Paterno

🌟🌟

Lo bueno que tienen todas las películas en las que sale Al Pacino es que sale, precisamente, Al Pacino. Luego, si la película es buena, pues de puta madre, miel sobre hojuelas; pero si sale mala, como Paterno, y uno siente la tentación de bajarse a medio metraje, queda el aliciente de su presencia, de su jeto arrugado, de su voz cascada: la original, cuando se puede, o la del doblaje, si no hay otro remedio, que también es un icono de nuestra cultura.

    La biología, que es una hija de puta concienzuda, nos va a dejar sin Al Pacino dentro de pocos años, Lo matará, o lo demenciará, o lo confinará en su mansión con piscina. Y aunque lo tenemos inmortalizado en nuestra videoteca, en un puñado de películas imprescindibles, siempre es un consuelo saber que el viejo Al sigue por ahí, trabajando, alquilando su prestigio, como si fuera un tío lejano que vive en Nueva York al que llamamos de vez en cuando para saber que sigue bien, y que todavía no vamos a heredar.

    Paterno, la verdad, olía a rollo a distancia, a sobremesa de cadena privada, por mucho que viniera avalado por la HBO -que ahora está un poco decadente- y por Barry Levinson -que se ha refugiado en la pequeña pantalla- y por Riley Keough, la chica de The Girlfriend Experience, que nos la han puesto de reclamo sexual y no se apea el jersey en toda la película. "Me temía que era una majadería... y confirmado", dice Carlos Boyero en la promo que utilizan para su espacio en la cadena SER. Y yo digo lo mismo, respecto a Paterno. Pero claro: al final te dejas liar, porque sale Pacino, y porque el mundo del deporte siempre es tentador aunque se trate de fútbol americano. Y porque lees la sinopsis y te piensas que esto va a ser como Spotlight pero ambientado en el mundillo de los vestuarios, que es el segundo espacio más propicio para el abuso infantil después de las sacristías. 

    Pero Paterno, ay, está a años-luz de Spotlight, que era una obra maestra sobre la investigación periodística. Aquí todo es confuso, acartonado, aburrido hasta el bostezo. Y es muy posible, incluso, que esté hecho así adrede, para respetar -hasta donde deje la decencia- la figura de Joe Paterno, el mítico manager de Penn State que supo de las debilidades de su asistente pero no denunció a tiempo, o no denunció lo suficiente, o no lo hizo gritando. A true and a sad story.




Leer más...

Calle 54

🌟🌟🌟

Al principio de Calle 54, Fernando Trueba cuenta que se enamoró del jazz latino a comienzos de los años 80, cuando un amigo suyo le regaló un disco y con él sembró la semilla de una afición que con el tiempo se convirtió en árbol frondoso y ramificado. 

    Porque esto del jazz latino, como el jazz norteamericano, es una música que en realidad son mil músicas al mismo tiempo, difícil de acotar o de definir. Aquí se mezclan los ritmos africanos con los cubanos,  los brasileños,  los que vinieron de Nueva Orleans, y te sale un menú con ensaladas de todo tipo: desde dúos para piano y violonchelo que parecen sacados de un repertorio de música de cámara,  hasta esas orquestas sandungueras y superpobladas que todos conocemos de las películas ambientadas en Miami, con tipos de camisas floreadas que tocan la hostia de trompetas, de trombones, de timbales y de platillos, y que te ponen la cabeza como un puto bombo mientras las caderas se menean un poco sin control, como si estuvieras en la discoteca para divorciados.

    Si te gusta el jazz latino, Calle 54 es una obra maestra que figurará en tu videoteca hasta el día de tu muerte, o de tu sordera definitiva. Aquí se dan cita -si hacemos caso de Fernando Trueba, que es el que sabe del asunto y ejerce de evangelista- lo más granado del panorama internacional: la crème de la crème de estos ritmillos, o al menos la que permanecía viva y coleando cuando se rodó esta película. Pero si no te va la vaina de los latinos y sus trompetas, si piensas que esta música se parece demasiado a la Orquesta Maravilla que toca en las fiestas de tu pueblo, y te vienen sinestesias de fritanga de churrería y de caca de las vacas, te aburrirás como un tontaina, como un cinéfilo engañalo por la publicidad. Porque Calle 54 es exactamente eso: un programa de actuaciones musicales del sábado por la noche, uno de José Luis Moreno pero sin José Luis Moreno, y sin humoristas lamentables, sólo jazz latino, con Fernando Trueba como maestro de ceremonias que hace los panegíricos y luego toma la cámara para filmar a estos fulanos que se entregan en cuerpo y alma, a lo suyo, a su instrumento, a su melodía interior, con una devoción infinita que al final -al menos en mi caso- termina por arrastrarte. 




Leer más...

Casual

🌟🌟🌟

Una vez disueltos los matrimonios indisolubles, los divorciados y las divorciadas salen de caza para recomponer su amor maltrecho, y reverdecer los laureles de sus genitales. Los cuarenta años, además, gracias al running, y al yogur desnatado, y a la morcilla de Burgos hecha con tofu, son como los treinta que cumplieron nuestros padres. Nadie está muy desahuciado cuando se mira ante el espejo. Quien más quien menos tiene un pase, o un disimulo, o un buen consejo del estilista. La buena alimentación ha retrasado la fecha de caducidad de nuestras carnes, y los cuerpos, más sanos que antes, más esbeltos y depilados, todavía son capaces de mantener una erección potable, o lubricar vastas áreas del interior. La salud acompaña en términos generales, y por delante, hasta la decrepitud, hasta que se extinga el deseo sexual y lleguen las sopitas y el buen vino, aún quedan veinte años de aventuras y de oportunidades. Y quién sabe si otra vez el amor verdadero, el segundo, o el tercero, según el currículum de cada cual.

    Pero ya no se liga como antes. Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, y gracias a ellas ya nadie sale realmente a ligar, a ver qué depara la suerte, y la noche. Gracias a las apps que buscan afinidades y unen los corazones, ya todo el mundo sale más o menos ligado de casa, y en las cafeterías, o en los restaurantes, sólo se comprueba que fulano o mengana no nos había engañado: que no se había quitado diez años de encima en la foto promocional, y que mantiene el mismo discurso  que cuando nos engatusaba en aquel chat que echaba humo a todas horas.

    Dicho todo esto, el punto de partida de Casual era cojonudo. Valerie es una psiquiatra de prestigio que regresa al mercado tras cumplir el luto sentimental de su divorcio. Aunque no va a necesitar mucha ayuda para seducir a cuantos hombres desee -porque ella es una mujer de buen ver, culta y predispuesta- tiene la suerte añadida de tener un hermano que ha hecho fortuna diseñando, precisamente, la app que ella utiliza para tender su tela de araña. Valerie lo tiene todo a su favor, y sin embargo no termina de desenvolverse con soltura en el neo-mundo del ligoteo. Quizá porque tampoco tiene muy claro lo que quiere, y camina dando palos de ciego, un poco al tuntún, sin decidirse todavía por el amor casual del simple folleteo, o por el amor que pone un poco más de compromiso en el asador.

    La sinopsis de Casual es prometedora, y ciertamente, en los dos primeros episodios, se cumplen las expectativas. Pero a partir de ahí, lo que iba para sitcom recomendable se convierte en algo que ya no es ni comedia mi drama, que no es chicha ni limoná. Una cosa rara que termina derivando en un culebrón familiar de tres generaciones que sólo piensan en follar. Una modernez insulsa, pretenciosa; y al mismo tiempo, un vodevil de aquellos que recorrían los pueblos de antaño. Cuando Casual quiere ser profunda y trascendente,  aburre a las ovejas. Nunca fue más profunda que al principio, cuando volaba como un pajarillo travieso. Definitivamente, al menos en las obras de ficción, no hay nada más serio que el humor.





Leer más...

El joven Karl Marx

🌟🌟🌟

En el desarrollo embrionario del movimiento obrero, los socialistas se dividían entre el Frente Popular de Judea, liderado por los Monty Python, y el Frente Judaico Popular, liderado por Karl Marx y Friedrich Engels. Y luego estaban los anarquistas, claro, que venían de la estepa asiática arrasando como los hunos. 

    Mediado el siglo XIX, el zigoto revolucionario se había subdividido en varias células que discutían entre sí. Una aberración biológica que ha llegado hasta nuestros días en forma de parlamentos fragmentados y derechas siempre triunfantes. Todo empezó con aquel blastocito de proto-rojos con reloj de bolsillo que discutían en los cafés, y en las redacciones de los periódicos. Incluso en los prostíbulos respetables, enardecidos antes del desahogo sexual, o con más mansedumbre, en la relajación de los instintos.

    Los anarquistas como Bakunin confiaban en la superioridad numérica de los pobres y abogaban por lanzarse a la calle directamente y liarse a hostias con la policía. Otros, los socialistas más flemáticos, predicaban una especie de reconciliación con la burguesía para avanzar juntos hacia el horizonte de un nuevo amanecer. Y luego, a medio camino entre la violencia y la reconciliación, estaban los marxistas-engelistas, que empezaron siendo sólo dos fulanos, Marx y Engels, dos tipos concienzudos que querían empezar la casa de la revolución por los cimientos, y no por el tejado, y dotar al movimiento de un corpus teórico, de una sapiencia sobre estructura económica. Atacar la Estrella de la Muerte con unos planos que señalaran el punto débil de la burguesía, no lanzarse a lo loco con los X-Wings pilotados por obreros famélicos, ni pretender, tampoco, como esos tontainas de los utópicos, llegar a acuerdos fraternales con el Emperador de los austro-húngaros o el Darth Vader de los prusianos.

    Y en estas refriegas políticas de tipos con sombrero de copa transcurre El joven Karl Marx, que lo mismo podría haberse titulado el El joven Friedrich Engels, la verdad, pues tanto monta monta tanto, el judío exiliado como el hijo del empresario. Supongo que El joven Karl Marx es un título más comercial, más mainstream, porque de Marx, más o menos, aunque sea para ponerlo a parir, todo el mundo ha oído hablar, pero de Engels, que fue su compitrueno cuando llovían las tormentas y las hostias, sólo saben cuatro gatos que fueron a clase en el bachillerato.

    O ya puestos, La joven Jenny Marx, que es ese personaje intrigante que nació para ser baronesa y decidió seguir a su marido por los cuchitriles de media Europa, haciendo la revolución. Por amor, o por convicción, o por ambas cosas a la vez. Exige un spin-off.




Leer más...

Mi nombre es Harvey Milk

🌟🌟🌟🌟

Hace unos cuantos meses, en una entrevista para la televisión que iba para rutinaria y terminó fabricando la bomba informativa -que decía el Butano-, Ada Colau, la alcaldesa de Barcelona, contó que de joven había tenido relaciones sentimentales con alguna mujer. Yo, que por una rara coincidencia no estaba viendo el fútbol, ni la película del día, asistí en directo a lo que parecía ser una polémica declaración que iba a traer cola en las cavernas más cavernícolas. Me dio la impresión, en ese mismo momento -o tal vez sólo lo imaginé- de que Ada Colau se había tirado un poco a la piscina; de que quizá se dejó llevar por las malas artes de su entrevistador y de pronto, como salida de un trance de debilidad, de desnudo del alma, se sonrojaba y se revolvía algo incómoda en su butaca. Quizá pensó que había ido demasiado lejos en el juego de las confesiones íntimas, o temió, de repente, haber perdido apoyos entre unos votantes que quizá no fueran unánimes en cuanto a la aceptación de su bisexualidad.


    A la mañana siguiente, que era domingo, día del Señor, la prensa conservadora -o sea, la prensa- se hizo eco de sus confesiones fuera del confesionario. Los francotiradores del ejército nacional le dijeron de todo, por supuesto, a la alcaldesa: que era una política ladina, tramposa, de maquiavélica para arriba, que había aprovechado un horario de máxima audiencia para conquistar un puñado de votos entre los maricones y los simpatizantes de la mariconería. Ellos, los hijos de puta, escribían que mientras España se rompía precisamente por la frontera de Cataluña, Ada Colau, en un acto de frivolidad, de exhibicionismo sentimental, nos contaba sus escarceos universitarios para conquistar las simpatías de la progresía. Una argucia electoral impropia de estos tiempos convulsos en los que el Imperio vuelve a resquebrajarse, y el patrimonio de los Borbones amenaza con reducirse. 

    Los columnistas de la nomenklatura hicieron el ridículo, como siempre, y abonaron los surcos del pensamiento con su mierda habitual. Pero ninguno se atrevió a poner en cuestión el derecho de la alcaldesa a ser bisexual. Nadie objetó que eso fuera impedimento para el desempeño de su cargo. Puede que alguno lo pensara, pero no se atrevió a escribirlo. Sólo cuatro desnortados como Ana Botella -la Anita Bryant del barrio de Salamanca- podrían aplaudir alguna parida carpetovetónica de ese tenor. Los tiempos de ostracismo que sufrió Harvey Milk ya (casi) han sido superados.


Leer más...

La La Land

🌟🌟🌟

Hace dieciocho meses que entré en el cine predispuesto a que me gustara La La Land. Yo iba entregado a la causa, rendido de antemano, con la crítica ya casi escrita en mi cabeza: que si vaya obra maestra, que si vaya carrusel de emociones, que si menudos son los números musicales y tal y cual... Pero me llevé un chasco monumental. Una decepción como pocas. Pensé, como Chiquito de la Calzada, que una mala tarde la tiene cualquiera, y que quizá era culpa mía, del mal de amores, o del mal de estómago, y no del señor Chazelle ni de sus entregados bailarines. Así que decidí aplazar esta crítica para un segundo visionado más reposado, en casita, concentrado, en versión original, sin gente dando por el culo con el teléfono móvil y las palomitas.

    Pero sigo en las mismas con La, La, Land. Y la verdad es que no termino de entenderlo.  Porque yo vivo enamorado de Emma Stone, que es la chica de los ojos como platos, y quiero, además, de mayor, ser como Ryan Gosling: plagiarle el estilo, los andares, la mirada indescifrable y la sonrisilla de picarón. Admiro al señor Chazelle desde que hiciera su Whiplash memorable, y soy, para más inri, un converso al género musical. Creo a pies juntillas en los arrebatos líricos y en los bailoteos sin prólogo. Un día comprendí que la vida no es un drama, ni una comedia, sino una aventura musical, y que siempre suena una canción en nuestro interior -una sinfonía, un chotis, una balada de amoríos-, y que si no nos lanzamos al baile mientras compramos el pan o esperamos al autobús es por pura vergûenza, por puro sentido del ridículo, no porque nuestros pies no estén predispuestos a la acción.


    Pero empieza otra vez La La Land y noto que mi predisposición va muy por delante de mi juicio. Emma Stone sale radiante, y Ryan Gosling luce irresistible, y el señor Chazelle se marca unos virtuosismos muy originales. Hay risas y bailes, amor y tontunas. Sueños y decepciones en la ciudad del "La, La, La" que no es el Madrid de Massiel, sino la ciudad de Los Ángeles donde nunca se pone el sol. Pero pasan los minutos y la película se me escurre entre los dedos. Otra vez. Quiero amarla, disfrutarla, sentirla en las vísceras como el peliculón que yo presumía de antemano. Todo es irreprochable y muy bonito. Pero no termino de ver el alma, el espíritu, y lo digo yo, que reniego de cualquier metafísica, de cualquier palabreja espiritual. Veo, pero no siento; asisto, pero no participo. Entiendo, pero no termino de comprender. 


Leer más...

Campeones

🌟🌟🌟

Yo paseo todos los días con cuatro campeones por las calles de la pedanía. Forma parte de mi trabajo. Les enseño a cruzar la calle, a comportarse en el supermercado, a permanecer sentados veinte minutos en una cafetería sin dar voces o pegar saltos. Ya formamos parte del paisaje, y del paisanaje, y nadie se extraña de nuestra presencia en los lugares. Hemos alcanzado lo que yo llamaría una normalidad presencial. A veces, por supuesto, hemos dado la nota, y hemos tenido que abandonar la escena tras pedir perdón al respetable. Pero eso también lo hacen los niños normales: dar po'l culo cuando les niegas unas patatas fritas o tardas un poco de más en terminar una conversación. Es por eso que al día siguiente, si ya escampó el temporal neurológico, lejos de sentir vergüenza o culpabilidad, volvemos al lugar del crimen como vecinos de toda la vida. No sé si somos aceptados o simplemente tolerados, pero la verdad es que no tengo queja de nadie. Jamás he vivido una escena vergonzante como la del autobús de Campeones.

     Los viejetes más despistados de La Pedanía -los que me toman por un padre coraje y no por un maestro del colegio- me han dicho alguna vez que qué desgracia la mía, que cuatro hijos así, tan seguiditos, con lo que han avanzado las ciencias... Alguno ha llegado a decirme que me falta uno más para formar, precisamente, un equipo de baloncesto. Porque sucede, además, que mis cuatro alumnos son unos tallos de la hostia, espigados y fortachones. Pero estos campeones míos no juegan al baloncesto, ni a nada que se le parezca. Ni siquiera entenderían el concepto de juego colectivo. Ni la diferencia entre una victoria y una derrota. Están mucho más incapacitados que los personajes de la película. Viven en barrios más periféricos de la campana de Gauss. No salen representados en Campeones. Ni podrían serlo. No son dramatizables. Apenas hablan, no responden a preguntas, a veces sufren crisis nerviosoas, o agresivas... Su rollo es muy distinto. Daría para una película muy diferente y posiblemente no producible. 

    Campeones ya está bien como está, moviéndose en un terreno más amable. Más asumible para el gran público. Es una película imperfecta pero muy digna. Sortea la pornografía sentimental como un concursante de Humor Amarillo pisando las zamburguesas sobre el agua: parece que se va a pegar un hostiazo en cualquier momento pero consigue llegar a la orilla con sólo unos resbalones por el camino. La historia avanza con alguna trampa evidente de guion, y con una música horripilante que subraya las escenas. Pero la primera hora -la de Javier Gutiérrez enfrentado a su nueva realidad deportiva- es cojonuda. Impecable. Este tío borda la caída a los infiernos... Sin él la película sería mucho peor. Menos convincente. Más americana. Hoy he puesto muchas cursivas...





Leer más...

Han Solo: Una historia de Star Wars

🌟🌟🌟

Durante cuarenta y un años, desde que cumplí los cinco y me adentré en los caminos de la Fuerza, siempre que vi una película de Star Wars me teletransporté a la galaxia muy lejana y al pasado muy remoto con sólo leer el rótulo del inicio. En lo que duraba la fanfarria de John Williams y pasaban las letricas explicativas, yo, en un desafío cotidiano a las leyes del espacio-tiempo, me plantaba en Tatooine, o en Coruscant, o en el planeta donde Cristo perdió el mechero, dispuesto a entrar en faena: a pilotar la nave, a negociar con la Federación de Comercio, a blandir la espada láser junto a mis colegas los Jedi. 

    Por arte de magia midicloriana, mi butaca del cine o mi sofá del salón se convertían en el asiento de Han Solo en el Halcón Milenario, y yo me lanzaba al hiperespacio del mismo modo mareante, dejando una estela de rayicas azules sobre el fondo negro del universo. A toda hostia, atravesando la pantalla, sin secuelas para mi integridad física o para mi equilibrio neuronal. Lo que quedaba de mí, en este planeta secundario de la Vía Láctea, sólo era un holograma para despistar al personal, para que nadie se preocupase por mí en las dos horas de ausencia. Como quien deja la almohada bajo las mantas, fingiendo un rebujón humano.

    Pero hoy se ha averiado el mecanismo. Algo se ha jodido en este Halcón Milenario comprado en Merkamueble, y no tengo ni puta idea de cómo se arreglan estos cacharros imaginarios. Hoy, seguramente influenciado por las críticas demoledoras de los críticos, no he saltado al hiperespacio cuando he leído las primeras letras; me he quedado en tierra, en la Tierra, a muchos parsecs de distancia de estas nuevas aventuras, demasiado lejos en el futuro, sin implicación alguna con los trastazos que se sucedían en pantalla. Debería de haberme emocionado con el primer encuentro de Han Solo y Chewbacca, con la primera aparición del Halcón Milenario, con la partida de póker con Lando Calrissian que cambió el destino de la nave y de la galaxia. Pero sólo he sentido alfilerazos anestesiados, ecos de las viejas emociones. 

    Quizá me he hecho mayor de una vez por todas. De sopetón. O quizá es que hay películas que no se pueden ver en domingo. Han Solo: Una historia de Star Wars, es una película de viernes alegre, de sábado festivalero, de chavales entusiastas en el sofá sin deberes. Los domingos -ahora lo recuerdo-  está prohibido el salto al hiperespaciopor la Dirección Galáctica de Tráfico. La DGT de las autopistas estelares.




Leer más...