WALL-E

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Decía Charles Bukowski que algún día los seres humanos naceremos sin culo. Que no lo vamos a necesitar con tanto automóvil y tanta escalera mecánica que usamos sin raciocinio. Me acordé de él cuando WALL-E descubre a los seres humanos del futuro, holgazaneando en su nave espacial. Todos gordos y con culos enormes, pero inútiles en el mismo sentido del que hablaba el poeta borrachín. 

Cuando la Tierra sea un basurero global y haya que emigrar a las estrellas, sólo lo harán los que tengan muchos millones para comprarse los billetes. Una vez allí, ya sin yates y sin paraísos fiscales, todo será calma chicha y aburrimiento. Los deportes de la élite -el golf, el polo, la Fórmula 1- perderán todo su sentido al no haber pobres a quienes poder escupírselos. Así que los afortunados de la nave espacial se entregarán al epicureísmo de la carne para entretener los muchos años -posiblemente generaciones enteras- que la Tierra tardará en volver a ser habitable. Como esto es una película de Pixar diseñada para todos los públicos, nuestros tataranietos de dibujos animados optan por los placeres culinarios y se ponen cebones y asquerosos. Si esto fuera una película más apegada al instinto de los humanos, habría salido un porno duro de orgías interminables que me río yo de las que organizaba Calígula en su palacio.

Aun así, WALL-E es un prodigio del cine animado que esconde un mensaje positivo para la chavalada: el planeta, queridos amigos, y queridas amigas, se va a tomar por el culo si no detenemos el consumo desenfrenado. Un par de siglos más y aquí solo podrán vivir los robots que recopilan la basura. Aunque sean, eso sí, robots enamorados. El amor entre WALL-E y EVA queda muy bonito en la película, pero sospecho que esconde la génesis de un mal renovado. Porque el amor no deja de ser, stricto sensu, una competición por ver quién se lleva a la robota mejor diseñada, o al robot con más transistores en los cataplines. El amor es una fuerza atractiva que lo va destruyendo todo a su paso. Requiere demostraciones de estatus, chulerías varias, consumos locos otra vez. El ciclo de la vida, supongo.



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Los Soprano. Temporada 4

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Tony Soprano es una mala bestia. Un tipejo con el que conviene no entrar en tratos por muy ventajosos que nos parezcan. Porque si la cosa se tuerce, vas jodido. Tony Soprano se reiría con tus reclamaciones y se limpiaría el culo con tus denuncias. Él conoce todas las salidas legales o tiene a la policía metida en el ajo. Y cuenta, además, con un ejército de matones. Tipos que no se asustan ante un dedo cercenado o ante un hueso roto que sobresale. Así que al final, si no le devuelves lo que te pide, o no le pagas lo que te demanda, acabas perdiendo un ojo o una pierna, o el negocio que te da de comer. O tu vida. O la vida de un ser querido. Vaya este recordatorio por delante.

Sin embargo, Tony Soprano tiene un corazoncito para los animales, uno chiquitito y rojo al lado de ese tan negro y exagerado. En esos episodios en los que Tony alimenta a los patos o consuela a los caballos malheridos, siento que un ala de colibrí aletea en mi interior, y me gustaría regresar al catolicismo para pedirle al Señor que le bajen un poco la temperatura de la caldera en el infierno. O que esa mañana los diablillos no afilen el tridente con el que le pinchan el culete. Es más: le pediría al buen Yahvé que a Tony le dieran un día de asueto. Que le dejaran probar un vino italiano para que brinde a mi salud, yo que soy un devoto seguidor de sus aventuras y que ya voy necesitando estos gestos simbólicos para cuarme los achaques.

Como buen mafioso, Tony Soprano practica y consiente la violencia contra los seres humanos. Cuando las víctimas son personas inocentes que solo pasan por allí, él esboza un gesto como diciendo: “¡Qué le vamos a hacer! Son gajes del oficio...!” Pero cuando su compinche Ralph Cifaretto decide cargarse a la yegua Pie-o-My para cobrar el dinero del seguro, Tony explotará con una ira que no le volveremos a ver en ninguna otra ocasión. Contemplando el cadáver de Pie-o-My se le salía la pena de dentro, y un gesto de compasión, insospechado en un sociópata como él, se dibujaba en su caraza de grandullón jocoso y asesino. 





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Traidor en el infierno

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Esta es sin duda la peor película de Billy Wilder. Aunque él mismo, en el libro de conversaciones con Cameron Crowe, diga que es uno de sus orgullos. Ironías...

Aprovechando que Brackett y Diamond no figuraban en el guion, dos payasos se hicieron con la función para interrumpir continuamente la trama de las fugas y los nazis. Un disparate de Miliki y Fofó... 

- ¿Cómo están ustedes?

- Pues aquí, en el sofá, aburridos de ver esta tontería...

Ver “Traidor en el infierno” es como atender en clase mientras dos repetidores hacen chistes en voz alta y ponen sus pies sobre la mesa. Pero con chistes malos, y provocaciones sin anarquía. Qué pesaditos, esos dos presos afectados por la Cejijuntez de los Apalaches, que es una enfermedad que te vuelve australopiteco sin remedio. Resulta incomprensible que Wilder -el profesor hueso, el terror del instituto- no les metiera en vereda para salvar este despropósito de comedia. Para que la pelicula, ay, superara la prueba del tiempo. Y es que es verdad que nadie es perfecto. 

William Holden está bien, pero sale muy poco. Casi tan poco como Anthony Hopkins en “El silencio de los corderos”, aunque el recuerdo de su presencia nos traicione. Hollywood les concedió el Oscar principal haciendo de secundarios. Anécdotas y tal. Como que el jefe del campo de prisioneros es Otto Preminger, el afamado director. Un prusiano con acentorro y cabezón.

Lo más triste es que ya me olía la tostada. De hecho, “Traidor en el infierno” era la única película de Wilder que nunca había visto. Será mi sentido arácnido, que me avisa de los peligros. Iba a decir mi sexto sentido, pero ésa es otra película americana. ¿Bruce Willis salía con gabardina o con americana? Ya no lo recuerdo. Tendría que volver a verla, aunque ya nos sepamos el final. Es el privilegio de los clásicos. De muchos que rodó Billy Wilder, por ejemplo. Pero éste, en concreto, no. 





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The Quiet Girl

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En “El sentido de la vida” sale un matrimonio católico que cría docenas de hijos casi en la indigencia. Un día el padre regresa del trabajo para anunciar que le han despedido, y que como ya no puede alimentar a sus hijos, donará sus cuerpos a la ciencia que experimenta con los vivos. Los chavales protestan, e incluso le abuchean, y le preguntan por qué no se ha cortado la polla antes de llegar a tales extremos. Pero el padre, orgulloso de su catolicismo, les ordena desfilar por la puerta camino de los laboratorios.

Como "El  sentido de la vida" es una comedia de los Monty Python te ríes mucho con la escena. Su remate, además, es el descacharrante número musical de “Every sperm is sacred”. Pero en la vida real, o en la vida ficticia de otras películas, estas cosas ya no tienen tanta gracia. En “The Quiet Girl”, por ejemplo, esta familia de católicos irlandeses no tiene hijos por docenas, pero sí demasiados para los ingresos que se les adivinan. El pater familias, además, no es el cachondo de Michael Palin, sino un tipo desastrado, alcoholizado, que pasea entre sus hijos como quien pasea por el huerto esquivando las lechugas. Puede que el papa de Roma sonría satisfecho ante tanta proliferación de cristianos, pero los espíritus sensibles sabemos que ese hogar es un agujero negro de la felicidad. Casi un crimen organizado contra esas pobres criaturas del Señor.

La chica callada del título es Cáit, una niña reservada, triste, pero atenta a todo lo que sucede. Sus padres, desbordados por el nacimiento de un nuevo bebé -y cómo se relame otra vez, en sus dependencias privadas, el papa de Roma- deciden enviarla con unos familiares lejanos para que pase el verano y no dé mucho la tabarra. Me acordé de pronto de aquellos niños saharauis que hace años venían a La Pedanía a disfrutar de la vida en Occidente: las piscinas, las ludotecas, la vida alegre de las terrazas. Los chalets impresionantes que estos paisanos se gastan gracias a las ayudas de Bruselas. Yo les veía disfrutar y me alegraba. Pero al mismo tiempo imaginaba su regreso a los campamentos del Sáhara y se me torcía la sonrisa. 



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Primera plana

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Todas las mañanas, cuando abro el periódico digital y me enfado con algún periodista que redacta las noticias con aires de literato, me acuerdo de Walter Matthau gritándole a Jack Lemmon: "¡Nadie lee el segundo párrafo!". 

Si Walter Matthau se quejaba de que el "Chicago Examiner" no aparecía citado en las primeras líneas del artículo, proclamando tener la exclusiva de la noticia, yo, tan avinagrado como él, me quejo de esos redactores que se guardan lo fundamental para el segundo o el tercer párrafo -el qué, el cómo, el dónde- y utilizan el primero para dar rienda suelta a sus ambiciones: "Ayer lunes, en la fría mañana del Páramo Leonés, en esa hora tenebrosa del amanecer..." Paparruchas. Estos tipos seguramente jamás han visto “Primera plana”, y mucho menos “Lou Grant, que fue una escuela de periodismo para todos los chavales que entonces vivíamos pendientes de aquellos currantes que dirigía la madre de Tony Soprano. Profesionales sin tacha que se recordaban a todas horas mientras redactaban las noticias: "Lo importante va siempre en el primer párrafo...".

En fin, cosas mías. Asociaciones que me vienen a la cabeza mientras veo "Primera plana" y me voy riendo casi en cada diálogo y en cada réplica; en cada ocurrencia y en cada giro argumental.  Porque el guion es de oro, y los actores son de leyenda, y Billy Wilder es un tipo vitriólico que no trata bien a casi nadie. En la película no hay ningún periodista con un mínimo de ética o de dignidad, y en eso “Primera plana” es una película de rabiosa actualidad. Ahora todo es digital e instantáneo, pero las noticias que publicaba el “Chicago Examiner” no se diferencian mucho de las que ahora nos dan los buenos días. En la prensa sigue habiendo más exageraciones que exactitudes, más intereses que moralidades. Los redactores-jefe son todos como este tipejo que interpreta Walter Matthau: paniaguados que también obedecen órdenes, urden en las sombras y sonríen con una jeta de cínicos recalcitrantes.









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Entre pillos anda el juego

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La película es una tontería. Una memez pasada de rosca. Javier Ocaña, en su libro sobre cinefilias, dice que es un clásico de la comedia que él disfrutó mucho con sus chavales. Po bueno, po fale, po m’alegro, como decía el Makinavaja. Pobres chavales... Las historietas del Maki que dibujaba Ivá sí que son un clásico de la comedia, y no esta astracanada de John Landis que tiene gracia al principio y luego ya nada: solo el cuerpazo de Jamie Lee Curtis -y que me perdonen las inquisidoras-, y la voz de Eddie Murphy si ves la película en VOS. Detalles anatómicos, que no humorísticos.

Y digo que al principio tiene cierta gracia porque los hermanos Duke -estos hijos de putero que venderían a su madre por ganar un dólar en la Bolsa- se apuestan ese dólar para ver qué influye más en las conductas de los seres humanos: si la herencia recibida o el medio ambiente que nos baña. Y ése problema, y no otro, es el cogollo central de la filosofía. Todo lo demás -la metafísica, el dualismo, el fundamento último de la ética- no son más que zarandajas y verborreas. Yo, al menos, llevo media vida planteándome la cuestión, comprando libros y analizando al personal, y cuanto más viejo me hago más pellejo me vuelvo. Cada vez creo más en el dios Gen y menos en el dios Ambiente. Somos pirámides de piedra que necesitarían milenios para pulirse y erosionarse.

De John Landis ya no se sostiene ni “Granujas a todo ritmo”, que empecé a verla el otro día y se ha quedado en una gamberrada con exceso de metraje. Así que la gran contribución de Landis a la cultura sigue siendo el vídeo de "Thriller": el de Michael Jackson bailando con los zombis y luego convertido en hombre lobo. Una obra de arte que también se remonta al año 1983, y que los más dormilones nos perdimos en la Nochevieja del "Viva 84" porque nadie nos avisó de la primicia. Al día siguiente no se hablaba de otra cosa en el corrillo de los amigos. Que fuera Año Nuevo ya no era novedad para chavales que llevábamos 12 años en el mundo. Lo del vídeo de don Michael sí.



 


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Suro

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A mí, que soy un bolchevique derrotado pero no abatido, me debería haber gustado más la segunda hora de “Suro”. En ella se denuncia la explotación de los trabajadores marroquíes que extraen el corcho de los alcornoques. Alcornoque, por cierto, era un insulto que se decía mucho en los tebeos de Mortadelo y Filemón. “Persona ignorante y zafia”, dice el Diccionario de la RAE en la tercera acepción. 

Me gustaría emplear tal adjetivo contra estos garrulos de mierda que malpagan a sus esclavos y los hacinan en habitáculos precarios o inmundos. Pero prefiero -no sé por qué, quizá porque me suena más eufónico o me sale más de los adentros- llamarlos auténticos cabronazos. Hablo, por supuesto, de esta jarcia “emprendedora”, nativa y blanca, española -o catalana en este caso- que lleva la banderita en la muñequera y la papeleta guardada en la guantera por si hubiera que votar a toda hostia y echar a los rojos a patadas simbólicas, ya que no pueden echarlos a patadas reales, y cosas peores. 

Sin embargo, la parte de “Suro” que más me gusta -la única, en realidad, porque lo otro es una película de Ken Loach pero sin su “british touch”- es la primera, cuando Vicky Luengo y su marido (y aprovecho para preguntarme qué tiene este hombre que no tenga yo para merecerla, dejando aparte la cuestión obvia de la edad) se instalan en esa casa rústica perdida en el monte. La casa, al parecer, es una herencia dejada por la tía de Vicky, y yo paso ese rato soñando con una vida campestre al lado de la Luengo, que en la película además es arquitecta, exiliada de lo urbano, y cuenta con su talento y con sus muchas pelas para convertir el chamizo en un casoplón en el que retirarse del mundo. 

Dos náufragos terrestres rodeados de alcornoques arbóreos y de animalitos del bosque.... Una fantasía como de película de Disney, o como de “El hombre tranquilo” pero en Cataluña, que el director de la función, tan comprometido y tal, se encarga de estropear en el segundo acto de la función. Viviendo lejos del mundanal ruido con Vicky Luengo qué me importarían a mí ya las revoluciones o las justicias sociales. 







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Glengarry Glen Ross

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Si un desconocido te sonríe, malo. Y si llama a la hora de la siesta, ponte a temblar. Eso es que quiere venderte algo: un abono a Vodafone o la salvación de tu alma. O quizá una finca en las Glengarry Highlands, como tratan de endilgarnos estos comerciales de la película. 

Nadie saluda afablemente si no es por interés. Si ya tenemos sospechas de los seres queridos -que a veces no se distinguen de los seres interesados- imagínate si te cruzas con estos tipos de “Glengarry Glen Ross”, que colocan terrenos con esa verborrea que les enseñan en las escuelas de economía. En esos antros donde aprenden las debilidades de nuestra psicología para que firmemos en la línea de puntos y despojarnos de los cuartos. 

En 1992 le cogíamos el teléfono a cualquiera porque aún no teníamos el domo de Telefónica, con su pantalla a modo de chivato, y por ahí, por ese anzuelo, nos enganchaban estos desalmados con promociones de la hostia e inversiones milagrosas. Ahora, gracias a la telefonía móvil, ya es más difícil que nos pesquen. O tenemos los números anotados en la lista de contactos, o nos salta el aviso de un teléfono sospechoso. Podemos hasta bloquearlos si nos dan mucho la tabarra. En eso, “Glengarry Glen Ross” ya es como un documental del Canal Historia, uno que versa sobre los vendedores de fincas en la época de Graham Bell. 

Pero también podría ser un documental de National Geographic: uno sobre cazadores con gabardina y úlceras en el estómago. Lo que hacen los comerciales de Glengarry Glen Ross no es muy distinto de  alancear el mamut o de espetar el salmón en el arroyo. Pero como estamos en 1992, y la cosa laboral se ha diversificado mucho en la sabana norteamericana, ahora nuestros muchachos cazan incautos para hipotecarlos por terrenos que no valen una mierda. En el fondo son los mismos cromañones competitivos que salen de buena mañana y regresan de mal atardecer. Sólo hemos cambiado el vestido de pieles por el traje de ejecutivo. La lanza y el cuchillo por la agenda y el maletín.  La evolución no consigue milagros en el plazo de tan pocos milenios. 







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