Monty Python's Flying Circus. Temporada 1

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En 1969 se hacía un humor más libre y corrosivo que ahora. Los Monty Python son una utopía humorística que vivió en el pasado pero que parece llegada del futuro. Vivimos una época oscura y gazmoña. Sobre todo en España, que es tierra de reconquista puritana. La Iglesia y la progresía han firmado un pacto germano-soviético para repartirse nuestros pecados.

Ahora, como en la Edad Media, hay que refugiarse en antros para reírnos de los meapilas y de los poderes establecidos. Pero eso sí: vigilando la puerta siempre de reojo por si aparece el brazo armado de la Inquisición.

En pleno siglo XXI, el “Monty Python’s Flying Circus” sería carne de cancelación y de bronca parlamentaria. Un proyecto inviable. Los Python se pasarían media vida en los juzgados respondiendo a las demandas de los Abogados Cristianos, de las feministas almorávides, de las minorías ofendidas... De los sindicatos policiales y de los lameculos de la Corona. De los tontos del pueblo y de los listos de la ciudad. Seríamos cuatro gatos los devotos, pero cuatro gatos muy entregados. Apenas les daríamos para comer.

Los Monty Python perpetraron en la BBC lo que nadie podría hacer hoy en día en TVE. En la disyuntiva entre ofender o no ofender, prefirieron no respetar a nadie. Es lo suyo. Si acaso, por presiones de la cadana, salvaron a la monarquía, de la que seguramente se reían en privado porque eran seis tipos muy cultos y leídos. “La Revuelta” de David Broncano, en comparación, es tan inocente como el “Barrio Sésamo” de mi infancia. En realidad sólo se meten con Pablo Motos y hacen chistes sobre drogas. Todo lo demás es anatema o dobles sentidos muy forzados. 

En 1969, en el Reino Unido, podías reírte de los policías estultos como había hecho Charles Chaplin cincuenta años antes. No había una Ley Mordaza como ésta que sigue vigente por aquí. Podías reírte del estamento militar, de los arzobispos anglicanos, de los paletos de pueblo, de los inversores de la City, de los progres desnortados. También de los funcionarios tristes como yo. No pasa nada. Vamos todos en el mismo barco, sin rumbo fijo, amedrentados por la vida y siempre salvados por la risa. 




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Un día de furia

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Michael Douglas explota en cien llamaradas cuando pretenden cobrarle 85 centavos por una Coca-Cola en el badulaque de los chinos. Es justo lo que cuesta ahora y estamos hablando del año 1993. Es como si hubieran querido aplicarle de golpe los cien episodios inflacionarios que vinieron después de los dolores. Un auténtico robo. Ni Apu el de “Los Simpson” se hubiera atrevido a tanto.

Douglas, que ya viene calentito de la vida porque su mujer le ha dejado, le han echado del trabajo y acaba de abandonar el coche en mitad de un atasco como aquel de “La La Land”, exuda en esa lata de Coca-Cola la última gota de su paciencia. Es un detalle baladí, pero definitivo. A partir de ahí, Douglas perderá el oremus y se convertirá en un auténtico destroyer de la sociedad. Casi en nuestro héroe si no fuera porque su objetivo final es romper una orden de alejamiento con una pistola metida en la bragueta. Él dice que sólo quiere besar a su hija, pero va tan loco que todos nos tememos lo peor.  

Si no fuera por ese "pequeño detalle", casi podríamos hablar de un bolchevique ejemplar que va ajusticiando a los fascistas, denuncia los abusos mercantiles y pisotea con saña los campos de golf de los ricachones. Cuando Michael Douglas se planta ante los menús engañosos de la hamburguesería y pronuncia aquello de “No quiero almorzar, quiero desayunar", nos conmueve con una frase revolucionaria a la altura de "Todo el poder para los soviets" que dijo el camarada Lenin.

“Un día de furia” tiene algo de profético. Lo de Michael Douglas le podría pasar a cualquiera hoy en día, plantado nte el expositor del aceite de oliva, que es el termómetro moderno de la explotación a los consumidores. Cuánto se ríen de nosotros los de la cadena alimenticia y los diputados en el Parlamento. Cuando no es la sequía es la lluvia; cuando no es la guerra de Ucrania es la franja de Gaza; cuando no es el productor es el distribuidor o el dueño de Mercadona... La revolución que finalmente tomará el Palacio de la Zarzuela empezará con otro consumidor muy cabreado, como aquellos parisinos del pan en La Bastilla.




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Jungla de Cristal: La venganza

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Después de toda una vida entregada a la cinefilia sigo teniendo mis complejos y mis conflictos sin resolver. Todo va bien mientras veo estrenos raros y clásicos de siempre. Ahí me siento un hombre evolucionado y medio artista, sensible y cultivado. Pero siempre hay un día en el que veo películas como “Jungla de Cristal: La Venganza” y descubro que el cine de palomitas no me ha abandonado del todo, y que el adolescente que se lo pasaba pipa en las salas de cine sigue sentado a mi lado, jaleando las hostias facilonas y los hostiazos al tuntún. Un chaval infantilizado por los yanquis, más bien acrítico y tontorrón.

Otros cinéfilos han asumido esta dualidad del espíritu y disfrutan repantigados unas películas y las otras. Se han reconciliado consigo mismos y son felices. Yo también lo intento, ay, pero me cuesta. Soy un mostrenco al que le cuesta mantener las dos naranjas en el aire haciendo malabarismos. En mi ensoñación cultureta, “Jungla de Cristal: La venganza” debería ser un mero divertimento, la película chorra que eliges de tu videoteca para que la siesta no se convierta en una modorra de babas y legañas, y no esta aventura divertidísima, cojonuda, sin pies ni cabeza pero altamente adictiva, que te mantiene -¡oh, milagro!- casi dos horas sin acordarte de que existen los teléfonos móviles y sus putos cuadraditos. 

La disfruto sí, pero con un punto de culpabilidad. La ensalzo, sí, pero con un deje de falsedad. En el fondo me gustaría que no me gustara tanto. Ya sé que es una gilipollez. Al menos ya tengo ese camino recorrido.

Por lo demás, en 1995, los malos de la película seguían siendo los comunistas de Europa del Este. Peor aún: comunistas ávidos de oro, ya sin ideales ni nada parecido. En varias escenas se ven las Torres Gemelas al fondo. Faltaban seis años para que los malos oficiales ya vistieran con turbante y dijeran jamalajá. Lo que no sé -porque nunca las he visto- si en las próximas entregas John McLane les grita a ellos lo de “Yipi ka yei, hijos de puta”.





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La jungla 2: Alerta roja

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Al consultar la ficha de “La jungla 2” en mi perfil de Filmaffinity -sí, soy así de banal y de poco sofisticado- he descubierto avergonzado que la tenía puntuada con un 8. No el 6 raspado que iba a calcarle tras esta revisión, ni el 3 catedralicio que sin duda se merece este pestiño inverosímil, esta americanada que aprovechó el impulso taquillero de “Jungla de cristal”, ésa sí una obra maestra.

Supongo- por buscarme una excusa, por acallar el sentimiento de culpa que casi me ahoga y me derrumba- que hace veinte años me dejé llevar por el entusiasmo juvenil y por el exceso de testosterona, que es el veneno más contaminante que corre por la sangre. No era yo, sino el metabolismo, como dijo Homer Simpson.

También pudo suceder, simplemente, que yo fuera feliz aquel día y que me entregara a la película con la mente limpia de cualquier criterio intelectual: de nuevo un niño con palomitas en el regazo que asistía incrédulo, pero muy divertido, a los múltiples trompazos de John McLane por el aeropuerto de Washington. De nuevo un ser acrítico, acomodado, indistinguible de mis semejantes en las salas de cine, que siempre se lo pasan pipa cuando hay un héroe de acción y vuelen las hostias como panes sobre su cabeza. 

Pero hoy, veinte años más tarde, ya estoy más para abuelete cascarrabias que para niño retornado. Como dicen los aficionados a la tortura de los animales, uno ya lleva varias cornadas en los costados y se ha vuelto muy exigente y criticón. En esta recta final de la cinefilia, con el tiempo ya muy justo para desperdiciarlo, uno viaja embarcado en la búsqueda de la excelencia, de la  trascendencia... de la gilipollez altisonante. 

Las películas que antes entraban como por ósmosis en mi torrente sanguíneo -y dejaban una imagen imborrable o un diálogo mil veces repetido- ahora chocan contra el muro reforzado de mi indiferencia o de mi sospecha. 

¿He madurado o simplemente he perdido la capacidad de disfrutar?





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Rambo: Acorralado parte II

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De chaval tuve unos amigos fascistas que la alquilaban continuamente en el videoclub. Es por eso -y no por otra cosa- que vi “Rambo II" muchas veces, tantas que ahora que la encontré en Movistar + aún recordaba las escenas y los diálogos. Se podría decir -aunque sea contrario a mi voluntad- que “Rambo II” dejó huella en mi cinefilia, aunque no surco, porque en esos bancales yo no he vuelto a plantar ni una mísera cebolla. 

A mediados de los años ochenta yo era un agente del KGB infiltrado en los Maristas de León. Mis padres, tan rojos como aquellos padres de “The Americans”, me enviaron a estudiar tras las líneas enemigas para hacerme un hombre de provecho gracias a la disciplina de los curas; pero, sobre todo, para pasar informes al comisario político de nuestra zona, que luego los traducía al ruso y los enviaba a Moscú disimulados en una partida de embutidos. 

(En el cajón de los recuerdos aún guardo la Orden Infanto-Juvenil de Lenin que el camarada Petrovich, delegado provincial, me impuso en un acto muy secreto y cargado de emociones).

Mis amigos, ya digo, eran todos unos fascistas o estaban en proceso de convertirse. Uno llegó a ser menetérico y a pedir destino voluntario en el País Vasco para (sic) ametrallar a los etarras como hacía Rambo con los charlies del Vietcong. Los demás disimulaban algo mejor, pero al final, cuando se hicieron hombres, terminaron votando al PP porque no había otra cosa más decente a su derecha. Supongo que ahora serán palmeros de Alvise Pérez, el “Rambo del Telegram”.

Infiltrado en sus filas, yo también aplaudía cuando Rambo desenvainaba el cuchillo y le abría las tripas a un maldito comunista; o cuando disparaba una flecha con punta explosiva y se cargaba tres poblachos arroceros de una vez; o cuando ajusticiaba sin piedad a esos amarillos malnacidos que querían invadir Wyoming para convertir los ranchos de vacas en koljoses o en sovjoses, que nunca aprendimos la diferencia. 

Al terminar la película, yo regresaba a mi casa, elevaba acta al camarada Petrovich y recorría la ciudad para alquilar, en otro videoclub muy lejano, el “Octubre” de Eisenstein.





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Rapa. Temporada 3

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Corre el rumor de que los hermanos Coira andan buscando localizaciones para rodar una nueva serie de crímenes e intrigas. En la isla de Hierro, tan pequeñita y tan despoblada, ya no les cabían más atrocidades si querían jugar a lo verosímil, y la ciudad del Ferrol, ya despojada de su caudillo, corría el riesgo de ser llamada “la Chicago del Noroeste” entre tanto tráfico de sustancias y tanto asesino esperando su oportunidad. Iba a decir que el Ferrol, en “Rapa”, parece una ciudad sin ley como aquellas del Far West americano, pero la verdad es que aquí los picoletos resuelven los crímenes con mucha eficacia y presteza, también es verdad que ayudados por ese Dr. Strangelove en silla de ruedas que es Javier Cámara desatado. 

Yo animaría a los hermanos Coira a que vinieran aquí, a La Pedanía, que además está casi al lado de su Galicia natal. En Ciudad Capital, apenas a cinco kilómetros por la avenida, tienen todos los lujos de la vida moderna para cuando terminen de rodar: buenos hoteles, y gastronomía, y conexiones a internet. La Pedanía es un territorio ancestral muy dado a los conflictos de lindes y a las discusiones por el regadío. Todavía se ven paisanos con boina podando las viñas o recogiendo los tomates. Son ideales para ambientar un crimen con trasfondo agropecuario: rivalidades seculares y honores mancillados. Cuatreros de ganado y robaperas con furgoneta. 

Eso sí: los paisanos hablan una mezcla de gallego y castellano que resulta ininteligible de primeras, por lo que habría que subtitular esas escenas en la que los picoletos van preguntando a los lugareños si conocen al asesino de la fotografía. 

En La Pedanía, además, se da ahora mismo un conflicto muy chulo entre el pasado y la modernidad. Entre las casas de adobe y los chalets adosados; los tractores de toda la vida y los todoterrenos de los pijos; los católicos de los domingos y los runners obsesionados con el body. Como en “Rapa”, aquí caben dos crímenes por temporada. Y no hay que olvidar que esto es Camino de Santiago, y que por aquí pasan centenares de peregrinos al día, algunos con cara de sospechosos huidos de la justicia. Ya digo que hay materia de sobra. 




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Segundo premio

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Recuerdo que hace un par de años, empujado por la vergüenza cinéfila, vi dos películas de Isaki Lacuesta. Sólo recuerdo que transcurrían por el sur y que los personajes sudaban mucho con la calor. En mi memoria ya no quedan ni los títulos ni las tramas. Es el olvido total. Un ejercicio de autodefensa.

Había jurado no reincidir pero al final me pudo la presión. “Segundo premio" ha sido mi tercer encuentro con el cineasta. Pero ojo: un tercer encuentro no es lo mismo que un encuentro en la tercera fase. Lo primero es una sucesión ordinal; lo segundo, un contacto avanzado con extraterrestres. “Segundo premio”, por ejemplo, tiene poco de ordinal, y de ordinaria, pero sí mucho de marciana. Va de dos alienígenas andaluces que se hacen llamar “Los Planetas” y que componen canciones con vocación universal. Ellos, además, son andaluces de Graná, que son raza aparte y curiosidad medioambiental. 

No lo digo yo, que no sé nada: me lo decían unos amigos de la misma Granada que tuve en la juventud, gente de la diáspora laboral que acabó en Toledo mezclada con norteños y meseteños. Un crisol de culturas... Recuerdo que había una ovetense rubísima con la que yo quise crisolar. Pero ná. Mis amigos de Graná eran tan de Graná que casi abogaban por su secesión de Andalucía. Yo me lo pasaba pipa con ellos pero nunca les entendí. No del todo. Para empezar no usábamos el mismo calendario, ni teníamos los relojes sincronizados. De León a Granada hay casi los mismos kilómetros que de León a Marte. Y a los planetas... Quizá era por eso.

 “Segundo premio” me ha gustado más de lo que preveía, pero menos de lo que dicen por ahí. Ni pa ti ni pa mí. Tiene hallazgos y bostezos; cosas chulas y acertijos irritantes. Por un lado se bendice la originalidad y por otro se maldice. Las canciones son insufribles y moñas. Yo, de “Los Planetas”, antes de la película, ni flowers. En León, de chaval, a los grupos de este rollo sentimental los tirábamos al pilón, como en las fiestas de los pueblos. Entonces decíamos que eran “mariconadas” de canciones. Ahora ya no se puede. Y además, es verdad: está muy feo.





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La casa

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Si yo hubiera heredado una casa como ésta, en el pueblo perdido de la montaña, pasaría largas temporadas en ella y sólo me verían el pelo los que vinieran a visitarme. 

Para disfrutarla como se merece no le perdonaría a la vida ni un puente, ni una vacación, ni una ausencia injustificada. Allí sería feliz como un monje medieval que sólo tiene amantes los años bisiestos Y si la amante de turno me dijera que no le gusta la casa, pues mira: puerta. El mercado del amor está muy jodido, pero no tanto como el mercado inmobiliario.

Pero yo, ay, provengo del proletariado ramplón, de la estirpe de los desheredados. De mis antepasados rurales sólo me quedan estos genes imperfectos y esta cara de merluzo. En los pueblos de mis raíces todo se vendió o se malogró antes incluso de que yo naciera. En mi infancia jamás hubo una casa del pueblo a la que ir en vacaciones. En mi familia hubiéramos matado por tener una, y ya ves: los hijos de Antonio, en la película, huyen de la suya porque se aburren, porque sus mujeres prefieren la playa o sus maridos son más de viajar por países raros y presumir luego ante las amistades. Es imposible no odiarles. 

Todo el mundo me cae mal en esta película y no lo puedo remediar. Por ahí se me va la empatía y se me arruina el melodrama. Los hermanos Callejo lloran, ríen, se abrazan con mucha ternura, pero yo sólo contemplo a urbanitas caprichosos que traicionaron a su padre. Es como vivir en Etiopía y ver una película sobre alta cocina en Nueva York. Don Antonio tendría que haberlos desheredado para dejarme la casa a mí. Yo sí que se la hubiera valorado. Dios le da pan a quien no tiene dientes. 

Me he pasado toda la película imaginándome a la sombra de ese naranjo, leyendo los libros fundamentales con una concentración que sólo encontré una vez en la vida, en otra casa que tampoco era la mía. También es verdad que si yo tuviera una casa como ésta, aislada pero integrada en la civilización, mis vecinos de alrededor se pasarían todo el día con el chunda-chunda y todas las noches celebrando fiestas en el jardín. La mochufa, que diría Santiago Lorenzo. Yo atraigo la desgracia. Soy el Destructor de Mundos, como Galactus.




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