Muertos S. L. Temporada 1

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“Muertos S. L.” es la serie ideal que nunca pudieron rodar Azcona y Berlanga. Es una pena que se nos hayan ido antes del boom de las plataformas. Que nadie les diera de beber a tiempo de la Fuente de la Edad.

En la Funeraria Torregrosa se hubieran sentido como peces en el agua. O como ranas en la charca. En un tanatorio se mezclan las clases sociales, se miente a destajo sobre los sentimientos y se producen situaciones fronterizas con el esperpento, y con todo eso, bien mezclado y envenenado, ellos nos hubieran regalado la serie perfecta del momento.

Yo me acordaba de ellos porque en “Muertos S. L.”, al igual que en sus películas inolvidables, todo el mundo va a lo suyo y no deja de dar por culo con sus problemas. Funeraria Torregrosa, como el vestuario del Madrid, como este mismo colegio donde yo trabajo –como cualquier amalgama de currantes en realidad- no es más que la colectivización transitoria de un sinfín de mezquindades y egoísmos. Azcona y Berlanga habrían mejorado el producto porque ellos tenían más mala baba que nadie, un alma más negra que el fondo de los pozos, y además sabían meter dos o tres conversaciones en cada plano: la cacofonía absoluta de los intereses humanos. El zoco donde todo el mundo vende y casi nadie compra. La verborrea como instrumento para hablar de mi libro y nada más que de mi libro. El lenguaje como punto de desencuentro y manipulación. Hacer que escuchas como gesto inútil pero necesario para convivir.

Aunque lo parezca, mi añoranza por Azcona y Berlanga no desmerece el humor negro y afilado que destila “Muertos S. L.”. Es una comedia muy recomendable a la que he tardado en llegar porque tengo mil prejuicios enraizados en la sesera. La había descartado por completo hasta que el otro día, en el bar, mi amigo me insistió una y otra vez para que le diera una oportunidad.

- A ti te van esos personajes como el de Carlos Areces, que provocan más vergüenza ajena que ganas de reír.

Y añadió:

- Y además sale mucho la Torrebejano. Adriana, se llama, ¿ no?

Y él sabe que por ahí muere mi pez y duda mucho el pecador de la pradera. 




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Pasaje a la India

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Hace años, cuando vivíamos por encima de nuestras posibilidades, se puso de moda entre mis compañeras de trabajo viajar a la India en vacaciones. Decían que era para encontrarse a sí mismas, para hallar la paz espiritual que Occidente les denegaba. Eso sí: se gastaban un dineral muy materialista entre viajes y alojamientos. 

Yo, en cambio, prefería encontrarme a mí mismo dentro de casa -que es mucho más fácil- y romper el cerdito de los billetes para irme unos días a Gijón, a ver el mar y a comerme unas sardinas. Visto el mar Cantábrico -me consolaba en el “Elogio del horizonte”- visto también el océano Índico.

El primer día de curso ellas nos enseñaban sus fotos en el Taj Mahal o en un mercado de frutas con muchos colores. Las más jóvenes, como Judy Davis en la película, se subían a elefantes engalanados y hacían el gesto de la victoria con una mano mientras con la otra se aferraban a los cuatro pelos del animal. Según ellas, todo era chupiguay en la India: el candor de la gente y la indiferencia por lo material. Pero cuando les preguntabas por las serpientes, por los mosquitos, por el calor insoportable, por las úlceras de los pobres, por el hedor del Ganges o por los buitres al servicio de doña Teresa, mis compañeras cambiaban de tercio y te decían que ya era hora de ponerse a trabajar. 

Viendo todo aquello me hice el solemne juramento de visitar la India sólo si Charlize Theron me invitaba a pasar un fin de semana en su casa del Himalaya. Si no, me iría antes a Tayikistán, o a Kirguizistán, que al menos tienen paisajes esteparios muy parecidos a los eriales de mi infancia. Buscando estatuas de Lenin y cocidos de la tierra me lo pasaría mucho mejor que paseando todo el día pendiente de pisar un mendigo o un alacrán de picadura definitiva.

(“Pasaje a la India” fue la última película de David Lean. No sale mucho la India, pero sí Judy Davis, que luce la mar de guapa. También sale un brahmán que dice ser primo de Obi-Wan Kenobi. Por su contenido reaccionario nunca la emitirán en Canal Red, pero tampoco en 13 TV, porque allí sólo ponen pelis de indios de Norteamérica -y no de la India- y de los colonos que los asesinaban a mansalva).





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La hoguera de las vanidades

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“La hoguera de las vanidades” no es tan mala como la pintan. Y aunque es verdad que estuvo nominada a los premios Razzie de 1990, yo les recomiendo que no hagan mucho caso a los entendidos. Juzguen ustedes mismos. 

Recuerdo que en su día le llovieron tantos palos que al final fui al cine sintiéndome culpable, empujado por la pura morbosidad. Fue como entrar en un puticlub mientras los sacerdotes ladran a la puerta. Ni siquiera recuerdo si entonces me gustó. La tenía completamente olvidada. El olvido es muy mal síntoma, pero estimula estos rescates. A veces hace falta crecer para comprender ciertas cosas. 

Lo que sí recuerdo es que cuando se estrenó “La hoguera de las vanidades”, todo el mundo, de repente, decía haber leído la novela de Tom Wolfe – que es un tocho del copón- y argumentaba que la adaptación de Brian de Palma era indigna y traicionera. Años antes ya había pasado lo mismo con “El nombre de la rosa”... De pronto todo el mundo era medievalista y lector de Umberto Eco en la intimidad. Para que luego digan que la gente ya no lee.

El debate de las adaptaciones es tan viejo como el cagar y no tiene solución. Me aburre. La novela es una cosa; el cine, otra. La imaginación de quien escribe no tiene por qué coincidir con la imaginación de quien dirige. Además, hay novelas como “La hoguera de las navidades” -por cierto, no la he leído- que necesitarían una serie moderna para ser desarrollada hasta el último párrafo. Y en 1990 las series de la tele eran una cosa que ya preferimos no recordar.

Sea como sea, conviene revisar “La hoguera de las vanidades”. Habla del racismo y del linchamiento de los inocentes. Parece el negativo fotográfico de “Matar a un ruiseñor” porque aquí el inocente racializado es un caucásico ricachón. Para el caso, da igual. Antes de ser un actor respetable, Tom Hanks bordó aquí su papel de condenado sin pruebas que lo condenen. En España esto ahora es muy común. Las almorávides dicen que hemos avanzado, pero yo creo que hemos retrocedido algo así como siete pueblos y una gran ciudad como Nueva York.




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Todo por un sueño

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Cuatro años antes de que Letizia Ortiz presentara los informativos nocturnos en CNN+, Suzanne Stone, también muy rubia y muy desenvuelta, con aspiraciones igual de elevadas en la vida, presentaba la información del tiempo en una cadena local de New Hampshire. 

Es más: cuando Suzanne Stone, la mala de la película, perora ante la cámara guarda un parecido físico más que razonable con doña Letizia. Al menos a mí me lo parece. Las dos, además, esconden un ego desmedido que las convierte en unas trepas de cuidado. La diferencia es que una perdió la vida en el intento y otra llegó a ser reina consorte de Todas las Españas. Por un lado, el destino trágico; por otro, la unidad de destino en lo universal. 

Suzanne y Letizia desarrollaron sus carreras en los viejos tiempos del heteropatriarcado, así que no tuvieron más remedio que acostarse con un hombre para alcanzar sus objetivos. Pero claro: menuda diferencia entre el tarugo del instituto americano y el príncipe europeo que estaba de holganza frente a la tele. Como de comer a mirar. Uno medio lelo y con el labio partido y el otro capitán de los Ejércitos y como importado de Noruega. 

También es verdad que Suzanne era medio boba y alicorta, mientras que Letizia, según cuentan las crónicas de palacio, es una inteligencia desgrasada que deja patidifusos a los periodistas, y a decir de las marujas que siguen sus andanzas, una madraza como pocas, preocupada todo el día por el futuro incierto de las infantas.

 “Todo por un sueño” es un título que vale para resumir la vida de Suzanne Stone y también la de nuestra reina consorte. Las dos son mujeres decididas que lo dejaron todo por un sueño. Después de asesinar al lerdo de su marido, Suzanne Stone se dejó literalmente la vida por ascender en su profesión; Letizia, por su parte, para ascender en la pirámide social y clavarse la punta en el susodicho, se dejó por el camino los valores republicanos y los viejos juramentos de pertenencia al populacho.





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Aniquilación

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“Aniquilación” cuenta la historia de una extraña invasión extraterrestre y de un comando de intrépidas mujeres -algo así como un cuerpo especial de Cazafantasmas- que se acercan a los territorios ocupados para comprender la naturaleza última del invasor. 

Antes que ellas ya han caído varios comandos experimentados, así que parece una misión suicida, y de hecho lo es, pero ellas van tan contentas porque una de dos: o han perdido al amor de su vida o no quieren perderse el espectáculo. 

El invasor, de momento, no tiene ojos ni cara. Es más bien una fuerza biológica, un ente que progresa alterando el genoma básico de la naturaleza, convirtiendo el agua en vino y las personas en rosales. En los ecosistemas por donde se ha extendido su influencia -de momento sólo una playa y un trozo de bosque- aparecen maravillas tales como osos que hablan e intestinos que se mueven como culebras. 

Armada de un microscopio de campaña que contempla la evolución loca de los genomas, Natalie Portman hablará mucho de los genes HOX a la concurrencia. Los genes HOX determinan la estructura básica de nuestro cuerpo y básicamente nos emparentan con nuestras mascotas: la boca a un extremo, el culo al otro, el abdomen en el medio, las patas a los costados... Modificar los genes HOX es como jugar a ser Dios. O ser Dios mismo... Supone reinventar la naturaleza y ponerla -literalmente- patas arriba. 

Todo esto parece muy interesante, pero en realidad no lo es. La trama avanza si no te haces ninguna pregunta y te lo tragas todo sin masticar. “Aniquilación” es una película carente de sentido porque aquí la verdadera maravilla biológica es Natalie Portman, y no la fuerza extraña que vino de otro planeta. Natalie Portman es la reformulación mágica del ser humano -quizá la avanzadilla hacia un nuevo paso evolutivo- y sin embargo nadie parece percatarse de ello. Sus compañeras van como ciegas a contemplar la obra del alienígena sin comprender que el verdadero milagro genético camina a su lado dispuesto a inmolarse por amor. Una belleza inmortal, ay, y una pérdida catastrófica. 

Natalie...



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Truelove

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Los llamamos amores verdaderos y todavía no sé por qué. ¿Para distinguirlos de los falsos? Menuda tontería. Todos los amores son verdaderos porque si son falsos ya no serían amores. La veracidad va implícita en la definición. Es curioso que no establezcamos esa diferencia con el odio, que es su sentimiento hermanado. Jamás decimos “odio verdadero” para distinguirlo del odio a secas, o del odio menos beligerante. El odio es prístino y categórico.

Al amor, en cambio, lo dividimos en mil categorías inservibles.  Una de ellas es su duración. ¿Y qué más da?  “De fin de mi vida/de fin de semana”, cantaba Javier Krahe cuando recordaba los suyos en “Abajo el alzhéimer”. Que levante la mano quien no haya tenido un amor indudable que sólo haya durado un par de segundos, cruzando un paso de cebra o esperando turno en una panadería. Amores, y por tanto amores verdaderos, yo diría que hemos tenido cientos, o miles, a lo largo de la vida, y no siempre los más largos han sido los más arrebatados. Yo mismo, una vez, estuve dispuesto a dejar mi vida entera a cambio de una sonrisa anónima y sostenida. 

“Truelove”, por tanto, es una serie de título redundante, y además un poco confuso, porque en el original se escribe “Truelove”, todo junto, mientras que en las páginas hispanohablantes lo escriben separado “True love”, lo que no sé si es un detalle sin importancia o una cuestión semántica que explica la doble vía de la trama. 

Las sinopsis hablan de un grupo de ancianos que han decidido matarse unos a otros cuando vayan enfermando y no quieran sufrir más. Pero eso sólo es el banderín de enganche. La serie, poco a poco, va girando hacia el único tema que a mí ya me conmueve en las ficciones (y casi en la vida real): el del amor perdido o traicionado. Si es cierto que todos los amores son verdaderos, también es cierto que sólo hay uno que reina sobre los demás. El primus inter pares. Si no sabes cuál es, pregúntate cuál es el que más te dolió al perderlo. La estaca de Van Helsing más profunda y afilada. 



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Cónclave

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El año pasado, en este colegio donde trabajo, también se produjo un cónclave para elegir al nuevo pastor de nuestro rebaño. Nuestra papisa de entonces no pasó a mejor vida con las manos entrelazadas, pero sí decidió que estaba cansada de poner orden entre tantos intereses contrapuestos. Una buena mañana reunió a la curia en la sala de profesores, anunció que había pedido plaza en el concurso de traslados y nos dijo que allá nos apañáramos todos y todas con su sucesión.  

Se nos cayó el alma de los pies. Sobre todo a mí, el Decano, que por estricto orden sucesorio era el señalado para lucir con muy poco garbo el blanco solideo. Porque aquí, en realidad, no hay cónclaves decisivos más allá de las intrigas que se perpetran por los pasillos. Aquí todo sigue un estricto orden burocrático que viene plasmado en las ordenanzas. Da igual que no quieras aceptar o que te pongas a suplicar de rodillas: el hombre propone y Valladolid dispone. 

Pero no sólo yo me acojoné y decidí ahuecar el ala. Aquí, a diferencia de los cardenales muy ambiciosos de "Cónclave", nadie estaba dispuesto a dirigir una iglesia como la nuestra, atravesada por todo tipo de orgullos y herejías. Los más capaces ya no creen y los más incapaces se desmandan en nombre de la fe. Y además, el cargo apenas tiene reconocimiento profesional: te pagan cuatro chavos por la labor y te arruinan la vida personal para estar todo el santo día preocupado. Aquí no es el Espíritu Santo el que desciende sobre tu cabeza, sino un grajo negrísimo que tiene su nido en un árbol de nuestro patio.

Al igual que yo, todo el mundo pidió plaza en el concurso de traslados. Fueron meses de mucha incertidumbre. De dimes y diretes. De lloros acongojados y de maletas predispuestas. Un día solicitamos a la papisa dimisionaria un cónclave para aclarar la situación. Para ver si a última hora alguien se ofrecía a llevar la pesada carga sobre sus hombros. Las esperanzas eran mínimas, pero de pronto, entre la curia, la persona más insospechada alzó su vocecita y se juzgó digna de proponerse en sacrificio. No sonaron campanas en el cielo, pero yo sentí, por primera vez en años, que Dios se había hecho presente entre nosotros. Alabado sea.





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Longlegs

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La gente que dice escuchar la voz de Dios siempre me ha dado mucho miedo. Lo mismo los curas del colegio que los tronados que aún sigo topando por la vida. Son imprevisibles y torticeros. Hace años parecían una especie en vías de extinción, pero han resurgido en el ecosistema como si hubieran hibernado para coger fuerzas renovadas.

La suya es una esquizofrenia como cualquier otra, pero sin diagnóstico clínico, tolerada por el Estado y protegida por el Concordato. Si dices que Napoleón vive dentro de tu cabeza y que te susurra estrategias de batalla o versos guarros para Josefina, te meten directamente en el manicomio. En cambio, si dices que eres un intérprete de la Verdad Revelada te toman por un hombre de fe y te dejan ir libre por la calle. Y si además aprendes latín y te cuelgas un crucifijo del cuello, puedes llegar a obispo y pegarte la vida padre sin renunciar a los placeres carnales que denuncias en los demás. 

Hay otra minoría de esquizofrénicos también protegidos por la psiquiatría que dicen escuchar no la voz de Dios, sino la de Satanás, que es su rival radiofónico en las madrugadas. Si Dios dice que ha sido penalti, ellos prefieren escuchar que el árbitro se equivocó. Es un poco así. Después de todo, el Bien y el Mal sólo son dos interpretaciones del reglamento. Existe una guía básica para que no nos matemos a garrotazos y el resto es interpretable y muy rico en tonos de gris. 

“Longlegs” es una película de terror que protagoniza un psicópata satánico sacado del manual. Todo esto ya lo hemos visto mil veces, pero esta vez, no sé cómo, he conseguido centrarme en sus andanzas. La psicogénesis peculiar de Longlegs se debe a que él prefería sintonizar Radio Belcebú, que es mucho más beligerante que Onda Satanás con la vida terrenal.  Un psicópata belcebúquico siempre da mucho jugo en la ficción porque despliega histrionismos y verborreas que acojonan a cualquiera, pero a este lado de la tele me provocan más terror -porque son muchos más, y además más sibilinos- los asesinos que dicen hablar por boca de los dioses benevolentes.





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