Supergarcía

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Cuando la Vuelta Ciclista terminaba en León no nos grillábamos las clases para ver a los ciclistas, sino para ver a José María García, que era el verdadero ídolo de las masas. En la línea de meta había codazos por ver a aquel hombre bajito, casi enano, sin sex appeal ninguno, con el cabello ya batiéndose en retirada. Y sin embargo, de lejos, el tío más famoso de España: Supergarcía, el Butanito, siempre con sus cascos más grandes que la cabeza y su micrófono de Antena 3 que casi le tapaba la cara. 

Él era el verdadero hacedor de aquel circo que acompañaba a la serpiente multicolor. El líder de la radio deportiva. Después del Rey, del Presidente del Gobierno y del Puto Jefe de la CEOE, José María García era el hombre más influyente en este país. Si los otros se encargaban de la política y de la economía, él se encargaba del fútbol y de los otros deportes, que son las otras columnas que sostienen el invento nacional.

En mi casa, José María García era una institución. Un “influencer”, antes de que los anglosajones inventaran la palabra. Mi padre, cuando regresaba de su trabajo, ponía su programa en la radio mientras cenaba en la cocina. Y yo, que a veces le esperaba para verle unos minutos, me quedaba a su lado escuchando a aquel hombre que ladraba contra los corruptos y los chupópteros, los correveidiles y los abrazafarolas. El Butano era uno más de la familia. El quinto Beatle de nuestra banda tan poco glamurosa. 

Pero un día, ay, José María empezó a meterse con Perico Delgado porque éste decidió no correr la Vuelta para preparar mejor el Tour de Francia. Y muchos oyentes, obligados a elegir entre papá y mamá, tomamos partido por el corredor. Perico fue más grande que Induráin en nuestros corazones... Encabritado, García empezó a llamarle bobo, a apodarle “Periquín el de Segovia”, a meterse con su padre porque había sido sindicalista. Demasié para nuestro body, nosotros que éramos de Perico a muerte y además un poco bolcheviques. Camino de Damasco, que era final de etapa, nos caímos del caballo de Supergarcía y descubrimos que el personaje era en verdad un mafiosillo, un intrigante, un pesetero. Un maestro del insulto y un catedrático de la egolatría.



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Notting Hill

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Después de ver “Notting Hill” he recobrado la esperanza de conocer algún día a Natalie Portman. Bíblicamente, quiero decir, pero con mucho amor a nuestro alrededor. Porque yo, a su lado, treinta centímetros por encima de su miniatura, sería un cerdo ibérico muy enamorado. 

Los amigos se descojonan, pero yo sé que existe una posibilidad de que ella pase a apellidarse Rodríguez, o yo Portman, que a mí me da igual. ¿Una posibilidad infinitesimal? Seguro que sí. Pero también sé que las matemáticas -y no la poesía- son el verdadero reino de las esperanzas. La poesía solo ofrece  humo y palabrería, mientras que las matemáticas siempre regalan un 0’0000 con el que alimentar cualquier sueño de seductor. 

Yo, la verdad, no tengo una librería molona como la que tiene Hugh Grant en la película -que además es un tipo guaperas y encantador-, ni vivo en un barrio tan guay como Notting Hill, a dos pasos del Londres exclusivo donde las artistas se hospedan, compran sus ropas carísimas y luego comen ambrosías muy bajas en calorías. Si yo tengo una posibilidad ente un millón de conocer a Natalie Portman, el suertudo de Hugh Grant tenía una entre cien mil de conocer a Julia Roberts. Y así cualquiera, claro. 

Yo vivo en La Pedanía, muy a tomar por el culo de cualquier lugar civilizado, y trabajo de puertas para dentro en un centro de Educación Especial. Pero hace un par de años rodaron “As bestas” no muy lejos de aquí, así que puede que el lugar se ponga de moda para próximos rodajes, quizá uno internacional: una película de Steven Spielberg en la que Natalie interpretaría a una belllísima granjera de Yugoslavia a la que los nazis arrebatan el ganado y ya no quiero seguir contando porque me descompongo... 

Natalie, en mi sueño, se aloja en el hotel AC de Ponferrada, que es como una covacha destartalada para ella, y una mañana, en el descando del rodaje, aburrida de tanto hablar con gente sofisticada pregunta, si puede visitar algún centro social para copar portadas humanitarias en los periódicos. Es entonces cuando alguien le habla de mi colegio, y ella se levanta del sofá de sopetón, y a los quince minutos aparece en nuestro patio una comitiva de coches, y ella baja, y me descubre, y me saluda, y me sonríe... 




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Ninotchka

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Siendo yo muchacho, en León, en la Academia Cinematográfica de los Jóvenes Comunistas -la añorada ACJC- los comisarios políticos nos enseñaban que la camarada Yakushova era una traidora a los ideales del Partido. Ninotchka, la mujer, era un mal ejemplo para los jóvenes en formación; así que “Ninotchka”, la película, formaba parte del Índice de Películas no Censuradas pero sí Muy Poco Recomendables. El también añorado IPC-MPR...

Los maestros bolcheviques no eran como los inquisidores de los católicos: ellos no nos prohibían, pero sí desviaban nuestra atención, o nos advertían de los peligros. “Ninotchka”, en caso de que algún día cayéramos en la tentación, había que verla junto a un adulto que nos ayudara a digerir tamaño delito de sedición. Un comunista veterano que nos secara las lágrimas, que apaciguara nuestra ira, que nos consolara con la historia de alguien que hizo el viaje contrario en el mapa ideológico de Europa: alguna tovarich que pudiendo vivir como una princesa en París se decantó por compartir habitación con cuatro camaradas en el invierno de Moscú.

Pero yo, ay, no tenía adultos comunistas con los que ver “Ninotchka”, porque en mi familia todo el mundo era anarquista o simpatizante de Fraga Iribarne -los malditos extremos ideológicos. Y además, Carlos Pumares, en la reaccionaria Antena 3 radio, insistía en que la película de Lubitsch era una obra maestra que ningún cinéfilo, comunista o no, debía perderse. Así que una noche -supongo que en algún ciclo exquisito de La 2- cedí al vicio solitario de su luminosa contemplación. 

Y tengo que decir que nuestros maestros tenían razón: porque ver “Ninotchka” sin la guía de un adulto introdujo en mí la primera sombra de una duda. ¿Fue entonces cuando dejé de ser un católico soviético romano para convertirme en el socialdemócrata escandinavo que aún sigo siendo? Puede ser. Esa noche descubrí que yo era cinéfilo antes que comunista, y enamoradizo, antes que censor. Sentí, en los adentros insondables pero muy verdaderos de la tripa, que la camarada Yakushova había hecho lo correcto abandonando su patria para echarse en brazos de su amante. Entre el amor y la Revolución, lo correcto es elegir siempre el revolcón.





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El incidente

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En realidad los seres humanos ya lo estamos haciendo: suicidándonos. No es necesario que una toxina altere nuestros neurotransmisores para quitarnos la vida con lo primero que pillemos. Ya nos estamos suicidando de a poquitos, paso a paso, como bebés que aprendieran una técnica sostenida. 

Después de ver una película de catástrofes ecológicas siempre pienso que nuestro fin no será tan espectacular como estos de las películas. Iremos menguando en número, desapareciendo poco a poco de los ecosistemas, hasta que ya todo sea un lodazal desértico o improductivo. Dentro de unos cuantos siglos habrá un último hombre -o una última mujer- que ya no encontrará a nadie con quien aparearse y pondrá fin a esta historia tragicómica de paraísos y basureros que comenzó con Adán y su costilla. 

Mis vecinos de al lado -yo los observo sin querer- cogen el coche a todas las putas horas para hacer recorridos ínfimos por La Pedanía. 400 metros para llevar a los hijos al colegio y luego regresar, por ejemplo. Podrían enviarlos solos, caminando, que ya son mayorcitos, o en caso de padecer el síndrome de Madeleine, acompañarles en un corto paseo hasta allí. Pero no: para esa mierda de desplazamiento cogen el buga, que además es un buga de la hostia, a tope de humos por el tubo. Es el mismo buga con el que luego el padre hace la ronda de los bares, que están a la misma distancia del colegio, y con el que luego la madre se presenta en la peluquería o en el centro cívico a salvar lo poco que le queda de belleza, entre secadoras de pelo y ejercicios de Eva Nasarre. Todo eso, por supuesto, también está al lado de los colegios. 

Estos dos indeseables ecológicos tendrían que ser los primeros en suicidarse si las plantas de La Pedanía se comportaran como las plantas de Shyamalan, inteligentes y vengativas. La próxima vez que pasaran por delante de ellas, zas, una buena andanada de toxinas, para que ya no llegaran vivos al hogar. El problema es que las toxinas no distinguen entre los que conducen y los que van en bicicleta. Por dentro, todos somos los mismos monos sin pelaje. Apenas un 0’0001% de genes marcan la diferencia.




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Los Soprano. Temporada 6

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El único personaje femenino que se salva de la quema es la doctora Melfi, la psiquiatra de Tony Soprano. Ella es una profesional estricta que guarda silencio de sus muchas sospechas. Es verdad que con el tiempo se nos ha vuelto un poco indiscreta y morbosa, pero quién no querría comocer cosas de esa gentuza tan peligrosa como fascinante.

Yahvé no podría salvar New Jersey por un justo que encontrara dentro de “Los Soprano”, porque no hay ninguno. Y justas, ya digo, solo una. Si ellos son unos sociópatas que viven de la extorsión y del asesinato, ellas, sus esposas y sus amantes, no van a renunciar a su vidorra por una cuestión tan tonta como los escrúpulos morales. Tanto peca el que mata como el que agarra de la pata, decía mi abuela. Las hay tan imbéciles que no sospechan de dónde viene el dinero; las hay tan listas que sí lo saben pero prefieren olvidarlo o racionalizarlo con excusas muy elaboradas. Cada vez que Meadow, la hija de Tony Soprano, le explica a su novio que sus parientes son “pobres gentes golpeadas por la miseria ancestral del Mezzogiorno”, éste desvía la mirada y piensa, avergonzado de sí mismo, que si ella no estuviera tan buena jamás se habría enredado con semejante familia de paletos irascibles y prostitutas voluntarias.

Carmela Soprano, la mujer de Tony, es quizá el personaje más repulsivo de la serie. A los matones les damos por descontados y sus crímenes no cuentan para esta aberrante clasificación. Carmela es la perfecta tonta del culo: tan lista que ha conseguido engañarse a sí misma de un modo absoluto. Ella sabe que su marido se dedica a negocios turbios, pero nada más. Puede que Tony rompa algún brazo o alguna jeta de vez en cuando, pero todo es lícito si el dinero sigue entrando en grandes fajos por la puerta, todo en B y libre de impuestos. En un episodio de esta sexta temporada, Carmela le cuenta a la doctora Melfi que se enamoró de Tony Soprano porque éste la abrumaba con regalos carísimos en los comienzos, aún sabiendo que seguramente los robaba. Los sociópatas nunca se extinguen porque siempre hay alguien dispuesto a mezclar sus genes con ellos.



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Selftape

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Joana y Mireia Vilapuig son hermanas y residentes en Barcelona. Así las hubiera presentado Mayra Gómez Kemp de haber concursado en el “Un, dos tres” . Como son dos hermanas canónicas que discuten mucho y lo mismo se aman que se odian con vesania,Joana hubiera querido el coche para moverse por la jungla de Barcelona, mientras que Mireia hubiera deseado el apartamento en Torrevieja para descansar de tanto mamón y de tanta gilipollas como ronda por ahí. 

En la charleta distendida que venía antes las preguntas, ellas le habrían explicado a Mayra que son actrices y que se lo van currando de acá para allá en series medio ignotas para el gran público. Contarían que saltaron a la fama siendo unas adolescentes muy pizpiretas, pero que luego el prodigio se deshizo y la realidad se impuso con todas sus mamonadas. Con la edad, el desparpajo ante las cámaras se convirtió en insuficiente e incluso en innecesario: ahora, a los veintitantos años, Joana tiene un poderoso pechamen y Mireia es guapa de un modo extraño e irresistible. Es decir: que se convirtieron en objetos de deseo, lo que ofusca el criterio de los directores y el buen juicio de los cazatalentos. La belleza que sus cuerpos generaron se volvió contra ellas como sucede en los síndromes autoinmunes.

Esto es, al menos, lo que las hermanas Vilapuig cuentan en “Selftape”, que es una serie que intuimos muy personal, muy próxima a su realidad, aunque los legos en su biografía no sepamos exactamente lo que es real, lo que es ficción y lo que es ben trovato si non e vero. No es casualidad que sus personajes se llamen, sin disimulos, Joana y Mireia Vilapuig, y que ambas se dediquen a buscarse la vida por los castings y los rodajes.

En el último capítulo de “Selftape” me dio por pensar que esta serie es como el reverso tenebroso de “La maravillosa Mrs. Maisel”. Si en la serie american se contaba el ascenso a la fama de una mujer con mucho talento, en “Selftape” se cuenta el viaje muy triste de retorno. El descenso del puerto de montaña, entre lluvias torrenciales y caídas con raspones en cada curva. Un bajonazo con menos risas y menos colorines en la paleta. 





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Salvad al tigre

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Yo envidio mucho a los agentes comerciales porque no sería capaz de vender una Coca-Cola en el desierto. Para ganarse la vida de comercial hay que tener mucho carácter, o mucha jeta, y yo no tengo ninguna de las dos cosas. Al final siempre me podría la pereza o la timidez. O el nihilismo sobre cualquier afán. Si hubiera tenido que alimentar a mi hijo vendiendo seguros por las puertas o bienes inmuebles por las agencias -o colecciones de ropa como en “Salvad al tigre”- al pobre se lo hubieran tenido que llevar los servicios sociales para no morir de inanición. 

Los vendedores como Harry Stoner para mí son seres humanos excepcionales, casi rayando lo extraterrestre. Luego es verdad que la mayoría son unos liantes, unos aprovechados que te calan a la primera y te  endilgan un producto defectuoso o una cosa que no necesitabas. Pero yo de mayor querría ser como ellos: esa presencia, esa determinación, ese rollo que se gastan...

En “Salvad al tigre”, Harry Stoner está cerca de cumplir los 50 años y su mundo empieza a desmoronarse. Su empresa ya no vende y su pito ya no se levanta. O solo se levanta estimulado por bellas jovencitas, lo que viene a llamarse en medicina “pitopausia selectiva”. Harry, además, padece un estrés postraumático que ya le dura treinta años -y lo que te rondaré morena- de cuando salvó la vida por los pelos en la II Guerra Mundial. Yo, en cambio, que soy un funcionario acomodado, no tengo ninguna empresa que sostener, ni padezco -gracias a los dioses- ninguna variante de la pitopausia, ni he tenido que jugarme la vida en ninguna guerra comercial promovida por el IBEX 35. Con algunos años más que Harry Stoner, creo que estoy, sinceramente, un poco mejor que él. No tan guapete, ni tan peripuesto, porque me visto con cualquier cosa y me afeito de cualquier manera. Pero menos estresado, eso sí, alejado del tabaco y de los whiskazos. Y de la competencia diaria por sobrevivir en la selva de los tigres. 






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El protegido

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“El protegido” parece una película sobre la forja y el autodescubrimiento de un superhéroe. Pero en el fondo es una película sobre aquella campana de Gauss que estudiábamos en el BUP. La película de Shyamalan podría incluirse en un ciclo titulado “Cine y matemáticas” organizado por la Universidad de León, compartiendo cartel con “Una mente maravillosa”, “La soledad de los números primos” y “π”, aquella locura de Aronofsky sobre la cábala judía . 

La campana de Gauss viene a decir que si usted figura en el extremo de una estadística, hay alguien, por cojones, que figura en el otro extremo para compensar. Si el esqueleto de Bruce Willis aguanta el choque de un tren, el de Samuel L. Jackson se quiebra con una brisa de primavera. Es una idea inquietante y poderosa. Desde que vi la película no paro de pensar en cómo serán mis polos opuestos, mis reversos positivos o negativos. Mis antipartículas exactas, que garantizan el equilibrio cuántico en el Universo. Si yo soy un positrón de virtud, él, o ella, viva donde viva, es el electrón que me anula con su pecado. Y viceversa. 

Si yo voto a la extrema izquierda, hay alguien que compensa mi voto confiando en Díaz Ayuso. Pero esto es solo el ejemplo más simplón... José María Arzak existe porque yo no sé freír un huevo frito sin dejar un resto de cáscara en la yema, que además se me desparrama por la sartén. Por no hablar de cómo queda la encimera de perdida con las salpicaduras... Alexander Skarsgard vino al mundo para follarse lo que yo nunca me follaré, y Drazen Petrovic se hizo baloncestista para meter las canastas que yo nunca metía ni bajo del aro. Magnus Carlsen, por poner otro ejemplo, emergió de una fluctuación en el vacío para clavar los movimientos de ajedrez que en mis dedos solo son mareos de perdiz. 

Sin embargo, en el otro lado de la campana, existe un funcionario absentista que coge todas las gripes que yo nunca cojo; un cafre medioambiental que no recicla los desperdicios de su vida miserable; un desalmado que abandonó a su perro justo cuando yo adoptaba a mi Eddie. Un tipo, también, que dobla mi media nacional para equilibrar la existencia de algún micropene entristecido.









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