La terminal

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En el fondo no estaría tan mal, vivir en una terminal de aeropuerto, como demuestra Tom Hanks en la película con su sonrisa bonachona. Por un período de tiempo razonable, claro, no la vida entera, pero sí unas semanas, quizá un par de meses, para poner en paréntesis los asuntos internos y sacar el portátil de una vez para ponerse a escribir. Dejar ahí fuera, tras los ventanales, la tentación del fútbol, de las señoras, de la caña barriguna con el amigo; poner en suspenso las mil y una distracciones que conspiran contra la disciplina de escribir y hala, buscarse un escondrijo como el de Víctor Navorski para que vayan pasando los días, sólo pendiente de que las musas que viajan en los aviones -de la Ceca a la Meca, de Algeciras a Estambul- caigan, por una simple cuestión de probabilidades, en el aeropuerto donde está uno, bellísimas y encantadoras, con esa sonrisa que de pronto te enciende el interruptor neuronal y te deja combustible para diez o veinte páginas de corrido.

Sí, en efecto: una musa muy parecida a Catherine Zeta Jones, que al pasar a tu lado te deje turulato, y ya todo sea pensando en ella, o derivado de ella, o dedicado a su nombre y a su memoria.

El drama de la película surge al principio, porque el encierro de Víctor Navorski es sorpresivo e injusto, y no concibe que pueda sobrevivir allí mucho tiempo, entre tiendas duty free y escaleras mecánicas. Pero luego, una vez asumido el golpe, viene eso: el retiro espiritual, el aislamiento monacal, aunque por allí, por el claustro excesivo de aire modernista, pase todo quisqui camino de su trabajo o de su ocio. Pero la gente, en movimiento, es una masa única, un solitario aunque enorme transeúnte, y a las pocas horas de sentirlo rondar ya te acostumbras a su presencia, y puedes concentrarte en la tarea. Lo que molestan son los golpes en la pared, y los televisores de los vecinos, pero no el rumor continuo de las gentes que viajan, que son como las olas del mar, o como los sonidos del viento.  



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First Cow

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Me he dormido mientras veía las primeras escenas de First Cow. Pero eso, en principio, no es malo. A la hora de la siesta me duermo con cualquier película que ponga sobre las rodillas. Las necesito para conciliar el sueño. Ahí fuera -al menos mientras no estoy en La Pedanía- todo son coches, golpes, ruidos, rodamientos de los vecinos, que se les caen continuamente de los bolsillos, o se los dejan a los chavales para que jueguen. Todavía no he conocido a ningún vecino que no trabaje en algo relacionado con rodamientos -coches, o camiones, o maquinaria industrial- y que no se los lleve a casa para pulirlos, o engrasarlos, o hacerlos rodar, crrrrrraacccck, a ver si funcionan, incluso a altas horas de la madrugada.

Me he quedado dormido a los diez minutos de empezar First Cow, con los auriculares anti-rodamientos puestos. Pero ya digo que me habría dormido igual con El Padrino, o con El hombre tranquilo, en irreverente deserción. He despertado a eso de la media hora de película, lo que deja un saldo de veinte minutos reparadores, canónicos, que si son un minuto menos se quedan cortos, y si son uno más producen cefalea. Así está bien. Medio dormido todavía, con el gustirrinín inconfundible que baña las vértebras del cuello, he rebobinado la película hasta el minuto diez y he empezado a verla otra vez. Luego, de corrido, he llegado hasta el minuto cuarenta y cinco, más allá del sueño y de mi paciencia, y he dicho basta, hasta aquí hemos llegado con la vaca. ¡Cuarenta y cinco minutos! para contar que un americano y un chino se conocen en el Far West. Sólo eso: que se conocen. Que uno busca oro y otro riquezas mercantiles, y que agradecen haberse conocido mientras recogen setas por el bosque, y avellanas, y cosicas así para ir matando el hambre.

Mientras tanto, en los Juegos Olímpicos, que transcurrían en paralelo en el televisor, los americanos y los chinos se conocían, se saludaban y rápidamente se lanzaban a la piscina, o al potro de saltos, a competir, a establecer una épica y una narrativa. Aquí, en First Cow, nada de eso: sólo un documental sobre caras sucias, desdentadas, famélicas... Nada que ver con el Oeste del cine clásico, eso lo reconozco. Pero poco más. Iban un chino, un americano y un español más bien adormilado y medo bobo que les veía en su ordenador. Un chiste sin gracia.



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Agárralo como puedas

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Pues será el karma, no sé, o la puta casualidad, o los dioses que a veces juegan conmigo, haciéndome guiños o trastadas, pero el caso es que el mismo día en que decido grabar Agárralo como puedas en el Movistar +, venciendo mis escrúpulos de gafapasta ridículo, luego, a las pocas horas, escucho en la radio una conversación con Fernando Trueba en la que el director madrileño -mucho más desacomplejado que yo, y, por tanto, mucho más sabio- reivindica precisamente la comedia chorra, absurda, hecha de gilipolleces a lo Mortadelo y Filemón, y reafirma su deseo siempre insatisfecho de rodar algún día una película así, a lo idiota, sin complejos, al puro descacharre. Una película -y la cita expresamente, para dejarme boquiabierto, y pensando en las telepatías y en las metafísicas - como Agárralo como puedas, de la que luego se pone a desgranar chistes y gracias en total comunión con el presentador del programa, que se parte la caja, y luego el culo, y más tarde ya el organismo entero, pero no por cortesía, por quedar bien ante el invitado, sino porque es otro hombre culto y desenvuelto que ha enterrado -o quizá nunca enterró- sus prejuicios con el cine de los hermanos Zucker, y ese otro tipo, J. Abrahams, no J.J. Abrams, que ése es otro, el de las cosas de la sci-fi y la resolución de los Skywalker.

Horas después, en el sofá, tras varias décadas huyendo de mí mismo -de mi gusto simple, de mi sofisticación escasa, de mi alma infantil y perversa- me lo voy a pasar teta con las memeces teniente Frank Drebin: las románticas y las policiales, y las suyas propias, de su vida personal, que también tienen tela marinera. Pero en ese momento de la tarde, mientras escucho a Fernando Trueba por los senderos de La Pedanía, yo todavía no lo sé. En ese momento de conjunción astral y de alineamiento de los planetas, aún tengo dudas de sí por fin ha llegado el momento de des-madurar, de dejar de hacer el gilipollas, y rendirme a la evidencia de mi gusto sin refinar. A esas horas de la tarde aún tengo miedo de la involución, de la metamorfosis inversa. Del regreso a las tardes de mi infancia. Ahora, la verdad, un poquito menos.




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El renacido

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Por la misma época en que se estrenó “El renacido” -que nos dejó a todos tan asqueados y maravillados que todavía hoy no sabemos qué pensar de la pinche ocurrencia- jugaba en los Golden State Warriors un fulano llamado Shaun Livingstone que venía de romperse una rodilla por cuatro sitios, y de quedar desahuciado para el juego según nueve de cada diez traumatólogos -vamos, como si se la hubiera destrozado un oso grizzly en un encontronazo por el bosque- y sin embargo ahí estaba, el bueno de Shaun, jugando de base suplente de Stephen Curry para mantener el partido siempre calentito y en tensión: sus doce puntitos, su puñado de asistencias, su par de defensas cojonudas hasta que la rodilla emitía señales de cansancio o Curry volvía a sentir el picorcito en las muñecas y pedía regresar.

Guillermo Giménez, en las retransmisiones de Movistar +, llamaba a Shaun Livingston “El renacido”, y Daimiel, a su lado, se descojonaba de la risa mientras buscaba una estadística en sus papeles para confirmar el renacimiento del muchacho. Ahí fue cuando comprendí que “El renacido”, la película salvaje y asalvajada de González Iñárritu, quizá no se iba a quedar para siempre en el contenido, pero sí en su continente. El meme cultural que se reproduciría como un gen de Dawkins iba a ser el título, y no la película en sí. De hecho, ya casi nadie se acuerda de “El renacido” un lustro después. El otro día, en la tienda de segunda mano, vi su Blu-Ray en una estantería menor, de las de altura rodillera, a un precio indigno de una película oscarizada que cuenta con Leonardo DiCaprio en su portada, aunque sea envuelto en pieles, y con la cara magullada, y en un tris de morirse justo después de ejecutar su venganza implacable.

Yo mismo -quiero decir- soy un renacido, uno que también tuvo su encontronazo en el bosque y tardó lo mismo que Shaun Livingston en volver a las canchas y ponerse a jugar. Me he apropiado el apodo, el nickname, aunque me parezca tan poco a Leonardo DiCaprio cuando se pone guapo.






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Metrópolis

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Fritz Lang no era un nazi, pero estaba casado con una mujer que sí lo era, y que escribía los guiones para sus películas. Quizá por eso Joseph Goebbels estaba algo confundido cuando le ofreció a Lang dirigir la UFA para convertirla en la maquinaria cinematográfica de propaganda. Lang, a decir de la Wikipedia, se quedó bastante extrañado, y le dijo a Goebbels que bueno, que se lo pensaría, pero que tenía que confesarle que su madre era judía, a lo que Goebbels le respondió: “No se preocupe: nosotros decidimos quiénes son arios y quiénes no”. Esa misma noche de 1933, acojonado con el personaje, Lang cogió un tren con destino Villadiego, luego París y más tarde Estados Unidos, donde rodaría la segunda tacada de su cinematografía.

La mujer que escribió el guion de Metrópolis se llamaba Thea von Harbou, y de ella, en internet, se cuentan cosas que... bueno, y otras que..., en fin, no tanto. Se nota que quienes escriben los artículos quieren reivindicarla como mujer artista y al mismo tiempo no quieren quedar como simpatizantes -o simpatizantas- de sus derivas ideológicas. Mujer, pero nazi; o nazi, pero mujer, y ahí se empantanan, y sueltan aquello que los andaluces llaman la “piropostia”, que es como decir: “Tienes una cara tan guapa que así nadie se fija en tu cuerpo”, o “Thea von Harbou puso todo su talento artístico al servicio de Hitler y sus adláteres”.

Digo todo esto más o menos documentado porque hoy, viendo Metrópolis -y he tenido que verla en la versión pop/disco de Giorgio Moroder para no tener que escuchar los golpes del vecindario veraniego- he comprendido que no es una película de revoluciones obreras y distopías del futuro, sino, más bien, el sueño nacionalsocialista del sindicato vertical, del todos a una en el esfuerzo, los ricos a la vidorra y los trabajadores al sudor de su frente. No es difícil ver en el personaje de María, que otros confunden con una Juana de Arco bolchevique, a la mismísima Thea clamando por la alianza entre clases. De los judíos no dice ni mu, pero viendo como estaba diseñada la jodida ciudad de Metrópolis, es mejor no ponerse a pensar.





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Silverado

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Cuando se estrenó Silverado, allá por 1985 -que como estará de lejos Japón que ni siquiera conocíamos a Kevin Costner- los expertos decían que el western era un género muerto, y que la película de Kasdan, lejos de resucitarlo, sólo venía a profanar su tumba.

Ahora que tras varias décadas de remoloneo por fin he visto la película, tengo que decir que hombre, que se pasaron tres huevos con el pobre Lawrence Kasdan. Que Silverado no es desde luego ninguna maravilla, más bien lo contrario, todo tan trillado y tan tontorrón en su planteamiento, y en sus tiroteos, pero que tampoco es el peor western de la historia. Ni de coña, vamos. Está a la altura de decenas de clásicos viejunos que esos mismos puretas calificaban con cinco estrellas en las revistas, o con cinco orgasmos en la radio, acompañando la galaxia o la lefa con su prosa florida y su adjetivismo literario.

El otro día, sin ir más lejos, yo bostezaba lo mismito que hoy con Johnny Guitar, que también empieza con unos mentecatos acodados en la barra del salón, que ni se conocen ni tienen oficio definido, sólo estar allí, mamándose, y diciéndose tonterías de este lado del río Pecos, o de aquel lado del Mississippi, forastero y tal, que yo te conozco, eres hermano de Bill Donovan, y vienes a cobrarte una deuda de sangre, pecador de la pradera, desenfunda si tienes valor y bla, bla, bla..., mientras uno se rasca la cabeza en el sofá y se pregunta quiénes son estos tipos, y de dónde vienen, o a qué se dedican, que ni vacas se ven por los alrededores. Yo creo que el problema es que estos pueblos de las películas siempre los construyen donde no hay agua -al contrario que cualquier civilización heredera de los sumerios- y que por eso van todos como van, lunáticos y deshidratados, o bebiendo whisky a todas horas.

Silverado es aburrida, previsible, como hecha para niños sin bagaje, o cortitos de entendederas. Pero entretiene, como la mano en pene que cantaba don Javier. En realidad es una mierda, pero no sé, había que verla, porque me faltaba, y porque es de Lawrence Kasdan, que una vez dirigió películas maravillosas, y escribió los guiones de las películas de Luke, y las de Indy. Por eso mismo le odiaban tanto, y le siguen odiando, los puretas.





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Review. Temporada 1

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Review es la comedia más salvaje, más atrevida, más diferente a todas las demás que he visto nunca. No sé si la mejor -porque esto no es una carrera de caballos, como decía Carlos Pumares- y todas las comedias tienen su momento y su lugar en la biografía. A cada edad, y a cada estado del alma, su risotada. Pero el experimento de Andrew Daly es desde luego irrepetible, tan extraterrestre que resulta incluso difícil explicárselo a los gentiles. Sólo decir que en homenaje a esta locura tengo puesto a Forrest McNeil ahí arriba, en la cabecera del blog, poniendo estrellas a las películas que jalonan mi calendario.

¿Qué de qué va Review? Pues de un fulano que tiene un reality show en el que se dedica a vivir la vida y a criticarla. “Soy un crítico, pero no hago críticas de la comida, los libros o las películas. Analizo la vida en sí”, dice al inicio de cada episodio. Y la vida en sí no es, desde luego, la vida que llevamos casi todos los mortales a este lado de la tele, que en verdad sólo nos hemos mojado el culo un puñado de veces, y todo lo demás es criticar y perorar sobre cosas que desconocemos, que no hemos vivido en carne propia. Forrest McNeil ha dicho basta, quiere vivir, meter la mano en el fango, el pie en el charco, la nariz en el hoyo, y gritarle a su audiencia que por fin está experimentando lo que nunca soñó hacer, o nunca quiso hacer, porque era ilegal, o inconveniente, o le daba miedo, o tenía riesgo de acabar en su muerte. O prometía una felicidad inasumible. A Forrest McNeil, lanzado a vivir, entregado a su programa como un monje a su vocación, todo esto se la sopla ya. Él hará cualquier cosa que le pida su audiencia sin quejarse, sin pensar en las consecuencias. Forrest McNeil robará, se divorciará sin desearlo, se hará un adicto a la cocaína... Se dará un atracón de tortitas o provocará una pelea callejera. Caerá en la ignominia, en la enfermedad, en el ridículo... En el hospital. Pero le da igual: él ya es San Forrest evangelista, que viene a contarnos, a los que vivimos escondidos tras la pantalla, a qué sabe la vida cuando uno se la come cruda.


(Ver "Review", sin duda, cinco estrellas)





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Despierta la furia

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Será lo que sea, el Dioni, nuestro querido Dionisio, que ni sabe cantar ni presentar un programa de la tele, pero cuando trabajaba de segurata perpetró el último acto revolucionario de nuestra historia. Él no robó los millones para suministrar armas a la revolución, ni para pagar las fianzas de los camaradas, sino, más bien, para pasárselo en grande en las playas de Brasil, rodeado de caipiriñas y mulatonas. Pero da igual: a veces la intención no es lo que cuenta, sino el acto en sí, mondo y lirondo, y cuando al Dioni se le peló el cable aquella mañana, cogió el dinero del  furgón y dijo entre dientes aquello de: “¡Hala, a tomar por el culo!”, se convirtió en el último bolchevique español justo antes de que cayera el Muro de Berlín y ya todo volviera a ser lo mismo de siempre: bancos despojando a los plebeyos a golpe de comisión, de interés abusivo, de rescate gubernamental, que mira que tienen recursos y guardaespaldas, los muy... Hay mil maneras -pacíficas, digo- para que los ricos roben a los pobres, y sólo una, o una y media, para que los pobres les devuelvan el golpe.

Poco después de su histórica fechoría, Joaquín Sabina le dedicó una canción inolvidable, a la altura del Bella Ciao en lo simbólico, que yo todavía tarareo entre los montes. Sabina decía del Dioni que había tenido un par, y que sí había que llevarle una bocata con lima a la prisión, pues que se le llevaba, que era de justicia poética. La canción fue un éxito instantáneo, y la gente, gracias a ella, estaba cada vez más con el ladrón y menos con los ladronados. Pero a partir de ahí todo fue silencio en el mundo de la cultura, y ni una mísera película le dedicaron los cineastas. El Dioni cayó en el olvido carcelario hasta que un día reapareció como una estrella -de poco brillo y tal, pero una estrella- en nuestra televisión.

Más de treinta años después de todo aquello, alguien le contó a Guy Ritchie que aquí había una historia de la hostia, olvidada por nuestra propia cinematografía. Pero Guy Ritchie, claro está, no se iba a conformar con poner un único ladrón, y un único furgón, y resignarse a no meter algún tiro en la función...





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