Las aventuras de Priscilla, reina del desierto

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Hay que tener un par de cojones -o de vaginas reconstruidas- para salir así, al desierto australiano, en 1994, a vestirse de drag y versionar los grandes éxitos de ABBA ante los paletos del interior, que con una cerveza en una mano y el taco de billar en la otra miran incrédulos el escenario, pensando si eso es el arte de la performance, que dicen muy de moda en Sidney, o si esos tres mamarrachos se están riendo del personal. Hay que tenerlo muy bien puesto, lo que sea, para coger el autobús, llamarlo Priscilla, pintarlo de color lavanda  y lanzarse a la carretera a dar rienda suelta a la vocación, al espectáculo, al aquí estoy yo, éste es mi rollo, ¿pasa algo...?

Joder, lo que ha llovido desde 1994 para acá... En el desierto australiano no mucho, y aquí, en La Pedanía, cada vez menos, por culpa del cambio climático, pero en cuanto a la tolerancia de la homosexualidad -que ya es, de por sí, una palabra casi extinta- es como si hubieran caído tres diluvios universales y otro continental. En 1994 todavía triunfaban los chistes de “mariquitas” en la tele. Los casetes de Arévalo se vendían como churros en las gasolineras. La generación de mis padres veía a las drags en los carnavales de Tenerife y llamarles “maricones con gracia” era lo más suave que se les ocurría. En 1994 Boris Izaguirre todavía no se había sacado el ciruelo en “Crónicas Marcianas” para hacer visible al colectivo. Lo que hizo Boris Izaguirre por los gays y lesbianas de este país -así, a lo tonto, paseando su pluma por los platós-  todavía no está suficientemente reconocido.

En la película, al personaje de Hugo Weaving se le saltan las lágrimas cuando su hijo le acepta como es, con su novio, y su trabajo, y su vida alejada del consenso. Weaving le mira como quien contempla a un santo, o a un extraterrestre. Y sin embargo, ahora casi toda la juventud es así: más que tolerante, indiferente. Ser gay o lesbiana ya es como ser del Real Madrid, o haber nacido en Asturias: un accidente que no te define. Una anécdota en el currículum. Sólo los tarados, los católicos, y los homosexuales que se niegan a sí mismos, se oponen todavía al paso de Priscilla, que viene rugiendo como una locaza por la carretera.


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Nobody

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Llegan los días sombríos, los últimos de la primavera, y yo sólo tengo ganas de refugiarme en las películas. Quisiera invernar en este salón durante meses, mientras los demás salen al sol como lagartijas evolucionadas. Mitad vampiro mitad fotofóbico, me agazapo en los escondrijos para que la luz no desvele mis miserias, y no me hiera la piel. El verano es una putada para los cinéfilos. Durante el invierno la humanidad se recoge en las cafeterías, o en las casas particulares, y uno puede vivir su aislamiento sin parecer el tipo raro de la función. Las calles barridas de gente crean la ilusión de un mundo civilizado, regulado, donde el atardecer es un toque de queda impuesto por la naturaleza. Pero ahora llegan los mosquitos, y las solanas, y las camisetas resudadas, y el mundo entero se lanza a las aceras a pegar gritos de felicidad, como orates licenciados de un manicomio.

    Más allá de mi ventana todo es deslumbramiento y algarabía. Con el buen tiempo ya nadie ve películas, ni habla sobre las películas. Los allegados quieren que te unas a su cuerda de locos, a bailar la conga, a tomar refrescos, a desnudarse sobre las hierbas. Les entran unas ganas inmensas de vivir, y no reparan en que existe gente a la que el solsticio le da mucho por el culo. Uno sólo vive pendiente de que se renueven las carteleras. Y de la Eurocopa de fútbol... La única mejoría del tiempo que a uno le interesa es la del mar Caribe, donde se pescan las películas que no se pueden o no se deben pagar.  Todo lo demás -las alergias, los picores, las quemaduras, las insolaciones, el mal dormir, el sofoco, el sudor, la sed permanente – se lo dejo a mis congéneres.

    ¡Ah, sí! Nobody... Pues una tarantinada, pero sin diálogos de Tarantino. Una gilipollez muy bien hecha. La manufactura impecable de la nada. Violencia gratuita, y pasotes que te cagas. Tiros y hostias, coches y machos.... Un truño entretenido. Sale Saul Goodman, pero no hace de abogado, sino de matarife profesional. A pesar de todo, te lo crees. Es que es muy bueno, el amigo Bob. De todos modos, esta historia ya nos la había contado -y mucho mejor- David Cronenberg en “Una historia de violencia”.



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Sopa de ganso

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Aquí, en el mundo real, fuera de Sopa de ganso, también hay una tierra legendaria llamada Freedonia que es ¡La tierra de los libres y los valientes!, como reza su himno. Se trata, por supuesto, de la nación de Madrid, que en el plazo de cuarenta años -batiendo seguramente algún récord mundial- pasó de ser provincia rasa a Comunidad Autónoma, y luego ya directamente a nación, anidada en el corazón de la Madre Superiora: la Una, la Grande y la Libre, de la que Freedonia dice ser espejo de virtudes, y resumen de glorias, y faro del porvenir.

La Freedonia no marxista está dirigida -es un decir- por una mujer tan ridícula como el Rufus T. Firefly de la película. Ella, Isabel, a su modo, también es graciosa -a veces de partirte la caja y todo- pero a diferencia de Groucho Marx no se trabaja los chistes: ella simplemente abre la bocaza, suspende el filtro racional, y suelta lo primero que se cruza por el infinito espacio de su vacío: una fascistada, una ofensa, una incultura, una soplapollez, una perogrullada, una mentira, una incoherencia, una puñalada, una sociopatía... Hay muchos asteroides estériles vagando por su mente. Ya digo que te ríes con ella, sí, y sobre todo de ella, pero esta mujer es como un supervillano de la Marvel, invulnerable, y cuanta más energía le arrojas para contrarrestarla, ella más se hace la chula, y más crece y crece hasta ocupar la mayoría de los escaños, y las simpatías de la gente.

Luego, para seguir este paralelismo tonto con Sopa de ganso, resulta que el líder ficticio de Sylvania, la rival de Freedonia, también es un tipo muy alto, algo encorvado, bien parecido, que se pasa toda la película perdonando las ofensas y templando las gaitas, para que su país no se vaya a la mierda. El problema es que Louis Sánchez, o Pedro Calhern, confía demasiado en sus dos ministros de la Inoperancia y la Tontería Supina: Chicolini y Pinky, que a veces, en el summum de sus despropósitos, me recuerdan a algún par de socialistos y socialistas que suelen pasearse por los telediarios. Marxistas de pro, de apellido incluso, que tarde o temprano acabarán pasándose al enemigo. Como sucede en la película.



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¡Vivan los novios!

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¡Vivan los novios! es quizá la película más minusvalorada del dúo Azcona-Berlanga. Y a mí- siempre tan raro, pero no por vocación, ni por afán de destacar, sino porque simplemente soy raro- me parece de las mejores.

A finales de los años 60, hartos de hacer películas que triunfaban en los festivales, pero jamás en las taquillas, Azcona y Berlanga decidieron apuntarse a la moda de filmar españoles bicheando extranjeras, y rodaron la desventura sexual de Leo Pozas, un empleado de banca que  en vísperas de su matrimonio descubre el universo de las guiris en bikini, y comprende que ya es demasiado tarde para él. Que se ha equivocado de edad, de religión, de país de nacimiento... Que ha tenido que llegar al borde del barranco para comprender que su matrimonio, efectivamente, es un abismo por el que caerá nada más poner el pie. Que tras el primer polvo nupcial, y los muy escasos que esa arpía que borda Lali Soldevilla le concederá en la luna de hiel, le espera una vida de hombre enjaulado, de pajillero clandestino, de soñador entristecido de mujeres europeas.

    ¡Vivan los novios!, como no podía ser de otro modo, fue un fracaso en taquilla. A Azcona y Berlanga, incapaces de traicionarse a sí mismos, les salió una película derrumbada, negra, alimentada con la misma sangre que corría por las venas del xenomorfo de Alien: corrosiva y amarilla. Los que iban a reírse con las desventuras del pobre Pozas se quedaron con la sonrisa congelada. Porque José Luis López Vázquez, en efecto, con su calvicie y con su corta estatura, caminaba con los ojos desorbitados, y casi dislocados, por la playa de Sitges, persiguiendo escotes y nalgas como manzanas en un sueño. Pero su infortunio sexual movía más a la pena que a la carcajada, más a la piedad que al aplauso. Más al reflejo vergonzoso que a la alteridad catártica, que escribiría el pedante de la revista.... Los espectadores querían reírse de sí mismos, pero no contemplarse a sí mismos, que es una cosa diferente

    En ¡Vivan los novios! aparece una de las actrices más hermosas que uno ha visto jamás. Su nombre es Jane Fellner, e interpreta a la pintora irlandesa que engalanaba las aceras con sus tizas, y con su mera presencia. El sueño sexual de la noche veraniega de Pozas, y de cualquiera... La he buscado en internet con suma curiosidad, para saber qué fue de ella, pero sólo consta como actriz en esta película. El resto es silencio. En YouTube, en un corte de cuatro minutos, otro hombre enamorado le ha rendido un sentido homenaje: Sexy and attractive Jane Fellner. El tal Josep, el amigo Pozas, y el que esto suscribe, hemos caído bajo el mismo embrujo de su belleza, y de su misterio. Ya somos el Club de Sus Admiradores. 

                                   


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Manual de cine para pervertidos

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La primera vez que vi “Manual de cine para pervertidos” piqué, pues eso... como un pervertido. Yo esperaba la guía definitiva sobre desnudos y escenas subidas de tono: quién, y en qué película, y dónde encontrarlo por internet. Joder, ahí ponía “Manual de cine...”, y los manuales son libros prácticos, no teóricos, que te enseñan a hacer cosas de provecho. Guías, y no especulaciones. Hombres en acción, y mujeres a la aventura, y no filósofos hablando de la metafísica de los rábanos.

La sorpresa -y la decepción- vino a los cinco minutos, cuando comprendí que aquí no se hablaba de la carne, sino del subconsciente, y que la estrella de la función era un filósofo esloveno -mitad cinéfilo y mitad psicoanalista- que hablaba un inglés tan macarrónico y tan lento, tan arrastrado de erres en sus sesudas dubitaciones, que hasta yo, que ya me pierdo en el “¿Ja guar yú?”. podía seguirle el discurso sin casi mirar los subtítulos. Mi primera reacción fue, por supuesto, pasar del documental, y emplear el tiempo libre en otra película, o en otra sabiduría. Pero tengo, para mi suerte, un Yo que aún no ha perdido las riendas del todo, y que a veces se impone al Ello caprichoso. Incluso al Superyó judeo-cristiano, tan gruñón y tan pesado.

Mi Yo, cuando vio que Slavoj empezaba a diseccionar los simbolismos de “Terciopelo azul” se dijo: “¡Tate!, que esto puede ser interesante...”, y allí nos quedamos los tres, en el sofá: el Yo curioso, y el Ello cabreado, y el Superyó tomando notas, por si había que arrepentirse de algo después. Durante dos y horas y media -que son como una charla magistral en la Universidad- Slavoj Zizek se pierde en germanías, en literaturas del género. En verborreas inaprensibles para el lego. Porque uno, más allá de la estructura básica de la mente, y de cuatro conceptos aprendidos del abuelo Sigmund, sólo tantea tinieblas y aguas cenagosas. Pero de vez en cuando, entre el perifollo, Zizek macarronea reflexiones que son como perlas para el intelecto. Claves insospechadas de películas inmortales. Introspecciones muy válidas que te golpean la conciencia.




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La vaquilla

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La primera vez que vi “La vaquilla” fue con catorce años, en casa del amigo más querido del grupo. Y era el más querido porque era el único que tenía un VHS: un cacharro Philips de la hostia, negro como el monolito de Kubrick, y con poderes tan mágicos como aquél. El último grito en tecnología, como se decía en los anuncios de entonces. Un invento de los americanos que su padre había comprado en Madrid en un arranque de “estos son mis cojones”, y a precio, precisamente, de huevas de esturión.

Corría el año 86 u 87, y aquel VHS se convirtió en el tótem de nuestra cinefilia. En el salón del amigo fundamos una iglesia a la que íbamos siempre que podíamos, cuando la esclavitud de los Maristas nos dejaba algo de tiempo libre. Su padre siempre estaba en viaje de negocios, como aquel yugoslavo de la película, y su madre, como todas nuestras madres, vivía la otra esclavitud de las labores del hogar, así que casi nunca pisaba por aquel terrirorio sagrado, que era nuestro Reino de los Cielos, o nuestro Paraíso Terrenal.

Por aquel VHS pasaron todas nuestras neuras adolescentes: las películas de Rambo, las cafradas de Chuck Norris, las comedias de los hermanos Marx... Las películas porno -si no había moros en la costa- que el tipo del videoclub nos detectaba en el mostrador pero dejaba pasar con una sonrisa de comerciante comprensivo. Veíamos cine clásico y cine palomitero, cine maravilloso y cine execrable. Europeo y americano, español y de la Cochinchina. Éramos infatigables y pantagruélicos. Cien años de historia del cine se acumulaban en las estanterías del videoclub, gritando “¡Descúbreme!”....

Y en uno de aquellos lotes metimos un día “La vaquilla”, porque decían en la publicidad que te partías de risa con ella. En el salón del amigo estaba representado todo el arco parlamentario de la Transición: estaba yo, que era más rojo que los tomates, y un chaval facha, que era hijo de falangista, y un rarito que ya entonces se declaraba “ácrata de las costumbres”. Y el dueño de la casa, claro, que siempre fue un ultracentrista del baricentro. Ver “La vaquilla” y reírnos con la mitad de sus chistes -porque la otra mitad se nos escaparon, de lo torolos que éramos- fue nuestro Pacto de la Moncloa. En aquellos sofás, alrededor del VHS totémico, se juntaron qué sé yo, cuatro Españas, para tratar de entender aquellas dos de la guerra.



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Cuando Harry encontró a Sally

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El orgasmo más famoso de la historia del cine salía en Cuando Harry encontró a Sally, o viceversa, y era uno fingido. Y ni siquiera tenía lugar en una cama, o en un coche aparcado en la colina, sino en mitad de una cafetería. Una real, por cierto, en Manhattan, que todavía hoy indica el lugar del crimen con un cartel. Si usted no sabe de qué orgasmo le estoy hablando, una de dos: o es demasiado joven, o acaba de salir del convento a conocer mundo, antes de morir.

(Yo, por cierto, en esta última revisión, me he fijado en lo que comía Sally antes de lanzarse a la actuación, para pedir lo mismo que ella, claro, como en el chiste que remataba la escena: es un sándwich de carne y queso, con pan integral, al que ella, tan dotada para la farsa como maniática para las comidas, va despojando poco a poco de las lonchas).

Supongo que el orgasmo de Sally es una metáfora del propio cine, que no deja de ser un placer fingido por las neuronas espejo, mientras nuestro cuerpo, despatarrado en el sofá, ni siente ni padece. Supongo que también viene a demostrar que el sexo no visto siempre es más perturbador que el sexo explícito. No más excitante, eso no, porque ante los cuerpos desnudos el periscopio se activa casi sin querer, pero sí más morboso y seductor... Me consta que Meg Ryan se desnudó una vez en pantalla, decidida a ganar el Oscar, y sin embargo, aunque estoy seguro de que yo miré por una rendija, no recuerdo nada de su belleza interior. Decididamente, me pone mucho más Sally hablando de sexo que Meg mostrando sus esplendores. Y eso que yo, como muchos, estábamos enamorados de ella: de su cara de muñeca, de sus ojos azules, de su pinta de exalumna de las monjas... Mientras los críticos sesudos la atizaban, nosotros, en secreto, la mirábamos, y la remirábamos, y la admirábamos... Durante varios años fue la gran estrella de Hollywood. Con Meg, como quien dice, aprendimos a mandar emails a nuestros amores lejanos. Luego, en homenaje, la Unión Astronómica Internacional le puso su nombre a un asteroide, el 8353 Megryan. No es una estrella, vale, pero surca el firmamento.




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Memento

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Esto de la amnesia anterógrada -que no seas capaz de consolidar los recuerdos inmediatos y cada cinco minutos te sobresaltes pensando “¿Dónde narices estoy?”, o “¿Quién coño eres tú?”-  parece una cosa de las películas, y de los manuales de psiquiatría. Enredos de Christopher Nolan, y curiosidades de Oliver Sacks. Pero sospecho que en la vida real se da mucho más de lo que pensamos. Lo que pasa es que quien la padece aprende a disimular, a poner caras de póker o sonrisas enigmáticas, y sólo los más íntimos saben el alcance de su dolencia. “Recuerda a Sammy Jankis...”.

Yo, en cierto modo, también soy un amnésico anterógrado, pero sólo hasta las once o doce de la mañana. Hasta que tomo el tercer café y despierto al mundo, y a las gentes, y entonces ya sí, ya soy capaz de retener en la memoria los encargos que me hacen, las recomendaciones, lo que me dijeron que corría mucha prisa y yo dije que por supuesto, que ahora mismo, que oído cocina, pero que a los dos minutos  -como le pasa a Guy Pierce en “Memento”- se me había ido por el sumidero del olvido.

Pero yo no hablo de amnésicos transitorios, sino de amnésicos de verdad, de esos que quedan en llamarte y luego nunca te llaman. Pero no por descortesía, ni por un quedar bien, que es el lubricante del mundo civilizado, sino porque son realmente gente con un problema en el hipocampo. Gentes -todos los conocemos- que cuelgan el teléfono o tuercen la esquina y en un minuto ya te han olvidado por completo, como si nunca hubieras existido. El otro día, sin ir más lejos, una señorita de buen ver me llamó por teléfono, mantuvimos una agradable conversación y al terminar me dijo que volvería a llamarme por la tarde. Que quería saber más cosas de mí... Que me enviaría un whatsapp para confirmar que yo estaba online... Que chao, que no te olvides, que se lo había pasado pipa... Eso fue hace un mes y sigo esperando. Sin embargo, en la red, le sigue poniendo corazones a cosas que yo escribo. Juraría que cada vez que lo hace se pregunta: “¿Quién es este tipo?”.



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