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En Matrimonio compulsivo
los hermanos Farrelly se nos han vuelto blanditos y muy ñoños. Debe de ser el
otoño de la edad, o la responsabilidad de las canas. Los personajes de la pelicula siguen
mostrando las tetas, sacándose los mocos, comentando las idiosincrasias cansinas
de sus aparatos reproductores. Después de cada tregua, los Farrelly disparan la
artillería escatológica que triunfa entre los adolescentes y los adultos
desnortados. Pero en Matrimonio
compulsivo, para nuestro estupor, para nuestro enfado, el fondo del asunto
se ha vuelto romántico y trascendente. Tontaina, diría yo. Esto ya no es cine
para neuronas descarriadas, ni para cuarentones inmaduros, sino para adultos
con muy mal gusto.
A los cerdícolas del ancho mundo, las películas de los Farrelly
nos gustaban no sólo por los chistes guarros, sino porque además, por debajo de
las chorradas, del semen utilizado como fijador, o del consolador esgrimido como
porra, comulgábamos con la filosofía que animaba los guiones: que la gente es estúpida,
y el amor una ridiculez. Sus personajes buscaban el amor como quien busca
rascarse un grano, o desfogar un grito. Un imperativo orgánico que sólo el arte
-la literatura, el cine, la música de los bardos- ha convertido en un asunto cuasi
espiritual, cuasi divino, como si fuera el alma inexistente, y no el cromosoma
cotidiano, quien se afanara en el asunto. Nos descojonábamos con los Farrelly
porque nos reconocíamos en las cuitas de sus hombres obcecados. Cuando uno está
enamorado se cree investido de un aura, de una espiritualidad, porque las
drogas del cerebro trabajan a destajo para mantener el hechizo. Las películas
de los Farrelly, cuando topábamos con ellas, servían para devolvernos a la
biología mundana, a la realidad cruda del primate deseoso. Por supuesto que hay
que emparejarse, y follar, y cuidar mucho de nuestra pareja, venían a decir los
Farrelly, pero vamos a discutirlo en el barro, en la acera, en la visión
desnuda ante el espejo. No en una comedia romántica como esta tontería de Matrimonio compulsivo, donde el amor -y
quién no se enamoraría de Michelle Monaghan- vuelve a ser un algo etéreo, inaprensible, quizá
metafísico como un cuento de hadas.