Fuego en el cuerpo

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Los hombres tenemos un cerebro independiente que vive en nuestra polla. Eso es archisabido, y lo recuerdan mucho en 1º de Biología. También enseñan que esa actividad neuronal, cuando se dispara, crea interferencias con nuestro pensamiento. El cerebro y la polla son como dos piedras que caen al agua y provocan ondas que se entrecruzan, a veces sumando esfuerzos y otras veces contrarrestándolos.

Vivir con dos cerebros es una experiencia insufrible que crea estropicios en nuestra biografía. Algo muy difícil de verbalizar cuando las mujeres, intrigadas, incapaces lógicamente de ponerse en nuestro lugar, nos preguntan por nuestra configuración interior. Por nuestro software de machos inquietos que nunca dejan de mariposear. 

Del mismo modo que nosotros no entendemos sus vaivenes emocionales, ellas no entienden nuestro diunvirato neuronal, y se rascan la cabeza incrédulas y pensativas. "No es posible", musitan, y prefieren pensar que con ese rollo solo queremos excusar nuestras contradicciones. Pero se equivocan. It's a true story.

    Nuestra polla, aunque parezca otra cosa, es la casita del bosque donde vive un antropoide que jamás evolucionó. Un primo lejano que se quedó ahí, en nuestros bajos, agazapado, de polizón biológico y tocacojones. Mientras el deseo y la conveniencia van cogidas de la mano, el hombre y el antropoide trabajan en colaboración, y es una maravilla saber que el criterio racional y la polla ensimismada han elegido la misma mujer adecuada y bellísima. Cantan los pájaros, y se estremecen las tripas, y uno piensa que así debe de ser el amor verdadero que cantan los juglares y filman los cineastas

    Pero ay, cuando el hombre dice que sí y el antropoide dice que no, o viceversa. Cuando la polla señala su deseo como una vara de zahorí y nosotros, desde arriba, intentamos convencerla de que se aleje, de que no siga. De que deponga su actitud. De que acecha el peligro en esa mujer de intenciones oscuras y ademanes de vampira. La lucha entre el hombre y su mono siempre es fiera, fratricida, y muchas veces no gana el ser más evolucionado. Sobre todo si hace mucho calor y se nos pega el fuego en el cuerpo.




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En la cuerda floja

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Las relaciones humanas dependen de la química orgánica y nada se puede hacer contra eso. Hay personas que conviven en una probeta y reaccionan produciendo un perfume embriagador. Otras, en cambio, al mezclarse en un matraz, exhalan un tufo como de sulfuro o de amoníaco, estropeando su noble intento de relacionarse. O su esfuerzo de convencernos, a los espectadores, si se trata de actores y de actrices, de que se aman mucho en la pantalla de nuestra tele.

Cuando se trata de elementos de la tabla periódica, de átomos que intercambian electrones para formar nuevas estructuras microscópicas, todo tiene una explicación lógica y los científicos asienten satisfechos. Pero cuando se trata de relaciones personales, de química orgánica elevada al nivel de los humanos, todo se vuelve inexplicable y a veces un poco espiritual. Es el terreno pantanoso donde se mueven los psicólogos y los terapeutas de la pareja, que casi siempre persiguen sombras y acaban ejerciendo de gurús.

A veces nos pasa en la vida real: dos personas que parecían elegidas para entenderse juntan sus feromonas y sus electromagnetismos y producen, para nuestro asombro, unos chisporroteos que queman los tejidos corporales y dan olor a chamusquina. Y al revés: dos personas por las que no hubiéramos apostado ni un duro en el Codere de la esquina,, prueban a mezclarse en el matraz de la vida y resulta que sus feromonas encajan, y que la electricidad de sus pieles produce chispas de auténtica felicidad. Es el amor, que no deja de ser un producto químico tan raro como el oro.

Desconozco si en la vida real Johnny Cash y June Carter se amalgamaron para crear un metal tan duro y resistente como parece en la película. Y tan colorido en sus reflejos. Las crónicas cuentan que sí, y es bueno que así sea. Lo que se ve en la película, desde luego, es que Joaquin Phoenix y Reese Witherspoon no fingen acecharse y desearse, sino que se acechan y se desean. O que actúan de puta madre, más allá de los elogios.




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Un idiota de viaje. Temporada 1

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Yo pensaba que Karl Pilkington era un idiota de verdad. No un idiota en el sentido técnico de la palabra, claro, que sería una crueldad muy poco presentable para un programa de la tele. Pero sí un amigo de Ricky Gervais al que le faltan un par de sementeras. Un simplón al que envían por el mundo para que conozca las Siete Maravillas y luego descojonarse con sus respuestas de paleto que jamás salió de su barrio. 

La idea, desde luego, es cojonuda, y se le pudo haber ocurrido a cualquiera. Pero, mira tú por dónde, se les ocurrió a Ricky Gervais y a Stephen Merchant, que miran el mundo de una manera muy cínica y particular. Y además tienen el dinero necesario para producir sus propias pedradas y traer la carcajada y el solaz a nuestros hogares.           

Karl Pilkington, al contrario que otros viajeros de la tele, no dice que un monumento le ha conmovido si en realidad le ha dejado indiferente. No finge desmayos ni catarsis si en su interior no resuena el misterio de las Pirámides o la longitud de la Gran Muralla China. Pilkington lo mira todo con ojos de niño, asombrado por la idea de estar tan lejos de casa, pero no siempre responde como un turista que alardea de un gusto exquisito o de una cultura irrefutable. Pilkington no hace halago de la gastronomía si no le gusta, de la cultura si no la entiende. Con él no van los postureos. Pilkington, desde su tierna simpleza, dice exactamente lo que piensa, y en eso consiste la gracia del programa y el meollo de la cuestión. Lo suyo es de una honradez intelectual que conmueve, aparte de hacernos reír como micos.

Luego resultó que no, que Karl Pilkington -como T. había predicho desde el principio- no era un idiota de verdad, sino un idiota fake, un actor metido en la faena. Un compinche de Gervais y Merchant que asume el papel de clown en la pantalla. Pero eso no resta valor a las cosas que dice. Pilkington, hablando como un niño, reduce las cosas a la esencia de lo evidente, y suelta verdades que sólo un borracho podría igualar en agudeza.



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Elvis

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T. y yo nos pusimos a ver “Elvis” sin que en realidad nos interesara demasiado la figura de Elvis Presley. T. porque siempre fue una roquera que prefiere a tipos inquietantes que hacen ruido de cojones, y yo porque nací lejos de Tennessee y el duende del rockabilly pasó de largo por mi cuna de bebé. Pero al final, enfrentados a la decisión binaria, nos pudo la cinefilia y la curiosidad, que son dos fuerzas muy poderosas que terminan por atornillar nuestros culos a los sofás.

En la primera hora de película, nuestros culos se quedaron así, más bien estáticos, acomodados a los valles y montañas del relleno removido. Baz Luhrmann asesina todos sus planos cuando apenas tienen cinco segundos de vida, e incluso menos, y el ritmo le sale frenético y muy marca de la casa. Pero Elvis, en esos compases iniciales, todavía no es el Elvis desatado que se pone ciego a pastillas y lo da todo sobre el escenario. Todavía no es Homer Simpson al volante del su camión, tomando pastillas para no dormirse y píldoras para coger un rato el sueñecito. En esta primera parte de la película, la estrella de la función es su representante, el “Coronel” Tom Parker, al que han puesto nariz de buitre pero cara de Tom Hanks para jugar un poco al despiste. Y el resultado es inquietante...

T. y yo asistíamos a la función interesados pero no seducidos. Si cambiábamos de postura era porque nos crujían las cervicales, o porque no encontrábamos acomodo para las piernas. Nada que dependiera de lo que íbamos viendo sobre la pantalla. Pero cuando Elvis ya se viste de Elvis sobre el escenario de Las Vegas, los cuatro pies empezaron a moverse, y las dos piernas a buscar soluciones musicales, y al pronto nuestras pelvis  ya se descubrieron entregadas a la causa, independizadas de nuestro previo desinterés. Porque la música se nos pegaba, y el ritmo se imponía, y Elvis -atrapado en su jaula de oro- empezaba a conmovernos. La película pasa de puntillas sobre sus muchos pecados capitales y eso también ayuda a empatizar con el personaje.




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Una pistola en cada mano

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Yo tuve un amigo que de chaval, cuando veíamos el porno clandestino, se excitaba tanto que mientras se acariciaba el bulto del pantalón exclamaba, con un tono de chiste y de gran drama personal a la vez: "¡Dios, quién pudiera tener dos pollas...!" Como si la única que le fue otorgada por Yahvé no le bastara para dar salida a tanto deseo. Como si le superara el número de mujeres que veía en pantalla, o le sobrepasara la temperatura de una caldera interior que necesitaba dos válvulas para aliviar tanta presión acumulada.

    He recordado a mi amigo mientras veía “Una pistola en cada mano”, que es el retrato de varios cuarentones que viven un poco así, con dos pollas asomando por la bragueta. Una es la polla real, con la que cometen sus infidelidades o santifican el lecho conyugal según como vengan los aires del Mediterráneo. Y la otra es la polla virtual, con la que fantasean sus peripecias en paralelo, proezas de machos que merecen un galardón del folleteo.

    Mi amigo de la adolescencia se hubiera alegrado de saber que los hombres -aunque sea de un modo metafórico- sí venimos al mundo con dos pollas disponibles. Y también con dos inteligencias, y con dos de casi todo, como decía Javier Bardem en “Huevos de oro”. La primera inteligencia es la práctica, que nos ayuda a ubicarnos en el mapa y nos permite hacer cálculos aritméticos. Y la segunda es la inteligencia emocional, esa que ni siquiera sabíamos que existía hasta que un buen día la descubrimos leyendo los suplementos del periódico. Por eso somos tan torpes con ella, y por eso las mujeres nos dan mil vueltas en su manejo. Ellas sabían de su existencia desde los tiempos de Maricastaña y no nos dijeron nada del asunto... 

Es por eso que en el mundo real, como en el mundo de la película, los hombres siempre quedamos un poco ridículos cuando hablamos de sentimientos. Balbuceamos, dudamos, nos contradecimos. Se nos ve poco sueltos, poco cómodos, como si hiciéramos pinitos en un idioma desconocido. Pero últimamente lo estamos intentando, y nos esforzamos, y hay mujeres que eso lo valoran mucho. Toca perseverar.




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El turista accidental

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El turista accidental… Casi estoy por ponérmelo de epitafio cuando llegue la hora. Porque yo no soy más que eso: un turista accidental. Un azar de la biología, un armazón de proteínas, una consciencia medio consciente de andar por el mundo. Uno que va de enterado y no se entera de nada. Siempre de paso y rascándose el cogote. Eso: un turista.

    ¿Pero qué somos todos, en realidad, sino turistas paseados en autobús que lo ven todo deprisa y corriendo, malentendiendo, o entendiendo a medias, lost in traslation perdidos, hasta que te devuelven al hotel y apagan la luz de la habitación? Los poetas se tiran mucho el rollo definiendo la vida, pero vivir, en realidad, sólo es eso, hacer turismo. Eso sí: hay viajes de mierda y experiencias de ensueño; pesadillas en alta mar y lunas de miel inolvidables. Pero todo pasa y nada queda. La vida es una excursión con fecha de salida y fecha de regreso. Y recuerdos en las fotografías.

De todos modos, “El turista accidental” no va de esto. Va de un hombre que se dedica a escribir guías de viaje para la gente que odia viajar. Gente que cuando está en el avión sueña con estar en su sofá, para compensar a todos los que sueñan con volar cuando están en su sofá. Un flujo universal y equilibrado de los deseos.

Macon, aunque ejerza de guía de los viajeros, va por la vida como casi todos, más maleta que persona, dejándose llevar por los acontecimientos. Antes de perder a su hijo quizá era un hombre más jovial y atrevido, pero uno sospecha que nadie cambia en realidad y que los azares de la vida sólo le han ido quitando y poniendo disfraces.

    Macon se divorcia. Macon no es ningún chollo. Macon es un misántropo de libro, inteligente pero distante. Todo rebota en sus ojos azules y enigmáticos. Su pachorra puede resultar molesta e incluso irritante. Pero Muriel, Muriel Pritchett, “esa extraña mujer”, ve algo en élque nadie más podría vislumbrar. Y ella no está de turismo por Baltimore: ella está de safari y sabe bien lo que quiere. Puede que esté como una regadera, pero también puede que sea una mujer maravillosa. Las dos cosas a la vez. Un viaje de descubrimiento para Macon.







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Un pequeño plan... cómo salvar el planeta

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Tener un hijo superdotado puede ser una bendición de los cielos, pero también una china clavada en el zapato. Si el hijo te sale del tipo práctico, de los que construyen cacharros en garajes o invierten sabiamente en la bolsa de Nueva York, la criatura, puede retirarte del trabajo antes de que te jubiles a los 65, y no solo eso: puede regalarte la casa que siempre soñaste junto al mar, y hacer viajes esporádicos por aquí y por allá, para conocer el mundo que nunca conociste cuando currabas sin parar. Una ganancia máxima, tras una inversión mínima de un óvulo más un espermatozoide. Y la satisfacción, además, de tener un hijo más majo que las pesetas, y más listo que todos sus primos y que todos sus compañeros de clase.

Pero hay superdotados que a veces te salen como este chaval de la película, el tal Joseph, que con sus 13 años es un admirador de Greta Thunberg que lo vuelca todo en el idealismo, en la salvación del planeta, dejándote más o menos como estabas. E incluso peor, porque para financiar sus proyectos de iluminado precoz, Joseph es capaz de vender tus bienes a tus espaldas, lo más preciado del hogar, armado de una conexión a internet y de un desparpajo impropio para la edad.

Una buena mañana, los padres de Joseph -que son dos pijos de cuidado, por cierto, y que merecen sobradamente este desfalco- descubren que el chaval les ha vendido los pelucos, las joyas, los adornos carísimos e inservibles... Incluso los vinos cubiertos de polvo que ellos guardaban en la bodega. Todo eso que roban los asaltantes en los chalets de lujo y que tú siempre piensas: “Pues mira: que les den por el culo”.

Tener un hijo superdotado de esta categoría puede estar muy bien para clarificar algunos conceptos y limpiar un poco la conciencia, pero nada más. No te va a sacar de la pobreza, y tampoco te va a solucionar ningún enredo medioambiental. El planeta, queridos niños, y queridas niñas, está condenado. Solo es cuestión de tiempo. Lo único coherente que se dice en la película es que habría que exterminar a media humanidad para solucionar el problema. Se buscan voluntarios. 




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Breaking Bad. Temporada 5

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“Breaking Bad” no habría terminado como el rosario de la aurora si Walter hubiera sido un padre que se lo pule todo en cachondeos y solo deja las migajas para que la familia tire mes a mes, sin preocuparse por el futuro. Un Walter White más jaranero habría protagonizado otra serie muy diferente: quizá un dramón de sobremesa, puede que turco o venezolano, en el que la mujer está hasta los ovarios de sus despilfarros y decide ponerle los cuernos con el compañero más salado de la oficina, mientras que el hijo con parálisis cerebral, allá en el instituto de Ankara o de Maracaibo, duda entre ser un muchacho virtuoso y alejarse de su influencia, o seguir los pasos de su padre para que dentro de unos años, cuando le venga el cáncer o la cirrosis, tengan que quitarle con fórceps lo bailado.

Pero gracias a que Walt Whitman -perdón, Walter White- era un padre responsable que quería legar muchos millones antes de morirse, nosotros hemos disfrutado como enanos de esta serie que ya es patrimonio cultural y calcio de nuestros huesos. Hubo, incluso, quienes se compraron camisetas con la imagen de Heisenberg frunciendo el ceño y oteando el horizonte de los desiertos. Yo mismo, recuerdo, lo tuve algún tiempo de fondo de pantalla, como si Willy Wonka -perdón otra vez, Walter White- fuera un héroe de la voluntad o algo parecido. Ahora mismo, después de ver la serie por tercera vez, siento un poco de vergüenza por aquella concesión a su mitología. 

A veces se nos olvida que el título de la serie, traducido al román paladino, es “Volviéndose malo”, “O tomando el camino equivocado”. La gente, en las tertulias de la seriefilia,  todavía debate si Walter White es un héroe trágico zarandeado por las olas o un genio del mal que vivía embotellado en su apariencia de pusilánime. No sé... Yo estoy cada día más convencido de lo segundo. Cada vez que repaso la serie me parece un personaje más imperdonable e hijoputesco. Pero ojo, no solo Walter White. El orgullo cerril anida en cada uno de nosotros, esperando su oportunidad. Y un orgullo desatado es una fuerza indomable de la naturaleza.




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