Secretos de un escándalo

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1. Leo en un relato de David Sedaris que la edad mínima recomendable de tu pareja se calcula dividiendo tu edad entre 2 y luego sumándole 7. 

Por tanto, Y≥X/2 +7 es la ecuación de lo razonable si no quieres que el salto generacional se convierta en un abismo de incomprendidos. En mi caso, por ejemplo, que tengo 52, tendría que detener las miradas de deseo en el piso 33, que es la edad de Cristo, pero también la edad de las resurrecciones. No sé... Me da que las matemáticas van por un lado y la realidad por el otro.

2. En el caso real que alimenta “Secretos de un escándalo”, Mary Kate, de 36 años, tendría que haberse enamorado de un muchacho de 25 siguiendo la misma razón algebraica. Pero Mary Kate -y de ahí viene el escándalo- se enamoró de un alumno que tenía 13 años, lo que es no sólo extraño, sino además ilegal. No enamorarse en sí, que eso es muy libre, sino acariciarle el pene con ternura. Para él, claro, miel sobre hojuelas; para ella, la cárcel y la vergüenza. 

3. Es mejor no preguntarse qué película saldría de aquí si intercambiáramos los géneros de los amantes...

4. La historia es un dramón para todos los implicados. Unos morirán de pena el primer día y otros algo después. Mary Kate sabe que tarde o temprano será sustituida por una mujer más joven porque el deseo de los hombres es tan previsible como los equinoccios. ¿Pero qué significará para Vili buscarse una mujer más joven? ¿Una mujer de su misma edad?

5. Hay un personaje que no puedo quitarme de la cabeza: el marido abandonado. Pobre paisano... Si ya es triste que tu mujer te abandone por otro hombre -o por otra mujer- imagínate ser sustituido por un chaval de 13 años que todavía juega con sus maquetas de Star Wars. 

6. Natalie Portman ya no es la mujer más guapa del mundo, pero sí es, con diferencia, la mujer con 43 años más guapa que conozco. Está diez años por encima de mi incógnita Y, así que aún no pierdo la esperanza. Dicen que quien tuvo retuvo, pero Natalie, como nunca tuvo nada -porque su cuerpo es el de un pajarillo celestial- no tiene que retener su belleza para que yo siga enamorado. 



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Puan

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La filosofía no sirve para nada. Es pura palabrería. Se estudia filosofía para ser profesor de filosofía y nada más. Es un círculo vicioso. Un modus vivendi. Sólo atrae a los alicaídos y a los soñadores. Al que le pela la filosofía pues eso, se la pela. Nada va a entrar en su mollera. El 90% de los alumnos son piedras impermeables al agua, y el otro 10%, el que se hace las grandes preguntas, termina confundido y mareado. Porque las respuestas están en la ciencia, y no en los filósofos. 

Descartes, Platón, Kant, Spinoza... Nadie se salva. En el fondo no dicen más que majaderías. Pero no es culpa suya: ellos no tenían ni idea de lo que era un gen, una sinapsis, un hombre venido del mono... Un libro de ciencia del siglo XXI vale más que todo Aristóteles recopilado. Los filósofos se distinguen muy poco de los predicadores. La metafísica es un campo de juego en el que todo vale. Se puede afirmar cualquier cosa y se pude desdecir cualquier argumento. Todo consiste en retorcer el lenguaje. Nadie escucha ya a los filósofos, ni los instruidos ni los pelanas. Sólo si eres un filósofo tan guapo como Leonardo Sbaraglia en la película; pero por ser guapo, no por ser filósofo.

¿Sería yo, por tanto, tan salvaje como ese indeseable de Javier Milei, que ha prometido terminar con los programas educativos que no sean “productivos”? “Puan”, rodada en 2023, ya nos advierte de este majadero psicotizado. A los neoliberales les sobra cualquier persona que no sea un emprendedor o que no trabaje por cuatro dólares para un emprendedor. Vencedores y vencidos. Es una sociedad muy simple y no hay que razonar demasiado. ¿A quién cojones le importa la diferencia entre el ser y el existir cuando vives en la opulencia o chapoteas entre la mierda? La filosofía es una nadería, un ejercicio mental no más instructivo que los sudokus o que los crucigramas. Pero su estudio es el síntoma de que nuestras sociedades todavía pueden entregarse a placeres irrelevantes y epicúreos: el puro devaneo de la mente. Los sectores no productivos -hay mogollón- son los que miden la salud del sistema. Cercenarlos es reconocer que andamos muy jodidos. 





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El caso Goldman

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La verborrea revolucionaria es justa y necesaria. Mantiene vivos los ideales. Conecta a los jóvenes descarriados con las luchas de sus mayores. 

- Yo es que el movimiento obrero no lo di en el temario de la ESO...

- Pues nada, chaval, no te preocupes, que te lo explico yo.

Los chavales tienen que saber que su vida regalada se la deben a miles de trabajadores asesinados, torturados o desterrados. En los casi dos siglos que median entre las enseñanzas del abuelo Karl y la consulta gratuita con el médico hay muchos cementerios llenos de honorables. A esos hijos de puta del otro lado de las barricadas no les debemos ni los buenos días. Todo ha sido a su pesar, contra su voluntad, arrancado a hostias más o menos metafóricas.

Yo mismo soy un predicador que todavía celebra sus homilías con el “Manifiesto Comunista” en el atril. Está desfasado, pero es el evangelio original. Palabra de Karl. La doctrina, la proclama, la clase magistral... El artículo incendiario o el discurso en el Parlamento: todo eso es bienvenido. Haría falta, incluso, algo más incisivo y pedagógico. Pero pasar de las palabras a los hechos ya es otra cuestión. En las relaciones con el otro sexo (o con el mismo) es un tránsito deseable; en cuestiones políticas ya no tanto. 

Cuando coges una pistola y te lanzas a la calle -como hizo en su día Pierre Goldman- inicias la cuenta atrás de una desgracia galopante. Porque todo disparo tiene su contradisparo, todo acto su venganza, toda vesania su virulencia. No es una cuestión ética, sino práctica. ¡Al diablo el quinto mandamiento! Pero la violencia es contraproducente, temeraria, incontrolable... El aleteo de una bala en Pensilvania -o en París- puede causar un atentado terrible en la otra punta del planeta. O delante de tus putos morros. Es el efecto Trump, trasunto de aquel otro llamado llamado Mariposa. 

Las armas las cargas el diablo. Y no sólo porque se disparan con mirarlas.





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Civil War

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Hay gente en el blog -es un decir- que me pregunta si realmente veo todas las películas que comento. Y lo entiendo, porque lo más normal es que me vaya por peteneras o que aproveche para soltar la bilis bolchevique que llevo dentro. He convertido estas mierdas cinéfilas en una suerte de autobiografía más o menos encriptada, en la que muestro cosas, insinúo otras y exagero más o menos en la mitad. En Filmaffinity casi nunca admiten estos escritos porque me dicen -con razón- que nunca señalo las virtudes y los  defectos de las películas, y que por tanto no sirvo para hacer de guía en esta selva ubérrima de las ficciones. Y es verdad: no tengo alma de apóstol ni de influencer.

Juro por lo más sagrado -lo más sagrado para mí, claro- que sí veo todas las películas antes de comentarlas, pero dudo mucho que gran parte de la crítica que vive de esto, que cobra un dinero por predicar su palabra como si procediera del Espíritu Santo, pueda jurar lo mismo poniendo su mano sobre la Biblia o sobre un cómic de Mortadelo. De “Civil War”, por ejemplo, nos habían dicho que era una película sobre la tragedia estadounidense que está por venir: una radiografía de la violencia, de la polarización social, del majaretismo peligroso que puede provocar un tarado marsupial como Donald Trump. Uno esperaba, por tanto, un film político, sesudo, apaciblemente antiyanqui, en el que se analizaran derivas sociales, insidias mediáticas, mareas estratégicas... (escribo todo esto justo un día antes del autoatentado del marsupial). 

Pero no es así. Nos han engañado como a chinos comunistas. “Civil War” es una película sobre reporteros de guerra que se juegan el pellejo por obtener la foto más sangrienta en los combates. Ahora bien, ¿qué combates? Ni puta idea. Ni al espectador se lo explican ni a ellos les importa. Ellos no toman partido. Tampoco sabemos si los reporteros son unos cínicos o unos auténticos profesionales. Por lo visto me da más que lo primero. Monopolizan la película pero no me caen demasiado bien. No me interesan sus chácharas ni sus procedimientos. Yo -creo que la mayoría de los espectadores también- venía a ver otra película. 





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Sugar

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“Sugar” es la serie más rara de los últimos tiempos: es cine noir durante seis episodios y -¡ojo, spoiler!- ciencia ficción en los últimos dos. Al principio es como estar viendo “El sueño eterno” porque estás en Los Ángeles y sale un detective removiendo la mierda de los ricos que le contratan. Pero, de pronto, en un giro tan surrealista como cuestionable, “Sugar” se convierte en una versión trágica de “Man in Black” con extraterrestres que intentan pasar desapercibidos y regresar por patas -o por tentáculos- a su planeta. 

Había cosas raras en los primeros episodios y al final no eran extravagancias del guionista, sino los síntomas de una neurosis alienígena. Sucedía, simplemente, que no es fácil adaptarse a la vida en la Tierra y mucho menos infiltrarse entre los oriundos. Que me lo digan a mí, que llevo casi treinta años viviendo en el planeta Bierzo y todavía no termino de quedar bien camuflado.

“Sugar”, además, es una romántica parábola sobre la búsqueda del hombre perfecto. Del ideal platónico de las mujeres. John Sugar es como Don Draper pero sin su peligro ni su chulería. Sugar es guapo, atento y enigmático. Viste un traje italiano y siempre va perfumado y repeinado. En la serie no practica bailes de salón, pero seguro que los clava el muy jodido cuando suena el bandoneón de los porteños. Sugar ama a los perros y se compadece de los mendigos. No piropea a las señoritas. Es como si el sexo le interesara muy a largo plazo, o apenas le interesara. Ya digo que es el ideal platónico. No parece que vaya a enfadarse porque le digas que no te apetece o que te duele mucho la cabeza. Al revés: puede que hasta te lo agradezca.

Pero eso sí: si un desalmado se atreve a tocarte un pelo, Sugar lo muele a hostias en un santiamén. Es, ademas de todo lo anterior, un guardaespaldas de primera. Es un parto alienígena bien aprovechado. Posiblemente un reptiliano. Una vez tuve una novia loca que aseguraba haberse acostado con uno de su especie. Era la menor de sus locuras y nunca se la tuve muy en cuenta para quererla. Ahora comprendo que su fantasía quizá era la mayor de sus (escasas) sensateces. 




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El peregrino

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En la “Gran Enciclopedia Universal de Charles Chaplin” que tengo sobre la mesilla de noche -un tocho que uso de pisapapeles para los otros libros de la somnolencia- se explica que “El Peregrino” fue rodado en un arrebato creativo, casi deprisa y corriendo. Pues bendita prisa, queridos hermanos, y queridas herbabas. 

Chaplin, al parecer, había hecho un último intento por romper su contrato con la First National -el argumento de siempre: que no ganaba suficiente dinero, que le cortaban las alas, que a su alrededor eran todos unos inútiles- pero los dueños le contestaron que todavía les debía un último cortometraje de los nueve contratados. Chaplin ya era don Charles Chaplin en 1918, pero los contratos también eran los contratos y hay que reconocer que en eso, los americanos, siempre han sido gente muy seria y legalista.

“El peregrino” cuenta la historia de un prófugo de la cárcel que se traviste de pastor protestante para huir de la justicia. Y digo “se traviste” porque ponerse ropas de cura también implica un cambio de sexo: en este caso para el no-sexo, o para el sexo de los ángeles. O eso es al menos lo que ellos dicen, porque la rijosidad, como la vida en “Parque Jurásico”, siempre se abre camino.

De hecho, en “El peregrino”, Charlot es descubierto porque la pulsión sexual que siente por Edna Purviance le traiciona el disimulo. La de cosas que han sucedido por debajo de las sotanas a lo largo de los siglos... Para eso las llevaban, claro, no para que los feligreses les distinguieran como pastores del rebaño. Nunca les hizo falta. Recuerdo que de niño, en León, yo jugaba con mi madre a adivinar curas de paisano por la calle, sólo mirándoles la jeta, y acertábamos, o eso creíamos, en nueve de cada diez casos. Es la sublimación del instinto, decía mi madre, que siempre es imperfecta y les vuelve turbia la mirada por una mala combustión de los órganos internos. 




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Día de paga

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En los viejos cómics de Bruguera era habitual ver a la esposa de Fulano con un rodillo de amasar en ristre, esperándole tras la puerta de madrugada. Era el cliché para hacernos entender que Fulano era un vivalavirgen y que Mengana, su señora, estaba de él hasta los ovarios. También se veían muchos rodillos de amasar en las películas españolas, con la señora en bata boatiné y rulos en la cabeza, mientras el marido llegaba a las tantas medio borracho de amigotes o medio follado por las fulanas, tratando de no hacer ruido con las llaves al encajarlas en la cerradura.

Pero un día, coincidiendo con la entrada de España en el Mercado Común, el rodillo pasó a ser un signo de distinción burguesa y desapareció de las ficciones proletarias para afincarse en los programas de alta cocina que inundaron nuestras pantallas, entregado a su función primigenia de aplanar la masa muy fina de los hojaldres. Yo no había vuelto a ver un rodillo en años, quizá en décadas, hasta que hoy me he reencontrado con uno en “Día de paga”, que es un cortometraje de Chaplin rodado en 1922. Más de un siglo nos contempla ya. 

“Día de paga” es un cortometraje extraño porque lo protagoniza Charlot sin ser el vagabundo habitual. Al principio pensamos que sí porque lleva las mismas pintas y se ofrece a trabajar de peón por cuatro centavos y un bocadillo. Allí monta el Cristo habitual, hace gala de sus dotes gimnásticas y trata de conquistar -cómo no- a la hija del capataz, que es de nuevo Edna Purviance ataviada con un sombrero. Pero mediada la función descubriremos que Charlot tiene un hogar al que regresar y una esposa que aguarda impaciente su jornal. Es una situación novedosa, un paréntesis conyugal en la vida solitaria de Charlot, que siempre ha vivido en soledad por enamorarse de mujeres demasiado hermosas e inalcanzables. 

Aquí Charlot no está solo, pero es como si lo estuviera, porque es obvio que esta pareja ha perdido la chispa y la confianza. Su señora, además de gruñona -aunque gruña con razón- no se parece precisamente a Paulette Godard, y él, que dilapida los jornales con los borrachuzos de la taberna, tampoco está, la verdad, para presumir de muchas virtudes.




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Vacaciones (The idle class)

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Leo en la Gran Enciclopedia Universal sobre Charles Chaplin que “Vacaciones” se estrenó en Madrid el 28 de abril de 1924, en plena dictadura de Primo de Rivera. Quizá por eso, de motu proprio o a punta de pistola, los distribuidores españoles cambiaron el título original (“The idle class”, la clase ociosa) por este otro que no tiene nada que ver con la lucha de clases y menos todavía con el argumento que luego se ve en la pantalla.

En “The idle class" no hay ningún personaje que trabaje, ni en invierno ni en verano, y por tanto la palabra “vacaciones” carece de sentido: los de la clase ociosa porque viven de las rentas y el vagabundo Charlot porque es un viejo hidalgo que jamás se mancha las manos con ningún oficio conocido. Él vive del gorroneo, de la jeta supina, del pequeño latrocinio al vendedor de perritos calientes. Y aunque es verdad que cuando engaña a un pobre diablo el mito de Charlot se nos va un poco por el sumidero, cuando se aprovecha de esos cabronazos de la alta ociosidad a uno le sale la sonrisa malévola del bolchevique famélico pero todavía no derrotado. 

Los censores que trabajaban para Primo de Rivera -curas, guardias, chorizos y otras gentes de mal vivir- debieron de detectar en “The idle class” la burla soterrada que Charles Chaplin le dedicaba a las clases pudientes de Estados Unidos, primas hermanas de las clases pudientes que en España sostenían el régimen y reprimían el movimiento obrero repartiendo hostias a mansalva, o bayonetazos, o incluso a tiro limpio cuando era menester. Así que los lameculos disfrazaron el cortometraje de Charlot vistiéndole de sainete ligero y familiar: esos que tú ves no son explotadores que viven de puta madre a costa del sudor ajeno, sino que, ja, ja, son gente honrada que simplemente está de vacaciones y que ha alquilado un palacio con campo de golf y sirvientes con librea para desestresarse del duro trabajo en pro del ciudadano. 

¿Y Charlot?: pues eso, uno que hace charlotadas, gilipolladas, gracietas para que se rían los niños.





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The Bond (Obligaciones)

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Cuando se declaró la I Guerra Mundial, Charles Chaplin no se alistó en el ejército británico para combatir en las trincheras. Él ya vivía en Estados Unidos y empezaba a ganar mucho dinero con sus cortometrajes. Desconozco cuál era el marco legal entonces vigente, pero me imagino -porque si no hubieran enviado un pelotón para trincarle- que no tenía ninguna obligación de alistarse más allá de demostrar su compromiso con la patria. Y yo, en eso, no voy a criticarle. Si ahora mismo nos propusieran, así, voluntariamente, por amor a la bandera y a la infanta Leonor, ir a pegar tiros a los frentes de Ucrania porque están en juego los valores de la civilización occidental y bla, bla, bla, yo, la verdad, prefería seguir viendo los deportes en Movistar + y pasear a mi perrete por el monte. Me puede el pasotismo, el nihilismo, la pereza, la cobardía... Un poco de todo. Sobre todo el descreimiento proletario: no hay una sola guerra que no tenga su explicación en el beneficio empresarial que extraen cuatro hijos de la gran puta. 

Tres años después, en 1917, Estados Unidos entró en la guerra europea y ahí ya le cayeron hostias dialécticas como hogazas al bueno de don Charles. Él ya era una estrella mundial gracias al personaje de Charlot y el gobierno americano pudo haberle declarado exento por el bien del esfuerzo bélico, confiando en que sus payasadas iban a ser más beneficiosas para la soldadesca que sus disparos. Pero tal cosa no sucedió, y Chaplin, no sabemos si forzado por las críticas o avergonzado de su pasividad, decidió presentarse en la oficina de reclutamiento para ser descartado casi al instante por ser tan bajito y tan poquita cosa en realidad.

La fachosfera mediática -que entonces ya existía- hizo como que Chaplin no se había presentado y siguió atizándole por su falta de compromiso con el país que le daba de comer. Así que Chaplin, aprovechando que tenía que filmar unos cortometrajes por contrato, rodó “The Bond” -una simpática nadería que apenas dura 10’- para animar a la población a comprar bonos de guerra. Y la campaña fue todo un éxito. Chaplin, en la Gran Guerra, jamás tomó una colina, pero sí recaudó una montaña de dinero. 




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El caso del Sambre

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Al finalizar cada episodio se nos recuerda que la serie, además de ser un “true crime” con licencias narrativas, es un homenaje a todas las mujeres violadas a orillas del río Sambre, a lo largo de tres décadas de vergonzosa impunidad. Nada que objetar. Habría que ser otro sociópata con gorro para no empatizar.

El problema, como siempre, está en la cara B del disco: la causa general contra los hombres. Ahí es donde yo siempre patino y, en parte, me desentiendo. Y no es que yo, en la vida civil, hable precisamente bien de los hombres: soy uno más de la cuadrilla y me conozco el percal. Llevar unos huevos colgando no ayuda precisamente a elevarse en cuerpo y en espíritu.

Pero joder... 

Hay que esperar al episodio 4 para que aparezca el primer personaje masculino que aporta algo positivo a la sociedad: es el geomático (sic) que ayuda a su listísima discípula a encontrar el punto geográfico donde podría vivir el violador. Hasta entonces, “El caso del Sambre” responde punto por punto a la visión apocalíptica que tienen las podemitas sobre el mundo. Es decir, que salvo mi padre, mi hermano (y no siempre), mi pareja (cuando la hay) y los presentadores y entrevistados que aparecen en Canal Red, todos los hombres son unos cerdos machistas que se dedican a violar o se empeñan en reírle la gracia al violador y a ampararle en sus delitos. 

Hasta ese cuarto episodio, las orillas del Sambre eran el desierto misándrico casi sacado de "Mad Max" donde las podemitas predican su evangelio. A saber: que en el mundo sólo existen tres clases de personas: las mujeres agredidas, las mujeres que se preocupan por ayudarlas y los hombres -con las excepciones antes mencionadas- que pasan de todo, se rascan los huevos, beben cerveza y compadrean en bares donde ponen furvo a todas horas.

A última hora alguien decidió romper este desequilibrio genérico y en el episodio 5 metieron un comisario competente y un policía medio arrepentido. Irene Montero ya había apagado la tele cuando yo empecé a ver la luz a través de la oscuridad: sí, existen algunos hombres buenos, como en aquella película de Jack Nicholson y Tom Cruise. 



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En la habitación

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Un cocoño, según la acepción inexistente de la RAE, es un hombre con el que has compartido... eso mismo. Pero no necesariamente en la misma sesión, que eso sería un trío, o una orgía, sino en fechas separadas del calendario. Cocoños son los exmaridos, los examantes, los hombres que vinieron antes que tú a probar suerte y a festejar una Nochevieja por todo lo alto. Cocoño, pasado el tiempo, también es su marido actual o su amante en vacaciones. Cocoños son los fantasmas de las navides pasadas, pero también, ay, los de las navidades futuras.

Cocoño es una palabra que usa mucho Berto Romero en sus cachondadas de la radio, pero no es desde luego un término baladí. Cocoño es una palabra afilada y trascendente. Nietzsche dijo una vez que nuestra grandeza depende de la grandeza de nuestros enemigos, y algo parecido sucede con los cocoños, que cuando no son enemigos sí son, al menos, rivales evolutivos.

Es por eso que al comenzar una nueva relación nos mata la curiosidad por saber quiénes -y cuántos- estuvieron allí antes que nosotros. De su belleza o de su estatus podemos extraer conclusiones muy válidas sobre el valor de nuestra compañera y sobre nuestra propia capacitación para merecerla. (Existe un término paralelo -copolla- que a ellas les empuja a satisfacer curiosidades muy parecidas y malsanas).

Yo he tenido tan pocas amantes que me da vergüenza incluso enumerarlas. Pero cocoños, por dos afluentes, tengo mogollón. "Somos legión", gritaban allí dentro los demonios. Y sin embargo, solo he conocido a dos de ellos: uno por las fotografías y otro in person que era muy majete. 

En España, en Europa en general, los cocoños no te persiguen por ahí armados con una pistola. Suele ser gente con espíritu deportivo que, como mucho, te desafía con la mirada. Lo más normal es que ni te conozcan, o que pasen de ti olímpicamente. Pero en Estados Unidos... jodó. Allí cualquier cocoño guarda en su mesita de noche un revólver para matar comunistas el 4 de julio y luego lo que se tercie. Los hay que están muy pirados. Allí, más que en ningún sitio, conviene mucho conocer a los "Homo antecessor" por si las moscas.




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Tombstone

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El otro día, en el podcast, Fox y Codón afirmaron que “Tombstone” era un western injustamente olvidado. Una película maldita que había que reivindicar a toda costa. “Cojonuda”, dijeron... Con lo otro parafraseo, pero lo de “cojonuda” no se me ha olvidado. Aun así, yo les hice caso omiso porque no hay nada más aburrido que un western de tiroteos en OK Corral. Forasteros, forajidos, forúnculos sociales... Duelos al amanecer y tal. Tiros por la espalda cuando los borrachos salen del saloon... Un puro bostezo.

Días después, en el otro podcast que comparten, y como si se tratara de una campaña orquestada, dijeron exactamente lo mismo: que “Tombstone” era la hostia, la pera limonera, el western peor tratado por la crítica en los últimos tiempos... Parafraseo también, pero por ahí iban los tiros. Los del Colt, claro. "Y ándele, cuate, que aquí en México no rige el pinche estado ni aparece la policía". Y en el poblado de Tombstone tres cuartos de lo mismo... La película es un puro disparate. 

Fue ahí, en la segunda recomendación, cuando yo dudé o me hicieron dudar. Porque ése es uno de los putos flacos de mi cinefilia: mi repelús por el western. Más allá de una decena de clásicos del género -que, curiosamente, no siguen las reglas del género- a mí me parece que el western es una cosa para merluzos, con maniqueísmos tontos y desenlaces archisabidos. El género preferido de los fachas, no te digo más. Las joyas de la programación en 13 TV. Un espectáculo apropiado para la simpleza de las mentes más arcaicas y violentas. "Como hoy no puedo salir a pegar tiros a los conejos o a los rojos, pues mira, lo sublimo disparando sobre los hermanos Dalton, que además siempre van desaseados, sin afeitar, como los perroflautas esos de la izquierda".

Por culpa de Fox y Codón me perdí en "Tombstone", me arrepentí, salí a tiempo, me fustigué con el látigo, me cargué de razones y vine aquí a dejar constancia de mi debilidad y de mi fortaleza.





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Sexy Beast

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Cien millones en el banco, un casoplón en la playa, una piscina de la hostia, una exactriz porno como mujer enamorada... ¿Dónde hay que firmar? Lo único que no le envidio a este mafioso de "Sexy Beast" es su gusto por el calor, y menos aún ese calorazo de la costa de Almería, una cosa entre factor cancerígeno y tostadora de avellanas. Pero si me cambiaran Almería por la costa del Cantábrico yo también le vendería mi alma a Mefistófeles. 

De hecho, cada vez que veas una residencia de lujo en un lugar privilegiado, piensa que su dueño es un tipo sin escrúpulos que ha robado mucho o ha asesinado a mansalva. Hay tantas formas de robar y de asesinar... Desde las más atroces hasta las más bendecidas por la ley. El otro 0’01% lo integran los futbolistas, los actores y los tipos agraciados con el Gordo de Navidad. Que yo sepa, meter goles en la Champions, ganar el Oscar de Hollywood o acertar el número de la lotería no le quita el pan de la boca a ningún desgraciado de por ahí.

El problema de estar en deuda con el diablo es que éste puede reclamarte los favores y reaparecer entre nubes de sulfuro. Y da igual que le implores o que le reces a la inversa. Él se ríe de la piedad y se mea en las oraciones. Es Belcebú, coño, y de la banda de Belcebú Flanagan no se va nadie por propia voluntad. Ése es el infortunio que irrumpe en la vida de Gal, el as del butrón, que ya se creía retirado para siempre de su vida delincuente, a pleno sol todo el día entre sangrías y “paelas”, y calamares a la romana que en Almería bordan con el gracejo habitual. 

Una mala tarde la tiene cualquiera, como decía Chiquito de la Calzada, que era de Málaga,y en esa tarde de nubarrones simbólicos a Gal le anuncian que el diablo en persona va a presentarse en su “hasienda esspañola" para reclamarle un último trabajito con el taladro. El diablo se parece mucho a Ben Kingsley, que en otra película hizo de santo laico de los hindúes. Pero cualquier parecido con aquella bonhomía, con aquella mansedumbre, va a ser mera coincidencia.




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Días extraños

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Mientras Lenny Nero se pone más guapo todavía para salir en Nochevieja, en el telediario de Los Ángeles, esa misma tarde del 31 de diciembre de 1999, se anuncian las predicciones de los astrólogos para el próximo siglo: el coronel Gadaffi recibirá el premio Nobel de la Paz, Turquía indemnizará a Armenia por el genocidio secular y en el 2025 habría una segunda mujer presidenta en la Casa Blanca. 

Y sí, todo esto podría haber sido, pero no fue. Cosas más raras hemos visto. En la nómina del premio Nobel hay gente tan oscura y tan asesina como el coronel Gadaffi, pero éste, al final, fue lapidado y ajusticiado por una turba de libios cabreados. Lo de Turquía era una predicción arriesgada de narices -un 97/1 en las casas de apuestas- y lo de la mujer presidenta de Estados Unidos pues ya ves: no serán dos mujeres, sino dos Donald Trump, los que hayan gobernado el hemisferio occidental cuando llegue el año 2025.

La otra cosa que se anunciaba en “Días extraños” como muy futurible era el tema candente de la realidad virtual. (En la película, como está rodada en 1995, no se decía ni mu sobre la posible implosión de los ordenadores cuando sus relojes internos alcanzaran el año 2000. Esa noche, para empezar, ni siquiera comenzó el siglo XXI, por mucho que nos ametrallara la publicidad). Pero han pasado casi treinta años y esto de la realidad virtual sigue caminando con los pañales puestos. Da, como mucho, para seguir produciendo episodios de "Black Mirror" como churros.

Yo también fui de los que soñé una vez con encasquetarme los cables, darle al play del reproductor y sentir -no ver, sentir- lo mismo que experimenta un paracaidista cuando cae, un futbolista cuando marca, un fucker cuando acaricia el cuerpo pluscuamperfecto. Cumplir aquel sueño de Woody Allen de reencarnarse en las yemas de los dedos de Warren Beaty...  Pero de toda aquella tecnología que vendía Lenny Nero en las discotecas sólo nos ha quedado el metauniverso llamado Meta de Mark Zuckerberg, que todavía no sabemos ni lo que es, ni para qué sirve.




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Testament

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Entiendo, y me asusta, el nihilismo desesperante de Jean-Michel, el testamentario de “Testament”. Me faltan veinte años para igualarle la edad pero voy transitando su mismo camino. La culpa es de la estación de los amores, que viene y va, como cantaba Franco Battiato, pero cada vez tarda más en volver, y también de los achaques, que arañan la puerta, y del calendario, que ya es un otoño perenne de hojas que se caen.

Pero sobre todo es culpa de la izquierda, que ya no existe, y que nos cuesta aceptar que se esfumó. Y da lo mismo que vivas en el Quebec que en el Noroeste de la Península. Aquel alemán que arrancó la primera piedra del muro de Berlín derrumbó todo el edificio. Y no solo eso: lo trituró, lo barrió, lo convirtió en la Zona Cero del capitalismo victorioso. Carthago delenda est. Una torre universal de latas de conservas se vino abajo por quitar una sola de su base. Está claro que había algo que estaba mal diseñado desde el principio. Una grieta en el sistema como aquel agurejico fatal de la Estrella de la Muerte.

En 1989, cuando yo tenía 17 años y Jean-Michel 39, descubrimos dos cosas que nos pusieron las congojas de corbata: que más allá del Muro los sueños eran pesadillas y que más acá del Muro nos iban a dar bien por el culo. La primera línea de defensa, que eran los obreros armados con hoces y martillos, fueron barridos por el hipo huracano de Pepe Pótamo y quedamos inermes ante los amos. Cautivo y desarmado el sueño de una sociedad ya no comunista, sino simplemente escandinava, con reparto de riqueza y un Estado protector, los izquierdistas menos convencidos se pasaron al enemigo y los otros, seducidos por la publicidad, se convirtieron en “progres”. ¿Qué es un progre?: pues básicamente alguien que quiere follar con las progres. ¿Y qué es, entonces, una progre? Pues pasen y vean “Testament”. Ahí lo explican bastante bien. Desde luego, nada que ver con la izquierda combativa de nuestros mayores.

Cuenta la leyenda que Ione Belarra, en un descanso de su infatigable batalla contra los machistas, los micromachistas y los artículos determinados, se metió una vez con el dueño de Mercadona y colorín colorado este cuento se ha acabado. 



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Larry David. Temporada 7

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Yo también respeto la madera. Do you respect the wood? Desde que vi ese episodio de “Larry David” ya no poso las tazas o los vasos sin mirar. Soy un posador muy responsable. En mi casa da igual porque tengo una mesa de aglomerado peleón, pero en las ajenas, cuando me invitan, o en casa de mi madre, que tiene unos muebles de nogal valiosísimos, ya siempre coloco un posavasos improvisado: un libro, un cenicero, un trozo de papel. Larry David me ha influido. A veces para bien y muchas veces para mal. Se ha introducido en mi vida como el líder de una secta descojonante. Su ejemplo, su opinión, su torpeza social, me vienen una y otra vez a la cabeza. La serie vive en mí y yo vivo dentro de la serie.

Y no sólo por los cercos en la madera. Ayer, por ejemplo, en La Pedanía, me crucé con una persona con la que no me apetecía parar a charlar. Hace tiempo ya tal, pero ahora ya no. Hemos perdido el vínculo y en realidad no nos caíamos demasiado bien. Recordé -como hago siempre- que Larry David llama a estas situaciones incómodas un “parar y charlar”, y que hagas lo que hagas, detenerte o proseguir, la has cagado sin remedio. O fuerzas la conversación o quedas como un maleducado. Un lost-lost de manual. Larry nos enseñó que hay que dejarse guiar por el instinto y que salga el sol por Antequera, o por Hollywood. Que hay situaciones sociales irresolubles, trampas circulares de la civilización. 

Y más cosas: yo, como Larry, también pienso que llevar gafas de sol en interiores es una costumbre de gilipollas. Y que mirar fijamente al océano no produce ninguna revelación sustancial sobre la vida. También creo que hay hombres injustamente acusados de tener el pene pequeño cuando en realidad la culpa es de sus mujeres, que tienen la vagina demasiado grande. A veces pasa y conviene denunciarlo. Yo también prefiero que me roben cosas a que me roben tiempo, y también he conocido a mujeres yo-yó que he eliminado de la lista de la compra.

Si mi mujer acabara de llegar de un largo viaje pero sólo faltaran cuatro minutos para que terminara el partido del Madrid, yo también tendría serias dudas de a quién dirigir primero mi atención. Y así nos va, claro, a Larry y a mí.





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La mesita del comedor

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Quizá para sublimar el mal rollo y la desazón de la mirada, viendo la película recordé aquel libro de mesas para centro que Kramer presentaba en “Seinfeld” para descojono general de los espectadores. Porque el libro de Kramer, si desplegabas las solapas, se convertía él mismo en una mesa de centro ideal para posar el té con las pastas o el cafelito, o el cenicero de porcelana si la dueña de la casa transigía con los fumadores. Fue un momento mítico de la serie que venía muy al pelo para la ocasión. O quizá no, pero da igual.

Hoy mismo, 12 horas después de haber visto la película, un niño estaba dando po`l culo en una terraza de Ciudad Capital justo a mi lado Era un chaval como de ocho años, con gafas de sol en un día nublado, que le daba porrazos a la mesa mientras su padre -con una pinta de votante de Ciudadanos que tiraba para atrás- se reía de unas paridas que escupía su teléfono móvil último modelo. Algún meme del Perro, supongo... Yo trataba de mantener la concentración en mi lectura pero me resultaba imposible. El chaval no parecía exactamente un lerdo, pero estaba claro que de mayor también iba a ser un votante de derechas: ande yo caliente y jódase la gente. 

Pensé, de pronto, clavándole la mirada por si surgían en mi interior unos poderes de caballero Jedi que le ataran la lengua o le suspendieran la conciencia, que las mesas de centro infanticidas podrían utilizarse para impulsar una gran labor eugenésica patrocinada al mismo tiempo por la Unión Europea y la UNICEF. 

De hecho, en la película, todos los niños que asoman la jeta se dedican básicamente a dar por el culo. No a dar por el culo como haría un cura impune con ellos, sino a la segunda acepción del pecado nefando: molestar, llamar la atención, joder la marrana, llevar la contraria, La pobre criaturita decapitada aún tenía el beneficio de la duda, pero las demás...





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La tierra prometida

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Por alguna razón psicológica que desconozco -una incapacidad mía, desde luego, un módulo faltante, una vitamina no presente en mis neuronas- el maniqueísmo, en el cine, siempre me parece forzado y tontorrón. Me saca de la película y la convierte en un folletín de sobremesa. Sólo me creo a los malos muy malos en los cómics, o en la ciencia ficción, o en las pelis para niños. Me parece más verosímil el emperador Palpatine -con toda su maldad reconcentrada y desdentada- que el señorito (de) Schinkel que en “La tierra prometida” se dedica a escaldar siervos, violar criadas y asesinar a los trabajadores que le llevan la contraria.

La vida real está llena de hijos de puta que no tienen nada que envidiar al señorito (de) Schinkel, el dueño de los brezales improductivos de Jutlandia. Una cámara oculta que me enseñara el momento justo en el que Isabel Natividad exclamó “¡A tomar por el culo los viejos!” no me escandalizaría en absoluto. No me llevaría las manos a la cabeza para gritar “¡Cómo es posible!” o gilipolleces humanistas por el estilo. El mundo está lleno de sociópatas y de psicópatas y es mejor aceptarlo como es. Los hay que viven incluso por aquí, en La Pedanía, en la base de la pirámide social, perpetrando sus pequeñas atrocidades del día a día; otros, allá en las alturas donde todos los demás parecemos hormigas pisoteables, dirigen ejércitos o parlamentos y son capaces de tomar decisiones que pueden matar a miles de personas: suprimir un impuesto necesario, recortar un gasto social, transgredir una frontera.

El magistrado (de) Schinkel supongo que está inspirado en algún personajillo real de aquella época: algún aristocráta hijo de puta -¿hay alguno que no lo sea, con excepción del Marqués de Del Bosque?- que en la Dinamarca del siglo XVIII hacía lo que daba la gana con sus siervos. Nada que objetar. Lo leo en un libro y lo subrayo; lo veo en un documental y me lo creo; lo contemplo en “La tierra prometida” -arruinando una función que empezaba cojonudamente con un Mads Mikkelsen imperial- y me desentiendo hasta el bostezo. 





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Dos chicas a la fuga

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Ahora mismo, la comidilla entre la cinefilia más gafapasta es que el hermano listo de los Coen era finalmente Joel, y no Ethan, porque Ethan es el perpetrador de esta comedia sin gracia ni sustancia. “Dos chicas a la fuga” es una road movie al estilo Cohen que podría haber sido, qué sé yo, una de los hermanos Calatrava, o de los hermanos Cadaval, buscándole un dildo a Omaíta. Incluso las películas de los hermanos Farrelly, tan averiadas e imperfectas, tenían más chicha y argumentos para provocar.

También es verdad, como decía Chiquito de la Calzada, que una mala tarde la tiene cualquiera, y yo estoy por subrayar estas palabras juiciosas del maestro malacitano. Prefiero pensar que lo de Ethan Coen, en comandita con su señora, coescritora del guion y cómplice de sus soplapolleces, ha sido una tontuna pasajera y un divertimento casi familiar, de domingo por la tarde mientras llovía tras la ventana. Me niego a creer que Ethan Coen sea un mentecato permanente, el hermano tonto que siempre apareció junto al hermano listo en los títulos de crédito para que nadie pudiera distinguirlos. De hecho, en nuestra monarquía, tuvimos -y seguimos teniendo- una infanta de España que por mucho que apareciera junto a su hermana en los actos oficiales no tenía disimulo posible. Hay veces que ir con el listo -como cuando vas con el guapo- no sirve de disimulo, sino de trágico contraste.

“Dos chicas a la fuga” sería una suprema estupidez y no una estupidez a secas si sus protagonistas no fueran dos lesbianas guerrilleras y una de ellas no llevara la belleza prestada por los genes de Margaret Qualley. Toda la gracia del asunto reside en que son dos mujeres echadas p’alante que llevan su condición sexual sin ningún tipo de complejos, adentrándose en el territorio enemigo de los estados republicanos. Corre el año 2024 y no acabo de entender dónde está la provocación o la reivindicación. Los convencidos de la tolerancia ya comparecemos convencidos ante la pantalla, y los que no, los fachas recalcitrantes, ya no tienen cura posible. 




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