Crematorio

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1. El pueblo valenciano, en las últimas elecciones autonómicas, volvió a gritar "¡Vivan las "caenas"!". Lo suyo es como una tara, como una tontuna electoral. También es verdad que yo vivo en Castilla y León y no puedo hablar demasiado alto. 

Los valencianos prefieren que les gobierne esta gentuza de “Crematorio” antes que la gente (más o menos) decente que vela por el equilibrio. Ése es el trasfondo fatal de la democracia: que la gente es imbécil del culo y por tanto manipulable. Si la democracia no funcionara, los constructores ya la hubieran demolido. Al votante se le puede comprar, engañar, conducir por el carril... A fin de cuentas, ganado. 

Es verdad que esta gentuza dice lo mismo cuando ganan nuestros partidos, pero usted y yo sabemos que no hay punto de comparación. Cuando Vargas Llosa dice que hay que “votar bien”, se refiere a que hay que votar a políticos corruptos que sostengan a gentuza como Rubén Bertomeu y toda su puta familia. 

2. En “Crematorio” no se salva nadie. Ellos son todos unos cabronazos, y ellas todas unas putas cegadas por el dinero. Sólo el personaje de Collado merece un momento de compasión, porque quién, ay, no se ha enamorado alguna vez de una prostituta que le utilizaba... 

Y cuando digo prostitutas no me refiero sólo a las que viven esclavizadas y maltratadas en un burdel. Puta es un concepto muy amplio. Algunas han llegado a ser alcaldesas o presidentas de comunidad autónoma. 

3. ¿He dicho que no se salva nadie en "Crematorio"? Se me olvidaba el señor Cubells, my hero, el último mohicano que defiende su casita en la playa a punta de escopeta. ¿Hasta cuándo vamos a aplazar el homenaje, la estatua de bronce erigida por suscripción popular que sin duda se merece?

4. Las feministas del año 2011, cuando se estrenó “Crematorio”, abogaban por un cine en el que a cada par de tetas en pantalla le acompañara la polla de su amante. Era lo justo y yo comulgaba con ellas. En “Crematorio” hay un par de desnudos femeninos históricos, de los que ya no volverán. Pero no hay contrapartida masculina y yo aplaudo que se quejaran. Luego vino el #MeToo y con él las feministas almorávides. Su solución fue que ya nadie se desnudara. La cosificación y todo eso... Las monjas salieron de los conventos y asaltaron la política. 




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The Bear. Temporada 2

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Viendo la segunda temporada de “The Bear” no hacía más que pensar en el colegio donde trabajo. Una risa...

Pero antes de empezar a repartir cera, tengo que decir que yo mismo, en el restaurante de Carmy Berzatto,  no pararía de romper platos, traspapelar pedidos o quemar estofados en el horno. Además de funcionario siempre he sido muy torpe con las manos. Si el pan de mis hijos -es un decir- dependiera de trabajar en su flamante restaurante, sería mejor ir buscándoles una inclusa o un padre sustituto. Yo sería como Coco en aquellos sketches de “Barrio Sésamo" donde hacía de camarero incompetente. Nunca he estado para esos ritmos. Aquí, en el colegio, nadie lo está. Pero yo, al menos, como otros cuantos veteranos de guerra, vengo a trabajar todos los días.

Hay un chiste de Forges en el que se ve a dos tipos en una oficina leyendo el periódico: uno tiene los pies sobre la mesa y el otro no. La pregunta es: ¿cuál de los dos es el funcionario interino y cuál el que tiene plaza fija? El chiste es genial, pero no refleja del todo la realidad de este colegio: aquí serías incapaz de distinguirlos. Aquí el chiste sería: un funcionario siempre escoge los viernes para acompañar a un familiar al médico y otro siempre escoge los lunes para tener unas ligeras molestias en el estómago. El objetivo, en cualquier caso, es convertir todos los fines de semana en puentes de guardar. ¿Cuál es la maestra interina y cuál la que aprobó la oposición? Ya digo: es imposible distinguirlas. Las mañas de la gente más veterana se aprenden cagando leches. Si de pronto nos reconvirtieran en un restaurante como "The Bear" sólo podríamos abrir de martes a jueves por falta de personal.

Al final, por fortuna, aquí no hay que cocinar a los alumnos para luego trocearlos en finas lonchas sobre una base de alcaparras con destilado de melón indonesio.  A veces basta con devolverlos sanos y salvos a sus casas, y para eso sólo se requiere un mínimo de personal cualificado. Ellos, y ellas, son la condición necesaria para que cualquier negocio lucrativo o asistencial mantenga las puertas abiertas y se disimule el despropósito.





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Picasso: The Beauty and the Beast

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Hace un par de años, en el Museo Madame Tussaud de Ámsterdam, mi pareja de entonces no quiso posar junto al Picasso de cera que allí taladra con la mirada a los visitantes. Es más: ni siquiera quiso comprobar si el parecido artístico seguía ajustándose al patrón de calidad europeo o si era una chapuza al estilo del Museo de Cera de Madrid, donde cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia y además te la cobran doble con la entrada.

Mi compañera -vamos a llamarla Ninotchka porque era tan roja de palabra como entusiasta de la moda de París- hizo unos aspavientos muy raros al toparse con don Pablo y pegó dos zancadas de atleta olímpica para alejarse mientras musitaba en un castellano ya extinguido en los territorios de Flandes:

- Maldito maltratador, la puta que te parió...

A mí me pareció que sobreactuaba un poco, pero tampoco quise quitarle la razón moral en el asunto. Don Pablo, ciertamente, era un genio del arte, pero también un pichabrava bastante machista y desconsiderado con las mujeres (el documental, en ese asunto, aunque alguna entrevistada parece quedarse con las ganas, no pasa a mayores con los adjetivos des-calificativos).

Lo desconcertante, lo contradictorio, lo que a mí siempre me carga de razones para no separar jamás al artista de su obra porque entonces nos quedaríamos sin nadie a quien admirar, es que Ninotchka sí se detuvo a hacerle varias cucamonas a la figura de Dalí, que fue un fascista de tomo y lomo, y a la réplica de Kate Middelton y del príncipe Guillermo, que son dos sátrapas que viven de exprimir el sueldo de sus súbditos, y también, ay, nunca lo olvidaré, a la escultura bañada en Fanta naranja de Donald Trump, al que entonces ya creíamos una cucaracha extinguida del Precámbrico y nos tomamos -eso es verdad- un poco a chirigota.

No sé... Las feministas almorávides la han tomado con Picasso y presumo que dentro de poco cualquier documental que no lo denigre y pida la quema de sus obras ya no podrá ser emitido en televisión. Así que habrá que aprovechar estas oportunidades para enterarse un poco de los entresijos geniales y mundanos de Picasso, al que le quedan cuatro telediarios en Canal Red para ser desposeído de su aura.




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La música de John Williams

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John Williams ha ido componiendo durante 52 años la banda sonora de mi vida. Ya no hará falta componer otras músicas cuando rueden una película basada en mis peripecias provinciales. Bastará con ir intercalando las piezas del maestro para dar a entender mis edades y mis estados de ánimo. A cada etapa de mi viaje le corresponderá una música inolvidable del maestro: una que resalte el amor o el desamor, el remanso de paz o el ajetreo en la alegría. Lo sorprendente o lo previsible. Las epopeyas o los ridículos espantosos.

John Williams siempre ha estado ahí, en mis pantallas, poniéndole música a los extraterrestres y a Darth Vader, a Supermán y a los dinosaurios, a los tiburones y a los magos, y a los muggles. A los judíos asesinados en el Holocausto y al indómito Indiana Jones que luchaba contra sus verdugos.

Yo siempre cuento que nací dos veces: una en el hospital de León y otra en el cine Pasaje, en las navidades de 1977. Yo tenía entonces cinco años y es mi primer recuerdo fosilizado. El que sé que no es inducido por los demás o recompuesto por mi memoria. Recuerdo a los mil espectadores que se iban sentando en las butacas y que de pronto se vieron sorprendidos por la penumbra galáctica; recuerdo el sottovoce de los últimos chismorreos, y en la pantalla, sobre el espacio infinito, unas letras amarillas que decían “Star Wars” en un inglés todavía venusiano; y de pronto, como surgida de una nave espacial, la fanfarria que anunciaba que estábamos a punto a ver muchas aventuras y romances con princesas.

Aquella fanfarria también anunciaba -pero eso sólo lo supe yo - que allí mismo, en una butaca gratuita, porque mi padre trabajaba en la empresa y teníamos ese chollo, había un niño que nacía para el cine y al mismo tiempo para la segunda parte de su vida, ya la consciente, la autodocumentada, pero también la más alejada del propio vivir, convencida de que hay más verdad y más belleza en las películas que en la vida misma. Porque en el cine transcurren los sueños y las fantasías, las vidas más plenas y divertidas de los demás, y suele haber una música maravillosa que las acompaña.  





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Simple Minds: cuando todo es posible

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De niño ya me gustaban los “Simple Minds”. De hecho, fue una especie de milagro precognitivo y musical, porque me gustaban incluso antes de saber que existían y que provenían de la clase más guerrillera del puerto de Glasgow. 

Cuando mi padre volvía del trabajo encendía el transistor de la cocina para cenar y justo entonces sonaba la sintonía de “Supergarcía en la hora cero”, aquel programa donde el Butano impartía justicia divina como un profeta salido del Antiguo Testamento. Mi padre se cagaba en él a todas horas pero nunca dejaba de escucharle. A mí me pasó lo mismo cuando entré en la adolescencia y luego tuve que iniciar un tratamiento para desintoxicarme.

Tardé muchos años en saber que aquella sintonía era el “Love song” de “Simple Minds”: una música tecno-pop y pegadiza que todavía hoy, cuarenta años después, aunque jamás suene en las radio-fórmulas de la nostalgia, puedo tararear sin temor a equivocarme.

Años más tarde, cuando por fin supe que los “Simple Minds” habían formado parte de la banda sonora de mi infancia junto a las canciones de Miliki y “La vuelta al mundo de Willy Fog” de Mocedades, ya me gustaban otras canciones del grupo. “Waterfront” o “Alive & kicking”, por ejemplo, eran dos maravillas de las que yo no entendía ni papa de la letra pero que me erizaban el vello musical cuando sonaban en “Los 40 principales” a  lo largo de la semana y luego en el “American top 40” que daban los sábados por la tarde para que fuéramos anticipando los éxitos trasatlánticos que estaban por llegar.

Mis compañeros de los Maristas confundían todo el rato a los “Simple Minds” con los “Simply Red” y a mí aquello me parecía un pecado mortal que habría que confesar al padre Ángel cuando nos llevaban a la capilla como a presos de conciencia. Los más fachas me decían que yo era tan "simply" y tan "red" que no tenía escapatoria musical. Que estaba condenado de natura a mis gustos sin refinamiento. Eran unos hijos de puta -y seguramente lo seguirán siendo- pero al menos tenían cierta gracia cuando malmetían.





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Friedkin sin censuras

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Desde que llegó la fibra óptica a La Pedanía -hará cosa de un año- tengo acceso a un montón de documentales cinéfilos que antes, pagando el mismo dineral pero castigado por la tecnología achelense de la parabólica, no podía disfrutar. 

Es por eso que ahora, cuando me pongo a comer y no tengo deportes en Movistar + que echarme al coleto, me entretengo buceando en la filmografía de mis estrellas predilectas. Haría cualquier cosa con tal de no poner los telediarios compinchandos con el gran capital. Incluso el telediario de La 1 -redactado al parecer desde Caracas- abjura del socialismo como remedio para los males que nos aquejan: los alquileres, y el precio de la luz, y la fuga de capitales, y el aceite de oliva tan caro como el oro. 

Estos días, mientras nutría mi cuerpo, alimentaba mi espíritu con “Friedkin sin censuras”, un documental estrenado hace ya 6 años en el resto del mundo. Es decir: cuando yo aún vivía en el Paleolítico Superior.  Por entonces don William aún estaba vivo y se paseaba por los festivales europeos para recibir los últimos homenajes. 

Yo pensaba que después de haber rodado “The Devil and Father Amorth” -aquel documental sobre el exorcista del Vaticano que imitaba al padre Merrin- William Friedkin se había vuelto majareta perdido y había entrado en un período nebuloso de la razón, todo ángeles y demonios que le visitaban. Pero no. Estaba equivocado. O don William lo disimula de puta madre... Friedkin, a sus 83 años de entonces, responde con suma lucidez a las preguntas que le formulan. Y no sólo eso: destila mala leche cuando toca, y humor socarrón, y todavía tiene vigor para soltar un par de bofetones dialécticos -y muy bien traídos- a la peña de Hollywood que no le caía demasiado bien. 

Mejor así, porque los chalados, al final, siempre cometen un pecado mortal que les cierra las puertas del Cielo. Yahvé es, en eso, un dios implacable. Y William Friedkin se tenía bien ganado el cielo desde que rodó “French Connection” y “El exorcista”. Dos clásicos instantáneos. Dos películas que nunca pasarán de moda y que merecen un altar preferente en la iglesia de nuestras videotecas.




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La diplomática. Temporada 2

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En un salto dramático digno de Ramón Tamames, Keri Russell ha pasado de ser comunista en “The Americans” a detentar el cargo de embajadora de Estados Unidos en el Reino Unido. Su papel de diplomática al servicio del Imperio no es sólo un reto actoral, sino también atlético, al borde del deporte extremo, porque Keri se pasa la serie peregrinando de salón en salón y de reunión en reunión, cambiándose mil veces de peinado y de indumentaria -me chifla cuando va tan desastrada como yo- para acudir a la cena de gala o a consultar cosas alegales con los chicos de la CIA. 

Keri va siempre a pijo sacao, o a coño sacao, siempre desbordada en el último momento por un cliffhanger que anuncia el regreso vengativo del comunismo.

Max, mi antropoide interior, bebe los vientos por Keri Russell. Nos ha jodido... Ella es la mujer ideal que él desearía para mí. Max, por supuesto, es el Ello freudiano al que le cuesta aceptar la realidad. El niño antojadizo. El rijoso caprichoso. Yo trato de explicarle que mujeres como Keri, en las redes del amor, sólo las encuentras a 200 kilómetros de distancia y a varios pársecs de indiferencia. Pero Max, por su propia naturaleza psíquica, anclada en el antropoide más bien mastuerzo y soñador, se tapa sus orejotas y saca su lengua sonrosada para emitir un sonido gutural que me silencia y me desespera. 

Como yo -valga la redundancia- ejerzo de Yo freudiano en esta relación, tengo que explicarle que ahora está muy mal visto decir que tal actriz es muy guapa o que sale muy favorecida en las ficciones. Que eso, lejos de halagarla, la ofende y la cosifica. Pero como no me hace ni puto caso, tengo que asumir la responsabilidad de escribir que Keri Russell es una actriz soberbia que clava ese personaje que lo mismo riñe a su marido metomentodo que aguanta la bronca de C. J. Cregg, ahora ascendida a vicepresidenta del Gobierno. 

(En un momento de máxima tensión geoestratégica, el Primer Ministro de Gran Bretaña llamó a nuestra Keri “maldita esmirriada” y Max y yo saltamos al unísono del sofá muy ofendidos e  indignados. Él como paladín de su belleza y yo como don Quijote de su virtud).





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El último golpe

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Siempre he admirado a los hombres que saben hacer de todo. Los manitas de toda la vida. Si yo fuera una mujer heterosexual y torpe les preferiría por encima de cualquier otro. Para qué quieres la poesía, el bíceps, el sentido del humor... el dinero incluso, cuando necesitas la resolución ipsofáctica de un desarreglo cotidiano. Ni los retretes se desatascan con versos ni las hormigas se repelen a puñetazos. El sentido del humor no puede hacer nada cuando se inunda la cocina o aparece una gotera en el tejado. Amenizar la llegada del fontanero y poco más. El ideal sería casarse con un fontanero que bordase los chistes y clavase las imitaciones. 

Quizá admiro tanto a los manitas porque vivo -o malvivo- en el extremo opuesto de la campana de Gauss, incapaz de solucionar cualquier problema relacionado con la ingeniería. Woody Allen contaba que nunca supo cambiar la cinta de su máquina de escribir -yo apenas estoy dos percentiles por encima de su inutilidad-, y siempre tenía que recurrir a los amigos que pasaban por el apartamento, invitándoles a cenar a cambio del favor. 

Yo milito en ese mismo ejército de inútiles integrales, de hombres sin manos, de enredados neuronales, de pichas que se hacen un lío de continuo. El otro día se atascó el fregadero de mi cocina -estableciendo un círculo vicioso con el bombo de la lavadora- y así sigo, irresoluto, contemplativo, esperando que mi casero resuelva con la compañía de seguros mientras yo friego los cacharros en la ducha y acumulo ropa sucia en el cesto maloliente. Elegí un mal día para apuntarme a lo de Tinder...

En “El último golpe”, Gene Hackman interpreta a un hombre capacitado para sobrevivir a una explosión nuclear. David Mamet nunca rodó una secuela, pero me imagino a don Gene sobreviviendo en el universo de Mad Max como rey de alguna tribu majadera sólo porque es capaz de hacer de todo: fundir metales, barnizar maderas, pilotar barcos, armar explosivos, hacer torniquetes, butronear cajas fuertes... Es un decatleta de la mañosidad. La imbécil de su novia no sabe lo que se pierde al traicionarle. Hay mujeres muy desnortadas por ahí. 




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