Primera plana

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Todas las mañanas, cuando abro el periódico digital y me enfado con algún periodista que redacta las noticias con aires de literato, me acuerdo de Walter Matthau gritándole a Jack Lemmon: "¡Nadie lee el segundo párrafo!". 

Si Walter Matthau se quejaba de que el "Chicago Examiner" no aparecía citado en las primeras líneas del artículo, proclamando tener la exclusiva de la noticia, yo, tan avinagrado como él, me quejo de esos redactores que se guardan lo fundamental para el segundo o el tercer párrafo -el qué, el cómo, el dónde- y utilizan el primero para dar rienda suelta a sus ambiciones: "Ayer lunes, en la fría mañana del Páramo Leonés, en esa hora tenebrosa del amanecer..." Paparruchas. Estos tipos seguramente jamás han visto “Primera plana”, y mucho menos “Lou Grant, que fue una escuela de periodismo para todos los chavales que entonces vivíamos pendientes de aquellos currantes que dirigía la madre de Tony Soprano. Profesionales sin tacha que se recordaban a todas horas mientras redactaban las noticias: "Lo importante va siempre en el primer párrafo...".

En fin, cosas mías. Asociaciones que me vienen a la cabeza mientras veo "Primera plana" y me voy riendo casi en cada diálogo y en cada réplica; en cada ocurrencia y en cada giro argumental.  Porque el guion es de oro, y los actores son de leyenda, y Billy Wilder es un tipo vitriólico que no trata bien a casi nadie. En la película no hay ningún periodista con un mínimo de ética o de dignidad, y en eso “Primera plana” es una película de rabiosa actualidad. Ahora todo es digital e instantáneo, pero las noticias que publicaba el “Chicago Examiner” no se diferencian mucho de las que ahora nos dan los buenos días. En la prensa sigue habiendo más exageraciones que exactitudes, más intereses que moralidades. Los redactores-jefe son todos como este tipejo que interpreta Walter Matthau: paniaguados que también obedecen órdenes, urden en las sombras y sonríen con una jeta de cínicos recalcitrantes.









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Entre pillos anda el juego

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La película es una tontería. Una memez pasada de rosca. Javier Ocaña, en su libro sobre cinefilias, dice que es un clásico de la comedia que él disfrutó mucho con sus chavales. Po bueno, po fale, po m’alegro, como decía el Makinavaja. Pobres chavales... Las historietas del Maki que dibujaba Ivá sí que son un clásico de la comedia, y no esta astracanada de John Landis que tiene gracia al principio y luego ya nada: solo el cuerpazo de Jamie Lee Curtis -y que me perdonen las inquisidoras-, y la voz de Eddie Murphy si ves la película en VOS. Detalles anatómicos, que no humorísticos.

Y digo que al principio tiene cierta gracia porque los hermanos Duke -estos hijos de putero que venderían a su madre por ganar un dólar en la Bolsa- se apuestan ese dólar para ver qué influye más en las conductas de los seres humanos: si la herencia recibida o el medio ambiente que nos baña. Y ése problema, y no otro, es el cogollo central de la filosofía. Todo lo demás -la metafísica, el dualismo, el fundamento último de la ética- no son más que zarandajas y verborreas. Yo, al menos, llevo media vida planteándome la cuestión, comprando libros y analizando al personal, y cuanto más viejo me hago más pellejo me vuelvo. Cada vez creo más en el dios Gen y menos en el dios Ambiente. Somos pirámides de piedra que necesitarían milenios para pulirse y erosionarse.

De John Landis ya no se sostiene ni “Granujas a todo ritmo”, que empecé a verla el otro día y se ha quedado en una gamberrada con exceso de metraje. Así que la gran contribución de Landis a la cultura sigue siendo el vídeo de "Thriller": el de Michael Jackson bailando con los zombis y luego convertido en hombre lobo. Una obra de arte que también se remonta al año 1983, y que los más dormilones nos perdimos en la Nochevieja del "Viva 84" porque nadie nos avisó de la primicia. Al día siguiente no se hablaba de otra cosa en el corrillo de los amigos. Que fuera Año Nuevo ya no era novedad para chavales que llevábamos 12 años en el mundo. Lo del vídeo de don Michael sí.



 


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Suro

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A mí, que soy un bolchevique derrotado pero no abatido, me debería haber gustado más la segunda hora de “Suro”. En ella se denuncia la explotación de los trabajadores marroquíes que extraen el corcho de los alcornoques. Alcornoque, por cierto, era un insulto que se decía mucho en los tebeos de Mortadelo y Filemón. “Persona ignorante y zafia”, dice el Diccionario de la RAE en la tercera acepción. 

Me gustaría emplear tal adjetivo contra estos garrulos de mierda que malpagan a sus esclavos y los hacinan en habitáculos precarios o inmundos. Pero prefiero -no sé por qué, quizá porque me suena más eufónico o me sale más de los adentros- llamarlos auténticos cabronazos. Hablo, por supuesto, de esta jarcia “emprendedora”, nativa y blanca, española -o catalana en este caso- que lleva la banderita en la muñequera y la papeleta guardada en la guantera por si hubiera que votar a toda hostia y echar a los rojos a patadas simbólicas, ya que no pueden echarlos a patadas reales, y cosas peores. 

Sin embargo, la parte de “Suro” que más me gusta -la única, en realidad, porque lo otro es una película de Ken Loach pero sin su “british touch”- es la primera, cuando Vicky Luengo y su marido (y aprovecho para preguntarme qué tiene este hombre que no tenga yo para merecerla, dejando aparte la cuestión obvia de la edad) se instalan en esa casa rústica perdida en el monte. La casa, al parecer, es una herencia dejada por la tía de Vicky, y yo paso ese rato soñando con una vida campestre al lado de la Luengo, que en la película además es arquitecta, exiliada de lo urbano, y cuenta con su talento y con sus muchas pelas para convertir el chamizo en un casoplón en el que retirarse del mundo. 

Dos náufragos terrestres rodeados de alcornoques arbóreos y de animalitos del bosque.... Una fantasía como de película de Disney, o como de “El hombre tranquilo” pero en Cataluña, que el director de la función, tan comprometido y tal, se encarga de estropear en el segundo acto de la función. Viviendo lejos del mundanal ruido con Vicky Luengo qué me importarían a mí ya las revoluciones o las justicias sociales. 







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Glengarry Glen Ross

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Si un desconocido te sonríe, malo. Y si llama a la hora de la siesta, ponte a temblar. Eso es que quiere venderte algo: un abono a Vodafone o la salvación de tu alma. O quizá una finca en las Glengarry Highlands, como tratan de endilgarnos estos comerciales de la película. 

Nadie saluda afablemente si no es por interés. Si ya tenemos sospechas de los seres queridos -que a veces no se distinguen de los seres interesados- imagínate si te cruzas con estos tipos de “Glengarry Glen Ross”, que colocan terrenos con esa verborrea que les enseñan en las escuelas de economía. En esos antros donde aprenden las debilidades de nuestra psicología para que firmemos en la línea de puntos y despojarnos de los cuartos. 

En 1992 le cogíamos el teléfono a cualquiera porque aún no teníamos el domo de Telefónica, con su pantalla a modo de chivato, y por ahí, por ese anzuelo, nos enganchaban estos desalmados con promociones de la hostia e inversiones milagrosas. Ahora, gracias a la telefonía móvil, ya es más difícil que nos pesquen. O tenemos los números anotados en la lista de contactos, o nos salta el aviso de un teléfono sospechoso. Podemos hasta bloquearlos si nos dan mucho la tabarra. En eso, “Glengarry Glen Ross” ya es como un documental del Canal Historia, uno que versa sobre los vendedores de fincas en la época de Graham Bell. 

Pero también podría ser un documental de National Geographic: uno sobre cazadores con gabardina y úlceras en el estómago. Lo que hacen los comerciales de Glengarry Glen Ross no es muy distinto de  alancear el mamut o de espetar el salmón en el arroyo. Pero como estamos en 1992, y la cosa laboral se ha diversificado mucho en la sabana norteamericana, ahora nuestros muchachos cazan incautos para hipotecarlos por terrenos que no valen una mierda. En el fondo son los mismos cromañones competitivos que salen de buena mañana y regresan de mal atardecer. Sólo hemos cambiado el vestido de pieles por el traje de ejecutivo. La lanza y el cuchillo por la agenda y el maletín.  La evolución no consigue milagros en el plazo de tan pocos milenios. 







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Los Soprano. Temporada 3

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Ningún personaje de “Los Soprano” merece nuestra empatía. Si acaso la doctora Melfi, aunque ella también bordea el lado oscuro cuando queda fascinada por su cliente. Los demás son unos criminales o encubren a los criminales. Todos comparten esa moral restrictiva donde no existe nadie que no se apellide como tú o no joda con alguien de los tuyos. El Estado, el bien común, el conjunto de los ciudadanos...: son conceptos que estos macarroni ni siquiera entenderían. Tan listos y peligrosos como son, siempre pendientes del último dólar o del último desprecio, en el fondo son unos paletos de pueblo convertidos en paletos de suburbio. Porque ser paleto no significa ser tonto: significa no ver más allá de la sombra proyectada por la boina. Es una ceguera moral parecida a la ceguera de los ojos. Yo digo que es genética y que se hereda en los entresijos del zigoto, aunque la mayoría opinaría que se aprende viendo actuar a los padres. Para el caso, patatas. 

Los hijos de Tony Soprano -que en principio eran los santos inocentes de esta función- tampoco se salvan de la quema. Meadow es una chica lista, clarividente, que no se engaña sobre la naturaleza de su familia. Pero la voz de la sangre todavía es poderosa en ella y eso la obliga a seguir queriendo a su padre asesino y a su madre consentidora. Sus lloros y sus rebeldías tampoco conmueven al espectador consecuente. Anthony Jr., por su parte, es un pobre panoli que podría ser hijo de Adolf Hitler y vivir en el búnker de Berlín sin enterarse de que hay una guerra por encima de su cabeza, todo el día con los videojuegos, o con las gamberradas, o con el porno que le reseca -a él sí, pero sólo a él, queridos curas- la médula espinal.

Viendo el último episodio de la tercera temporada me dio por pensar que quizá la genialidad de “Los Soprano” reside precisamente  en que no hay nadie a quien agarrarse. Nadie con quien establecer una identificación que vaya más allá de un momento puntual, y casi siempre por un asunto de desamores. Lo que condenaría a otras series aquí es como el secreto de la salsa. Es como si viéndola reposaras en el sofá, libre de esfuerzos morales y abandonado a la impudicia.







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Sabrina

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El tiempo, gracias a los dioses del cine, ha hecho poca mella en “Sabrina”. Solo en alguna esquina del guion hay indicios de herrumbre, de futuro resto arqueológico. La estructura de la película permanece incólume, lo que se dice clásica, desafiando a las décadas y a los vientos. Tan desafiante como esa torre Eiffel que da testimonio de que Sabrina estudia alta cocina en París para olvidar a David Larrabee, el playboy de los ricachones. El follador compulsivo de las burguesas neoyorquinas. El guapo -y atolondrado, y encantador, y manirroto- David Larrabee por el que Sabrina Fairchild, la hija del chófer, la cenicienta de los motores, siente un amor tan irresistible como imposible. 

Sabrina y David viven en la misma finca, separados apenas por unos metros, pero entre la mansión de los acaudalados y la vivienda sobre el garaje hay un muro tan insalvable como el que separaba los Siete Reinos de las Tierras Salvajes. Y como es un muro que sólo los muertos pueden escalar sin miedo a descalabrarse, Sabrina, desengañada, decide pasarse al otro lado aspirando el humo de los coches arrancados. Luego vendrá a rescatarla un caballero más bien ajado y fuera de lugar llamado Bogart Lancelot...

“Sabrina” es una película muy estimable, ya digo, pero su personaje central, la propia Sabrina, aunque tenga la belleza principesca de Audrey Hepburn, es una mujer sospechosa y antipática. Encandilada desde niña con las fiestas de alto copete que contempla desde su árbol, Sabrina ha decidido que su objetivo en la vida es casarse con un millonario -como en el título de aquella otra película- y lo mismo le da un hermano Larrabee que otro con tal de llevar la vida soñada de piscinas y cruceros. Para el espectador con un mínimo de sensibilidad, los hermanos Larrabee son dos fulanos muy poco recomendables: el mayor un tiburón de las finanzas y el menor un chulo de mierda. Uno que explota a sus trabajadores y otro que explota a su familia. Dos hijos de puta, en realidad, cada uno en su estilo. Que Sabrina tenga una fijación enfermiza por estos dos impresentables dice muy poco a su favor.



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Un cadáver a los postres

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No es que esté mal, pero vamos, que se puede vivir sin ella. “Un cadáver a los postres” sabe a tarde de sábado perdida. A pequeña estafa. Le han caído los años como losas, o como hojas del otoño. Te ríes con cuatro gracias -todas ellas de Peter Sellers- y el resto solo es curiosidad por ver a Truman Capote actuando en la función. Y es él, de verdad, no Philip Seymour Hoffman.

La película solo dura hora y media -¡ay, los viejos tiempos de la concisión!- pero me duele no haber aprovechado este tiempo paseando, ahora que llega la primavera, o viendo el Leicester-Chelsea de la Premier League, que lo daban a la misma hora y hubiera sido mucho más emocionante. Pero me debo a la cinefilia, que es una prescripción médica que me salva de la depresión. Tengo que tomar una al día, como la Micebrina, aquel complejo vitamínico y mineralizante que anunciaban mucho por la tele con aquel jingle pegadizo. La Micebrina, por cierto -o su principio genérico- es justo lo que recomendaba Super Ratón cuando terminaba cada una de sus aventuras.

“Un cadáver a los postres” no la recomendaba Super Ratón, sino Javier Ocaña, el crítico de cine de El País, en su libro “De Blancanieves a Kurosawa”. En él contaba cómo había tratado de inculcar la cinefilia -esa maldición, esa enfermedad incurable- en la mente de sus dos hijos, desde que le daban al chupete hasta que le dieron al teléfono móvil. El libro viene a ser como una guía para padres, pero Javier Ocaña y el menda somos dos padres que vivimos en universos paralelos, todos a la vez en todas partes. Ocaña es culto, inteligente, profundo en sus análisis, mientras que yo soy un impostor de la cultura, medio listillo y superficial. En “Un cadáver a los postres”, por ejemplo, Ocaña veía comedia, carcajada, mala uva concentrada. Un clásico de la hostia. Yo, en cambio, solo veo una cosa simpática, viejuna, un poco de Benny Hill, que haría reír como mucho a los sumerios. Los hijos de Ocaña -según él- se partían el culo, pero me gustaría que declararan sin su padre cerca, protegidos por el FBI. 





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La maternal

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Tenía ganas de ver “La maternal” porque es la nueva película de Pilar Palomero tras aquella sorpresa de “Las niñas”. Y como justo ayer atracó el barco pirata junto a mi ventana, con el nuevo cargamento procedente de Maracaibo, decidí posponer la maratón de “Los Soprano” para hacer un hueco a ésta que decían “nuevo prodigio del cine español” y todas esas cosas. Y que conste que dejar a “Los Soprano” a medio chantaje  o a medio asesinato es todo un privilegio para cualquier ficción.

Pero no. “La maternal” no cumplió las expectativas. Ni de coña, vamos. Ni de pollo, si lo prefieren. Y no fue culpa del martes sombrío, que yo ya me conozco. En esto de las películas soy un verdadero esquizofrénico con doble personalidad: Faroni es Faroni, y el cinéfilo es el cinéfilo, y poco de lo que le pasa a uno influye en el otro. Y si pasa, es más bien al revés: una buena película salva un día malo, pero un día malo jamás arruina una buena película.

“La maternal” es aburrida en sí misma, intrínsecamente, con independencia de si llueve tras el cristal o si calienta el sol de la primavera. Dura dos horas -qué manía, qué dictadura de las plataformas que ahora financian la ficción al peso- pero podría contarse en un cortometraje aseadito y muy conciso. Media hora hubiera bastado para contar esta historia de la adolescente insoportable que se queda embarazada y recibe el castigo divino en forma de lloros de bebé. Y es que ni Carla, la chavala en cuestión, me conmueve en el sofá. La primera escena la describe de tal modo que luego cuesta mucho remontar la empatía: Carla es violenta, salvaje, malhablada, desafiante, perdida para la causa de la civilización. Una liante con la que sería mejor no cruzarse por la vida, y verla solo eso, en las películas.

He leído por internet que “La maternal” es en realidad un programa de Jordi Évole que nos han querido vender como película, suprimiendo las apariciones del propio Jordi. Un documental -pero eso, un documental- sobre madres jóvenes y primerizas arrastradas por la vida. Pudiera ser.







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