El ministerio del miedo

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“Pero esta gente... ¿qué ha visto en la película que yo no he visto”?, me pregunto sorprendido, cuando repaso las críticas del personal y leo que “El ministerio del miedo” se lleva notables y sobresalientes entre el aplauso general. “¡Una obra maestra de Fritz Lang!” y tal y cual...

Y en mi entraña, de nuevo, el síndrome del impostor. El miedo a no ser un ciudadano culto y refinado, distinto a estos paisanos de La Pedanía que jamás han escuchado el nombre de Fritz Lang ni falta que les hace. De nuevo el temor a ser un simple provinciano entregado al postureo y a la tontería intelectual. Un besugo con aspiraciones de tiburón que se planta ante “El ministerio del miedo” y a la media hora se pregunta qué narices está haciendo en el sofá, asumiendo como “historia imprescindible del cine” este argumento sin pies ni cabeza, estas actuaciones acartonadas, estas situaciones casi risibles de los londinenses bajo las bombas de la Luftwaffe.

¿El emperador va vestido y solo yo imagino las vergüenzas? ¿O en verdad va desnudo y solo yo me atrevo a señalarlo? Pues no, espera, porque en medio de los aplausos hay otro internauta con cara de palo, un medio hermano con gesto de indiferencia, que apenas le ha puesto un 6 a la película y que explica que el propio Fritz Lang renegaba de su criatura porque la Paramount se la había cercenado y censurado. Que el viejo Fritz nunca quiso volver a verla y que siempre cambiaba de tema cuando le insistían en preguntar. Ya me quedo más tranquilo, la verdad, aunque no del todo...

Por lo demás, tengo que confesar que vine a “El ministerio del miedo” buscando documentación para los próximos ministerios del miedo que están por venir, cuando el PP gane las elecciones y VOX reclame carteras estratégicas como condición para su apoyo. Ministerios del miedo serán el del Interior, con un matón de responsable; el de Educación, con un patriota en el despacho; el de Exteriores, con un paramilitar en el desfile; el de Hacienda, con un corrupto en los caudales; el de Sanidad, con un hijoputa que nos robe hasta las vendas.



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Retrato de una dama

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Algún crítico malévolo lo llamó “cine de tacitas”. De tacitas de té, se sobreentiende. No sé si fue Javier Ocaña quien lo inventó, o Javier Ocaña quien lo recogió. Da igual. Se lo leí a él, y el hallazgo es cojonudo. Porque el cine ambientado en la época victoriana transcurre, efectivamente, alrededor de mesas de té donde las mujeres socializan y los hombres... bueno, los hombres nunca están. Ellos suelen estar de pie, en la chimenea, fumándose un puro, o repantigados en los sofás, con sus coñacs y sus leontinas, repartiéndose la plusvalía de los obreros y negociando el amor de las mujeres como quien negocia traspasos de futbolistas.

El amor, según ellos, está reservado para las amantes que les esperan desnudas en sus pisos de Londres, o en sus chabolos de la campiña. La misma palabra lo dice, jolín: amantes. Lo otro, que es el matrimonio, emparentar con las otras sangres de la burguesía, es un asunto demasiado serio para dejárselo a las mujeres, que se pierden en sentimientos y en lloreras. En libros de cursilerías. Qué sería de ellas sin nosotros, celebran a risotadas mientras se pegan otro lingotazo y encienden otro habano con billetes de diez libras.

El ”cine de tacitas” nos ha legado películas infumables, de lanzar cócteles molotov a la pantalla o destruir el televisor a martillazos. Pero también nos ha dejado las películas de James Ivory, y “La edad de la inocencia”, y la obra maestra de la elegancia que es “Sentido y sensibilidad”. ¿”Retrato de una dama”? Pues ni fu ni fa. Ni fu de fuego ni fa de fascinante. La película es demasiado larga, demasiado estilosa. Pretenciosa, iba a decir. Le sobran treinta minutos por lo menos. Demasiada enagua verbal me parece a mí. John Malkovich sobreactúa y Nicole Kidman lleva unos pendientes horrorosos, de abuela de la posguerra, que deslucen toda su belleza.

Sospecho que “Retrato de una dama” sería una petardada mayúscula si no fuera porque a veces suena la música de Schubert, que estremece, y la música de Wojciech Kilar, que te pone la gallina de piel, como dijo el holandés errante.



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Más allá de la duda

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Para demostrar que la pena de muerte es un castigo medieval, y que a veces en la silla eléctrica se achicharra a personas inocentes, el escritor Tom Garret no tiene mejor ocurrencia que presentarse como culpable de un asesinato que no cometió, y dejarse llevar hasta el cadalso confiando en que su amigo aparecerá detrás el cura para demostrar su inocencia. 

Qué podía salir mal...

El amigo es el director de un periódico que busca la ruina del fiscal del distrito, y Tom Garret un novelista que busca una vivencia con la que luego construir un best seller titulado “A las puertas de la muerte”, o “Inocencia falsificable”. Parecen muy listos,  estos dos, pero el plan es tan descabellado que no cabe en cabeza humana, ni a ese lado de la pantalla ni a este otro del espectador.

Al principio me pregunto cómo Fritz Lang no cayó en la cuenta de tamaño desvarío. Pero luego voy comprendiendo -ay Fritz, viejo zorro- que todo esto de la pena capital no es más que un señuelo para el espectador.  “Más allá de la duda” habla en realidad de las dudas que surgen en la cabeza de Susan Spencer, la prometida de Garret, que a medida que avanza la película va teniendo que tragar con un sable cada vez más grueso. Pero como es Joan Fontaine, y tiene cara de mema a pesar de su belleza, pues va tragando, y tragando, enamorada de su hombre.

Pobre mujer... Primero, que su prometido pospone la boda para encerrarse a escribir una novela. Segundo, que esa foto en la que él sale achuchando a una corista no es más que trabajo de investigación. Y tercero, cariño, que mira, que estoy en la cárcel, acusado de asesinato, pero que yo no la maté, y que ya te explicaré cuando salga de aquí, que tu padre está en el ajo del asunto y al final te vas a partir la caja mientras brindamos con champán.  Y aún así, la Fontaine traga, y traga, yendo más allá de la duda hasta casi tocar la imbecilidad. O el enamoramiento ciego, que a veces viene a ser lo mismo.





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Slumdog Millionaire

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Llevo 14 años perorando contra “Slumdog Millionaire” en los foros de internet, o en los bares de La Pedanía, cuando quedo con el amigo. Reconozco que lo mío contra esta película es odio, rencor, manía persecutoria. Me parece imperdonable, ridículo, que este bollycao le robara el Oscar a “El curioso caso de Benjamin Button”. Que dejara compuesto y sin novio a mi Brad, y a mi Cate, a mi David queridísimo... Yo solo vivo para reparar tamaña felonía.

Mira que hay que cosas que denunciar en el mundo, e incluso en mi vida personal, donde abunda la traición y la cochambre, pero si yo viviera en Londres y me dejaran desbarrar en el Speaker’s Corner, me pasaría los domingos denunciando los hechos acaecidos aquella noche de homicidio cinéfilo. Una noche bochornosa en la historia de la humanidad. Quizá la que más, al menos en el terreno simbólico, porque allí triunfó el oportunismo sobre el arte, y el choteo sobre la seriedad, y la manipulación sentimental por el respeto al espectador. Triunfaron las bajas pasiones y los lloros facilones. Quien llorara, claro, porque yo no derramé ni media lágrima por esta muchachada de Bombay.

Catorce años, ya digo, he pasado predicando entre los gentiles, que ni puto caso me han hecho jamás. “Slumdog mola, tío”; “El baile del final es pistonudo”; “Qué buena está la india que baila con Delpitadel...” Y todo así. Tanto que hoy, pillado con la moral baja, y con el aburrimiento supino, he decidido darle una segunda oportunidad a la película. Catorce años de furia se podrían haber esfumado en apenas dos horas de súbita revelación. Si Saulo de Tarso, azote de los cristianos, se cayó del caballo camino de Damasco y se convirtió, yo, Álvaro Rodríguez, azote de Danny Boyle, también podría caerme del sofá camino de Bombay. Era un riesgo que merecía la pena correr. Dos horas insufribles o la liberación definitiva. Al final han sido dos horas insufribles. Bueno, hora y media, que he avanzado muchos tramos con el mando a distancia.




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Why is Ukraine the West's Fault?

 

“Why is Ukraine the West's Fault?” no es una película. Ni tampoco un documental. Es una charla sobre geopolítica que un buen amigo me recomendó. “Oro puro”, me dijo, para entender los pepinazos que hoy mismo están cayendo sobre Kiev. Y pardiez que es oro puro. El oro de Moscú, quizá.

Esta masterclass sobre Ucrania quizá no debería figurar aquí, en el manojo de escrituras sobre cine. Pero mira: al fin y al cabo hay una cámara y un fulano que se pone frente a ella. E incluso dos, si contamos al tipo que hace las introducciones. Así hacían las películas los hermanos Lumière y no veo que nadie ponga objeciones. Plantaban la cámara y la gente hacía cosas ante el objetivo: paseaba, o jugaba, o salía de una fábrica de los hermanos Lumière, precisamente. Este hombre de la charla  habla sobre la situación en Ucrania allá por el año 2015; y como un pitoniso de verdad, y no como un estafador de la madrugada, hace un anticipo geoestratégico de lo que ahora estamos viendo por la tele. Tampoco había que ser muy listo, al parecer. Era cuestión de tiempo, de desbordar el vaso de la paciencia. Y Vladimir tiene un temperamento sanguíneo, y sanguinario.

Lo que viene a decir John Mearsheimer es que quizá sería buena idea dejar a Ucrania en paz. No tirar de ella hacia Occidente para que los rusos no tiren de ella hacia Oriente. No partirla en dos, que bastante partida está ya desde su creación, con ucranianos por un lado y rusos por el otro. Mearsheimer es un erudito de la cuestión, un tipo que sabe de lo que opina, pero habla como le hablaba yo a mi madre el otro día, cuando me preguntó que qué demonios pasaba en Ucrania, hijo, y yo le expliqué que imagínate si los chinos quisieran poner unos misiles en Tijuana, lo que iban a tardar los marines en invadir a los mexicanos. “Ahora ya lo comprendo mejor”, me dijo.

Mearsheimer explica que si los americanos tienen la doctrina Monroe, los rusos tienen la doctrina del zar. Y que zares han sido todos los dictadores que vinieron tras Nicolás II, aunque ellos lo vayan llamando de otra manera.






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Mi tío Jacinto

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Jacinto es un torturador de animales -en concreto un torero- que se pasa los días de la posguerra bebiendo como un cosaco. Por el deterioro de su físico y la ruina de su casa deducimos que lleva así diecisiete años, de melopea en melopea, desde que el ejército rojo cayó cautivo y desarmado hasta el año 1956 en el que transcurre la película.

Ya no es posguerra exactamente, pero sigue habiendo pobres a mansalva. Quizá ya nadie muera de hambre, pero todo el mundo lleva el mismo traje a lo largo de la película. Si hubo un tiempo en que la arruga llegó a ser bella, hubo otro en que el lamparón llegó a ser lo último en estilismo.

Como no sabemos nada de su pasado, y en el fondo Jacinto parece una buena persona con esa cara de tontalán, preferimos pensar que es un socialista que perdida la guerra decidió bajarse del mundo y refugiarse en la bebida, hasta que Franco se muriera o los soviéticos invadieran. El futuro incierto está, le decía el maestro Yoda cuando alcanzaba el delirium tremens en la madrugada... Tan borracho vive Jacinto, y tan ajeno dormita a la actualidad, que ni siquiera se entera de las ofertas de trabajo que le ofrecen los matarifes de Las Ventas, y que podrían aliviar en parte el desaguisado de sus bolsillos. Jacinto es un caso, desde luego, y además lleva un traje muy parecido al de Carpanta, el hambriento de los tebeos, ahora que caigo.

El espectador -insisto- quiere estar con Jacinto. Abrazar la causa del pobre, del débil, del desheredado... Pero es que Jacinto no lo pone nada fácil. Porque a su cargo -es un decir- tiene a un sobrinito llamado Pepote que es quien pone la comida sobre la mesa. Un vaso de leche, y un mendrugo de pan, pero comida al fin y al cabo. Pepote se parece mucho a otro niño muy famoso de la posguerra, Marcelino Pan y Vino. Tanto, que estoy por pensar que al final Marcelino resucitó de entre los muertos como su amigo el crucificado y luego regresó en forma de ángel para ayudar a Jacinto con sus merluzas. Quizá para ganarse las alas definitivas, como aquel ángel bonachón de “Qué bello es vivir”.





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Steve Jobs

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Calias:  ¿Sabes, Licón, que eres el más rico de los hombres?

Licón:  ¡Por Zeus!, yo eso no lo sé.

Calias:  ¿Pero no te das cuenta de que no aceptarías los tesoros del gran Rey a cambio de tu hijo?

Licón:  ¡En flagrante me habéis cogido! Soy, al parecer, el más rico de los hombres.

    Esto lo contaba Jenofonte en “El banquete” de Sócrates, y como es un libro que he leído hace poco -porque si no de qué- lo he recordado mientras veía “Steve Jobs”. La idea central de la película es que Steve Jobs, al contrario que Licón, no tenía que elegir entre los tesoros del Gran Rey y el orgullo de ser padre porque él ya poseía ambas cosas, y podía hacerlas compatibles. Steve Wozniak le habría dicho, en su lenguaje de ingeniero, que ambos regalos de la vida no suponen un dilema binario. Que no son excluyentes. Que se puede ser el puto jefe en Cupertino y el padre molón en la intimidad. Un genio del progreso y un payasete que sopla la tarta de cumpleaños.

    Pero como tal cosa no sucede -porque Steve Jobs a veces sufre problemas de programación -aparece el drama personal, el desgarro emocional, y Sorkin aprovecha las aguas revueltas para hacer una obra de teatro cojonuda, estructurada en tres actos, y ambientada, precisamente, en los teatros donde Jobs presentaba sus ordenadores revolucionarios. Es allí, en el camerino, mientras Jobs memoriza las prestaciones y practica la sonrisa, donde sus esclavos le van recordando que el césar es mortal, y que sufre debilidades, y que tal vez debería recordar que los seres humanos que le quieren, o que le admiran, o los seres humanos en general, no son sistemas operativos que puedan arreglarse con un reset o con un par de voces al ingeniero.

    Estos esclavos, ya que están en la faena, también aprovechan para recordarle que el césar a veces se equivoca. Incluso en asuntos que no están relacionados con los sentimientos. Que el “campo de distorsión de la realidad de Steve Jobs” no es un invento sardónico de la prensa, sino un campo magnético impenetrable que le aísla de los demás. Mientras ellos se lo dicen, Steve se descojona.





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Mi noche con Maud

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La noche con Maud prometía ser un trío sexual que las páginas porno clasificarían como MMF. Es decir, dos hombres y una mujer que deciden enroscarse en una cama tan ancha como su deseo para que nadie se caiga por un lateral o se queden colgando los juanetes. Y la cama de Maud, la verdad, sin llegar a ser redonda, es un cuadrilátero enorme y esponjoso, lleno de cojines y mantitas. Es indudable que si Jean-Louis y Vidal se animaran a la fiesta ella no les iba a desdeñar: su mirada es lúbrica, y su prejuicio inexistente. Qué más da que sea Nochebuena cuando uno ya no cree en el niño Jesús que atisba por las mirillas...

Pero Vidal, que venía muy animado, de pronto se acojona porque teme enamorarse de Maud y quedar atrapado en un erotismo loco que lo desguace. Quizá recordó, en el último instante, cuando ya echaba mano del cinturón, que Sócrates desaconsejaba los placeres sexuales con las personas bellas porque al final te quedabas turulato. Y esto de Sócrates, que casi siempre es una tontería, no lo es tanto cuando se trata de Maud, que te abrasa con la mirada. No has llegado ni a tocarla y ya estás condenado para siempre. Porque la seguirás deseando cuando ella ya no esté, aunque pasen muchos años, en el mayor de los suplicios imaginables.

¿Y Jean-Louis? Jean-Louis se declara católico ante el lecho de Maud, y dice estar predestinado para el amor de otra mujer, a la que acaba de conocer en la misa dominical. No ha cruzado con su desconocida más que dos miradas de soslayo y ya está convencido de que algún día va a casarse con ella. ¿Un romántico, un bobo? El tiempo lo dirá... Jean-Louis cree al mismo tiempo en la predestinación y en la fidelidad pre-conyugal, así que al final decide no acostarse con Maud, que sofoca la risotada, aunque se descojona con los ojos. Del sexo oral entre dos amantes hemos pasado al sexo verbal entre dos amigos que discuten largo y tendido sobre Pascal, el jansenismo, la apuesta arriesgada por el amor verdadero cuando otras tentaciones nos agitan. 

Las películas de Rohmer no enseñan cacho, pero son porno duro para la mente.



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