The Office (BBC). Temporada 2

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Dice la Wikipedia: “El efecto Dunning-Kruger es el sesgo cognitivo por el cual las personas con baja habilidad en una tarea sobrestiman su habilidad”. O sea: que quienes tienen menos inteligencia no solo están por debajo en las escalas, sino que además no saben reconocer esa situación de inferioridad. O sea: un desastre. Un naufragio cognitivo y metacognitivo. El argumento de Sócrates tirado a la papelera. Ellos, los afectados por el efecto Dunning- Kruger, se creen más inteligentes de lo que son y transforman el axioma socrático en “Solo sé que lo sé todo”.

David Brent, el jefe de la oficina en “The Office” es un Dunning-Kruger de libro. Puede que Ricky Gervais y Stephen Merchant supieran de esto sesgo antes de escribir el personaje. O puede, simplemente, que se hayan cruzado con varios de estos tipejos a lo largo de la vida. Gente inmune al ridículo cuando fracasa en lo que no sabe, o en lo que no debe, porque van por el carril contrario de la autopista y piensan que son los demás los equivocados. Los inferiores en capacidad. Es muy difícil tratar con estos memos y estas memas carentes de autocrítica, y por tanto ufanos y petulantes. Sobre todo si padeces el otro sesgo estudiado por el señor Dunning y el señor Kruger, que describe el hecho psicológico contrario: ser inteligente y no darse cuenta de ello, y subestimar continuamente las propias habilidades.

Los David Brent de la vida son seres odiosos y contumaces. No puedes razonar con ellos porque viven en otra dimensión de la realidad. No tienen por qué ser mala gente: simplemente viven desconectados del mundo. Les falta un tornillo, una neurona, un aminoácido fundamental. No son memos, sino metamemos, ignorantes de su propia memez. Te puedes reír un rato con ellos, pero al final cansan. 

Yo también me he cruzado con alguno y con alguna por la vida. Todo va bien mientras no tienes que medirte la polla o el intelecto. Ahí siempre pierdes, aunque ganes. Es una competición absurda. Es mejor cambiar de acera, o limitarse al compadreo.








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Peppermint Frappé

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El problema irresoluble de la humanidad es que todo el mundo quiere follar. La fealdad no anula el ímpetu de los instintos, y eso provoca desequilibrios en el mercado porque los feos, de entrada, no se resignan a entroncar con sus semejantes en la fealdad. Todos anhelamos la compañía de la belleza porque la belleza de nuestra pareja nos distingue y nos ennoblece. Nos da un estatus superior y nos endereza un poco al caminar. Y no hay nada turbio ni superficial en ese anhelo: simplemente es un instinto contra el que no se puede batallar.

Es por eso que los feos nos hemos inventado la “belleza interior”, para que lo intangible equilibre lo tangible. Para que el sentido del humor, la cultura, la inteligencia... el aura inexplicable, nos conceda una oportunidad de aspirar a la gran belleza, la que no necesita subterfugios ni eufemismos. La que es evidente por sí misma, instintiva y natural. La que entra por los ojos y se agarra a las tripas en un santiamén. La que no necesita un procesamiento mental que siempre tiene algo de circunloquio.

Luego, a los feos, la vida nos va poniendo en nuestro lugar. A veces tenemos una suerte de la hostia -a mí me ha pasado- pero son habas contadas en realidad. Conocer tu lugar en el ecosistema es un  proceso más o menos largo y doloroso. Una universidad de la vida, como dicen por ahí. Al final sales de la carrera con una nota de expediente que no es exacta ni cerrada, pero con la que más o menos sabes a qué atenerte. La mayoría recuerda lo aprendido y ya no se lleva grandes desengaños. Pero otros, como Julián en “Peppermint Frappé”, no terminan de asumir su rol  en el escenario, y se llevan unas hostias como panes. Enamorado hasta las patillas de Geraldine Chaplin, Julián se mira al espejo y quizá no se ve. O sí se ve, pero prefiere rebelarse contra la suerte cochina y la dictadura de los genes. Una batalla perdida, en cualquier caso, y una neurosis garantizada.





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Formentera Lady

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Hubo un tiempo en que yo, como José Sacristán en la película, también soñé con ser farero y perderme en una isla lejos de los hombres, y de las mujeres. De todas menos una: la que habría de ser mi compañera de aventura y mi colega en el exilio.

Soñaba con vivir en un acantilado que distara varios kilómetros del pueblo más cercano. Recorrerlos en bicicleta solo cuando necesitara alimentos o medicinas. Tenía hasta un sitio escogido, en la costa asturiana, donde el faro ya era eléctrico y no necesitaba más que una revisión periódica de un técnico motorizado. Lo mío, en aquel paraje brumoso y siempre azotado por las olas, ya era el sueño de un imposible. Pero cuando llegaba el verano yo me entregaba a él como quien se entrega a un sueño reparador que le ayuda a proseguir.

Hubo un tiempo, sí, cuando los fareros todavía eran profesionales que vivían en sus faros, como señores altaneros y encastillados, en el que soñé con llevar la misma vida -exacta, calcada, como si me la hubieran robado mientras dormía- que empujó al personaje de José Sacristán a perderse en la isla de Formentera. De hecho, en la película, José Sacristán conduce un Land Rover con matrícula de León, y es como si me hubieran plagiado hasta la procedencia provincial. Demasiada casualidad, pensé, que este hippy proceda de unas tierras tan poco dadas a salirse por la tangente o a vivir en la marginalidad.

Yo también soñé -y aún sigo soñando, pero ya es un sueño dentro del sueño- con vivir al lado del mar junto a una mujer igual de aventurada y despegada de los hombres. Bajar con ella dos veces por semana al tumulto de la civilización, a socializar en las terrazas para no terminar convertidos en dos gorilas en la niebla. Y al poco, hastiados ya del contacto con los demás, con los amigos ya saludados y las cuentas ya aclaradas, regresar a nuestro refugio para entregarnos como dos bonobos a los amores tórridos o tempestuosos, lánguidos o sudorosos, según las épocas del año y los vaivenes de la salud.





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Los ladrones: La verdadera historia del robo del siglo

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“Quien roba a otro ladrón tiene cien años de perdón”. Sí, lo suscribo. Todos los mandamientos tienen su excepción y su mesa de debate. Solo faltaba. Pero en esto de robarle al prójimo, la absolución, y hasta el aplauso, dependen del uso que le des a lo robado.... Robin Hood robaba a los mercaderes para luego repartir las monedas entre los desheredados. Y yo a muerte con él, claro. Toda incautación que sirva para redistribuir la riqueza -por las buenas, si te dejan, o por las malas, si no hay otro remedio- encaja con mi pensar de viejo bolchevique.

Pero por eso mismo, porque soy un viejo bolchevique, y no un simple delincuente deslumbrado por el dinero, o ensoberbecido por el ego, solo atracaría un banco para hacer justicia social con las sacas de dinero. Tiraría las monedas por ahí, al tuntún de las chabolas, o construiría un cine con entrada gratis para el solaz del proletariado. Ni podrido a dinero llegaría a interesarme yo por los Ferraris, o los yates, o los pelucos de oro. Solo el amor, ay, el amor.

Los famosos atracadores del Banco Río no tienen nada de justicieros sociales. Pero tampoco robaron para envolverse en sábanas de seda y trajes de Armani. Ellos robaron por el simple orgullo de robar. Unos profesionales como la copa de un pino. Así que no sé qué pensar de todo esto...  A veces les admiro y a veces me caen gordos. A veces su atraco parece una venganza contra el corralito y a veces parece el ejercicio ególatra de unos delincuentes barriobajeros.

Qué quieren que les diga... A mí, puestos a robar, me caía mucho mejor el Dioni, que parecía un currante como todos nosotros. Uno de los nuestros, afectado por la ventolera. Y aunque es verdad que sólo distribuyó el dinero entre las prostitutas de Copacabana y los crupieres de los casinos, a mí su gesto de currante que está hasta las pelotas me sigue conmoviendo. Tuvo un par, sí, como le cantaba Sabina.






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Punch-Drunk Love

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“Punch-Drunk Love” es una comedia romántica que no es, para empezar, una comedia, porque en ella te ríes más bien poco o se congela la sonrisa. Y tampoco es, desde luego, un romance al uso, porque los amantes entregados -Adam Sandler vestido rigurosamente de azul, y Emily Watson vestida rigurosamente de rojo- no son dos personas adultas aunque así lo parezcan, sino dos adolescentes que se buscan a lo bruto, a lo kamikaze, sin filtros ni convenciones. Una pareja de irreflexivos, de amantes muy poco consecuentes con sus actos. Dos enamorados sin cálculo, sin método, sin ninguna red que les proteja en el salto. Dos desnortados que se cuelgan de la persona quizás menos indicada de los contornos, a ciegas, y a sordas, y casi a tientas, guiados únicamente por el instinto y por el pálpito, amándose hasta el corvejón, hasta la médula, hasta el desvarío, sin que ya nada pueda detenerles hasta consumar su felicidad.

Muchos espectadores que se autoconsideran más cabales en el amor, amantes que siguen unos criterios razonables sobre gustos compartidos y personalidades compatibles, no pueden entender “Punch-Drunk Love” por mucho que lo intenten. Les rompe los esquemas. Yo he hecho una encuesta por mi ecosistema de cinéfilos y los resultados son concluyentes. La mayoría piensa que este par de descerebrados parecen sacados de una ciencia-ficción muy lejana, o de un manicomio provincial muy cercano. No conciben estas reacciones tan contradictorias, estos arrebatos tan impetuosos. Los desnortados de la vida, sin embargo, los que alguna vez nos hemos enamorado como Adam Sandler y Emily Watson -a lo bonzo, a lo estúpido, a lo bellísimo en realidad- nos reconocemos sin vergüenza en este dislate de las tripas que se revuelven, y de las neuronas que se desconectan. O que se conectan de un modo inadecuado, al tuntún, en una catástrofe bioeléctrica de consecuencias impredecibles. 

Nosotros, los imperfectos, los enamoradizos, los entregados a la causa de Paul Thomas Anderson, tampoco entendemos del todo “Punch-Drunk Love”, pero sabemos  muy bien de qué va.





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Tal como éramos

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No estoy muy seguro de suscribir la moraleja final de la película: que el amor verdadero dura toda la vida a pesar del fracaso o la distancia. A pesar de los pesares... Yo en esto soy más politeísta que monoteísta. No creo que haya un solo amor puro que recorra nuestras biografías. Y que el resto, cuando van llegando, solo sean esfuerzos por recuperarlo. Cada edad tiene su amor; cada viaje, su puerto de mar. El amor, cuando es de verdad, nace con vocación de ser eterno. En eso estamos de acuerdo todas las religiones. Pero la eternidad, muchas veces, también viene con fecha de caducidad.

Los monoteístas, sin embargo, que son unos románticos de tomo y lomo, y que salen llorando a moco tendido de ver esta película, creen firmemente en la existencia de un solo amor en las alturas. Creen que solo hay un documento original y que el resto son fotocopias cada vez más borrosas e ilegibles. A veces, para su bien, la copia se parece mucho al original y todo funciona como en un encantamiento. No es el Gran Amor, pero les ayuda a continuar. Tampoco es cuestión de meterse en un convento y renunciar a la ilusión. Sin embargo, lo más normal es que la copia palidezca, se muestre incapaz de competir, y sea arrojada a la papelera en una sucesión de llantos inconsolables.

“Tal como éramos” es un pastelón. De hecho, creo que inventaron la palabra el día de su estreno. Su envoltorio se ha vuelto muy cursi y excesivo. Salvo su  canción, claro, que es eterna y estremece... No creo en sus postulados, ya digo, pero me gustaría creer. Es como cuando envidias a los católicos enfrentados a la muerte.  Es bonito pensar que hay amantes condenados al amor a pesar de que no se soporten, o de que hayan probado sin éxito mil maneras de continuar. Aunque se odien y pasen décadas sin encontrarse. En el monoteísmo, el amor verdadero no termina en la separación definitiva. Continua en corrientes subterráneas, y aflora de vez en cuando para formar charcos en los que poner los pies y contemplar nuestro reflejo. Tal como éramos.




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The Office (BBC). Temporada 1

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Yo tuve un amigo que se parecía mucho a David Brent: un tipo más bien bajo, rechoncho, con un ego tan grande que no podría explicarse ni en una telecomedia de 400 temporadas. 

Si existe un “The Office” de la BBC y otro “The Office” de la NBC, aún queda por rodar otro reboot para la Televisión de León titulado “La Oficina”. Porque mi amigo también era un comercial con traje y corbata, aunque no del papel, sino del sector de la cerámica. Un comercial al que además, para presumir de ser el sostén de la economía local, le pilló de lleno la locura de la construcción, cuando los azulejos y las baldosas se compraban casi a granel como las lentejas en el mercado.

Mi amigo -muy a lo David Brent- afirmaba que cuando él se ponía enfermo, y su despacho de vendedor quedaba vacío durante tres días- toda la construcción del Noroeste peninsular quedaba paralizada, y nos narraba, con todo lujo de detalles, siempre con un copazo en la mano o con una comilona sobre la mesa, que la Federación de Empresarios acudía en procesión a la Catedral para encender dos velas rogativas y pedirle la Virgen Blanca una pronta recuperación de sus anginas como tomates o de sus resacas como cetáceos.

Es que joder... Son casi idénticos, mi ex amigo y David Brent. La misma gomina, y las mismas gansadas, y los mismos pavoneos irrefrenables cada vez que una gachí se ponía a tiro de lengua o de lengüetazo. El mismo afán de protagonismo, el mismo acaparamiento de la escena como vedettes bajando por la escalinata del “Moulin Rouge”. Las mismas bromas, los mismos chistes, los mismos comentarios socarrones en los que él siempre quedaba como el “enterado” y los demás quedábamos como “pardillos”, hombres sin mundo atrapados en las trampas de la ética o de la simplicidad.

Y, también -hay que joderse- el mismo éxito sexual, inexplicable y envidiable, aunque en verdad solo momentáneo, hasta que la gachí de turno descubría que tras las risas solo había una soberbia más bien inane y vacía.

Pero mira: que le quiten lo bailado, como a David Brent en “The Office”, que mientras tú te ríes de él, él se va descojonando de todos los demás.





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En la ciudad

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Los personajes de “En la ciudad” son unos pijos que viven en los áticos carísimos de Barcelona. Y también en los áticos muy frívolos del amor. 

Aquí, en cambio, en  provincias, en los pisos bajos que dan a los coches y a los humos, el amor, cuando llega, es un asunto muy serio que se trabaja hasta las últimas consecuencias. Cuesta sudor y lágrimas encontrar a alguien que soporte nuestros defectos. Nuestras virtudes tan grises y tan poco exportables. El amor es un bien muy apreciado en estos sistemas exteriores de la galaxia, como un mineral raro, o una nave espacial que salte al hiperespacio. Aquí, por el amor, nos partimos la cara hasta el último instante. 

Ellos, en cambio, los barceloneses de la película, no. Los personajes de “En la ciudad” son treintañeros, son guapos, tienen posibles. Y el que no es guapo ni tiene posibles se autoengaña con mucha eficacia. Cuando sus matrimonios o sus noviazgos caen enfermos con las primeras fiebres, ellos y ellas se lanzan a las calles a buscar un amor de sustitución. Los pijos sólo tienen que dejarse caer por los garitos de moda, tan bien vestidos y tan bien peinados como están siempre. El amor les interesa, sí, pero sólo si funciona a las mil maravillas. Si va sobre ruedas; si no corta el rollo en ningún momento. Pero si el amor da la lata, si toca los cojones, si corta las alas en demasía, prefieren comprarse otro nuevo en las tiendas del sector. Es como cuando compran otra tele, u otro coche, o se cambian de apartamento para ganar 4 metros cuadrados. 

    Los pijos de “En la ciudad” se engañan todos entre sí. A veces se van y a veces se quedan. En el fondo son unos mentirosos de mierda. Nadie conoce a nadie porque todas las convivencias son un baile de máscaras permanente. En las provincias esto no funciona así: nosotros cuidamos nuestras relaciones hasta el último instante. Las remendamos, las repintamos, las remozamos. Las reanimamos cardiopulmonarmente hasta que dejan de respirar. Afuera hace mucho frío y hay mucha indiferencia. Aunque caliente el sol por las mañanas. En las provincias siempre es invierno y no sé por qué.

La película, por cierto, es cojonuda.





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