra española exiliada, también perdida en sus propias avenidas; y lo de aprender inglés se convierte en una tortura diaria, y absurda, en la que cada vez entiende menos diálogos, y no más.

Quizá por eso, también, me siento muy identificado con su personaje, porque su generación, como la mía, aprendió un inglés de chichinabo, torrefacto, tan sucedáneo y bajo en calorías, que cuarenta años después de versiones subtituladas todavía no hay manera de entender un carajo, cuando los actores aceleran el verbo. Más que una tara, ya es un complejo, una autosugestión. Quizá una psicosomatización de aquellas clases de inglés en el colegio.  Y sin el inglés, hoy en día, como sucedía en 1983, es imposible tocar el cielo: ligar en la playa con una mujer extranjera queda descartado; emigrar a los países civilizados, también; y disfrutar del buen cine sin tener que leer los rotulicos, una tarea imposible.




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Boyhood

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Boyhood -como ya saben nuestros amigos de la cinefilia- es un experimento único que se rodó a lo largo de doce años, con los mismos actores, y las mismas actrices, aprovechando las coincidencias en sus agendas laborales o estudiantiles. Cada vez que se juntaban, estos amigos rodaban una nueva escena del guion, o le sugerían a Richard Linklater una improvisación que surgía en el tiempo de espera, ligada a sus propias biografías. Nunca hizo hacía falta caracterizar a nadie para añadirle unos centímetros de más, o quitarle unos cabellos de menos; para poner pelillos en el bigote o estirar la panza de sus padres, porque el mismo calendario -que no conoce rival en cuanto al Oscar al Mejor Maquillaje- ya se encargaba de poner a cada uno en su sitio.

Doce años, exactos, son los que tarda el niño Mason -y en paralelo, claro, el actor que lo encarna -en recorrer la distancia entre el uso de la razón y el ingreso en la Universidad. No es casual que la película empiece con Mason tumbado en la hierba, con seis años, abriendo los ojos como quien despertara al mundo. Porque antes de los seis años se vive, pero es como si no hubiera existido nada, un espacio brumoso, sin conciencia, sólo estampas sueltas y recuerdos confundidos. La última escena de la película es la de Mason mirando al primer de su vida, arrobado, con una sonrisa de tonto que todos hemos sufrido alguna vez. Este amor será, por supuesto, con el correr del tiempo, el primero que le parta el corazón y le rasgue las entrañas. Cuando te enamoras por primer vez, empieza, en cierto modo, la cuesta abajo, y tampoco es casualidad que la película termine justo ahí, al borde del abismo...

En paralelo a la vida de Mason, doce años separan la juventud de sus padres del inicio de su decadencia. En doce años -y muchos lo hemos constatado en la vida real- da tiempo a casi todo: a divorciarte, a reencontrar el amor, a volver a perderlo, a sufrir un susto, a engordar, a adelgazar, a quedarte sin energías, a recobrarlas, a volverte un cínico, a ver cuatro Champions insospechables del Madrid...  Y a ver, por supuesto, a nuestros hijos crecer -madurar, con un poco de suerte. Pero verles, en cualquier caso, abandonar la infancia y la adolescencia montados en un cohete espacial, en un rayo velocísimo. Un visto y no visto. Para un niño, doce años transcurren con la pesadez insondable de doce siglos, pero para sus padres, doce años son apenas doce minutos en el reloj. Te despistas un momento viendo la repetición de un gol, y cuando giras la cabeza para comentárselo a tu hijo, ya no está.




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Otra ronda

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Hartos ya de que sus alumnos no les hagan ni puñetero caso -o sólo el caso necesario para aprobar la asignatura, distantes y pasotas- cuatro profesores del instituto, que además son amigos y residentes en Copenhague, deciden tomar la medida pedagógica más extrema. Una que no consta en los manuales de Magisterio, ni en los cursos de reciclaje: que es, siguiendo las teorías locas de un gurú de internet, y a riesgo de perder sus empleos, presentarse en las clases bebidos, pero no borrachos del todo, sino “con el puntito”, con el “yo controlo, tío”, que es esa cosa que uno creía tan española y al parecer es patrimonio etílico de la humanidad.

La cuestión para estos intrépidos exploradores es encontrar el justo equilibrio entre la euforia y el trastabille, entre el despertar de la mente y el revoltijo de las neuronas. Re-encontrar el baricentro pedagógico que los transforme en los profesores que eran hace veinte años, cuando empezaron a enseñar recién salidos de la universidad, audaces y ocurrentes, flexibles y joviales, y no los muermos que son ahora, repetitivos y cansinos, mal afeitados incluso, que miran el reloj de continuo para que terminen las clases cuanto antes.

El alcohol, sin embargo, ya sabemos cómo es. Se parece mucho al sexo, o a los ansiolíticos, o a las máquinas tragaperras. El alcohol siempre pide un poco más, un poco más, hasta que el hígado ya no procesa con rapidez y los vinos de la tierra se suben al lóbulo frontal, a trabar la lengua, a joder la marrana de una vida familiar que antes discurría por los cauces pacíficos de la gente guapa: una casa cojonuda, y unos hijos ejemplares, y una mujer de bandera -de bandera danesa, además- que no entiende ni jota de lo que está pasando con su marido. Es ahí cuando la película desbarra, y se pierde en tremendismos muy propios de Soren Kierkegaard, porque uno, la verdad, desde su humildad peninsular, desde su poquita cosa como hombre, no entiende que estos tíos se jueguen por una botella lo que otros estarían dispuestos a conseguir vendiendo a sus madres o pactando con el diablo. Un puro desparrame que atenta contra la lógica evolutiva.

Pero luego, al final de la película, viene el baile del que ya todo el mundo habla en el Planeta Cinefilia: la celebración de la vida, la reconciliación, la constatación de que aún quedan años para dar guerra si los amigos siguen ahí, y la salud nos respeta, y luce el sol sobre Copenhague. Y sobre todo, si una mujer hermosa como la mañana nos acoge -o nos reacoge- en su seno.





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Nomadland

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Muchas veces me he preguntado qué sería de mí si un día el colegio cerrara y me quedara sin trabajo. Qué haría yo, a las nueve de la mañana, para ganarme el sustento, de pronto nómada entre las horas, si un llegara de Madrid o de Bruselas un recorte presupuestario de la hostia, ya definitivo, que mandara la Educación Especial al carajo, considerada no esencial para el tejido productivo, un dispendio insostenible para el Estado. Sé que ese día llegará, sin duda, pero espero que me pille jubilado del trabajo, o jubilado de la vida.

Qué sería de mí, repito, yo que sólo sé hacer esto, educar a niños autistas, o con graves discapacidades, incapacitado yo mismo para realizar otra labor pedagógica o no pedagógica. Qué sería de mí, tan inútil como soy, al borde los cincuenta años, incapaz de manejar una azada sin clavármela en el pie, sin saber cómo plantar un tomate, cómo conducir un coche, cómo convencer a nadie por teléfono de que compre una Biblia o se pase a Vodafone. No sé hacer nada, nada de nada: ni siquiera escribir, y eso que me pongo a ello todos los días. Yo sólo soy válido en mi negocio, y ni siquiera por validez, sino por acumulación, porque he aprendido más viejo que por sabio, como dicen que fue haciendo el mismísimo demonio.

Qué haría yo si un día me pasara lo mismo que a Frances McDormand en Nomadland: levantarte de la cama y encontrarte de pronto sin trabajo, sin casa, lanzada de pronto a la carretera, al trabajo ocasional, demasiado orgullosa también para aceptar el techo que le ofrecen las amistades. Qué haría yo -que no tengo ni carnet de conducir- viviendo la vida nómada de las caravanas, de las furgonetas, durmiendo al raso si no fuera por el techo de aluminio. España no se diferencia gran cosa del paisaje majestuoso de los americanos: aquí también hay estepas, desiertos, estribaciones montañosas... Atardeceres y amaneceres como estos que salen en Nomadland, que son de una belleza extraordinaria, y llenan por sí solos la película. Se podría vivir así, de subempleo en subempleo, de camping en camping, pero yo no duraría ni tres días viviendo como vive esta mujer que se adapta a todo, que lo supera todo,  orgullosa de sí misma y en paz con su espíritu, y con sus manos laboriosas. Una mujer que lo mismo te empaca una caja en Amazon que te recoge la remolacha o te deja los baños como los chorros del oro, sabiendo que afuera le espera la libertad y el cielo despejado.





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Nuevo orden

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La lucha está perdida. La democracia se inventó para que los pobres se suiciden votando -o no votando-, y luego, cuando estalla la revolución, la violencia sólo genera violencia, y puestos a dar hostias, los ricos ganan siempre.  Así que no hay nada que hacer: pelear hasta donde llegue el romanticismo, y luego buscar un refugio en la belleza.

Nuevo orden es una película mexicana sobre la lucha de clases y la represión de los poderosos. No cuenta nada que no sepamos, pero lo cuenta de una forma brutal y desoladora. Todo está calculado para dejarte la sangre helada, en vez de caldeada, y yo, la verdad, cuando se trata de revoluciones fallidas, casi lo prefiero así. Porque cuando en otras películas te caldean la sangre, te levantas del sofá con un optimismo muy tonto, con el puño en alto, y La  Internacional en el tarareo, y mientras te lavas los dientes y recoges los platos, vuelves a soñar con banderas rojas de justicia. Luego duermes un bonito sueño -el mío es que comparto barricada con una pelirroja trotskista venida de Moscú – pero al día siguiente, nada más levantarte, en las noticias del digital, te topas otra vez con la misma constatación del fracaso y de la imposibilidad. Y te hundes.

Warren Buffett, el millonario americano, dijo una vez que la lucha de clases existía, ¡vaya que si existía!, y que Carlos Marx -mi bisabuelo Marx-, no andaba errado en sus razonamientos. Pero Buffett, riéndose a carcajadas, apostillaba que afortunadamente para él, y para los miembros de su club de mamones que todos los días come langosta en el distrito financiero, los ricos iban ganando la pelea. Hay que reconocerle a don Warren que se dejara de gilipolleces, de llamamientos chorras al sindicato vertical y a la fraternidad universal, y que le llamara al pan, pan, y al pobre, pobre. Pero se equivocó en el tiempo verbal:  los ricos no “están” ganando la pelea, sino que hace mucho tiempo que la ganaron. Los fusiles siempre están de su parte. Puede que los sumerios -como aventuraría Javier Cansado- ya lo dejaran todo atado y bien atado, aferrados a sus lanzas.




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