Laberinto en llamas

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Apenas hace un mes que Kevin McKay perdió a su padre tras una larga enfermedad. Llevaba veinte años sin hablar con él, pero un padre, cuando se muere, siempre es un padre. La pena en estos casos es insidiosa e inevitable. 

A Kevin se le ha sumado la pena con la mala vida y se le ve desastrado, mal afeitado, como si comiera mal o ingiriera productos inadecuados. Su madre, además, empieza a dar síntomas de demencia y su hijo adolescente, al que solo disfruta un fin de semana de cada dos, no solo le niega la palabra sino que además le insulta con esa vesania atroz que sólo poseen los hijos americanos.

Kevin McKay, por si fuera poco, está a punto de perder su trabajo como conductor del autobús escolar. En una misma mañana recibe una bronca mayúscula de la supervisora y una llamada de la veterinaria para decirle que su perro no tiene solución y que es mejor sacrificarlo. Y en el horizonte, mientras conduce camino del colegio, surgen unas llamas pavorosas que son como la metáfora de su propia vida que se quema...  

Chiquito de la Calzada siempre decía que una mala tarde la tiene cualquiera, pero quedaba implícita la idea de que también se podía tener una mala noche o una mala mañana como ésta de Kevin McKay en California.

Luego, la película, se reconvierte en una de aventuras con autobús escolar escapando del fuego y de la muerte. Una de Paul Greengrass de toda la vida, con su montaje frenético y su tensión in crescendo. Su título original es “The lost bus”, pero aquí, por aquello de buscar el morbo y la confusión, la han titulado “Laberinto en llamas” para ver si la gente se pensaba que esto era un thriller erótico con mucho folleteo. Había una película de Almodóvar titulada “Laberinto de pasiones” y una serie con Úrsula Corberó que se llamaba “El cuerpo en llamas”. No sé... Asociaciones... 

Yo, por mi parte, me acordé de aquel autobús escolar que Supermán libraba de caer por el puente de San Francisco. Hace siete años, en los incendios terribles de California, Supermán debía de estar de vacaciones. O en El Ventorro, flirteando con una titi.




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Más allá de los dos minutos infinitos

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Yo también tengo un televisor que viaja dos minutos en el tiempo. Pero en mi caso no es un televisor japonés, sino coreano. Quién los distingue, de todos modos, cuando entras a comprarlos.

Cuando el Madrid marca un gol -o se lo marcan, o le dejan de pitar un penalti para que se cumpla lo pactado con Negreira- tengo que esperar dos minutos para poder comentar la jugada con mi hijo a través del WhatsApp. Si se lo comento al instante, le jodo la emoción. Él, no sé por qué, lleva dos minutos de retraso respecto a mi televisor. Y mi televisor, a su vez, por aquello de los satélites y de la velocidad de la luz, lleva varios segundos de desfase respecto a lo acontece en el Santiago Bernabéu o en las fortalezas miserables de los infieles. 

Mi hijo vive en León, y a León, desde La Pedanía, las emisiones electromagnéticas no deberían de tardar más de 0’000366 segundos en llegar. Me lo ha calculado la IA en el teléfono. Lo que pasa es que mi hijo ve los partidos en su ordenador, y aunque es un ordenador cojonudo y un dispositivo autorizado por Movistar +, está castigado por la tecnología a ir siempre dos minutos por detrás de la actualidad. 

Antes, con la antena parabólica, estas cosas tenían una explicación plausible y pertenecían a la ciencia pedestre de andar por casa. Pero ahora, con la fibra óptica, que debería llevarlo todo a la vez y a todas partes -como en aquel otro flipe de película- se producen desfases que sólo pueden ser explicados con la mecánica cuántica y otras teorías igual de complicadas.

Quiero decir que si nos comunicáramos por videollamada, y no por WhatsApp, mi hijo podría ver en mi televisor lo que está a dos minutos de acontecer en el suyo. Que me aspen si esto no es otro viaje más allá de los dos minutos infinitos... En esa hipotética videollamada -tan factible como jamás realizada- él no estaría hablando con su padre contemporáneo, sino con su padre del futuro: uno que ya sabe lo que nos espera de la vida transcurridos 120 segundos en el reloj.




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Un fantasma en la batalla

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Hace un par de semanas, en un programa cultural de la fachosfera, entrevistaron a Agustín Díaz Yanes para promocionar “Un fantasma en la batalla”. Los amigos, o amiguetes, le llamaban “Tano”; los demás, Agustín a secas. Digo esto porque algunas de esas amistades son... peligrosas, como aquellas de Choderlos de Laclos. No sé si “Tano” las aprecia de verdad o si al colgar el teléfono se olvidó de que existían.

Tratándose de una película sobre ETA me temía lo peor. Y lo peor, aunque tardó en llegar, era tal cual yo lo imaginaba. Mientras entrevistaron a “Tano” todo fue más o menos civilizado. Hablaron de la película como película y también como recordatorio de la barbarie. “Un fantasma en la batalla” es un thriller estimable pero también un documento de la época. A mi hijo, por ejemplo, que tiene 26 años, le hablas del terrorismo de ETA y es como si le hablaras, yo qué sé, del Muro de Berlín, o de los tecnócratas de Franco. De chaval, en los telediarios, él ya sólo conoció los asesinatos muy espaciados y desesperados.

Cuando despidieron a “Tano”, los tertulianos de la radio "plural" metieron un poco de publicidad y a la vuelta ya estaban todos atizándole al Gobierno. Estaba claro que no iban a desaprovechar la ocasión. A su izquierda todo es ETA y Pedro Sánchez es un hijoputa. No lo dicen exactamente así porque son cultos y refinados,  pero su audiencia no es tonta y sabe completar los puntos suspensivos. Ni siquiera hace falta que los amos les llamen por teléfono. Ellos son como son y ya saben dónde están. Se juegan el pan de sus hijos y yo esas cosas las entiendo. Lo que me jode es el oportunismo y la contradicción. Toda esta gentuza se tiró años pidiendo que la izquierda abertzale rechazara las armas y entrara en el juego democrático; y ahora que lo han hecho, lo que piden, casi a gritos, es marginarlos para ver si vuelven al monte y empuñan de nuevo la Parabellum. 

El terrorismo fue muchas cosas terribles, pero también un negocio cojonudo. Una excusa patriotera. La sonrisa maligna del facherío.




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El hijo del siglo

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Le he puesto cinco estrellas pero reconozco que el primer episodio me descolocó. Esperaba una recreación que siguiera al pie de la letra lo escrito por Antonio Scurati y encontré una narración distorsionada en la que Mussolini rompe continuamente la cuarta pared para confesarnos sus pensamientos inconfesables: su inteligencia rastrera y su olfato político al servicio de la barbarie. 

Si Milán, en la serie, parece el Gotham City de Batman, Mussolini es el Pingüino que trata de reinar en los bajos fondos de los mafiosos. Es una pena ya irremediable que los socialistas italianos no pudieran recurrir a Batman cada vez que los fascistas los apaleaban o los apuñalaban... La historia de la humanidad hubiera seguido quizá otros derroteros. Me temo, sin embargo, que Bruce Wayne se hubiera aliado en las palizas con las fuerzas del capital. Para ese millonario asqueroso, como para todos los demás, es mejor que impongan su ley los paramilitares ociosos que los rojos que distribuyen.

La banda sonora de “El hijo del siglo” es del siglo XXI, machacona y estroboscópica, pero los planos, retorcidos y esquinados, parecen sacados del viejo expresionismo alemán. Es una mezcla extraña entre lo viejo y lo nuevo. Pasado y presente conviven en el mismo plano como si no hubiera un siglo que los separase. Y ese es el gran logro de la serie. Por eso es imprescindible y turbadora. “El hijo del siglo” cuenta cosas de hace cien años que están volviendo a suceder. Punto por punto. Mussolini dejó un reguero de migas de pan que nadie se ha comido todavía. Los pájaros no se atreven y los barrenderos pasan del asunto. Los paramilitares de ahora, por muy lerdos que parezcan, no tienen más que seguir el caminito para imponer la ley del estacazo.

Tuve que llegar al segundo episodio para comprender que “El hijo del siglo” es una serie de terror. De ahí su tenebrismo y su predilección por la noche. Su narración excéntrica y deformada.  De ahí el revoltijo molesto de mis tripas. El fascismo es una de esas pesadillas que siguen ahí cada vez que te despiertas.




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La buena vida

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“La buena vida” es una película del año 1996 que hoy en día ya no se podría ni  rodar. Es posible, incluso, que el mismo David Trueba abjure de su ópera prima cuando le entrevistan en los medios comprometidos. Ser progresista en estos tiempos requiere estar muy atento a las preguntas. Y mucho más atento a las respuestas... Basta con soltar un matiz, una disensión, una opinión formada pero distante, para que la periodista te coloque el sambenito y las acólitas desfilen con antorchas encendidas frente a tu puerta. 

“La buena vida”, en el fondo, es tan inocente y tontorrona como un pirulí de caramelo. Pero ahora mismo, bajo los auspicios de la Nueva Inquisición, ya nadie se atrevería a rodar la historia de un adolescente no gestante obsesionado con el sexo. Sí, quizá, si el protagonista fuera un asesino como aquel chaval de “Adolescencia”, que es como ahora se percibe la sexualidad de los “violadores en potencia”: problemática y atravesada. Siempre al borde de la denuncia o del delito. Un tarado de cada 100 ha convertido a los 99 restantes en sospechosos habituales. 

En "La buena vida", Tristán Romero es un adolescente de toda la vida, medio listo y medio bobo, en el que podemos reconocernos los que venimos de la caverna educativa. Atrapado en un colegio de élite donde las chicas están proscritas porque distraen del estudio y del espíritu formativo, Tristán no tendrá más remedio que buscarse las habichuelas extramuros, allá donde los más guapos cortan el bacalao y no dejan para nadie ni las migas. 

Tristán, encerrado en su micromundo, cumplirá paso por paso todos los protocolos que siguieron los desheredados de la educación mixta: enamorarse de una profesora cañón y tentarle la suerte a una prima desinhibida. De manual, vamos. Falta la vecina del cuarto, que es otro clásico imprescindible, pero aquí la sustituye una prostituta muy salerosa. Lo que digo: motivo de escándalo y carne de cancelación.




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Katmandú, un espejo en el cielo

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En el colegio donde yo trabajo todas las maestras se llaman Laia -o algo parecido- y también proceden de Barcelona o de lugares equivalentes. La mayoría, sin embargo, no son tan guapas como Verónica Echegui. Pero Verónica Echegui, claro, era una actriz, y no una maestra. Su personaje es insoportable pero al menos no te aburres al contemplarla. Pobre Verónica Echegui, cómo se nos fue... 

“La Pedanía, espejo en el cielo”... Aquí también vivimos entre montañas y los chavales sólo conocen su valle y sus costumbres ancestrales. Somos como el Nepal muy poco nevado de la provincia.

Ellas, mis compañeras, son como Laia cuando se levanta de su camastro. A las ocho de la mañana te dicen “namasté” -o se lo dicen a sí mismas-  y lucen una sonrisa muy poco contagiosa, toda hecha de entusiasmo. Siempre llegan animadas, parlanchinas, como si madrugar fuera una fiesta en vez de un castigo de los dioses. O no se han enterado todavía o no tienen los años suficientes. A esas horas del desaliento, cuando la gente normal desearía seguir en la cama y que suprimieran la jornada laboral,  ellas llegan dispuestas a inculcar un día más los valores trascendentales y los conocimientos imprescindibles. Son unas optimistas patológicas. No conocen el desaliento ni la contrariedad. Si los niños avanzan, pues cojonudo; y si no avanzan, dicen que sí avanzan y ya está. Su labor consiste en pintar la vida de color rosa y luego decorarla con florecitas.

Se sienten elegidas para desarrollar una gran labor social, como los que compran el cupón. Son unas fanáticas de lo suyo. Son como monjas del magisterio y a mí me aterran tan como las otras. Su lema es que la educación es la herramienta definitiva que forma las mentes y doblega las sociedades, y yo no puedo estar más en desacuerdo. Todo está en manos de la tele y de Tik Tok. El progresismo renunció a las pantallas y perdió la guerra cultural. 

Los niños nepalíes vivían muy felices sin redes sociales ni escuelas organizadas hasta que llegó Laia para darles el coñazo con la Casita de las Letras y el método Montessori.





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La herida

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Ana es una mujer... dificilita. A su lóbulo frontal le cuesta filtrar los impulsos que llegan de su amígdala y eso le crea problemas muy serios en las relaciones personales. Ana tiene unos ojos vivaces y una sonrisa demoledora, pero de pronto, por algún seísmo endógeno, o por cualquier contratiempo exógeno, sus mirada se vuelve turbia y su sonrisa se hace mueca y desagrado. Y a partir de ahí a saber: lo mismo te tira un trasto a la cabeza que se recluye en su habitación a lesionarse con una cuchilla.

Su novio ha hecho mutis por el foro y sus amigas ya no le cogen el teléfono. Pero no hay nada que reprocharles: a los dos minutos de conversación con cualquiera, Ana ya está torciendo el morro y cagándose por dentro -y a veces incluso por fuera- en la puta madre de cualquiera que la matice o la contradiga. Su madre, por cierto, con la que convive porque ya no le queda otro remedio, le habla con un tono de voz que no se permite ninguna inflexión admonitoria, y aun así, la pobre, se lleva un rapapolvo diario e incluso tres. Ya digo que Ana es... complicadita. 

Ana es lo que antes de Irene Montero llamábamos una mujer bipolar, casi al borde de padecer un TLP. Yo mismo estuve enamorado de dos mujeres así en mi corta y maltrecha vida amorosa. Una caminaba sin diagnosticar y otra estaba diagnosticada sin yo saberlo. Internet es así, como una caja de bombones: nunca sabes lo que te va a tocar.  Viendo “La herida” he sentido escalofríos en algunas escenas casi calcadas a mi experiencia particular. El despliegue emocional de Marián Álvarez es acojonante y está más allá de cualquier elogio de cinéfilo.  

Ahora, sin embargo, esos adjetivos psiquiátricos sacados del DSM-5 ya no se pueden sacar a colación. Irene Montero bajó del monte Sinaí para decirnos que ya no hay mujeres locas, sino mujeres enloquecidas por culpa de los hombres. El catolicismo de nuestra infancia, tan ridículo y tan denostado, era al menos en eso más igualitario: el pecado original -el de la locura, o el de cualquier otra enfermedad del espíritu- lo llevábamos por igual hombres y mujeres. Eso sí que era paridad y no lo de ahora.





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Gente en sitios

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Gente en sitios... Eso es lo que somos: gente en sitios. Y poco más. El título vale para esta película y también para todas las demás. Incluso para la vida real, que también es gente en sitios. Hace un rato yo era gente que estaba en su sitio viendo la película. Y así todo.

Es un resumen de la vida en tres palabras misteriosas: gente en sitios... El devenir de los humanos y la madeja de los destinos. Está todo ahí.  Y también la nada. La nada que somos. Despojada de adjetivos y de palabrerías, la vida es tan simple como eso: gente en sitios. Si prescindimos de la literatura y del arrebato, solo somos gente que pulula y luego descansa. O gentuza. Gente que nace y mata, que construye y destruye, que folla los sábados por la noche o reza los domingos por la mañana. Gente en sitios, públicos o privados, haciendo cosas o jodiendo la marrana. Produciendo o molestando. Desproduciendo. 

Qué será, dentro de nada, esta pesada Navidad que ya se anuncia en los supermercados, sino gente en sitios, aunque casi toda desubicada y fuera de lugar, en casa de mamá o en casa del cuñado, contando las horas para volver al sitio propio, al hogar donde uno puede darse la razón y poner los cojones encima de su mesa.  

Gente en sitios... Es una idea enigmática, pura, casi oriental. Un haiku uni-versal de los japoneses

“Gente en sitios”, la película, es una sucesión de sketches con gente rara sorprendida en lugares comunes. Como espectador a veces sonríes y a veces te rascas la cabeza, desubicado. Es difícil saber qué pretendía Juan Cavestany con esta sucesión de surrealismos chanantes. Pero te queda un poso, un provecho, un algo indefinido sobre lo estúpido e impredecible de la gente. Un desasosiego. Hay algo muy turbio en “Gente en sitios”. Una misantropía soterrada. Una advertencia del peligro que nos acecha en cada esquina. No salgas a la calle cuando hay gente, cantaban los Golpes Bajos.




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