El gabinete de curiosidades: Sueños en casa de la bruja

🌟🌟

Yo he dormido - al menos que recuerde- en dos casas embrujadas. Pero no recuerdo las cosas que allí soñé. No fueron pesadillas, eso seguro, porque por alguna extraña razón las pesadillas solo afloran en mi propia cama. Aquellas camas eran muy acogedoras, como diseñadas para mí, y yo caía como un tronco para soñar el vacío feliz de los tontoloides. Sucede que ambas mujeres me habían hechizado, y que yo, al principio, tampoco sabía que mis anfitrionas eran unas brujas -una diplomada en Brujería y otra licenciada en Malas Artes- y quizá por eso yo me confiaba al sueño sin temor. 

Quiero decir que conmigo no se podría haber rodado este episodio de “El gabinete de curiosidades”, que va de sueños terribles en casas embrujadas. Mis casas encantadas fueron en realidad encantadoras, y solo el último día se deshizo el hechizo para verlas como eran en realidad: cuevas inmundas donde las brujas tejían sus telarañas y se carcajeaban a mis espaldas. No me pasó como al amigo de Harry Potter en esta peripecia, que se metió en la casa de la bruja a sabiendas, buscando la experiencia mística que le permitiera contactar con el fantasma de su hermana fallecida.

Los fantasmas tienen muy mala prensa y no sé por qué. Supongo que son las cosas del cine, que siempre les presentan apareciendo por sorpresa, dando unos sustos morrocotudos. Los fantasmas, después de todo, si existieran, serían la garantía de que existe una vida después de la muerte. Un “algo” misterioso donde tu reflejo vaporoso aún tiene conciencia y se acuerda de las cosas. La prórroga de la vida... Sería fantastic, como cantaba Serrat, vivir un ratito más aunque fuera en forma de ectoplasma. Pero me da que no. Yo al menos no he visto ningún fantasma en mi vida. Y si alguien me dijera que los ve le tomaría por loco sin dudar. La culpa, desde luego, es de los curas, que me enseñaron tantas zarandajas espirituales que ya solo me aferro a la física y a la química para no soñar con imposibles.




Leer más...

Californication. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟

California, en “Californication”, es el paraíso perdido del sexo. El mismo que florecía entre el Tigris y el Éufrates y que ahora los seres humanos han recobrado mientras Dios se despistaba. Adán y Eva, aunque en los retratos salgan idealizados como caucásicos de libro, en realidad fueron los dos últimos bonobos de nuestro árbol genealógico: la mona chita y el mono chito. Los churumbeles que engendraron ya no fueron bonobos, sino “Austrolapitecus lejanensis”, y con ellos se cerró el tiempo feliz del loco fornicar.

Como los antiguos nada sabían de la selección natural ni de la mutación del ADN (que fueron las dos grandes putadas que nos convirtieron en la tristeza que ahora somos, monos vestidos y vergonzosos), los escribas se inventaron la figura poética del ángel flamígero para explicar que la fiesta se había terminado, y que ahora ya sólo quedaba apechugar, y apechugarse entre las sombras, a escondidas de los demás. Todo por el bien de la civilización.

“Californication” es una fábula moral sobre el regreso al árbol, a los tiempos prebíblicos en los que no había Dios ni escritura. Hank Moody se mueve con su coche sin faro -y su pene sin fallo- por una fantasía que limita al oeste con el océano de las surferas, y al este con las colinas de las millonarias, todas loquitas por sus huesos. Moody copula a todas horas, de noche y de día, a diestro y siniestro, a troche y moche... Mientras el amor de su vida -la tal Karen- deshoja la margarita eterna de los cien mil pétalos, Moody va por las fiestas tarareando los versos de George Michael:

Sex is natural,

sex is good,

not everybody does it,

but everybody should.

Sex is natural, sex is fun..

"Vamos a dejarnos de hostias", vino a decir don Michael en esta canción. Y es como si esa musiquilla, como si esa letra insidiosa y provocativa, flotara sobre las cabezas de todos los personajes. También sobre a cabeza de los más feos, que algunos hay, porque esto es California, y esto es “Californication”,  y en el paraíso recuperado nadie se queda sin morder la manzana del placer. 





Leer más...

El gabinete de curiosidades: El modelo de Pickman

🌟🌟🌟🌟


He visitado el Museo del Prado tres o cuatro veces en mi vida. La primera a los 14 años, en un viaje de fin de curso que también era el fin de la EGB. Yo iba muy ilusionado, con ganas de admirar los cuadros que estudiábamos en los libros. Pero no pude disfrutar nada porque los curas me hicieron responsable de que mis compañeros, la mayoría unos macacos y unos inconscientes, no se perdieran por el laberinto de pasillos, o no se aproximaran a las pinturas para dejar su rúbrica en forma de dedazos manchados de chocolate. 

Sabiendo que yo era el encargado de vigilarles, me putearon de cien maneras diferentes, los muy resalados. De aquella visita solo recuerdo haber vislumbrado en un escorzo del cuello “Las meninas"; suficiente para comprender que aquello no era un cuadro, sino una ventana de luz abierta al siglo XVII.

No recuerdo haber visto entonces “Las Pinturas Negras” de Goya. Me hubiera acordado, desde luego, incluso ocupado en hacer de segurata o de cazador de caballos. Las oscuridades de Goya las descubrí diez años más tarde en otra visita ya voluntaria, de hombre medio formal y medio adulto, con mi sueldo de funcionario y mi aspiración matrimonial. Me impactaron... No voy a decir que como las pinturas del señor Pinkman, desde luego, que en el cuento de Lovecraft y en la adaptación de Guillermo del Toro provocan verdaderos cortocircuitos en la mente, de volverse uno literalmente enajenado. No, claro que no. Pero sí es cierto que miras esos cuadros de Goya -y tengo ganas de volver a mirarlos no tardando- y sientes que estás accediendo a eso que el señor Pickman llama “los recovecos oscuros del ser humano”. La locura que unos desarrollan en acto y otros, los más afortunados, usted o yo por ejemplo, solo llevamos en potencia. El mismo monstruo que asolaba a Leolo Lozone y que él espantaba soñando a todas horas.





Leer más...

El misterio de Glass Onion

🌟🌟🌟

“El misterio de Glass Onion” fue la última película de estas navidades. De estas vacaciones de Navidad, quiero decir, que empezaron el 22 de diciembre con la confirmación de la pobreza y terminaron el 9 de enero con la celebración de la salud, Y lo escribo sin ironía, porque la salud sigue siendo el pilar que sostiene todo este tinglado: el de la vida y el de la escritura.

Han sido diecisiete días de comidas inapropiadas y de perezas insólitas en la cama. Alcohol no mucho: algún vino extra por los bares de León y una sidra El Gaitero para celebrar que habíamos llegado vivos a Nochevieja. Han sido diecisiete días de reencuentros familiares, de compras de libros, de torneos de billar por los garitos menos recomendables. No soy yo, sino el hijo, que me arrastra... También han sido diecisiete días colgado al teléfono, como Stevie Wonder, cantando “I just called to say I love you”... Y dos citas arrebatadoras. Y bici, mucha bici, ya que cerraron las piscinas y el tiempo atmosférico  acompañaba. He logrado -no del todo- el Equilibrio de la Lorza. Ir achicando a pedaladas las grasas que entraban en los dulces y en los guisos. Y en las tapas de los bares, donde nunca sirven brócoli ni compota de manzana.

Pero ya se me acabó este privilegio, este momio, este chollo. La inflación se está llevando mi sueldo de maestro, pero, de momento, los días de asueto permanecen intocados, como en los mejores tiempos del funcionariado. Y yo, puestos a elegir, lo prefiero así. Prefiero el tiempo al oro, como cantaba Serrat. Y la vida al sueño también. Y las películas a casi cualquier otro entretenimiento. Ha sido una Navidad muy fértil en ese sentido, pero muy frívola también. He visto mucha cuchipanda que tenía pendiente a la espera de ver las cosas más serias en compañía. “Glass Onion” ha sido la guinda que coronó el pastel. La cebolla que le dio el toque último al estofado. Una película divertida, tontorrona, imperfecta... También es verdad que yo soy un lerdo de campeonato y que jamás me cosco de quién es el asesino. La red está llena de gente muy inteligente, está comprobado.





Leer más...

El gabinete de curiosidades: La apariencia

🌟🌟🌟


La belleza interior la hemos inventado los que no podemos presumir de belleza exterior. Consiste en decir que somos más buenos que la gente que nos deslumbra con su físico envidiable. En asegurar, por si alguien quiere escucharnos, que somos más generosos que ellos, más galantes, más ilustrados. Con mejor sentido del humor. Superiores, en una palabra, a pesar de las apariencias.

Ante las virtudes evidentes de la anatomía, nosotros, los bellos interiores, oponemos las virtudes más escurridizas del espíritu. Y más aún: defendemos -o más bien defienden, porque yo abandoné ese barco hace tiempo, de tal modo que ya no soy bello ni por dentro ni por fuera- que la belleza interior es cultivable, producto del esfuerzo, mientras que la belleza exterior es una dádiva de la naturaleza, una potra descomunal sin mérito de su portador.

La belleza interior es, obviamente, un consuelo para tontos. Un sesgo cognitivo. Nadie en su sano juicio se considera un “feo interior”. También la gente guapa presume de tener cualidades en el alma. Una cosa no quita la otra. Cuando les entrevistan en la tele, ellos, los de la belleza exterior, también se declaran inquietos ante los hechos culturales y tan inteligentes como la purria que los envidia. Faltaría más.

En “La apariencia”, Stacey, que es una mujer poco agraciada, alcanza de pronto la alta sabiduría que los griegos dejaron por escrito hace dos mil años. Una vez le preguntaron a Aristóteles por qué se alababa a los bellos durante más tiempo y con mayor frecuencia y este contestó: “Esta pregunta sólo corresponde que la formule un ciego”. Stacey, impulsada por tamaña verdad, se dejará el dinero y la cordura en la compra de una crema milagrosa que promete cambios deslumbrantes. Ella sí cree en una segunda oportunidad para la belleza. Confía en la dermoestética. En las pamplinas de los anuncios. Lo que es, por supuesto, otro engaño descomunal.

Aristóteles solo quería decir que si buscabas alabanzas era mejor ser bello. Nos ha jodido. No que recibir alabanzas -alimentar el ego- fuera el objetivo primordial de la vida. Ni que para ello hubiera que sacrificar todo lo demás...




Leer más...

Tres mil años esperándote

🌟🌟🌟


La película es bonita y tal, pero se me escapa la moraleja. Ni siquiera sé a qué público va dirigida. Es como el reverso indefinido de aquel anuncio que vendía la Coca-Cola para los altos, para los bajos, para los listos, para los tontos... Para todo quisqui. “Tres mil años esperándote” no es para el público juvenil, que se descojonaría de la risa, ni para el público adulto, que busca emociones más fuertes. ¿Público infantil?: no entenderían un carajo. ¿Señoras mayores?: darían un respingo cada vez que vieran aparecer al negro con capucha.

Quizá la gracia consista en ver a Idris Elba convertido en un genio que te concede tres deseos por la cara. Cualquier cosa que anheles salvo la inmortalidad y algún que otro imposible metafísico. Si hace veinte años Stringer Bell vendía la felicidad en forma de papelinas, ahora la vende en forma de conjuros mágicos. Viene a ser más o menos lo mismo. Al final todos los flipes se desvanecen. Nada perdura en la mente inquieta y antojadiza de los seres humanos. Y mucho menos el amor, ya digo, aunque a veces se resista químicamente, sublimándose de gas a sólido y produciendo relaciones que aguantan en pie la marea y la tormenta.

Es ineludible confesar aquí los tres deseos que yo le pediría a un genio de la botella. Como el amor no se puede pedir -porque tiene que ser voluntario y además yo ya lo tengo- pediría, por este orden, vivir sin trabajar, que mi amor viviera sin trabajar y que mi hijo viviera sin trabajar. Y por vivir -le explicaría bien al genio liberado- se sobreentiende vivir bien, quizá no como Julio Iglesias, pero vamos, con nuestra casita en la costa, y nuestra mesa de snooker, y nuestros viajes de placer. Una cosa desahogada, que se dice. 

Yo lo tengo muy claro: el tiempo es oro y la vida es corta. No me haría tanto el longuis como el personaje de Tilda Swinton, que al principio asegura tenerlo todo y no desear nada, y al final, cuando por fin se decide a pedir algo -la muy intelectual, la muy estirada- va y pide el polvo del siglo. Sumus omnibus hominibus.



Leer más...

El gabinete de curiosidades: La autopsia

🌟🌟🌟

Yo tuve una vez relaciones psicosexuales con una mujer que creía en la existencia de los reptilianos. Los reptilianos son esos extraterrestres del planeta Lagartija que vienen a la Tierra de vez en cuando, se fabrican una piel sintética -o alquilan una piel natural- y echan a caminar por nuestro planeta dando el pego a los enamorados tontos y a los votantes de las democracias.

Ella, mi examante, traspasada por el rayo de la nostalgia, y también un poco por el rayo de la chotadura, me aseguraba que una vez se había acostado con un reptiliano en la capital del reino, en Madrid, que es donde suceden las cosas más extrañas y noticiables. Según ella fue una experiencia aterradora, pero solo al final, cuando tras el orgasmo intergaláctico descubrió en los ojos del maromo un brillo de sangre fría y muy poco sentimental. "Tuvo que ser la hostia el polvo aquel...", le decía yo siguiéndole la corriente. Pero ella -quién sabe si ella misma una reptiliana, a tenor de todo lo que vino después- callaba como guardándose un gran secreto erótico que recorre los mentideros de la galaxia.

Madrid -según asegura esa sociópata de Isabel Díaz Ayuso (¿otra reptiliana?)- es un paraíso emocional donde es casi imposible volver a cruzarte con tu ex pareja. Pero también es– y eso no lo dijo en aquel mitin de su partido- el lugar más propicio para tener encuentros indeseados con los extraterrestres. Qué iba a pintar un reptiliano, o un bichejo como este que aparece en “La autopsia”, en un sitio tan apartado como La Pedanía, a no ser que la nave espacial se averiara justo al sobrevolar estos parajes torcidos de Dios. Sería todo un espectáculo, ver a mis vecinos arracimados ante el OVNI escacharrado discutiendo si la culpa es del carburador o de la junta de la trócola, mientras el extraterrestre se escabulle entre las viñas esperando su oportunidad a la caída de la noche...


                                  


Leer más...

The last movie stars

🌟🌟🌟🌟

El contraste de estos documentales con la vida real es casi espeluznante. La vida real está llena de gente fea, sin trascendencia, sin apenas pedigrí. Yo me incluyo, por supuesto. La vida real casi nunca es rubia y con ojos azules. Y cuando lo es, suele terminar en un espejismo o en una estafa: una apariencia angelical que escondía a un gilipollas o a una caprichosa. Yo, al menos, veo una mujer como Joanne Woodward y aunque puedo pensar que es muy bella me cambio de acera. O veo a un fulano con aires de Paul Newman y pienso que está a punto de venderme algo, o de chulearse con algo que lleva puesto o que compró. 

Salvo honrosas excepciones, los Newman Rodríguez o los Woodward García suelen ser fraudulentos o hacérselo con un bote del Carrefour. Para más inri, suelen pertenecer a la alta sociedad de los pijos, de la realeza, de la casta económica dominante. Los rubios de barrio -como mi hijo, al que su abuela sigue llamando Paul Newman porque es su abuela- ya tienen otro brillo en el pelo y otro fulgor en la mirada: en ellos todo es más mate y tristón.

Quiero decir que a este lado del océano no existen parejas tan ideales como Paul Newman y Joanne Woodward. Tan físicamente, moralmente y diplomáticamente envidiables, como diría Chiquito de la Calzada. Qué gran película, por cierto, hubiera sido una que juntara a nuestro Chiquito con estos dos anglosajones de la pradera: “Tenéis los ojos más claros que la sopa de mi mujer”... Es verdad que Paul Newman tenía arrebatos de alcoholismo y que Joanne Woodward parecía un tanto arpía para los suyos. Pero joder: son minucias en este sistema binario de dos estrellas que danzaron una alrededor de la otra hasta la extinción de la primera y el apagamiento de la segunda. 

Por lo demás, Newman y Woodward eran un dechado de virtudes: filantrópicos, majetes, listos, con sentido del humor. Tan buenos artistas como padres preocupados. Activos, incansables, sagaces para los negocios. De izquierdas, incluso, aunque de izquierda americana, claro, que es como aquí ser votante del PP. Pero bueno: se agradece. No sé... Son tan admirables que hasta dan un poco de grima. 





Leer más...