Belle Époque
El paciente inglés
Si la cosa funciona
Better Call Saul. Temporada 1
El mercader de Venecia
Finales de agosto, principios de septiembre
Rompenieves
Monsieur Hire
La vida en tiempos de guerra
Show me a hero
Todos al suelo
Todos al suelo -que siendo del año 82 no es una parodia del golpe de Tejero, sino una versión muy libre de Tarde de perros- es una película de Pajares y Esteso, y eso, dicho así, predispone a la risa y al cachondeo. El problema es que Pajares y Esteso están diluidos, enredados en un reparto con demasiadas vedettes que reclaman su chiste y su minuto de gloria.
Antonio Ozores, por ejemplo, ha pasado de secundario magistral en Los Bingueros, o en Yo hice a Roque III, a prima donna que siempre cuenta la misma gracia, y además tiene un asunto romántico con una prostituta de buen corazón. Lamentable, el intento lacrimógeno. O Juanito Navarro, que hace de abuelo salvafamilias al estilo de Paco Martínez Soria, y tiene un nietecico que sufre depresión porque sus padres van a divorciarse gracias a la ley implantada por los comunistas. O Paloma Hurtado, que grita y pone caras tontas, y siempre fue una comediante insoportable que jodía incluso el Un, dos, tres cuando salía junto a las hermanas.
Los mismos Pajares y Esteso están como idos, como espesos, perdidos en una trama tardofranquista que les impide desarrollar su humor imbatible de trazo grueso. Sin señoritas desnudas y sin sarasas que los persigan, ellos se ciñen al guión como actores profesionales, pero ya sin chispa ni salero. Dicen cabrón, y culo, y coño, y hacen chistes sobre el divorcio y el adulterio, cosas así, para que se note que estamos en el año 82, y que los socialistas ya están asomando la patita electoral. Pero Todos al suelo, aunque quiera disimularlo, tiene un tufillo, un aire, una cosa como de Cine de Barrio que les encanta a nuestros abuelos de derechas, de toda la vida. En Todos al suelo trabajan Andrés Pajares y Fernando Esteso, sí, pero no es una película de Pajares y Esteso.
Bienvenidos a la casa de muñecas
Timbuktú
Bad Boys
Justi&Cia
True Detective. Temporada 2
Citizenfour
🌟🌟🌟
Calabria, mafia del sur
El marido de la peluquera
La vida de los hombres deslucidos es un largo desierto con
oasis sexuales muy distantes entre sí. Los hombres más impacientes curan su sed
en fuentes muy alejadas de la pureza, que al final son las que dan más sed, y
nunca terminan de romper el maleficio. Otros hombres, menos hormonados,
aguantan como pueden el reseco chaparrón, y se refugian en los sueños eróticos
de la gran pantalla, o en el voyerismo de la vecina del cuarto, inalcanzable y
guapísima en su espléndida madurez. O encuentran, una vez al mes, o cada dos,
según los presupuestos, a las peluqueras. A mí, por ejemplo, me pasa que en las
vacas flacas ellas son el único contacto sensual que ameniza la larga hambruna.
Las únicas mujeres que por exigencias del guion te acarician el cabello, te rozan
la nuca, colocan su pecho muy cerca de la piel requemada. Para nada un encuentro
sexual, ni un contacto cerdícola: solo el recuerdo de que una mujer, en la
cercanía, hace que el mundo parezca de otro color
Ignoro si
la vida sexual de Patrice Leconte sufría una travesía del desierto cuando rodó El
marido de la peluquera, su obra maestra incontestable. Pero si no fue él,
desde luego, fue un buen amigo quien le puso sobre la pista de esta sensualidad
atrapada en las peluquerías de caballeros, regentadas por mujeres que sin
pretenderlo se convierten en un bálsamo, en una invitación a cerrar los ojos y
dejarse llevar por el roce en la nuca, por el aliento en la oreja, por el pecho
en la espalda... El marido de la peluquera es un sueño erótico hecho
realidad: el que tuvo Antoine a los doce años, cuando supo, en una revelación
súbita, que sólo casado con una peluquera encontraría la paz de la vida
sencilla y la armonía sexual. Por qué vagar por el mundo incierto de las
mujeres y no acudir, directamente, al refugio de tanto rechazo y tanto
quebranto. Por qué volar de flor en
flor, de espina en espina, y no pedirle matrimonio a Mathilde, para que nos
deje vivir allí, en el propio establecimiento, sin más mundo que su visión, sin
más experiencia que sus manos, sin más amistades que los clientes que llegan y
rápidamente se van.
Viaje a Sils Maria
Madre e hijo
Mallrats
Persiguiendo a Amy
Juego de Tronos. Temporada 5
He tardado un mes y medio en ver las cinco temporadas completas de Juego de Tronos. Cuatro en compras legales y carísimas, y la quinta, la última, que todavía no está disponible en los Grandes Almacenes, en una razzia bucanera de mi loca impaciencia. Me cansé, finalmente, de que las amistades se cansaran de mí, por no poder hablar en mi presencia de los muertos y los vivos, de las teorías y los chismes. Mientras yo les acompañaba en la barra del bar o en la mesa de la terraza, ellos, los amigos, mordiéndose la lengua, cagándose en mi body, callaban los altos secretos de George R. R. Martin y los guionistas, y se conjuraban con señas para citarse después, en un local clandestino, donde los cretinos como yo, que iban retrasados con los capítulos y siempre chistaban al oír un amago de spoiler, no pudieran encontrarlos. Ahora, gracias a la delincuencia de los piratas, ya vivo en paz con mis semejantes, y me siento depositario de los arcanos, y opinante con criterio de la situación convulsa en los Siete Reinos.