Belle Époque

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Cuando Jorge Sanz, en Belle Époque, decide que ya es hora de marcharse a Madrid, y abandonar la hospitalidad de Fernando Fernán Gómez, se encuentra en la estación con las cuatro hijas del susodicho. Enamorado al instante del póker de bellezas, finge un contratiempo y regresa a casa de Fernando, a toparse con ellas. Éste, al descubrirlo de nuevo en el hogar, dirá aquella frase imborrable de "es el seminarista, que ha venido aquí siguiendo el olor del coño de mis hijas”.

         Este regreso de Jorge Sanz simboliza mi propio regreso a Belle Époque cada cierto tiempo. Belle Époque es una comedia estimable, ocurrente, con actores y actrices en estado de gracia. Fernán Gómez y Agustín González legaron dos personajes inolvidables de los que recordamos cada diálogo y cada entonación, aquello de conculcar el matrimonio, o de "¡coño, cocido!". Rafael Azcona tejió un guión tragicómico que es marca de la casa, y que aguanta como un campeón el paso del tiempo.  

    Pero Belle Époque, con todos sus méritos, con su Oscar reluciente dedicado al dios Billy Wilder, no sería la misma película si nosotros, los hombre enamorados, no la visitáramos con tanta frecuencia, atraídos por esas señoritas que salen tan frescas y tan lozanas. La mayoría de mis conocidos echan la baba por Maribel Verdú, que además de ser hermosa siempre alegra los fotogramas con un verismo excitante y perturbador. Pero yo, que estoy con ellos, y soy partícipe de sus fogosos entusiasmos, tengo que decir que mi amor verdadero es Ariadna Gil, la entonces cuñada del director. Hay algo de lapona en sus pómulos, de golosina en sus labios, de pantera en su mirada. Algo a medio camino de lo chino y de lo salvaje que no podría explicarles muy bien. Instintos muy míos que encienden fuegos muy poco artificiales. Ariadna, además, en el colmo de los morbazos, hace aquí de lesbiana irreductible, lo que paradójicamente dispara las fantasías y acrecienta los deseos. Ni punto de comparación con sus tres hermanas.


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El paciente inglés

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Se han vuelto recurrentes, casi un lugar común, los chistes sobre la paciencia que hay que tener para aguantar todo el metraje de El paciente inglés. Y aunque a mí me parece  exagerado, sí que hay algo de verdad, en esta broma resobada. El paciente inglés, que está a punto de cumplir veinte años en la cultura, ya tiene la cadencia y los andares de una anciana setentona. "Un clásico instantáneo", proclamaron algunos críticos el día de su estreno, sin caer en la cuenta de que el clasicismo es un atributo que sólo el tiempo concede. 

    Hay algo progérico, en esta película que nació tan bonita y resalada, con su paisaje epatante, su triángulo amoroso, su francesa chic que aquí ponen de canadiense para hacerla encajar en la trama de las guerras. La primera vez que vimos El paciente inglés nos dejamos seducir por el desierto africano, por el romance fogoso, por la belleza complementaria de sus dos bellas damiselas, tan rubia y estilosa la una, tan morena y guapísima la otra, que incluso son hermosas en sus nombres, Kristin y Juliette, que imagínate tú si se llamaran Ramona y Clotilde, el bajonazo sexual, y lo poco verosímil de la aventura.

       Años después, cuando volvimos a encontrar la película en el DVD, o en el Canal +, la descubrimos despojada de sorpresas, y nos pareció un coñazo algo insufrible, de despistarse uno mucho y ponerse a pensar en otras cosas. Le vimos las fracturas de guión, las tramas prescindibles, las tontunas románticas de Hana la enfermera, un papel que Juliette Binoche saca adelante sólo porque nos importa muy poco lo que dice, embobados como estamos en su belleza desbordante, inaprensible, que volvió loco al mismísimo François Miterrand en sus últimas alegrías. De Juliette decía don François que era la mujer ideal, un canon de belleza como otro cualquiera que yo, en este caso, y en alguno más de la vida real, suscribo plenamente. Sólo por Juliette Binoche, sin ir más lejos, he vuelto a ver hoy este rollo ya un poco antiguo, romanticón y azucarado, aunque muy trágico, de El paciente inglés.



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Si la cosa funciona

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Tengo un amigo cinéfilo que de vez en cuando me saca a colación los chistes de Si la cosa funciona, la película de Woody Allen en la que Larry David, para hacer más creíble el romance, interpreta el sempiterno papel de judío neurótico. Para mi amigo, Si la cosa funciona es una obra maestra de la comedia, un referente continuo de sus filosofías humorísticas. "Cómo no te pudo gustar", me repite a todas horas, tú que eres tan amigo de Woody Allen, tan fanático de Larry David. Y yo, perplejo de mí mismo, nunca sé que responderle. Será que la vi en una mala tarde, me digo, como las de Chiquito de la Calzada, o en una mala noche, asediado por los fantasmas.

               Hoy, asediado por la incredulidad de mi amigo, acuciado por la incomprensión de mi propio espíritu, he decidido conceder una segunda oportunidad. Y la cosa comienza bien, la verdad, con Larry David soltando diatribas contra el género humano que son muy de mi agrado. Casi rompo a aplaudir en una o dos andanadas muy bien tiradas. Luego, como una Venus de Botticelli que hubiera cruzado los mares del tiempo, emerge de los fotogramas Evan Rachel Wood, que es una anglosajónica de belleza infartante. Con mi álter ego de protagonista, y mi mujer soñada de partenaire, Si la cosa funciona, efectivamente, funciona. Me doy cuenta, además, que nuestra primera cita fue en una versión doblada al castellano, no sé por qué razones, ni en qué trágicas circunstancias, y ahora, gracias a las voces originales, los personajes se hacen más interesantes y verosímiles.

                Vivo feliz durante tres cuartos de hora, reconciliado con mi hermano Woody, con mi primo Larry, hasta que la trama se enreda con personajes que ya no vienen al caso, ni hacen gracia, que sólo están ahí para robar minutos a las sabidurías misántropas, y a las hermosuras de Evan Rachel. Si la cosa funciona no ha funcionado del todo finalmente, pero ha funcionado mejor. Le debo una, a la insistencia de mi amigo. Y largas explicaciones, a los inquisidores de mi cinefilia, que todavía no entienden lo sucedido.



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Better Call Saul. Temporada 1

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Los spin off suelen ser subproductos prescindibles, inventos de los productores para seguir estrujando la teta de una trama ya mortecina. 

Uno, sin embargo, si hace un esfuerzo de memoria seriéfila, descubre que tres de sus comedias preferidas son producto de esta práctica mercantil: Los Roper, que originalmente fueron los caseros de Un hombre en casa; Frasier, que desarrolló el personaje más loco y enjundioso de Cheers; y Veep, que es la adaptación americana de The thick of it, la comedia británica que ridiculizó a los políticos isleños. Tres spin offs que igualaron o superaron los méritos de su serie matriz. Y ahora, con Better Call Saul, ya van cuatro. Cuando hace un año se anunció la secuela de Breaking Bad protagonizada por el abogado –o lo que fuera- Saul Goodman, uno supo al instante, con la presciencia de un veterano televidente, que Better Call Saul iba a ser otra serie a la que habría que construir hornacina en el templo. Saul Goodman tenía muchas cosas que contarnos del viejo Albuquerque, de cuando la droga azul del señor Heisenberg todavía no se vendía por las esquinas, y los malotes mexicanos campaban a sus anchas en los bajos fondos de la ciudad. Nos mataba la curiosidad de conocer mejor a un personaje tan entrañable y odioso, tan adorable y mezquino. Y Vince Gilligan, que es un tipo de instinto comercial que nos lee el alma como si nos hubiera parido, nos concedió la satisfacción de la sabiduría.

               It’s all good, man…



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El mercader de Venecia

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Llueve. Llueve por primera vez en meses, como si las nubes buscaran el tiempo perdido de Marcel Proust. Como si hubiesen aguantado con las vejigas llenas y ahora descargasen con toda la furia y todo el alivio. Llueve, y yo no puedo salir de esta habitación repleta de películas. Siento que las calorías del desayuno, del tentempié, de la comida, se repliegan hacia zonas interiores de mi organismo, donde se convertirán en grasa perjudicial, en adipocitos que se instalarán en esta cintura ya abarrotada, como veraneantes en las playas de Benidorm. Durante el verano, las calorías no se aventuraban más allá del músculo, porque yo estaba en plena guerra contra la gordura, y con la bici y las caminatas no les dejaba tomar posiciones y atrincherarse. Tan pronto me invadían, yo las quemaba con el lanzallamas de mi actividad. Pero ahora llueve, y estoy cansado, y tengo dolores psicosomáticos del trabajo, y yazco en esta cama entregado a la molicie de la tarde entera.


     Rebusco en la alineación de películas y encuentro la cara malhumorada de Al Pacino en El mercader de Venecia. El mercader Shylock, en la carátula, exige venganza por las injurias sufridas. Le han insultado, escupido, secuestrado a la bella hija. Y todo por prestar con dinero con interés, en un mundo de cristianos hipócritas. Qué habría qué hacer, entonces, con los usureros del siglo XXI, que ahora son los respetables banqueros y los trajeados economistas. Y muy cristianos además. Shylock apela al Dux de Venecia, y tiene enfilado con su cuchillo a Antonio el mercader. Su aciaga suerte ha encontrado un objeto donde descargar la frustración. En eso, al menos, ha encontrado un reposo. ¿Pero a quién habré de apelar yo en esta tarde sombría de mi encierro? ¿A quién echar la culpa de esta obesidad que ya siento aposentarse en silencio, como un manto de nieve pringosa? ¿Habré de quejarme a los dioses de la lluvia? ¿A los duendes del metabolismo? Mis enemigos no son los venecianos del siglo XVI, sino los fantasmas de la vida moderna.




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Finales de agosto, principios de septiembre

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De vez en cuando uno se topa con películas que intuye aburridas de antemano, pero que vienen envueltas en un título de resonancias muy personales, y ya no puede refrenar el impulso de asomarse. Finales de agosto, principios de septiembre, era, más que un título, una señal. Justo cuando uno transitaba las mismas fechas del calendario, aparece esta película de Olivier Assayas en las pesquisas por internet, como si los dioses juguetones, o los duendes traviesos, la hubieran dejado ahí para tentarme, y hacer experimentos conmigo.

        Los finales de agosto y los principios de septiembre son los tiempos de iniciar el curso, de volver al fútbol, de colocar la primera manta en la cama. De reencontrarse con las personas que uno aprecia y también con las que uno odia. Tiempos de cambio, de reacomodo, a veces también de crisis, si la cosa viene muy jodida. Yo quería ver, en la película, gentes atrapadas en ese mismo enredo postvacacional, a ver cómo se las apañaban, y extraer, si fuera posible, alguna enseñanza del aprendizaje. El vicario, claro. Personajes que también fueran maestros, como uno mismo, que regresaran a su trabajo con el mismo aire compungido y quejica. Pero no iban por ahí, los tiros. Los protagonistas de Finales de agosto, principios de septiembre son dos urbanitas franceses que se pasan la película entera follando y desfollando, lo mismo en agosto que en septiembre, en enero que en febrero. Dos treintañeros irresolutos que cuando se cansan de una mujer la cambian por otra todavía más guapa, o más joven, o más chic. Nada que ver con la vida de uno, ay, ni en lo geográfico ni en lo sexual. 


    Entre polvo y polvo, nuestros amigos han de vender pisos, alquilar apartamentos, tomar café en las terrazas. Enfrentarse a los primeros achaques del cuerpo. La vida misma, vamos, solo que hablada en francés, y muy aburrida y desesperante, como me temía en un principio. No sé a cuento de qué venía lo de agosto y septiembre. Si la hubieran llamado Finales de marzo, principios de abril, habría sido exactamente la misma película, y yo, desinteresado por el título, me hubiese ahorrado el tiempo invertido.




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Rompenieves

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Rompenieves es el nombre del tren donde viajan los últimos seres humanos. Un arca de Noé rodante que describe círculos alrededor de Eurasia mientras espera que llegue el deshielo. Algún político iluminado -seguramente un eurodiputado español, que vivía su retiro dorado en  Bruselas- decidió combatir el cambio climático echando no sé qué mierda en el aire, y consiguió, como en los cómics de Mortadelo y Filemón, cuando el profesor Bacterio le ponía remedio a las desgracias, congelar el planeta hasta casi acabar con la humanidad.

       El Rompenieves, como no podía ser de otro modo, está estrictamente jerarquizado. En los vagones delanteros, que parecen de un Orient Express futurista, viajan los millonarios que se abrieron camino en la vida. En los traseros, que parecen transportes fletados por Adolf Eichmann, viajan los desgraciados que no supieron emprender en los negocios. En el medio, armada hasta los dientes, una legión de seguratas impide la revuelta de los perroflautas, a tiro limpio si fuera menester. Como se ve, el Rompenieves es toda una metáfora del sueño ultraliberal. Libres ya del Estado tocapelotas, los ricos campan a sus anchas en sus vagones de primerísima clase, mientras los pobres comen mierda en pastillas y beben agua oxidada. “Es el orden natural de las cosas”, afirma Mr. Wilford, el dueño del tren. Ytal felonía, que en la ficción nos parece una cosa de ser muy hijo de puta, es lo mismo que repiten a todas horas nuestros prohombres de derechas, cuando salen en las tertulias o en los artículos de opinión, negando la existencia de la lucha de clases. Los mismos tipos que luego, tras ofenderse mucho por haberles mencionado la estructura piramidal de la sociedad, se suben al tren, o al avión, o al autobús “Supra”, y se compran un billete de primera clase para no coincidir con parásitos como tú, quejica de la taberna, y perroflauta con piojos. Lo que no harían, y no dirían, estos golfillos, subidos en el Rompenieves.


          De todos modos, a este coreano que dirige la función, el tal Joon-ho Bong, le importa una mierda la lucha de clases. Rompenieves, aunque pudiera parecerlo, no es ni de lejos el Octubre de Serguei M. Eisenstein. Las diferencias de status sólo crean la tensión necesaria para que el personal se líe a hostias, y a partir del minuto treinta uno se ve enredado en otro blockbuster oriental de peleas a cuchillo y patadas voladoras. Ni un pelo de la barba de Marx sale volando en los fotogramas. 


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Monsieur Hire

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Desde la ventana de mi habitación veo el patio de la casa vecina, con sus plantas y sus bancos de madera. Más allá, la planicie agrícola de las lechugas y las patatas. Al fondo, altas pero redondeadas, las montañas que separan Invernalia de Galicia. El paisaje es bonito; en verano invita a levantarse de la cama y echar a caminar; en invierno, con la lluvia, induce a pensar cosas melancólicas detrás de los cristales. Que apenas se vea gente también contribuye a la belleza del panorama. Los paisajes, con humanos dentro, siempre tienen algo de inquietante y amenazador.



            El señor Hire, en Monsieur Hire, cuando se asoma por la ventana a contemplar el mundo no ve paisajes bucólicos del agro productivo. Él vive en París, encerrado entre edificios, pero lejos de maldecir su mala suerte de urbanita, goza de la visión perpetua de una vecinita que se desviste sin percatarse de sus ojos lascivos, que se vuelven turulatos. Monsieur Hire es un calvorota de mediana edad que se parece mucho a Pepe Viyuela, y está lejos, muy lejos, en el mercado del amor, de llegar a tratos provechosos con tan bella damisela. Le queda, como consuelo, el amor platónico, que es una puta mierda ensalzada por los juglares.


         Patrice Leconte, en su afán por epatar al espectador, tira por una tercera vía que bordea peligrosamente el ridículo. Nuestra chica, cuando descubre el pastel humeante del señor Hire, en lugar de gritar y llamar a los gendarmes de Louis de Funes, se deja admirar mientras el novio le hace el amor sobre la cama. Como invitándole a participar, como soñando un ménage à trois que en París se ve que es costumbre y hasta regalo de bienvenida a los vecinos. Como las tartas de manzana de los americanos, o los ruidos a las tres de la mañana de los españoles. 




   


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La vida en tiempos de guerra

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Alguien dijo una vez que Bernardo Bertolucci sólo rodaba películas para exhibir pollas sin pudor, de un modo artístico y honorable. La malicia es, por supuesto, exagerada e injusta, porque Bertolucci es mucho más que un pornógrafo enmascarado, y sus pollas, que han sido realmente muchas y variadas, a veces quedaban bien encajadas en las exigencias del guion. A veces, sin embargo, en sus películas más crípticas y truñescas, uno, en el fastidio absoluto, en el bostezo total, se preguntaba si aquel hater de don Bernardo no tendría parte de razón, porque cuando el sentido común brillaba por su ausencia, la polla de turno seguía allí, casi siempre flácida y post-coital, tal vez un simbolismo de la decadencia de Occidente, o de la inoperancia del homínido macho, o vaya usted a saber.



          Me temo que con Todd Solondz está ocurriendo una cosa parecida. En este mismo diario se han escrito loas y alabanzas a su cinismo afilado, a su misantropía poco disimulada, pero de un tiempo a esta parte sus películas, como esta cosa insufrible de La vida en tiempos de guerra, sólo parecen una excusa para hablar de pedófilos y niños traumatizados. Hay más personajes, claro, mujeres de mediana edad que buscan el amor sin comprender que los hombres, en su mayoría, sólo quieren follar y poquito más. Mujeres ridículas que parecen recién salidas del parvulario de la vida, y que sin embargo hablan con un estilo literario que suena a tesis doctoral o a teatro de altos vuelos. Un sinsentido. Y el pederasta, claro, que mariposea por la función como un ángel oscuro que anunciase plagas de Egipto. O no, no sé, quizá divago, porque a los cuarenta y cinco minutos desistí de todo empeño, harto ya de la truculencia impostada y del pesimismo sin ironía. Hay mucho más cinismo en cualquier episodio de Larry David, y además, ahí, te ríes un buen rato. 


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Show me a hero

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El héroe de Show me a hero es el alcalde de Yonkers en los años ochenta, Nick Wasicsko. Era el regidor más joven de los Estados Unidos, casi un pipiolo de la política, y tuvo que acatar el mandato federal de construir viviendas sociales para negros en barrios residenciales de gente blanca. ¿Resultado? Wasicsko perdió el apoyo y el respeto de sus propios vecinos, que lo insultaban y lo escupían, y lo zarandeaban en el coche. Masas vociferantes de white people que temían la depreciación de sus viviendas, que se imaginaban un infierno vecinal de drogadictos en las aceras, robos en las madrugadas y loros con el chunda-chunda puesto a toda potencia.

           Mientras otros concejales de Yonkers -unos por miedo y otros por populismo- se declaraban en rebeldía contra el gobierno federal, Wasicsko tuvo que apechugar con su juramento constitucional, y con sus propias convicciones de demócrata ilustrado. Aunque el apellido es de origen polaco, el actor que lo encarna es Oscar Isaac, un tipo muy solvente que sin embargo nació en Guatemala, y que tiene un aspecto guatemalteco que no desmiente su documento de identidad. Yo pensaba, mientras veía los seis episodios de la serie, que el error de casting era morrocotudo, impropio de David Simon y de su equipo de linces, pero luego, en el capítulo final, que se cierra con imágenes de archivo, uno descubre que en realidad se han quedado cortos con la caracterización, pues el Wasicsko verdadero parece un jinete del ejército de Pancho Villa, con su bigotón y su pelazo moreno.


          Aun así, el look de Oscar Isaac es sin duda lo más discutible de Show me a hero. Yo, al menos, no puedo empatizar con Nick Wasicsko porque se parece demasiado a José María Aznar. Nadie más lejano a mi concepto de héroe político, de hombre bueno y honrado. Cada vez que Oscar Isaac aparece en pantalla, no puedo reprimir una punzada en el estómago, como de miedo o de asco, como si volvieran los tiempos de la conquista de Perejil y de la manipulación del telediario. Wasicsko habla con los jueces, con los concejales, con los vecinos indignados, pero uno, en su alucinación auditiva, cree escuchar "váyase señor González", y "España va bien", y "estamos trabajando en ellooooo". Sólo son unas décimas de segundo, hasta que uno se reencuentra con la ficción, pero Wasicsko sale tantas veces que al final los nervios quedan deshechos, y la taquicardia amenazando. 

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Todos al suelo

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Todos al suelo -que siendo del año 82 no es una parodia del golpe de Tejero, sino una versión muy libre de Tarde de perros- es una película de Pajares y Esteso, y eso, dicho así, predispone a la risa y al cachondeo. El problema es que Pajares y Esteso están diluidos, enredados en un reparto con demasiadas vedettes que reclaman su chiste y su minuto de gloria.

    Antonio Ozores, por ejemplo, ha pasado de secundario magistral en Los Bingueros, o en Yo hice a Roque III, a prima donna que siempre cuenta la misma gracia, y además tiene un asunto romántico con una prostituta de buen corazón. Lamentable, el intento lacrimógeno. O Juanito Navarro, que hace de abuelo salvafamilias al estilo de Paco Martínez Soria, y tiene un nietecico que sufre depresión porque sus padres van a divorciarse gracias a la ley implantada por los comunistas. O Paloma Hurtado, que grita y pone caras tontas, y siempre fue una comediante insoportable que jodía incluso el Un, dos, tres cuando salía junto a las hermanas.

    Los mismos Pajares y Esteso están como idos, como espesos, perdidos en una trama tardofranquista que les impide desarrollar su humor imbatible de trazo grueso. Sin señoritas desnudas y sin sarasas que los persigan, ellos se ciñen al guión como actores profesionales, pero ya sin chispa ni salero. Dicen cabrón, y culo, y coño, y hacen chistes sobre el divorcio y el adulterio, cosas así, para que se note que estamos en el año 82, y que los socialistas ya están asomando la patita electoral. Pero Todos al suelo, aunque quiera disimularlo, tiene un tufillo, un aire, una cosa como de Cine de Barrio que les encanta a nuestros abuelos de derechas, de toda la vida. En Todos al suelo trabajan Andrés Pajares y Fernando Esteso, sí, pero no es una película de Pajares y Esteso.




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Bienvenidos a la casa de muñecas

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No sé si fue un filósofo del bachillerato o un cómico del stand-up comedy el que dijo que la gran tragedia del mundo es que los feos también quieren follar. Queremos follar... Porque la libido, atrapada bajo muchas capas de tejido cerebral, es un resorte que no sabe nada del cuerpo que lo alberga, y es un impulso autónomo, preprogramado, que se despierta con las hormonas y anhela y desea los otros cuerpos con la misma intensidad que la top-model o que el macho alfa.


             Para que ambas subespecies se mezclen lo menos posible, la naturaleza ha creado esa etapa de ensayo y error que es la adolescencia. La muchachada, alegre, inexperta, engañada por la publicidad, prueba suerte con sus objetos de deseo, y coleccionando síes y noes va ubicándose en el escalafón de la belleza. Los elegidos aprenden pronto que han nacido para triunfar; los relegados, en cambio, necesitarán varias hostias para asumir que  habrán de renunciar a sus sueños sexuales y conformarse. Sólo los chicos muy listos y las chicas muy inteligentes aprenden su papel en el mercado con rapidez, y ya no pierden el tiempo en sueños inútiles ni en flirteos con lo imposible. Siempre queda, en cualquier caso, un dolor sordo y triste. La adolescencia, para los menos afortunados, es un trance doloroso y poco fructífero, que a veces deja heridas tan profundas que nunca se curan. Heridas que vuelven a escocer cuando en las películas salen personajes que se parecían mucho a nosotros, tontorrones, incautos, desubicados en las tablas de los percentiles. Las desgracias afectivas de Dawn Wiener en Bienvenidos a la casa de muñecas nos devuelven a hojas ya descompuestas del calendario, y por culpa de este hijo puta llamado Todd Solondz, que es un cineasta de intenciones ladinas y diagnósticos certeros, volvemos a sentir esa olvidada opresión del corazón, esa melancolía del sueño cercenado. 

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Timbuktú

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De los desiertos namibios de Mad Max he pasado, en veinticuatro horas, como en un sueño africano que no termina, a los desiertos más norteños de Mauritania. Ahora que las arenas me habían devuelto la alegría de ver cine, recordé que en los discos duros me aguardaba una película aclamada por la crítica, Timbuktú: una “obra maestra” de nacionalidad mauritana, con actores no profesionales, y muchos premios en los festivales más recónditos del planeta. Sin embargo, mi otra cinefilia, la de tres al cuarto, la que se lo pasó teta con las travesuras de Mad Max e Imperator Furiosa, tiraba de mi dedo índice hacia atrás, para no ver esta película que anunciaba bostezos y somnolencias a la hora de la siesta. Ahí comenzó una lucha titánica entre mis dos cinefilias, manteniendo el suspense mientras yo me adormilaba con los ciclistas de la Vuelta a España. 

    Al final, como siempre, venció mi cinefilia más responsable, que siempre opta por arriesgarse con productos extraños para que no me echen a patadas del selecto club de los finolis.



        Timbuktú cuenta los nueve meses de ocupación que sufrió la ciudad de Tombuctú a manos de los rebeldes yihadistas. Una pesadilla de lunáticos armados con kalashnikovs que prohibieron el fútbol, la música, la tertulia en las calles. Que forraron a las mujeres de tela para no propagar la lascivia por las callejuelas. Que decretaron el imperio de la sharia como burócratas absurdos de una novela de Kafka. Timbuktú tiene el valor del documento, de la denuncia, de la defensa de un islamismo moderno alejado de estas visiones medievales. Una película de gran valentía, de altos valores, de compromiso humano…,  pero en realidad un truño de considerables dimensiones. Aburrida, cutre, digresiva, con un sentido del ritmo que vamos a llamar peculiar. Un ejercicio de alta paciencia por mi parte, de concentración cívica, de estiramiento de mis párpados. Timbuktú es otra vergüenza que habré de anotar en mi largo currículum de falsa cinefilia, que sólo es arrogancia ante los hombres, y postureo ante las mujeres. 

    Menos mal que nadie lee este blog redactado en un sistema exterior de la galaxia, en el planeta Tatooine sin ir más lejos, con mucho desierto también, y con dos soles como dos soles que alumbran mis negros secretos. 


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Bad Boys

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Mucho se está hablando sobre la edad de oro de la televisión, con los grandes folletines sucediéndose en una espiral creativa que parece no tener fin. Una ristra de “series que no te puedes perder” que nos está dejando exhaustos a los aborregados del televisor. No sé si la próxima generación vivirá peor que sus padres, pero sí es cierto que desde hace unos cuantos años, desde que estrenaron Los Soprano en Canal +, cierto tipo de progenitores tenemos a los críos un poco abandonados, como faltos de afecto y de consejo, cocinándolo todo al microondas y diciéndoles que sí a todo lo que piden con tal de no perder un minuto, todo el día apoltronados en los sofás, programando vídeos, consultando guías, opinando en los foros... Una catástrofe social que todavía no ha sido abordada como se merece en las revistas de verano, y en las tertulias de la radio.

          Por el contrario, se está hablando muy poco de la otra gran edad de oro, la de los documentales. En las películas, por muy buenas que sean, los “creadores” siempre acaban desbarrando un poquito, saliéndose del tema principal para alumbrar tramas que nos traían un poco sin cuidado. Al fin y al cabo, todo el mundo se pone detrás de la cámara para hablar de su libro, y su libro rara vez nos interesa de un modo absoluto. Los buenos documentales, en cambio, y hablo de esos que ahora duran tanto como una película, con su hora y media de entrevistas e imágenes de archivo, son una maravilla de ingeniería narrativa que no pierden un segundo en tonterías accesorias. Carecen, obviamente, de la poesía de la ficción, pero a cambio te aclaran las ideas, o te refrescan el recuerdo, o te enseñan algo novedoso e insospechado.

         Bad Boys -sobre todo si te interesa el mundo del baloncesto, porque si no vas jodido-  es una obra maestra del género. Nos cuenta el auge y caída de los Detroit Pistons, el equipo marrullero y poco estiloso que ganó el título de la NBA en los años 89 y 90. Una pandilla de buenos jugadores, ninguno excepcional si exceptuamos a Isiah Thomas, que allí encontraron una hermandad más que un equipo. Tipos duros, chulescos, resabiados, que desperdigados por otras franquicias jamás habrían pasado a la historia, pero que combatiendo en la misma legión alcanzaron el rendimiento máximo, y la gloria de los títulos. Un documental mejor estructurado que muchas películas laureadas de la actualidad. Bad Boys resume en hora y media lo más sustancial de casi diez años de convivencia, de victorias y derrotas, de amistades y enfrentamientos. Una labor de síntesis que muchos cineastas ya quisieran para sí. Y todo ello sin abrumar, sin abrasar a datos, siempre apoyándose en las viejas imágenes, y en las entrevistas sin pelos en la lengua. Qué hijos de puta, eran los Bad Boys, pero cuánto llegan a emocionarte, ahora que van para viejunos y rememoran sus batallitas. 




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Justi&Cia

🌟🌟🌟

Uno -que lleva dentro a un Che Guevara que jamás encontró el valor ni la oportunidad de tirarse al monte- agradece la mala hostia vengativa que van dejando Justi y su compinche Cia por la geografía española, como unos modernos Don Quijote y Sancho Panza a lomos de la Carboneta. Y además son de León, coño, o al menos trabajaban en las minas de León, antes de que la política energética y el latrocinio empresarial cerrara los negocios. Y uno, que es del terruño, y que simpatiza con su causa, lo pone todo de su parte desde el primer fotograma, que es una panorámica de la ciudad con la Pulchra Leonina recortada sobre el cielo. Que uno será ateo, coño, pero la Catedral es muy bonica, y de algo hay que presumir cuando se conversa con otros provincianos de la península.


       Justi&Cia es una película necesaria porque alguien tenía que poner en celuloide, o en digital, esta fantasía delictiva que otros sólo soñamos en lo más crudo de los telediarios, o en lo más encarnizado de las tertulias. Esto sí que es hacer justicia verdadera, y no paripé carcelario, con los corruptos que siempre escapan de rositas. Justi y Cia, con sus mordazas, sus cintas aislantes, sus pollas de goma, se encargan de sublimar nuestra agresividad durante un ratico después de comer, y eso sirve de terapia para nuestra buena salud de ciudadanos. 

    Pero Justi&Cia, con ser necesaria, no es suficiente. Como divertimento revolucionario te hace levantar el puño casi sin querer, como hacía a la inversa el doctor Strangelove, pero como película deja de interesar a la media hora. Demasiadas arritmias, demasiadas lagunas, demasiadas preguntas en el aire. Con otra película uno hubiera desistido del empeño, y se hubiera puesto a zapear por los canales deportivos, o a juguetear con el teléfono móvil. Pero Justi y Cia, que ya son los Batman y Robin de León, se merecían el apoyo moral de nuestra mirada. Y Álex Angulo, el homenaje.


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True Detective. Temporada 2

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En mi nuevo televisor Full HD de 43 pulgadas, el rostro angelical de Rachel McAdams, otrora armonioso y delicado, se ha descubierto, para mi horror, lleno de lunares. No esas pecas traviesas que a veces lucen las anglosajonas, sino excrecencias carnosas, verruguiles, que colonizan como cagaditas de oveja su cuello y sus mejillas. Hay un lunar, en concreto, en el párpado de su ojo derecho, que me ha traído a mal traer durante los ocho capítulos que ha durado True Detective, temporada 2. No sé si en las otras películas de Rachel McAdams el lunar ya estaba ahí, maquillado por las profesionales, o disimulado por la pobre resolución de mi anterior aparato. Pero en esta serie ha sido una mosca cojonera que se posaba en el televisor todo el rato, pero por dentro, inalcanzable a los manotazos o las golpes de zapatilla. Tal vez sea un lunar de atrezzo, colocado ahí con la artística pero poco honorable intención de afear a Rachel, para que nos la creamos mejor en su papel de mujer policía, perseguida por su pasado. Un lunar que tendría el poder mágico de volverla humana, terrenal, como una señora más que pega sus cuatro tiros en el trabajo y luego baja a comprar yogures al supermercado.

        De cualquier modo, esta mancilla sobre Rachgel nos la habría traído muy floja si True Detective II hubiera sido tan entretenida como su antecesora. True Detective I no necesitó de un gancho sexual para dejarnos los ojos como platos, y los oídos como aberturas de un gramófono. Pero en este esqueje putativo uno se aburre con mucha frecuencia, mareado en diálogos de una trascendencia shakesperiana, y confuso en una trama de raíces inaprensibles. Desnortado en un enredo de detectives que antes eran dos y peculiares, y ahora son ciento y sacados del molde de los arquetipos. 

    True Detective II ha sido una decepción policial que demandaba el solaz de una belleza femenina donde reposar la mirada. Menos mal que de vez en cuando, aunque su personaje fuera bastante plomizo y previsible, estaba ahí Kelly Reilly para lucir su cabello pelirrojo, su rostro de pantera, su escote profundísimo de abismos inconfesables, decorado, esta vez sí, por miles de pecas que hacían las veces de asideros donde sujetarnos a la realidad, y no caer como dementes al abismo de la turgencia. 



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Citizenfour


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Fahrenheit 9/11, y antes que ella JFK, nos dieron un puñetazo en la cara para despertarnos de nuestro Matrix contemporáneo. Para entender que por encima de los parlamentos y los senados, los presidentes y los monarcas, existe un poder inalcanzable y omnímodo que dicta la marcha del mundo. La económica, por supuesto, y luego la militar, siempre a su servicio. Los representantes democráticamente elegidos sólo son monigotes que se pliegan a los dictados del verdadero mandamás. Tipos con mucha jeta, o con mucho carisma, que conocen el doble juego de la realidad, pero no se inmutan cuando mienten en los mítines, o en las entrevistas de la televisión. Caraduras que saben de su papel mínimo, secundario, prácticamente irrelevante. Marionetas que siempre llevan una mano metida por el culo y hablan con la voz  muy poco disimulada de su amo.


La película de terror de este año se titula Citizenfour, que es el seudónimo que usaba Edward Snowden en sus primeros contactos con la prensa. Aquí no voy a contarles la historia de nuevo. Presupongo que mis lectores, que son cuatro gatos muy escogidos de los callejones, son gente informada y leída. Sólo diré que no se dejen engañar por los entusiasmos de la crítica. Lo que cuenta Citizenfour, faltaría más, es una trama del máximo interés, pero el cómo se cuenta es harina de otro costal. La cosa pinta bien al principio, con Snowden en su hotel de Hong Kong y los periodistas asistiendo a sus revelaciones con la mandíbula inferior tocando el suelo. Pero luego Snowden se pone en plan informático, que si Linux, que si MSDOS, que si placa base, y la directora de la función, en lugar de cortar estas turras en la sala de montaje, deja que el tío desbarre hasta que uno se queda frito. 

Muchos minutos después, al despertar, Citizenfour seguía allí, más o menos en la misma onda, y uno, que sigue el documento por deber de ciudadano concienciado, empieza a sentir aguijones de antipatía por este héroe de nuestro tiempo. Es que no calla, el jodío, y la seño, en vez de poner orden en la clase de informática, no hace más que pintarse las uñas y enviar mensajes a su novio por el móvil.



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Calabria, mafia del sur

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Calabria es una película italiana que trata sobre los mafiosos de verdad. No los de Chicago con los borsalinos, ni los de Atlantic City, con el whisky. Ni los de Nueva Jersey con las basuras. Que también son mafiosos, no lo niego, tan psicópatas y tan irascibles como cualquier matón que se precie, pero que ya tienen una pátina de americanos bien lavados y afeitados, con buenos trajes y colonia cara que les regala su operadísima mujer de grandes tetas.

    La mafia que protagoniza Calabria es muy parecida a la que tuvo que abandonar Vito Andolini en las alforjas de un burro, allá en su pueblo siciliano de Corleone. Ha pasado más de un siglo entre una ficción y la otra, pero la mafia fetén sigue funcionando con gentes parecidas, aunque ahora se muevan en todoterrenos, y se comuniquen con teléfonos móviles. Siguen siendo los mismos tipos cejijuntos y cetrinos, malencarados y vengativos, que viven colgados de los montes donde triscan las cabras y se despeñan los tomates. Y que siguen disparándose con las luparas por asuntos de lindes o de burlas al honor. Son los mismos Giuseppes con boina que viven casados con las mismas Francescas de mil medallas de la Virgen colgadas al cuello.

           Estos mafiosos que se quedaron en Calabria no tienen nada que ver con sus primos americanos, ni con sus hermanos de Milán, que se dedican al trapicheo de drogas o a la esclavitud de prostitutas, y que cuando regresan al pueblo por vacaciones lo hacen en cochazos impolutos. Los calabreses sedentarios, al lado de la despensa donde guardan el vino peleón y el queso de cabra, guardan los tarros de las esencias, que abren con disimulo para perfumar el ambiente cuando llegan las visitas, para recordarles que podrán vivir muy lejos, en Nueva York, o en Carajistán, pero que jamás dejarán de ser unos calabreses maniatados por sus raíces.



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El marido de la peluquera

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La vida de los hombres deslucidos es un largo desierto con oasis sexuales muy distantes entre sí. Los hombres más impacientes curan su sed en fuentes muy alejadas de la pureza, que al final son las que dan más sed, y nunca terminan de romper el maleficio. Otros hombres, menos hormonados, aguantan como pueden el reseco chaparrón, y se refugian en los sueños eróticos de la gran pantalla, o en el voyerismo de la vecina del cuarto, inalcanzable y guapísima en su espléndida madurez. O encuentran, una vez al mes, o cada dos, según los presupuestos, a las peluqueras. A mí, por ejemplo, me pasa que en las vacas flacas ellas son el único contacto sensual que ameniza la larga hambruna. Las únicas mujeres que por exigencias del guion te acarician el cabello, te rozan la nuca, colocan su pecho muy cerca de la piel requemada. Para nada un encuentro sexual, ni un contacto cerdícola: solo el recuerdo de que una mujer, en la cercanía, hace que el mundo parezca de otro color

            Ignoro si la vida sexual de Patrice Leconte sufría una travesía del desierto cuando rodó El marido de la peluquera, su obra maestra incontestable. Pero si no fue él, desde luego, fue un buen amigo quien le puso sobre la pista de esta sensualidad atrapada en las peluquerías de caballeros, regentadas por mujeres que sin pretenderlo se convierten en un bálsamo, en una invitación a cerrar los ojos y dejarse llevar por el roce en la nuca, por el aliento en la oreja, por el pecho en la espalda... El marido de la peluquera es un sueño erótico hecho realidad: el que tuvo Antoine a los doce años, cuando supo, en una revelación súbita, que sólo casado con una peluquera encontraría la paz de la vida sencilla y la armonía sexual. Por qué vagar por el mundo incierto de las mujeres y no acudir, directamente, al refugio de tanto rechazo y tanto quebranto.  Por qué volar de flor en flor, de espina en espina, y no pedirle matrimonio a Mathilde, para que nos deje vivir allí, en el propio establecimiento, sin más mundo que su visión, sin más experiencia que sus manos, sin más amistades que los clientes que llegan y rápidamente se van.




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Viaje a Sils Maria

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En Sils-Maria, en los Alpes Suizos, curaba el filósofo Friedrich Nietzsche sus dolores de cabeza y sus ataques de melancolía. “A dos mil metros por encima del mar y de los seres humanos”, Nietzsche se sentía el asesino de Dios, el heraldo del Superhombre, muy cerca de la otra montaña donde Heidi y Pedro correteaban por las laderas. 

    Más de cien años después, en el mundo ficticio de las películas, llega a Sils-Maria una actriz de renombre que atraviesa la crisis de los cincuenta años, y de las cincuenta arrugas. Le han ofrecido un papel de señora mayor en una importante obra teatral, y ella, Maria Enders, a la que encarna la musa inspiradora de estos escritos, Juliette Binoche, duda en aceptar. Estaría bien, claro, por el prestigio, y por las pelas, y porque el autor de la obra fue su mentor en la juventud, ya fallecido. Pero su compañera de reparto será una chica veinte o treinta años menor, y eso dejará a la Enders en la evidencia de su decadencia.



    Incapaz de conducir un coche o de hacer una llamada telefónica, Maria se refugiará en las montañas con su ayudante personal, una chiquina eficiente y solícita a la que da vida –qué digo vida, luz- Kristen Stewart, esta actriz a la que amé mucho antes de que la abdujeran los vampiros, y que ahora vuelvo a reencontrar por las esquinas de mi cinefilia. Valentine, el personaje de Kristen, además de las labores propias de su contrato, servirá de sparring a la Binoche en la lectura del texto, creándose así una situación muy parecida a la del propio escrito, un juego de espejos muy intelectual y muy simbólico, que terminará siendo una película francesa a las finas hierbas, para cinéfilos muy exigentes y paladares muy trillados. Uno, desde su cinefilia provinciana, al ver que la enjundia dramática se le va escurriendo entre los dedos como la niebla de los valles, se dedicará a contemplar el paisaje de Sils-Maria, que es de una belleza sobrecogedora, y también, claro está, la belleza de estas dos actrices que tantos sonetos inacabados me siguen inspirando. Demasiado mayor para mí, la señora Juliette, y demasiado joven, ay, la señorita Kristen. Mi deseo por ellas ya nace ficticio y juguetón, inofensivo y nada eréctil.



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Madre e hijo

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Para los ricos, lo mismo en Rumanía que en España, los policías son unos Vigilantes del Muro que los defienden de los pobres, de los desharrapados, de los perroflautas que aún sueñan con el comunismo que expropiará las piscinas y los chalets, los yates y los coches deportivos. La policía, básicamente, está para repartir hostias a los manifestantes, proteger al señor cura en la Semana Santa, y meter en chirona a los que venden marihuana en los garitos. 

    El problema es que a veces, por afán de notoriedad, o por dar de comer al periodismo amarillo, la policía la toma con los ricos por un quítame allá esas pajas. En vez de perseguir al mal verdadero que acecha en cada balcón con la bandera republicana, la pasma muerde la mano que le da de comer y se pone a investigar cuentas millonarias en Suiza, o calca multas por matar a ciervos de Podemos fuera de temporada. O enchirona, por ejemplo, como sucede en esta película rumana Madre e hijo, a un pijo de Bucarest que yendo a toda hostia por la carretera -como iban Los Ilegales- atropella al hijo de una familia medio gitana y pobretona que vive en los arrabales.

    La madre del encausado se llama Cornelia, y eso ya anuncia una tragedia romana de mucho dramatismo y mucho clasicismo, con el viejo argumento de la madre castradora, el hijo apijotado y la nuera que trata de malmeterlo contra la suegra. Dos mil años nos contemplan, y lo que te rondaré morena. Cornelia pertenece a la burguesía más selecta de Bucarest, ésa que cambió el comunismo por el esclavismo empresarial en un abrir y cerrar de ojos, y no va a consentir que dos policías de mierda se equivoquen tan gravemente de víctima. Aquí el delincuente no es su hijo por haber matado al chaval, sino el chaval mismo, quien cruzando por donde no debía destrozó la carrocería del buga que es fruto del trabajo y del espíritu emprendedor. Sempiterna en su abrigo de pieles y en su joyería de oro, la señora Cornelia llamará uno por uno a los altos gerifaltes de la administración para que hagan justicia en este caso, y la policía vuelva al orden, y la familia del muerto al respeto. Y Rumanía al neofeudalismo.


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Mallrats

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Shannen Doherty me pareció durante muchos años la mujer más bella del mundo. Y eso que yo no la veía, sino que más bien la acechaba, en Sensación de vivir, una serie proscrita por mi religión de cultureta, de la que jamás llegué a ver cinco minutos seguidos, no fuera a convertirme en estatua de sal, o en antorcha de fuego. 

Pero a veces, porque la vida doméstica de los pobres es estrecha y comunitaria, uno pasaba por el salón a buscar un libro, o a curiosear el panorama, y justo en ese momento aparecía Brenda, la hermana de Brandon, diciendo no sé qué paridas de los ricos en California, que si el golf o que si el yate, y yo me quedaba gilipollas perdido, admirando ese contraste entre su cabello y su piel, la noche y el día, la tiniebla y la luz. Y sus labios repintados de rojo, y su cabello a la moda de los noventa, y sus ojos, claro, que chisporroteaban sexualidad, o eso me imaginaba yo, porque la actriz era más bien limitada e inexpresiva. Las cosas del amor, que no sólo es ciego, sino que además imagina cosas... 

Yo me quedaba allí, alelado, enamorado de Brenda que en realidad era Shannen, hasta que mi madre o mi hermana empezaban a mirarme sorprendidas, y se preguntaban qué hará aquí este gilipollas, y yo, disimulando, a punto de azorarme como un tomate, a punto de ser partido en dos por un rayo de mi dios, me iba de allí con la intención de volver la semana siguiente, a ver si Shannen -que era Brenda- salía un poco más destapada, o besuqueándose con un maromo al que yo pudiera poner mi cara y mi deseo.

           La primera vez que tuve a Shannen Doherty toda para mí fue en Mallrats, la comedia de Kevin Smith que hoy me tocaba revisitar porque estoy melancólico de la juventud perdida, y atontado por los calores que no cesan. Hace veinte años, en aquella sala de cine que recuerdo veraniega y vacía, tuvimos Shannen y yo nuestras primeras palabras, nuestros primeros acercamientos ya sin testigos y sin vergüenzas. Shannen era basura que procedía la televisión, pero en la gran pantalla se le perdonaban todos los pecados. Mallrats, ademásempezaba cojonudamente, con la Doherty en la cama, en discusión postcoital, y uno la amó más que nunca durante esos minutos de bronca con su novio, que era un gilipollas de tomo y lomo que no se la merecía. Luego la película se fue en busca de otros personajes y apareció Claire Forlani, también discutiendo con su novio, otro imbécil de tres al cuarto que se merecía un par de hostias y tres pescozones, y todo mi amor por Shannen Doherty se evaporó como si nunca hubiese existido, porque Claire Forlani, con aquellos rasgos de gata y aquella boca de gominola, tan guapa que parecía de mentira, era ya sin duda la mujer de mi vida. Tan hermosa que ya todo en mí era sensación de vivir, y Sensación de vivir ya no era nada en mis adentros, o algo parecido, que dijo Santa Teresa de Jesús.



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Persiguiendo a Amy

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Alyssa es una anglosajona canónica de cabellos rubios, nariz respingona y labios carnosos. En sus ojos azules, algo achinados, brillan los destellos del mar del Norte donde sus antepasados botaron los barcos que condujeron hasta ella. Alyssa es una chica liberal y moderna que se gana la vida dibujando cómics. Es simpática, habladora, aguda en sus opiniones. La mujer perfecta para cualquier hombre sin pitopausia, y perfecta, por tanto, para Holden McNeil, otro dibujante de cómics que buscando el amor de su vida la encontró a ella. Alyssa, además, en el colmo de las bendiciones femeninas, es una lesbiana de vida sexual muy activa y guerrillera, y eso, lejos de poner freno al deseo de Holden, lo acelera de cero a cien en muy pocos segundos, como un burro de carreras espoleado en los ijares. 

            Este es el punto de partida de Persiguiendo a Amy, una de las comedias románticas que Kevin Smith rodó en sus tiempos de juventud, de cuando hacía películas cachondas con los amiguetes y se reía de los puritanos y los católicos, y no como ahora, que rueda películas de madurez y le salen unas cosas entretenidas pero muy raras que luego hay que desentrañar en los foros . Kevin Smith, cuando se ponía el traje de Bob el silencioso y salía con su amigo Jay a vender marihuana por los videoclubs y los centros comerciales, era el tipo que nos regalaba comedias deslenguadas como ésta, deslenguadas por lo verbal, y por lo genital, de diálogos marranos que casi veinte años después todavía nos hacen de reír a los cuarentones. Los que nos descojonamos con las paridas de Pepe Colubi en Ilustres Ignorantes somos el target comercial de estas películas ya casi antiguas, ya casi clásicas, que de vez en cuando apetece rescatar para corroborar, una vez más, que seguimos siendo los mismos chavales de siempre, inmaduros que no hemos salido del caca, culo, pedo y pis. Y lo que nos reímos, eso sí. 




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Juego de Tronos. Temporada 5

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He tardado un mes y medio en ver las cinco temporadas completas de Juego de Tronos. Cuatro en compras legales y carísimas, y la quinta, la última, que todavía no está disponible en los Grandes Almacenes, en una razzia bucanera de mi loca impaciencia. Me cansé, finalmente, de que las amistades se cansaran de mí, por no poder hablar en mi presencia de los muertos y los vivos, de las teorías y los chismes. Mientras yo les acompañaba en la barra del bar o en la mesa de la terraza, ellos, los amigos, mordiéndose la lengua, cagándose en mi body, callaban los altos secretos de George R. R. Martin y los guionistas, y se conjuraban con señas para citarse después, en un local clandestino, donde los cretinos como yo, que iban retrasados con los capítulos y siempre chistaban al oír un amago de spoiler, no pudieran encontrarlos. Ahora, gracias a la delincuencia de los piratas, ya vivo en paz con mis semejantes, y me siento depositario de los arcanos, y opinante con criterio de la situación convulsa en los Siete Reinos.

      Ahora que los políticos patrios andan de vacaciones, y que en las tertulias de la tele sólo se desgañitan los becarios y los meritorios -qué buenas están, por cierto, todas las Lannisters del PP- el tema candente de la actualidad política es sin duda el Trono de Hierro de Madrid, con su inestabilidad dinástica, su dependencia financiera, su concordato firmado con el Gorrión Supremo. Los Siete Reinos están viviendo su propia Transición, y Victoria Pregus, de los Pregus de toda la vida, casa pobretona pero señorial en las cercanías de Altojardín, ya va por el quinto volumen polvoriento escrito a pluma y a tinta Ella es muy de los Borbons, gran familia nobiliaria que aún no han salido en la serie, pero que promete grandes tragedias y grandes risas en la próxima temporada. Tienen como enseña un mentón protuberante, y como lema, "la campechanía en la agonía".


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Jimmy's Hall

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En Irlanda, en los años 30, James Gralton es un comunista peligroso que acaba de regresar de su exilio en Nueva York. Allí ha participado en varias movidas sindicalistas, en varias protestas de trabajadores explotados, pero los años, y el cansancio, y la derrota continua del izquierdismo militante, han ido minando sus energías. Ahora, de vuelta en la verde Erín, sólo quiere dedicarse a su granja, a sus amigos, a disfrutar de las pequeñas cosas. Como Sean Thornton en El hombre tranquilo, ya solo quiere casarse con una pelirroja de fuegos uterinos y vivir feliz en una cabaña algo alejada de la aldea, donde no lleguen los gritos nocturnos de pasión.

            El problema de James Gralton -Jimmy para los amigos- es que su amada es más rubia que otra cosa, y no tiene ni punto de comparación con Maureen O’Hara. Además, porque la espera se le hizo larga y tediosa, ya vive casada con un mostrenco del terruño. Sin casa de putas donde desfogar su libido, porque la aldea vive bajo la puntillosa vigilancia de su señor cura y de su señor fascista –que visitan de incógnito a las prostitutas de Belfast-, Jimmy, cumpliendo la sublimación de los instintos que enseñara Sigmund Freud, volverá a las andadas del comunismo. O sea, lo normal en un revolucionario: por las mañanas, antes de desayunar, recibirá al demonio en sus aposentos; más tarde, con el primer picor de huevos, violará a dos monjas que pasaban por allí; después de comer quemará una iglesia y un convento para no perder la práctica revolucionaria; y al final del día, después de haber cumplido con su agenda laboral, regentará el Jimmy’s Hall que sirve de título a esta película, una especie de Institución Libre de Enseñanza donde las buenas gentes del pueblo, cansadas ya de leer las cartas de San Pablo a los Tesalonicenses, se juntarán a leer poesía, a discutir de filosofía, a practicar la bricomanía y el arte del bordado. Y lo más importante de todo: a bailar el jazz, esa música de “lúbricos cimbreos” que Jimmy, el muy cerdo, el muy rojo, se ha traído de Nueva York importada en una gramola.

          Esto es, grosso modo, sin desvelar spoilers que además son hechos muy reales y muy dolientes, Jimmy’s Hall, la última película de Ken Loach. Su enésima denuncia del poder de los caciques, de la represión de la Iglesia. Sus películas –hay que confesarlo- se han vuelto tediosas y previsibles, pero uno las sigue viendo porque son de sagrado cumplimiento en la agenda de cualquier ateo bolchevique. 


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Red Army

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“¿Qué es eso de la Guerra Fría, pá?”, me preguntó el retoño hace pocas semanas, con dieciséis añazos que a veces parecen dieciséis añitos, porque había escuchado la expresión en uno de los cien raps que escucha a diario, recitados por jovenzuelos que al parecer sí conocen el conflicto de la Antigüedad. Cosa que, por cierto, no deja de extrañarme, en chavales con pinta de repetidores y hasta de tripetidores, pero que tienen, por lo que se ve, unos estudios y una conciencia social que yo no dejo de admirar. Porque cuando ellos nacieron, la URSS ya solo era un logotipo en las camisetas capitalistas, y un recuerdo de los ancianos que vivieron el puto gol de Marcelino.

    Yo viví la Guerra Fría, le respondí al chaval con un aire de militar veterano, como si realmente me hubiera pelado el culo en alguna trinchera o tuviera el cuerpo lleno de cicatrices. Le expliqué, grosso modo, el asunto belicoso, pero cómo resumir, ay, cinco décadas de hostias amagadas en apenas treinta segundos de parloteo, que es el tiempo máximo que un hijo de la LOGSE aguanta una disertación sobre tiempos pasados y nombres desconocidos. Iba a decirle, en el segundo treinta y uno, justo antes de que se pusiera los cascos de nuevo, que  tenía pendiente de ver un documental sobre la selección soviética de hockey sobre hielo, con sus glorias y sus miserias, y que podíamos aprovechar esto para matar dos pájaros de un tiro, o de un golpe de stick. Pero ya era demasiado tarde para mi retoño: él ya estaba en otro rap, cagándose en el gobierno y haciendo poesía del suburbio.

    Mi hijo, por tanto, nunca verá este documental que hoy he visto en la soledad del horno veraniego. Se titula Red Army, y narra la enjundiosa historia de Viacheslav Fetisov, capitán de la selección y héroe de la Unión Soviética que luego se vio condenado al ostracismo, a la vigilancia telefónica. A la amenaza militar de trabajar en Siberia por querer ganar un contrato allá donde los yanquis, en la NHL. Poco importa que Red Army hable de un deporte tan rudo y aburrido como el hockey, porque que no hay cristiano que siga sus evoluciones por la televisión, con ese disco diminuto y esos gestos fulgurantes. Si Red Army hubiese hablado de baloncesto o de halterofilia nos hubiera dado lo mismo, porque lo que nos interesaba, además de recordar  que la Guerra Fría se luchó en mil frentes de combate, era revivir aquellos tiempos de nuestra roja juventud, resignada y frustrada, de cuando queríamos que un avión Mig le volara la cara al guaperas de Maverick, o que un puñetazo de Ivan Drago derribara al tontolculo de Rocky Balboa. Que el Firefox robado por Clint Eastwood se estrellara en los hielos árticos para que los putos yanquis nunca obtuvieran el secreto de tal maravilla.

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Black coal

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Black coal es una película china que ganó muchos premios en los festivales de postín, y por eso le he abierto un hueco en mi agenda estival, que es cuando tengo tiempo para ver estas cosas exóticas que durante el curso, con el fútbol y la NBA, el rugby y los billares, duermen en lo más profundo de los pisapapeles. Black coal tiene asesinatos misteriosos, femme fatale de ojos rasgados, y un detective borrachín  que poco a poco va desfaciendo el entuerto. Un Philip Marlowe salteado con bambú y setas chinas que se llevará varias hostias y varios desengaños en el honroso empeño de cumplir con su obligación.



             Se ve que al director de la película -un tipo de nombre impronunciable e intranscribible- no le gusta demasiado el estado actual de las cosas, y filma su película en entornos que dan un poco de grima, sudorosos del trabajo o decadentes del vicio. Lo que no sabemos es si Diao Yinan –no era tan difícil, después de todo- se pasa de comunista y le parece que el capitalismo está rompiendo el encanto de la China maoísta, o si, por el contrario, es un admirador de Esperanza Aguirre y considera que el Estado es el culpable de la mugre y la dejadez que asola las ciudades industriales. La estética de Black coal guarda un extraño parecido con el Los Ángeles de Blade Runner, donde la gente se arracimaba en calles de tráfico imposible, siempre lluviosas y de aire malsano. 

   El problema de Black coal, para los habitantes poco civilizados del Lejano Occidente, es que los directores chinos, criados en otra cultura narrativa, en otra manera de interpretar el tiempo, tienen un sentido del ritmo muy particular –por no decir cansino, o desesperante- y aceleran la trama justo cuando los caucasianos ya echábamos el primer sueño, y desaceleran justo cuando más pegados teníamos los ojos. Cuando las películas chinas van, uno viene, y viceversa, y al final es como una comedia del cine mudo que termina en persecuciones circulares alrededor del árbol, o de la puerta giratoria del hotel.

     Luego, por supuesto, está el problema de los actores chinos, que no tienen la culpa de parecerse todos como gotas de agua, a no ser que lleven un ojo tuerto, o peinados estrafalarios, o estén gordos como Budas. Al menos, en Black coal, el detective lleva un bigotón a lo mexicano que lo hace identificable para mi escasa y poca paciencia fisonómica. En eso, al menos, Black coal tiene una deferencia con el espectador acostumbrado al mestizaje, al poso fenotípico de las culturas.


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Malditos Bastardos

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Hay que reconocer que el mal nos fascina, y que las malas personas nos resultan más interesantes que las personas decentes. Aunque las maldigamos, y las repudiemos, y tratemos de no coincidir con ellas ni por casualidad.

       En esta contradicción entre la estética y la moral, entre el sentido de la rectitud y la cosa de la curiosidad, los nazis se llevan la palma de nuestra sugestión. No los nazis de ahora, que parecen orcos rapados si te los encuentras en el fútbol, sino los nazis fetén, los del Tercer Reich, esos que conocemos de pe a pa gracias a los documentales del canal Historia y a las películas que nos acompañan desde que nacimos. La estética de los nazis tiene un poder hipnótico sobre el mismo espectador que los odia. Sabemos de su locura, de sus fechorías, de sus crímenes sin parangón, pero mezclada con el asco hay una curiosidad malsana, una atracción culpable por esa estética imperial que al final, tras tanto sueño de grandeza, fue su único legado y el más longevo.

          En Malditos Bastardos, Christoph Waltz crea un personaje inolvidable que mereció los premios más golosos del mundillo. El coronel Hans Landa es un rastreador implacable y un ejecutor eficiente. Un hijo de puta sin entrañas. Un hombre sin moral al que la guerra, por circunstancias de nacimiento, colocó en el lado de Adolf Hitler y su pandilla de trastornados. El no odia a los judíos, pero le pagan muy bien por sacarlos de sus escondites. Hans Landa es un personaje despreciable, execrable, pero el espectador de Malditos Bastardos, engañado por la magia del cine, enredado por las artes comediantes, acaba sintiendo por él algo muy parecido a la… simpatía. Y que los dioses nos perdonen. Landa es un hijoputa ocurrente, chisposo, de inteligencia pronta y acerada. Con este personaje, el dúo Tarantino-Waltz es capaz de sacarnos todas las vergüenzas al aire, y de ponernos en un brete moral de no contar a los amigos. Debemos, como seres humanos, como personas instruidas, odiar a Hans Landa, pero nuestras neuronas, más atávicas que nuestra cultura, quedan embelesadas ante su encanto. Menos mal que sabemos que todo es ilusión, artificio, mangoneo de nuestras emociones, y que cuando termine la película y nos metamos en la cama, volveremos a saber que los nazis no hacían – ni siguen haciendo- ni puta la gracia.




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