Charles Chaplin: cortometrajes para la Keystone

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Están todos muertos: los hombres y las mujeres, los niños y los perros. Más de un siglo después ya sólo quedan algunos árboles en pie: esas mismas secuoyas que Charlot rodeaba a toda velocidad y trastabillándose, perseguido por los maderos o persiguiendo él mismo al malote desaprensivo. Nada más. O bueno, sí, las piedras, y los montes de California, y las casas señoriales. 

Veo los cortometrajes que Chaplin rodó en 1914 para la productora Keystone -su debut en el cine de la mano de Mack Sennett- y al mismo tiempo que me río, y que recobro mi niñez amorrado a la tele en blanco y negro, vuelvo a recordar que no existe la esperanza de eternidad para nadie. Todos los que trabajaron con Charlot en estas charlotadas ya son fantasmas atrapados en el celuloide: muertos que hacen el tontaina y cometen pequeñas gamberradas. Que se arriman a las damas y luego resbalan con pieles de plátano estratégicamente colocadas.

Del cuerpo de Charles Chaplin sólo quedan los rescoldos y los huesos. Incluso sus genes -que él legó al mundo con tanta generosidad- ya están diluyéndose en la sangre de sus descendientes. Así que su inmortalidad consistió, finalmente, en transustanciar su carne en celuloide, que era el material milagroso de su época. Otros se creyeron dioses por transustanciarse en un trozo de pan, ya ves tú. Cuando el celuloide empezó a degradarse, Chaplin redobló su milagro y se preservó en la cinta magnética, y luego, con el correr de los tiempos modernos, en los píxeles y en los bytes. Lo suyo tiene mucho más mérito que lo de Jesús.

Ahora mismo, en la posmodernidad, cuando ya casi nadie sabe lo que es un sombrero bombín, Chaplin viaja por el espacio a caballo de las ondas electromagnéticas. Se podría decir, con toda propiedad, que el espíritu de Charles Chaplin sigue vivo entre nosotros, flotando en el aire, y que de vez en cuando nos susurra la conveniencia de volver a ver sus payasadas de gilipollas, sus enamoramientos de inocentón, sus aventuras de perdedor incorregible.



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Chaplin

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Los cuatro gatos del callejón ya saben que me fascina la figura de Charles Chaplin. Y eso que el personaje no me cae especialmente bien. Leer su autobiografía es como contemplar una larga masturbación ante el espejo. Es el amor a uno mismo más famoso del siglo XX. En el libro apenas pueden leerse un par de dudas y un par de confesiones muy confesables. Un ego casi divino, a la altura del que se atribuían los césares de Roma. Salve, Charles, spectatores te salutan. 

Lo que pasa es que sir Charles era un puto genio, uno que todavía vive en nuestras lámparas maravillosas, y por eso le perdonamos todos sus pecados como curas en el confesionario: “Vete, hijo mío, y peca mucho más si eso te ayuda con tu trabajo”. Porque la soberbia, además como mucho, es un pecado capital, y la lujuria tres cuartos de lo mismo. Unos cachetes en el culo -muy sacerdotales- y ya quedas limpio de polvo y paja ante el Señor.

La película de Attenborough está basada directamente en aquella autobiografía, y tiene, por tanto, sus mismas virtudes y sus mismos defectos. Lo más interesante y detallado es lo del principio: la pobreza en Londres, la madre loca, la compañía de Karno, el salto a la fama... Robert Downey Jr. sin maquillar es Charles Chaplin redivivo. Pero a partir de ahí la película se queda sin tiempo para contar el intríngulis de las grandes películas. Apenas unas pinceladas y un desfile de pibones. Y un maquillaje de vejestorio que chirría como una antigualla de los tiempos pre-digitales.

El único defecto que aflora en la personalidad de Chaplin es el de no saber cuidar a sus mujeres. Haberlas dejado de lado cuando se metía en la harina de sus películas. “Follar está sobrevalorado. Cuando estoy preparando una película casi ni me acuerdo del asunto”. Algo así llega a decirle a ese personaje ficticio que le ayuda con sus memorias. Y aunque está feo, yo lo entiendo: hacer caso omiso de la parienta es un lujo que él podía permitirse. Si no es una, pues mira, la otra... A los demás, sin embargo, por poner un ejemplo, nos llega a caer en suerte Paulette Goddard y ya no hubiéramos conocido otra dedicación. Cuando se es muy rico, un décimo del Gordo no te aporta nada sustancial.



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El encargado. Temporada 2

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Ahora ya no, porque ya ves, pero antes la gente decía que yo era muy inteligente. Un poco como Eliseo, el encargado. Y yo siempre les respondía lo mismo: si fuera inteligente no estaría aquí escuchándote. Sin ánimo de ofender. Estaría, qué sé yo, en Miami Beach, con una pelirroja despampanante y traduciendo en dólares mi supuesta inteligencia. Porque la inteligencia, si no se traduce en nada práctico, en hacer la viva más confortable o más exitosa, ni es inteligencia ni es nada. Como mucho, destellos de una bombilla mal ajustada, que solo conecta de vez en cuando con la corriente. La gente confunde la inteligencia con la cultura, o con la cultureta, o con andar medianamente informado de la actualidad. Saber explicar lo del gato de Schrödinger no deja de ser una excentricidad; algo muy poco inteligente según el contexto donde lo sueltes.

Si fuera inteligente iba a estar yo aquí, escribiendo estas cosas que nadie lee.

Pensaba en esto mientras veía la segunda temporada de “El encargado”, que es mucho mejor que la primera. Y mira que la primera ya era cojonuda... Pero tenía, quizá, demasiados episodios, y además reconozoco que la vi medio empalmado, más pendiente de acariciar el cuerpo que se reía a mi lado que de entender cabalmente las peripecias de don Eliseo. El hombre y el mono se hicieron cada uno con un ojo y lo miraban todo de reojo: la serie y la gachí, lo que suele ser fatal para el balance de resultados. Ay, si yo hubiera sido más inteligente, pero inteligente de verdad. A esas cosas me refiero.

Eliseo es para el común de los espectadores un tipo inteligente: es maquiavélico, concienzudo, implacable. Le saltan chispas en la mirada. Cuando no es capaz de engatusar a los demás, los extorsiona o los desmantela. Siempre se sale con la suya. Pero yo niego la mayor: Eliseo no pasa de ser el encargado de un edificio en Buenos Aires. El tipo vive bien, desahogado, con plata en el banco, pero no es más que un solitario psicotizado. Un pobre hombre. Sus vecinos, a los que tanto subestima y zarandea, viven mucho mejor que él. Si esto es inteligencia, que bajen los dioses de la Pampa y lo vean.



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El amor de Andrea

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Como me aburría un huevo viendo “El amor de Andrea”, me dio por buscar Cádiz en el Google Maps y descubrí, sorprendido, porque nunca he estado allí, su geografía urbana tan peculiar. Iba a escribir que Cádiz se levanta sobre un istmo para hacer gala de mi ignorancia supina, pero antes de meter la pata, salvado por la campana de su catedral, Wikipedia me aclaró que Cádiz es en realidad una isla unida a la Isla del León por un tómbolo, que es un accidente geográfico ya olvidado -pero ahora recobrado- que estudiábamos en EGB. 

De hecho, hace dos veranos, ahora lo recuerdo, tuve que atravesar un tómbolo para acceder a la ciudad holandesa de Marken, que nada en un mar interior ya no sé si natural o artificial. Pero el guía, que iba más preocupado de señalarnos que en Marken vivía retirado Frank de Boer, el exjugador del Negreira C. F., no lo llamó así, sino otra cosa que ahora no logro recordar (quizá porque aquello, después de todo, no era un tómbolo, sino un dique artificial construido por esos hacendosos tan altos y tan rubios).

(Da igual: cuando algún día visite Cádiz y me quede maravillado por su singularidad geográfica, por la belleza de sus recodos, por la gracia y el salero de sus gentes, no creo que recuerde que por allí caminaba Andrea en busca de su padre, a ver si el gachó cumplía de una vez el régimen de visitas). 


- Las películas son más armoniosas que la vida, Alphonse. No hay atascos en los films, no hay tiempos muertos. Las películas avanzan como los trenes, ¿comprendes?, como los trenes en la noche. 

Lo decía François Truffaut en “La noche americana” y tenía más razón que un santo. O así debería ser, al menos, porque “El amor de Andrea” es un tren diurno que se pasa tres cuartos del metraje detenido en las estaciones. Es una película sobre gente que espera en salas de espera. A veces aguardan en despachos de abogados o en dependencias judiciales, pero también en playas, y en paseos marítimos, y en terrazas donde pega el solecito de la bahía, que hacen las veces de salas de espera naturales. Lo mejor de “El amor de Andrea” es que te convalida un recorrido virtual por Cádiz y te insufla unas ganas muy pre-veraniegas de conocer algún día la ciudad. 




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Un nuevo Dreyfus

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El facherío español aplaudió con las orejas este documental estrenado en el año 2015. Y eso que el tal Cyrille, según cuentan en internet, es un anarquista de izquierdas muy próximo a la línea de Noam Chomsky. Pero como el documental, para derribar la teoría oficial y proponer su propia paranoia, utiliza artículos de El Inmundo, vomitonas de EsFalange y vídeos colgados por TeleFranco, esta gentuza se vio de algún modo respaldada y sacó más banderas rojigualdas a los balcones. 

Como yo no frecuento la fachosfera -sólo los deportes de la COPE y la tertulia de La Cultureta- no me enteré de su existencia hasta que el otro día, después de ver “Nos vemos en otra vida”, me dio por refrescar los recuerdos de aquel atentado y de las pesquisas posteriores. Y, oh mi sorpresa, “El nuevo Dreyfus” salía en todos los gugleos que tantearas: daba lo mismo que buscaras “Trashorras” que “suicidas de Leganés” o “Pedro Jota mentiroso”. O incluso “ministros del PP con la cara más dura que el cemento armado”.

¿Pero qué coño es esto, me dije? Así que pinché, y reconozco que lo primero que leí me sedujo porque yo en su día también propuse una tercera vía para explicar las causas de la masacre. Lo que pasa es que como no soy cineasta ni tertuliano de los medios, mis explicaciones encontraron el escaso de eco de dos amigos incrédulos y tres parroquianos borrachos que ni siquiera me escuchaban en el bar. 

Cyrille Martin propone que fueron agentes de la CIA los que planearon la matanza y luego le echaron la culpa a cuatro desgraciados marroquíes que pasaban por allí (sic). Lo que pasa es que luego no nos explica la razón geoestratégica de tal atrocidad. Cyrille se enreda con la dichosa mochila que no explotó y ya pierde el rumbo y el oremus. Como en todas las paranoias, el argumento está forzado y cogido por los pelos. Empiezo a pensar que a este tipo le han contratado la Conferencia Episcopal y el IBEX 35 para seguir tocando los cojones, mantener viva la cruzada y esperar un nuevo turno de gobernanza para bajar todavía más los impuestos, que los yates y los putos de lujo se están poniendo por las nubes con la inflación que nos han traído los rojos. 




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Fallen leaves

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Las antípodas de España no están en Nueva Zelanda, sino en los países escandinavos, tan fríos ellos, tan limpios, tan civilizados. Si caváramos un túnel metafórico en vertical no terminaríamos en Wellington, sino en Helsinki, donde vive Kaurismäki. Nunca he estado en Escandinavia, pero en las películas aquello parece el reino de Jauja de los cuentos infantiles. Allí, aunque podrían, no atan a los perros con longaniza porque los perros escandinavos no necesitan ir atados y se valen por ellos mismos para salir a pasear y recoger sus cagarrutas.

En Finlandia el Estado invierte, las cosas funcionan, la gente es socialdemócrata de corazón. Allí, votar a la derecha es como aquí votar a Sumar, no te digo más. Incluso el diputado más díscolo entiende que las sociedades más felices son aquellas que mejor distribuyen la riqueza. Mientras que allí discuten por unos porcentajes del PIB o por unas décimas en los tramos impositivos, aquí todavía estamos valorando si robar al ciudadano sale gratis o si el señor obispo puede encular a los chavales con total impunidad. Es como el siglo XXII conviviendo con la Edad Media en el mismo espacio Schengen. 

(En Finlandia -que ya es el cagarse, el no va más del progreso científico- hay incluso tranvías que llegan puntuales a la hora, mientras que aquí, en La Pedanía, los autobuses son cada vez más escasos y más impuntuales y dentro de nada los suprimirán en aras de la libertad individual. “Me va usted a decir a mí a qué hora tengo que coger yo un transporte...”)..

Es por eso que sospecho que las películas de Aki Kaurismäki están financiadas por la Comunidad de Madrid para hacer contrapropaganda del Estado del Bienestar. En eso se van los impuestos de los madrileños, en lugar de a construir hospitales o guarderías. El ejemplo escandinavo no puede cundir en nuestros corazones, así que Kaurismäki recibe la paga y se empeña una y otra vez en convencernos de que allí los alcohólicos campan a sus anchas, los empresarios explotan a sus trabajadores y las rubias finlandesas, a poco que las vistas un poco desastradas, ya no brillan tanto bajo los rayos del sol mezquino de esas latitudes. Pura propaganda, ya digo. 





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Trenque Lauquen

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Trenque Lauquen es una ciudad de la Pampa argentina, y también la película de cuatro horas y pico que transcurre entre sus calles y sus inmediaciones muy llanas y despojadas de árboles. El paisaje podría ser perfectamente Tierra de Campos, la patria de mis ancestros con boina y de mis ancestras con moño. Quizá por eso me quedé enganchado a la película: porque algo dentro de mí -un gen de la planicie, un ADN del páramo improductivo- me hacía partícipe de esta locura transitoria que viven los personajes. Sobre todo la locura principal, la de Paula, la bióloga que es como una veleta clavada en mitad de la pradera, a merced de los vientos. Una mujer tan atrayente como inestable; tan adorable como fugaz; deliciosamente inquieta y fastidiosamente desnortada. Poesía en movimiento, cuando habla, y retortijón de tripas, cuando tratas de entenderla. Hay mujeres “ansí”, como dicen en el agro.

Mi teoría, a falta del refrendo de las autoridades académicas, pero muy adecuada para explicar lo que sucede en "Trenque Lauquen", es que las montañas producen imbéciles y los páramos enajenados. Mayormente, quiero decir, porque también hay locos por los riscos y mermadas por las llanuras. Las montañas, hasta hace nada, aislaban valles donde la endogamia hizo muchos estragos en el cociente intelectual. Yo vivo en la confluencia de varios valles que desembocan en la civilización y sé muy bien de lo que hablo... Los paisajes abiertos, en cambio, son más propicios para criar orates y desquiciadas. No sé que tiene el horizonte despejado, la canícula sin protección, el viento sin parapeto, que también provoca estragos en las meninges, en este caso en las regiones de la lucidez. También sé de lo que hablo porque ya digo que casi todos mis ancestros proceden de la anchura de Castilla, o de las anchuras de León, que están separadas por apenas un sembrado de cereal.

“Trenque Lauquen” no hay cristiano que la soporte vista de corrido. Ya digo que son cuatro horas y pico de metraje. Apenas quedan culos y vejigas que soporten tamaño desafío. Hay que trocearla a gusto del espectador. Es como uno de esos libros que te absorbe lo abras por donde lo abras. Hoy puedes leer diez páginas, mañana una, pasado cien...





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Bellas Artes

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¿Qué es arte? Pues todo y nada. Andy Warhol explicaba a quien quisiera oírle que sus cuadros de la sopa Campbell eran arte, pero que la misma lata en el supermercado también lo era. La diferencia es que sus cuadros valían millones de dólares y las latas de sopa solo un puñado de centavos. En un diálogo de “Bellas artes” se recuerda que el precio de las cosas depende de lo que uno esté dispuesto a pagar. Algunos pagamos un abono carísimo a Movistar + solo para ver los pases cruzados de Toni Kroos desde el círculo central. Eso, por ejemplo, también es arte. Y reto en duelo a quien venga a decirme lo contrario.

Arte es lo que pintaba Picasso, pero también lo que dibuja un niño en su clase de preescolar. Arte, al final, es lo que unos tipos llamados críticos dicen que es arte. ¿Y quiénes son estos tipos y estas tipas (me niego a decir tipes)?: pues la gente que escribe en las revistas de arte, que monta galerías, que comparece en tertulias de conceptos muy elevados. Es un misterio. Es una pura tautología. Suponemos que el arte es un rollo de tendencias burguesas, de egos que entran en lucha, de negocios que trafican con el valor de las cosas... En otra película de Cohn y los hermanos Duprat que se titulaba “El artista”, la aristocracia del arte bonaerense confundía los dibujos de un enfermo de Alzheimer con las obras provocativas y geniales de un joven con mucho talento. Es un poco así.

“Bellas artes” no es solo una reflexión sobre la impostura de los artistas y de quienes los clasifican como tales. También es -y quien haya visto el último episodio lo entenderá- un monumento a la estupidez humana. A la bajeza y a la estulticia. La Segunda Ley de la Estupidez enunciada por Carlo Cipolla decía que “la probabilidad de que una persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica propia de dicha persona”. Estúpido puede ser alguien que trabaja en el Museo Iberoamericano de Arte Moderno y también, -con muchas más papeletas, eso sí- en mi centro de trabajo habitual. Puede ser un subalterno o la misma ministra del Gobierno; un sexagenario heterosexual o una podemita con un piercing en la nariz. Aquí no se libra ni Dios.





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