En el revés de esa entrada figura la fecha de la sesión: 23 de agosto de 1979. También es casualidad, hombre... Mi padre no pudo rasgarla porque agosto era su mes de vacaciones, así que ni ese consuelo nostálgico me queda. Ese día, en la sesión de tarde, en vez de estar todos en casa, viendo la tele, o durmiendo la siesta, a la fresca, estaríamos buscando moras por los zarzales del alfoz, a la solana. A mi padre se la soplaba que hiciera 35 grados meseteños, o -35 siberianos. Decía que así nos curtíamos. Ésa fue otra película de la hostia.
Cine Pasaje
Lo que piensan las mujeres
🌟🌟🌟
En El sentido de la vida, los Monty Python mareaban la
perdiz con muchos gags inolvidables para luego, en la última escena, confesar
que el sentido de la vida es una cuestión irresoluble, quizá un auténtico
engañabobos, y que mientras dure la fiesta hay que divertirse mucho, follar,
comer sano, portarse bien con los demás, y no pensar demasiado en la
trascendencia. El recetario simplón, pero sincero, que podría ofrecernos cualquier
libro de autoayuda.
Lo que piensan las mujeres es una película de Ernst
Lubitsch que prometía resolver el otro gran misterio de la vida. El más
desconcertante de todos, quizá, y también el más cotidiano. El que ha inspirado durante siglos las novelas, las poesías, las pinturas, las sinfonías... Un montón de películas, también, que rodaron
cineastas enamorados de Pepita o de Mary Elizabeth. Porque al fin y al cabo, lo
del sentido de la vida es una cuestión que sólo ocupa a los filósofos, y a los
onanistas, pero saber qué piensan las mujeres cuando nos miran así o asá, nos
aceptan o nos desdeñan, nos escriben en las redes o desaparecen tragadas por la
tierra, es un asunto que nos trae locos a los hombres desde los tiempos del
australopiteco. De colegir sus intenciones depende la supervivencia
de nuestros genes, y la salud de nuestro ego, y tales asuntos, por
supuesto, no pueden desdeñarse así como así, como el sentido de la vida, que después
de todo no es más que una paja mental, inorgánica y etérea.
La película de Lubitsch también marea mucho la perdiz para
luego dejarnos como estábamos. Su título, por supuesto, sólo era un estratagema comercial, y además la película es muy viejuna, de hace 80 años, y si hubiera
ofrecido una respuesta satisfactoria digo yo que nos habríamos enterado. De lo que piensa Merle Oberon cuando ama,
rechaza y luego vuelve a amar a su marido, sólo vemos las conductas
observables. Lo que pasa por su cabeza es una caja negra insondable, quién sabe
si un revoltijo de emociones, o si una inteligencia superior que se nos escapa.
Los hombres somos tan simples... En la película, como en la vida real, los
tipos que la cortejan sólo quieren acostarse con ella. Por lo menos una vez. Luego, el amor dirá...
The Mandalorian. Temporada 1
Llevo cuarenta y tantos años recorriendo los caminos de la Fuerza. Viajando en el puente aéreo que une la provincia de León con la galaxia muy lejana donde el Imperio y la República se disputaban los sistemas habitados. Donde los Sith y los Jedi se destripaban con las espadas láser que aquí en la Tierra nadie ha patentado todavía, porque serían el juguete más vendido de la historia, eso seguro, pero al mismo tiempo el más mortífero. Padres e hijos asesinándose sin querer, con la tontería... Llevo cuarenta y tantos años de carnet, de militancia, de proselitismo entre los amigos que pasan de Star Wars y prefieren ver las películas de Stallone, o las óperas de Puccini. Desde 1977 que no he parado de ver, de leer, de comprar, de contribuir a la fortuna millonaria de George Lucas bronceado en su rancho. La de veces que habré soñado, y seguiré soñando, con subirme al Halcón Milenario si algún día aterrizara en este miserable planeta a coger provisiones, o a trapichear un poco de carbonita.
Conocerás al hombre de tus sueños
🌟🌟🌟
Los personajes de Conocerás al hombre de tus sueños saltan
de un amor a otro sin red, porque ellos son guapos, y ricos, y ellas mujeres muy
hermosas, y no tienen por qué aguantar a nadie que no les satisfaga plenamente.
No están para hacer concesiones, ni para contar hasta diez en las refriegas.
Aquí todos juegan en la Primera División de los amores, y en Primera División
la exigencia es máxima, y nadie se anda con tonterías. Al primer error, te
envían al banquillo; al segundo, te traspasan a las ligas menores. Es un mundo
implacable que siempre busca la perfección. Citius, altius, fortius... Más
pasta, más belleza, más sexo satisfactorio... La gente atractiva es así, caprichosa e
inconformista. Pero se lo pueden permitir, claro, porque la buena genética les regala
muchas balas para probar y equivocarse. Cuando las cosas del corazón se
tuercen, se miran al espejo, o se tantean la billetera, se pegan un chute de
autoestima y piensan: “Que pase el siguiente, o la siguiente”, y chascan los
dedos, y de pronto ¡chas!, alguien a la altura de su exigencia aparece a su
lado, como por ensalmo. Como pasaba en aquella canción de Álex y Christina, que
también hacían ¡chas! y obtenían un premio instantáneo. Ella era Christina Rosenvinge, claro,
hablando de las reinas de Roma, tan guapísima, y tan moderna, y tan inteligente
que se queda uno embelesado, oyéndola hablar...
Como todos los actores
y todas las actrices son gentes escogidas por su belleza, las películas muestran
un mundo exclusivo al que casi nadie pertenece, y que pocas veces entendemos. Los
que vivimos en la realidad somos por lo común gente fea, o gente que ni fu ni
fa, y a veces nos choca que un tipo, por ejemplo, esté casado con Naomi Watts y
se ponga a espiar a la vecina de enfrente, que no es que esté mal, ni mucho
menos, pero que ya son ganas de enredar, cuando te ha tocado la lotería y te
gastas toda la pasta en comprar nuevos décimos, a ver si te vuelve a tocar. Son
cosas así, de rascarse uno la cabeza, incrédulo, lo que hace que Conocerás
al hombre de tus sueños sea una película escurridiza, básicamente
incomprensible. Una película que además no termina, y lo deja todo en suspenso,
como si a Woody Allen le hubiera entrado la vagancia, o nos quisiera hacer una
metáfora de la propia vida, que también se acabará con todo inconcluso, y con
casi todo por saber.
Los santos inocentes
🌟🌟🌟🌟
Me encuentro incómodo cuando veo una película fuera de mi
cueva. Entre que el culo no encuentra su acomodo, que los ruidos son
diferentes, que la tele no tiene las mismas dimensiones, me entra como una
pequeña desazón hasta que la trama me atrapa o me da por bostezar, y ya noto la
relajación en los músculos de la espalda. Son manías que ya no conocerán el
remedio de la edad...
Pero es raro, esta vez, porque la cueva donde he visto Los
santos inocentes es la cueva de mi madre, que también fue la mía siendo yo un
osezno, y luego lo otro, lo que viene antes de ser un oso completo, con los
pelos y las uñacas. Hemos visto Los santos inocentes porque es una
película que nos gusta mucho a los dos, y da para comentar cosas, y soltar
exclamaciones, y soltar cuatro hijos de puta a algunos personajes que se lo tienen
muy bien merecido. En mi casa siempre se creyó mucho en la lucha de clases, porque
las clases existen, vaya que si existen, y Los santos inocentes es como
la división de clases elevada al cuadrado, o al cubo. En su trama no sólo hay
ricos y pobres, limpios y sucios, sino seres
humanos que casi parecen especies distintas, la una altanera y holgazana, la
otra afanosa y arrastrada por los suelos.
Al terminar la película, cuando ya encendíamos las luces del
salón, mi madre ha exclamado lo que exclama casi siempre con estas cosas: “¡Qué
poco hemos cambiado!”, y yo le he dicho que hombre, mujer, no jodas, que estas
humillaciones ya no se ven ni en las dehesas de Extremadura. Porque analfabetos
ya casi no quedan, y a los Azarías de la vida ya los envían a colegios como el
mío. Lo que sí es cierto -le dije a mi madre- es que la estirpe del señorito Iván
no se ha extinguido, ni va a extinguirse en los próximas centurias, me temo. Los
de su ralea siguen por ahí, con la misma chulería, con la misma hijaputez, solo
que ahora disimulan mejor. Ahora, los findes, se les ve mucho por la tele,
porque se manifiestan en Núñez de Balboa
cuando el gobierno social-comunista no les deja ir a sus fincas a pegar
perdigonazos, y a matar a las milanas.
La ley de Comey
🌟🌟🌟🌟
Nuestras vidas se dividen en períodos de cuatro años. Los antiguos
griegos ya conocían ese fenómeno regular de nuestras biografías, y celebraban los
Juegos Olímpicos para clausurar una etapa de la vida e inaugurar la siguiente,
admirando a los atletas untados en aceite que lanzaban el disco o la jabalina.
Los griegos llamaban “olimpiada” al interludio de cuatro años
en el que nacían y morían los amores, se declaraban y se cerraban las guerras, y
se construían los monumentos para adorar a los dioses y a las ciencias. Ahora
los Juegos Olímpicos ya no son lo que eran, y ya sólo los ponemos para admirar
a las gimnastas, a los nadadores, a los americanos de la NBA, y a Rafa Nadal,
si está por la labor. Nuestras vidas se siguen rigiendo por cuatrienios como
en los tiempos antiguos, pero ahora son los mundiales de fútbol, y las elecciones
democráticas, los eventos que ponen los hitos en el camino. Cada cuatro años se
celebra un Mundial de fútbol, y uno siempre es el mismo, pero más curtido, más
baqueteado, cuando se sienta en el sofá a ver el partido inaugural. Pasa lo
mismo cuando hay elecciones generales en España, que uno se acuerda mucho de lo
que estaba haciendo cuatro años antes, cuando fue a votar, y luego maldijo los
resultados en la noche electoral. Uno estaba con Pepita, y Fulano todavía seguía
vivo, y Mengano aún no levantaba dos palmos del suelo... En cuatro años da tiempo
para todo. Caben muchos llantos, varias alegrías, la hostia de decepciones, y unas
cuantas risotadas de esas que se recuerdan para siempre.
Hace cuatro años que Donald Trump ganó las elecciones en
Estados Unidos, y lo cierto es que en este periodo de tiempo nos ha sucedido de
todo, en lo global, y en lo personal. Ayer, mientras veía “La ley de Comey”, yo
recordaba aquella noche en la que Donald Trump se alzaba con la victoria. Mientras
yo dormía, y los americanos recontaban, mi teléfono se iba llenando de decenas
de whatsapps que inauguraban una olimpiada de tormentas... No tenían nada que
ver con Donald Trump, ni con los griegos, ni con el fútbol.
La hora 25
🌟🌟
El programa de radio Hora 25 se emitía originalmente
de 00:00 a 01:00 de la madrugada, que era propiamente la hora 25 del día, y la
primera del día siguiente. Lo de “hora 25” era como una metáfora del tiempo
extendido. Una prórroga de la jornada. Ahora que ha terminado el día, vamos a
diseccionarlo con tranquilidad, venía a ser el eslogan. Recuerdo la voz tan peculiar
de Manuel Martín Ferrand, y también la de José María García, que tenía un pequeño
espacio para los deportes. Poco después, García se separó de la célula madre y
fundó su propia biología, porque necesitaba más tiempo para cantar y contar las
verdades del barquero, y los desmanes de los chupópteros y los lametraserillos.
Mi padre escuchaba Hora 25 cuando llegaba a casa del trabajo,
en la mesa de la cocina, mientras cenaba un plato frío que mi madre le dejaba en
aquellos tiempos sin microondas. Yo, no sé por qué, a veces
estaba despierto a esas horas, zumbando por la casa, y me sentaba a su lado
para preguntarle por la película que daban en el cine, y si estaba prohibida o
no para menores de 14 años. Y luego, porque mi padre era de pocas palabras, nos
quedábamos en silencio, y escuchábamos la radio. Ahí cogí este vicio nocturno
que todavía me acompaña, y que luego hizo metástasis en lo diurno, y que me obliga
a llevar un pinganillo casi a todas horas, mientras friego los platos, o camino
con Eddie, o dejo que el sueño descienda sobre mi cabeza. Cualquier cosa, menos
pensar...
En la película que he visto estos días -a cachos, a saltos,
porque había fútbol y la verdad es que es aburrida de narices- la hora 25 es la
metáfora de la última hora de vida. La que se concede a los infortunados de la
guerra antes de caer en combate, o de ser fusilados en el campo de
concentración. La metáfora está bien y tal, y es más antigua que el programa de
la radio. Pero la película es un porro: la historia de un bobalicón al que le
pasan mil desgracias y siempre sonríe como si le hubiera tocado la lotería. Un
pre-Forrest Gump descabalado que sólo se sostiene porque Anthony Quinn llena la
pantalla como nadie. Qué grande era, en todos los sentidos.
Decálogo I
🌟🌟
Esto que he visto en Decálogo I es la historia macabra
que nos contaban algunos curas en el colegio, relamiéndose de gusto. La mismica. Su
sueño húmedo -bueno, uno de ellos- hecho realidad. Que le cayera un rayo en la
cabeza al niño que duda de Dios y no reza el “Jesusito de mi vida” antes de
irse a dormir. Un castigo ejemplar.
(“Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero
tanto y te doy mi corazón, tómalo, tómalo, es tuyo, mío no...”, con aquellos
golpes en el pecho que nos dábamos los niños píos. Hay que joderse, las cosas
que hizo uno de pequeño en su camita de León, medio rutinario y medio cagado de
miedo, hasta que nos sacamos el veneno soñando con las bellas muchachas en flor).
Y quien dice un rayo en la cabeza, dice caerse a un lago y
morir congelado en las afueras de
Varsovia, como le pasa a este chaval de Decálogo I, el niño superdotado
que resuelve problemas de física en un ordenador de 1989, y que juega al
ajedrez tan de puta madre que le gana una partida simultánea a la campeona de Polonia.
Un chaval que antes de tener pelusilla en el bigote, y pelillos en los huevos,
ya se pregunta por el sentido de la vida y duda de la existencia del alma. “Pues
que te den, niño ateo, no haber jugado con fuego”, hubieran exclamado algunos que daban la clase de religión, furibundos perdidos, con el VHS puesto en marcha
en la sala de audiovisuales. Ay, si Kieslowski hubiera rodado este panfleto vaticano antes de 1989, y hubiera caído en manos maristas por recomendación de
algún colega polaco, como instrumento evangélico de primera categoría, que
hasta sale Jota Pedos en algún fotograma, con sonrisa beatífica, para encandilar
a los niños buenos.
“Y es que fuera de Dios todo son tinieblas y desgracias, llantos de ojos, y crujir de dientes”, nos hubiera dicho, por ejemplo, el padre Bernardo que se reía socarronamente cuando un famoso ateo moría en los telediarios. “No me gustaría estar ahora en su pellejo...”, decía, como un caníbal atento al fuego de la olla.