Algo pasa con Mary
Larry David. Temporada 4
🌟🌟🌟🌟🌟
Larry David me cae de puta madre aunque sea millonario. El día que los soviets de California tomen el Palacio de Invierno y los palacetes de verano, yo intercederé por él ante mis camaradas. Porque Larry se ha currado su vidorra de verdad. Se la merece. Él no es un empresario al uso, un cerdo capitalista con sombrero de copa y habano Montecristo. No es un hijo de puta que ha amasado su fortuna explotando a los trabajadores. No se merece picar piedra en el desierto de Mojave.
Larry es un tipo legal, ingenioso, mi superhéroe del humor. El espejo cachondo en el que me veo reflejado. A Larry se le ocurrió una idea genial, la compartió con Jerry Seinfeld y juntos crearon la mejor telecomedia de todos los tiempos. Ése es todo su pecado. Todos los dólares que le lluevan encima son pocos. Cuando a los demás ricachones los expoliemos, a él le dejaremos tranquilo en su chalet viendo los deportes por la tele.
Porque, además, si yo fuera millonario, sería como él. “If I were a rich man...” En cierto modo él es un quintacolumnista del proletariado. Un millonario sin alma de ricachón. Él va que chuta con una camiseta y un pantalón prêt-à-porter. Sólo se viste de etiqueta cuando su esposa se lo pide o cuando tiene que venderle un nuevo proyecto a la HBO o a la NBC. Yo eso lo entiendo. La vida te demanda cosas, te exige sacrificios para follar o para agradar a tus superiores. Yo también tengo ropa medio sofisticada en el armario para las grandes ocasiones... Es verdad que mis amantes me obligaron a comprarla, pero la tengo.
Larry prefiere un hot dog en el estadido de béisbol a un plato sofisticado en el restaurante más pijotero. Ya digo que es un poco como yo, que también prefiero un buen kebab a una “experiencia” en el "Diverxo" de los cojones. Y si yo estuviera forrado como él también jugaría al golf los domingos por la mañana. No se lo echo en cara. Me flipa ese deporte. Es la mezcla ideal entre el paseo campestre y el ejercicio de precisión, y de templanza. Me pasaría horas en los campos, aprendiendo, disfrutando, jugando a ser el clasista asqueroso que no soy. Espiando desde dentro a esa gentuza.
Tropic Thunder
🌟🌟🌟🌟
Hace un par de semanas, T.
no paraba de reírse mientras veíamos a Tom Cruise evangelizando a los hombres
asustados en “Magnolia”. “Seduce and destroy...”. Luego, al final de la
película, su personaje se quitaba la máscara de gilipollas y se desmoronaba ante
la muerte de su padre. Porque Tom será muchas cosas -un cienciólogo risible, y un
canijo vanidoso- pero cuando trabaja en una buena historia es un actor tan bueno
como el que más. Un actor como la copa de un pino, o como la copa de una
secuoya, allá en California.
T. no conocía esa versión
tan... cachonda de Tom Cruise, tan deslenguada y procaz, como de poligonero
buenorro. Incluso en su versión de Ligón Oficial del Reino, él siempre tuvo ese
aire de niño bueno y repeinado, quizá un tanto picaruelo en su sonrisa de
seductor. Peccata minuta si alguna señora soñaba con tenerlo de yerno y
exponerlo con orgullo ante las amistades. Ellas, por supuesto, no sospechan que
tras la sonrisilla de un hombre -de cualquier hombre- suele esconderse una
imaginación pornoerótica de alto contenido emocional.
Ayer, no sé por qué, mientras
paseaba con el perrete, recordé que había otra película en la que Tom Cruise se
ponía a hacer el idiota con una gracia de truhan desacomplejado. Una idiotez todavía
mayor que en “Magnolia”, supina, de premio Oscar de la Idiotez. La película era
“Tropic Thunder” y de repente me entraron unas ganas terribles de verla. Es
verano, hace calor, y el trópico parecía un buen lugar para relajar la mirada y
aflojar la mandíbula con una risotada.
Y jodó, que si mi reí...
Con un poco de culpabilidad, eso sí, porque la película es una tontería prona,
o una tontería supina, que nunca he sabido distinguirlas. Una majadería. ¡Pero
qué majadería! Actores de postín haciendo el majadero como auténticos
profesionales: el Downey, y el McConaughey, y el Jack Black ese, que se cayó de
chaval en la marmita de la majadería. Y Tom, majadereando como ninguno, sin
perder ritmo ni comba.
Fuga en Dannemora
He recomendado Fuga en Dannemora a varias personas durante estas pasadas Navidades, porque en Navidades uno se encuentra con gente que no ha visto en mucho tiempo, cuñados de las islas, o amigos de la infancia, y la vida personal da para rellenar, como mucho, un café apresurado, entre lo que uno resume y lo que uno calla por pudor. Las series de televisión son el tema de moda, el pegamento social, la no-conversación que da que hablar a los ciudadanos que despachan los meteoros del tiempo en dos simples pinceladas: pues hace frío, es que es invierno, claro, y tal... Y digo no-conversación porque en realidad, lo de las series casi siempre es un monólogo cruzado: “tendrías que ver”, y “tendrías que ver tú”, y salvo dos o tres coincidencias en el mainstream más básico, nadie ve en realidad las mismas cosas, de tantas como hay, y de tan distintos como somos todos. Sólo en los foros de internet encuentra uno del consuelo de la coincidencia, del desbarre, del análisis detallado, como cuando éramos niños y todos veíamos las mismas series en TVE 1 por la noche, después de cenar, y a la mañana siguiente las destripábamos en la cola del patio, o en las tertulias del recreo.
¿Qué fue de Brad?
No es la primera vez que la ficción se solapa con mi realidad. Que una experiencia propia se ve reflejada al día siguiente, o a veces el mismo día, en una película de la que a priori desconozco la trama. Puede ser la casualidad, obviamente, de tantas películas como veo al cabo del año. Pero puede ser, también, y ése es mi sospechoso principal, el inconsciente traidor, que guía mis búsquedas con referencias que yo mismo desconozco. Esto sería muy freudiano, y yo soy muy seguidor del abuelo Sigmund. Así que es posible que haya dos cinéfilos conviviendo dentro de mí: el que elige las películas para escapar de la realidad -del que soy consciente y brazo ejecutor- y el que busca en ellas una explicación a mis inquietudes sin que yo haya concedido tal prerrogativa.
Amigos y vecinos
Nadie como uno mismo para proporcionarse un buen orgasmo: la presión justa, la cadencia exacta, el último toque decisivo... Lo confirma un personaje de Amigos y vecinos, que se lamenta de sus polvos conyugales, tan tristes y tan rutinarios; y se lo he escuchado, también, a varios amigos y amigas en las tertulias del café. Ningún placer como el que uno mismo se regala. Son muchos años de intimidad, de conocimiento, desde la lejana y clandestina adolescencia, y la armonía con el sexo propio es casi de dúo de natación sincronizada, de pianista y violinista interpretando una sonata de Mozart.
Y sin embargo, si nos dan a escoger, y en tal empeño arruinamos nuestras vidas, preferimos el orgasmo que nos proporciona un compañero de cama, aunque sea menos explosivo y menos coordinado. Hablamos maravillas de la masturbación, pero todos la tenemos por un premio de consolación. Por una práctica de adolescentes sin estrenar o de adultos fracasados. La travesía del desierto. La purria de lo sexual. Sólo los ermitaños, los autistas, los muy raros del pelotón, prefieren solazarse a solas pudiendo solazarse en compañía.
Un loco a domicilio
En este pueblo donde vivo se practican dos ocios fundamentales: el chato de vino y la misa del cura. Y el fútbol, los sábados, en el campo de tierra, donde los chavales se dejan la piel del orgullo y la piel de las rodillas. Si no fuera por esto último, por el campo de fútbol, que es donde yo hago el compadreo y la vecindad, y calmo la preocupación de quien ya me intuía muerto en mi covacha, diríase que vivo como un ermitaño sin más compañía que mis soledades, como decía pomposamente el poeta.
Tan alejado de los bares como de los curas, sin tierras que regar ni cosechas que recoger, mi ocio diario, mi circo ambulante, mi compañía de títeres, es la televisión por cable. Y cuando digo cable, exagero la modernidad de estas tierras, que ni la fibra óptica llega todavía a sus lindes, y en realidad estoy hablando del satélite suspendido sobre los cielos, que emite sus frecuencias como un dios ecuménico que no distingue ciudades de aldeas, urbanitas de rústicos. Cuando termino la jornada me pongo las ropas de andar por casa, y mientras mis vecinos hablan del pedrisco en la barra del bar, y del turno de regadíos, y del vino peleón que fermenta en sus bodegas, yo cojo el mando a distancia y me teletransporto a mi universo de películas subtituladas, de series estrenadas, de caballeros atildados jugando al billar o de bestias peludas persiguiendo el balón oval. Éste es mi micromundo, mi tema de conversación, que sólo puedo compartir con gentes que no viven aquí, sino en la capital del municipio, a varios kilómetros que parecen la travesía de un mar, o el tránsito de un desierto.
The Meyerowitz Stories
No existe el gen único de la creatividad. Las personas que escriben los libros, pintan los cuadros y marcan los goles inolvidables poseen una combinación única de genes que interactúan entre sí. Una combinación de la bonoloto que lleva el premio gordo de eso que llamamos el talento.
Mientras seamos jóvenes
Matrimonio compulsivo
Zoolander
Greenberg
Una mala tarde, como decía Chiquito de la Calzada, la tiene cualquiera. Algo que leí en las revistas, o en los foros de internet, me indujo a pensar que en Greenberg había una película notable, digna de robarme dos horas de mi tiempo menguante y escogido. Me bastó saber que su trama giraba alrededor de un cuarentón en plena crisis existencial, y ya no me detuve a tomar en cuenta otras consideraciones. Y es que uno, con la cuarentena ya rebasada, anda muy apesadumbrado con el asunto de los años , y cada vez que conoce a un coetáneo sumido en parecidas quejumbres, en cualquiera de los dos mundos que habito, el real y el ficticio, entabla conversación y trata de extraer reflexiones.