Las verdes praderas

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La crisis de los cuarenta es una neurosis que pertenece al mundo moderno y desarrollado. Antes de que Alexander Fleming se topara con el Penicillium notatum en su laboratorio, la gente, por lo común, se moría antes de llegar a los cuarenta, y los pocos que trascendían tenían cosas más importantes en qué pensar. Si los antepasados pudieran ver nuestras depresiones por un agujero espacio-temporal, nos tomarían por unos pusilánimes indignos de llevar los mismos genes, y los mismos apellidos. Sólo cuando uno tiene la barriga llena y la salud controlada se pone a lamentar las calvicies y las pitopausias. El tiempo perdido, y los sueños rotos. 



    Inmerso en mi propia cuarentanidad, voy topando por doquier con este subgénero cinematográfico de los hombres en caída libre. A veces lo hago a sabiendas, porque conozco al personaje, o lo intuyo, y sé que voy a extraer una sabiduría de sus andanzas. Otras veces, sin embargo, es el subconsciente quien me susurra un título sin advertirme que allí mora otro cuarentón en crisis, otro ejemplo de superación, o de hundimiento, que de todo hay en la viña del Señor.

    Esta noche, por ejemplo, ha aparecido en los canales de pago una película de José Luis Garci que yo nunca había visto, Las verdes praderas. Y como ahora ando reconciliado con él, y la película pertenece a su época pre-ridícula y pre-pepera, me he arrellanado en el sofá para consumir la última atención del día. Yo esperaba la típica película de españolitos en la Transición, con la movida política, la apertura de las costumbres, el despechamen de los escotes. Pero si hacemos caso omiso del Seat 131 Supermirafiori que conduce Alfredo Landa, y de algunas efemérides madridistas como la retirada de Pirri o los cabezazos de Santillana, Las verdes praderas podía ser una película rodada hoy en día, con su cuarentón deprimido, su trabajo aburrido, sus hijos mediocres, su esposa decepcionada. Porque la crisis de los cuarenta -esa depresión maldita que le debemos a la puta penicilina- es un mal que no distingue década ni lugar. Una bomba de relojería que se pone en marcha cuando se acortan los telómeros, y se van recortando al mismo tiempo las energías, y las alegrías.


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Harold y Maude

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Nueve de cada diez cinéfilos consultados recomiendan ver Harold y Maude, la comedia que Hal Ashby rodó en los tiempos del amor libre y de la relajación de las costumbres. Allá en América, claro, porque aquí, por un simple beso prematrimonial, o por una mirada bajo las faldas, todavía te corrían a porrazos por los callejones, y a hostiazos por las sacristías. 

    Harold es un primo lejano de la familia Addams que se entretiene fingiendo suicidios ante su madre, una fría millonaria que ya no le hace caso, y que busca, desesperadamente, una nuera que se lo lleve. Aficionado a comparecer en entierros que ni le van ni le vienen, Harold, en uno de los sepelios, conocerá a Maude, una mujer octogenaria que también vive fascinada por la muerte. Maude ha decidido disfrutar sus últimos años a cien por hora, hasta que el cuerpo aguante, y medio loca o medio lúcida, encuentra la adrenalina robando coches, visitando desguaces o posando sus arrugas denudas ante los artistas conceptuales.

    Dos pirados como Harold y Maude estaban, cómo no, destinados a entenderse y a compenetrarse. Y a penetrarse, incluso, en un amor loco que hace cuarenta años debió de provocar ascos y soponcios, pero que hoy en día, curados de espanto gracias a los programas del corazón, y a las categories de las páginas porno, ya casi vemos como una travesura, como una filia sexual de las muchas que pueblan el deseo. 

    A uno le han caído en gracia estos personajes enfrentados al qué dirán de las gentes, y al qué narices pondrán de las leyes. Pero la simpatía por Harold y Maude no es suficiente para que la película consiga levantarme el ánimo, ni distraerme de los quebraderos. Quizá fue el fin de semana, que vino atravesado, o quizá fue la propuesta experimental, que me cogió a contrapié. Sea como sea, me siento desautorizado para juzgar. Uno de cada diez cinéfilos consultados no recomienda ver Harold y Maude, pero yo, la verdad, no quisiera decir tanto. 



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Sherlock. La novia abominable

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Ahora que voy a releer las aventuras completas de Sherlock Holmes, ya no tendré que imaginarme a sus protagonistas como si estuviera en La vida privada de Sherlock Holmes, la gran película de Billy Wilder. Voy a echar de menos a Robert Stephens y a Colin Blakely, que me acompañaron en la primera lectura de juventud. Tipos sólidos, perfectamente británicos, que daban el pego y la medida. Pero desde que Mark Gatiss y Steven Moffat parieran su serie para la BBC, Benedict Cumberbatch y Martin Freeman se han ganado el primer puesto en el imaginario. Ellos serán a partir de ahora los rostros, los andares, los gestos de reflexión o de recochineo, aunque sus personajes vivan a un siglo de distancia de las andanzas originales.

    Enredando por internet, leo con pesar que Sherlock no tendrá una cuarta entrega hasta el año 2017. Debe de ser que estos dos actores tienen problemas de agenda, o que los guiones, tan enrevesados, necesitan varios meses de urdimbre. Ante nuestro desconsuelo, Gatiss y Moffat nos han hecho el regalo de La novia abominable, un caso de ultratumbas en el Londres victoriano de los orígenes literarios. La novia abominable se podía haber quedado en un simple divertimento, en un hueso de goma para entretener nuestro hambre canina. Pero Gatiss y Moffat son dos tipos generosos que nunca defraudan. Que saben, además, que nos hemos vuelto muy sibaritas, y muy pijos, y que no les íbamos a perdonar que La novia abominable fuera un episodio de relleno, o un aperitivo para glotones. Y pardiez que no lo ha sido. Entre los crímenes, las deducciones y los chistes socarrones, han vuelto a conseguir que me quedara clavado en el sofá. Que la realidad del día no se colara por ningún resquicio en la ficción. He vuelto a sentir esa gozosa presión en las meninges cuando trato de no perderme, de no quedarme atrás. De anticiparme a un desenlace que al final siempre me sorprende y me supera. Y bendita sea, mi cortedad, que me depara tales alegrías. 




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Carlos Pumares. Polvo de Estrellas

La muerte de Gaspar Rosety ha revuelto los recuerdos de mi desván. Buscando su voz cuando cantaba los goles del Madrid en las remontadas, o de la Selección Española en los Mundiales, he ido a topar con un archivo sonoro de Antena 3 Radio, aquel nido de alianzapopuleros que se decían independientes y montaraces. Estos hijos de mala madre, nostálgicos de una derecha que pusiera en vereda al rojerío campante, aprovechaban cualquier programa, político o no, para atizar al PSOE y clamar de paso contra el poder del Estado, que maniataba a los emprendedores, subía los impuestos y construía trenes innecesarios de alta velocidad.

    Carlos Pumares -que a eso venía- era uno de los locutores más vocingleros. Su programa de cine -que luego era de cualquier cosa- venía después de Supergarcía, y los adolescentes que ya trasnochábamos por los estudios, y por las ganas infinitas de vivir, nos quedábamos hasta las tantas de la madrugada oyendo sus monsergas de rancio conservador. Pero nos daba igual, su facherío. Nosotros estábamos a lo del cine, o la que surgiera, que podía ser una receta culinaria o la última crónica de una multa en carretera. Pumares, en aquel magacín encubierto, en aquel showtime de la madrugada, era mi pequeño dios de las ondas, un fulano tan cínico como divertido, tan faltón como seductor.

    Y eso que Pumares, cinéfilo de otra generación, odiaba a muchos cineastas que yo adoraba. Y no sólo los odiaba: se mofaba de ellos, los ponía a caldo, los ridiculizaba en antena si algún oyente se ponía pesado defendiéndolos. Pero yo me meaba de la risa, y me daba lo mismo no coincidir. Pumares era un fulano directo, vitriólico, que tenía muy pocos filtros en el paladar. Y una gracia de la hostia. Aunque sufría chifladuras de crítico arqueológico, Pumares me transmitió su pasión por el cine. Una pasión que yo traía de serie a su programa, pero que él mantuvo viva en los años idiotas de la adolescencia, cuando todo pudo haber sucedido. Pumares fue, aunque suene manido y resobado, mi maestro.

    Casi tres lustros después escucho de nuevo sus programas, en el ipod, mientras camino por los montes, y me sigo descojonando yo solo con sus paridas, con sus desplantes, con sus arranques de genialidad. Un personaje único.

Oyente: Pumares, es que mis amigos dicen que la película X es muy mala.
Pumares: Pues cambia de amigos


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Sesión continua

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Reconozco que a Luis José Garci le he dado mucha caña en este blog. Y más que le daré como siga por estos derroteros, morreando el bigote del Aznar, o la barba de Rajoy, que parece un fetichista de los vellos peperiles. 

    A quien yo tenía en mucha estima era a su hermano gemelo, el otro José Luis, el que en sus años mozos rodó varias películas que todavía aguantan el tirón -las mejores- o son un documento de la época -las menos afortunadas. Luego, por desgracia, a José Luis le dio un ictus, o se fue de misionero al Amazonas, y sus películas, aunque venían firmadas con su nombre, ya estaba claro que no le pertenecían: cursis, relamidas, aburridas a más no poder. Ahora sabemos que fue su hermano Luis José el que perpetró tales desmanes, un tipo ramplón, almibarado, que se hizo habitual en las tertulias de la radio, y en las fiestorras de la Moncloa, bailando chotis con la Botella.

    Pero hace unas semanas, cuando todo el mundo rellenaba su quiniela para los Óscar, regresó José Luis del exilio, o de la enfermedad, y proclamó que Mad Max: Fury Road era su película favorita. José Luis, el cineasta con criterio, había vuelto de las sombras... Y yo, para darle la bienvenida, decidí poner en el reproductor Sesión continua, una película suya de los viejos tiempos. Una rareza que con sus imperfecciones sigue siendo un canto de amor por el cine. Adolfo Marsillach y Jesús Puente hablan de sus vidas, de su amistad, de su fracaso como padres y de su nulidad como maridos. De sus sueños casi amortizados. Me deprimo despacio, que es la película dentro de la película, sólo es el mcguffin que utilizan para dar rienda suelta a sus cinefilias. La vida misma es para ellos un mcguffin, una excusa cojonuda para hablar de cine hasta la madrugada. José Manuel Varela y Federico Alcántara son dos alineados que me resultan muy familiares. Dos desertores de la realidad que encontraron la vida lejos de sí, en las pantallas.



Marsillach [borracho, pero lúcido]: ¿Tú sabes por qué nos hemos hecho mayores sin darnos cuenta?
Puente [más borracho aún]: No me acuerdo
Marsillach: Pues por una cosa muy sencilla. Porque nosotros no hemos vivido.
Puente: ¿Ah, no?
Marsillach: No. Nos han vivido. Siempre hemos vivido vidas que no eran nuestras vidas, porque en nuestras vidas sólo hay historias...
Puente: ¿Tú estás seguro... tú estás seguro de eso?
Marsillach: Completamente, Federico. Somos irreales. Vivimos en estado de película.



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Los sueños de Akira Kurosawa

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A otras personas el sueño se les va en un suspiro, en un fundido negro que enlaza con el día siguiente. A mí, en cambio, los sueños me cunden como vigilias. Me canso, literalmente, de soñar. Me duermo y me lanzo a los caminos hasta que suena el despertador. Hace años que no tengo un sueño reparador. Todas las mañanas me levanto exhausto porque en los sueños no paro de caminar. Mi cansancio es físico, no mental, porque en los sueños no sufro gozos ni pesadillas. Las mías son aventuras tontas, baladíes, como de comedia de enredos. Lo que me fatiga es el ejercicio de perseguirme por los escenarios, que son mucho y distantes. Un ejercicio literal, y no metafórico. Lo primero que me duele al despertar son las piernas, endurecidas y cargadas. Envejezco muy deprisa porque en el soñar no encuentro la paz de espíritu. No reparo una sola célula, ni ordeno un solo pensamiento. No descanso. Ni me olvido.


    Los sueños de Akira Kurosawa es una película que veo con mucha frecuencia porque es bellísima, y porque me reconozco en las imágenes. Me aburro mucho con otros cineastas que exponen sus onirismos porque sueñan de un modo diferente. Kurosawa, en cambio, soñaba como sueño yo: en largas caminatas que lo llevaban de aquí para allá. El personaje de Los sueños es un caminante de gorra y mochila que lo mismo aparece en el Fujiyama, hablando con un demonio, que en Auvers-sur-Oise, departiendo con Van Gogh. Un turista que sube montañas, desciende valles, recorre campos de trigo... Sólo en el último sueño, en La Aldea de los Molinos de Agua, él encontrará el descanso junto al arroyo. Quién no querría vivir en un pueblo así, con esas gentes sencillas que encaran la vida con humildad, y la muerte con alegría, si uno ha vivido bien y lo suficiente. Quién pudiera quedarse allí para siempre, para no soñar más. Para no vivir más, en la realidad que aguarda al despertar. 



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Calvary

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Llevo ya media hora de calvario, viendo Calvary, cuando empiezo a creer que me he confundido de película. Sí, el actor es Brendan Gleeson, y sí, sale disfrazado de cura, pero ésta no parece la obra maestra de la que hablaban por ahí. ¿Cuántas probabilidades hay de que exista otra película con Brendan Gleeson repartiendo hostias consagradas, y que también se titule Calvary, o algo parecido, Calgary, o Albany?
    Así que mientras en la pantalla se siguen sucediendo los despropósitos, cojo la tablet para repasar las referencias y confirmo que ésta es, en efecto, la película que tanto elogiaban en los foros, y tanto piropeaban en la prensa especializada. Se ve que es un problema mío, por tanto, y no una disfunción del universo entero. Que soy yo el que no pillo la gracia, el que no aprecio los méritos. En fin. Apecharé.


    El padre James, al que interpreta el bueno de Gleeson, es un cura de vocación tardía que escuchó muy tarde la llamada de Dios. Quizá por eso, porque su fe es sospechosa, y sobrevenida, el obispo le ha enviado a este pueblecito irlandés donde el director de la película, el pedante e insufrible John Michael McDonagh, ha querido embutir Sodoma y Gomorra en un pub rodeado de cuatro casas y cuatro prados. En este Innisfree vuelto del revés tenemos adúlteros, viciosas, renegados, fornicadores, ladrones, asesinos en serie, ricos asquerosos que jamás pasarán por el ojo de una aguja. Sodomitas también, propiamente dichos, que le hablan sin tapujos al señor cura sobre el semen que les cae chorreando por el culo (sic). En fin... Este es el nivel de los diálogos, que quieren escandalizarnos, y llevarnos las manos a la cabeza, a nosotros, los chicos del barrio de León, que con estas provocaciones no teníamos ni para desayunar...



    Y sin embargo no me levanto. Ni pulso el mando a distancia para buscar un ratico de fútbol, o de risas, en otro canal, antes de dar el día por perdido. Me quedó en el sofá, desmadejado, atraído por la incongruencia, por la grandilocuencia, por la supina gilipollez.  Es la fascinación por lo mal hecho, que a veces es más poderosa que el enfado, y que la decepción. Hay tanta pedantería boba, tanto exceso gratuito, tanta filosofía barata en Calvary, que yo quería dar testimonio ante los cuatro gatos del callejón. Para advertirles, o para animarles, que ya no sé.  



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¿Qué fue de Jorge Sanz? 5 años después

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Hace cinco años que dejamos a Jorge Sanz con la pierna rota en Guatemala y las cosas no parecen haber cambiado gran cosa. Ni en la vida real -donde Sanz sigue protagonizando películas olvidables, culebrones para marujas y un único papel reseñable en Vivir es fácil con los ojos cerrados- ni tampoco, por lo que se ve, en la ficción atribulada de ¿Qué fue de Jorge Sanz?, donde nuestro héroe sigue buscando una oportunidad en los proyectos de directores modernos y molones, olvidado y repudiado a partes iguales.


    David Trueba ha decidido no rodar una segunda temporada de la serie, sino retomar el personaje cada cinco años, en largometrajes que sean como reencuentros fugaces. Como esos que tenemos con el viejo amigo en el café, o con el olvidado familiar en el funeral. El experimento de ¿Qué fue de Jorge Sanz? ya lo probó François Truffaut con el personaje de Antoine Doinel, o, salvando los formatos, Richard Linklater con el muchacho Mason de Boyhood. Original o no, la ocurrencia de Trueba y Sanz nos sabe a poco a los seguidores de la serie original, que esperábamos otros seis capítulos llenos de coñas y tragicomedias, de ficciones y realidades que nos dejaran largo rato ante el ordenador, separando el grano de la paja. 

    ¿Qué fue de Jorge Sanz? 5 años después se nos ha pasado en un suspiro, entre risotadas y reflexiones, y sólo de pensar que no habrá más desventuras de Jorgito hasta dentro de un lustro nos sumimos en un hondo pesar. Y no sólo porque ya echamos de menos a un personaje que se ha convertido en amiguete y referencia, sino porque vete tú a saber, dentro de cinco años, donde andaremos todos. Y si andaremos, siquiera, por este valle de las lágrimas. Trueba y Sanz han prometido llevar al personaje hasta el final, hasta el asilo de ancianos, recordando los viejos éxitos con una mantica sobre las piernas. Está por ver quién llegará el último al desenlace. Quién será el primer ausente en la reunión. Si alguno de ellos, o nosotros, que los contemplanos, y nos partimos la caja.




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¿Qué fue de Jorge Sanz?

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Cuando Canal + estrenó la comedia ¿Qué fue de Jorge Sanz?, fuimos muchos los que nos preguntamos: "¡Hostia, es verdad! ¿Qué fue de Jorge Sanz?" Para los que no vemos series españolas, ni seguimos la serie Z de nuestro cine, el actor llevaba años desaparecido de la cinefilia, desde que interpretara al falangista recalcitrante de La niña de tus ojos

    El otrora niño prodigio y adolescente picarón, mancebo follador de Amantes o de Belle Époque, seguía viviendo en los DVDs de nuestras estanterías. Pero el adulto treintañero moraba en las catacumbas de los proyectos, en los márgenes abismales de la industria. Nunca le tuvimos por un actor excelso, la verdad, con ese porte que siempre le delataba como Jorge Sanz; con esa dicción que a veces era difícil de entender. Pero era un tipo al que le teníamos simpatía, con esa sonrisa de pícaro que volvía locas a las mujeres, y a nosotros nos despertaba una envidia muy sana, de tío que se lo montaba dabuten en los famoseos de Madrid.

    Corría el rumor -no confirmado en ninguna fuente de internet- de que Jorge Sanz era un falangista verdadero, uno que el 20-N peregrinaba a la tumba de José Antonio a corear consignas y jurar amor por España. Y eso, la verdad, nos distanciaba un poco del personaje. "Si es así, que le den", pensábamos con maldad. Pero la serie de Canal + tenía muy buena pinta, con David Trueba en el guión y en la dirección, y con Jorge Sanz arrastrándose por los escenarios, y por la vida, en una farsa autobiográfica que bebía directamente de nuestras comedias preferidas: Larry David, la pionera, y Louie, la dignísima sucesora. 

    Si la serie española iba a ser la mitad de buena, ya merecía la pena el esfuerzo de sentarse. Y pardiez que fue la mitad de buena, y más aún: ¿Qué fue de Jorge Sanz? es la perfecta descojonación de un personaje. Sanz se ríe de sí mismo a mandíbula batiente, vulnerable y jeta, venido a menos y echado p'alante. Polígamo y padrazo, ingenioso y bobalicón, intuitivo y metepatas. La contradicción perfecta que después de seis episodios nos dejó con la duda de dónde empezaba un Jorge Sanz y dónde terminaba el otro.  Del falangista joseantoniano, por cierto, nada se supo, a pesar de la bronca -¿real, inventada?- de Juan Diego Botto en el AVE a Barcelona.
  




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Star Wars: el imperio de los sueños

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Existen dos modos de interpretar El imperio de los sueños -este making off extendido de la primera trilogía- como existen dos maneras, por lo menos, de leer Rayuela, la novela de Cortázar. Si hacemos caso del documental, el empeño de George Lucas fue una cosa de visionario, de quijote norteamericano que se enfrentó a los molinos de viento para defender su aventura de héroes y villanos, de humanos y robots. De bichos peludos de dos metros de altura y enanos verdes que hablaban con la sintaxis extraviada.

    Los malos, en El imperio de los sueños, son los ejecutivos de la 20th Century Fox, que al parecer nunca confiaron en el éxito de la misión. Entre que el rodaje se pasaba de presupuesto, los copiones del rodaje eran lamentables, y que el propio Lucas parecía renegar de sus avances –tan alejados de su visión artística-, los ejecutivos enviaron varios ultimátums a los estudios Elstree, en Inglaterra, donde se filmaba el grueso de la trama, y donde al parecer los propios actores se descojonaban a escondidas de los diálogos y los disfraces. Sólo hubo un hombre, además de George Lucas, que confió en la lluvia de dólares que iba a caer sobre todos ellos: Alan Ladd Jr., el CEO de la compañía, que resistió las presiones airadas de directivos y accionistas. Al final, como todos sabemos, Lucas salió triunfador de sus desafíos, montó un emporio comercial que llega hasta nuestros días y cambio la historia del cine para siempre.

    Pero existe, como digo, otra manera de ver las cosas: una que en el documental nunca se desliza ni se sugiere. La de que George Lucas tuvo la suerte de cara, por no decir la potra, o la flor en el culo. La suerte es necesaria para emprender cualquier proyecto en la vida, desde construir una trilogía galáctica a no partirte la crisma camino del supermercado, montado en la bicicleta. Pero tengo la sensación, el presentimiento, la pequeña maldad también, de que el resultado final de Star Wars está muy lejos de la idea originaria de Lucas. Uno ve esos bocetos iniciales, esos personajes embrionarios, esas líneas de guión deficitarias, y sospecha que cualquier parecido con lo que se vio años más tarde en los cines es pura coincidencia. 

    En la segunda lectura de El imperio de los sueños, Lucas tuvo la tremenda suerte –o el tremendo acierto- de contar con profesionales que fueron moldeando lo que iba camino de ser una película para niños: Ralph McQuarrie, en los diseños artísticos; John Dykstra, en los efectos especiales; y los propios actores, en contubernio, que le iban añadiendo y quitando cosas a los diálogos para hacerlos más digeribles e incisivos. Sea como sea, entre todos parieron la película que marcó a mi generación. No la mejor, pero sí la que nos quedó grabada a fuego. La que nos sigue llevando a los cines, y a los merchandising, y a los documentales como éste, para saber más cosas, y cotillear en los bares y en los foros. Frikis forever.



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El exorcista

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En el momento de máximo pesar por la transformación de su hija en un demonio, Chris MacNeil trata de convencer al padre Karras para que practique un exorcismo en la gélida habitación.
- Le digo que esa cosa que está ahí arriba no es mi hija.

    Y es ahí, justo en ese momento, en la sexta o séptima vez que veo El exorcista desde aquella tarde aterradora de mi adolescencia, cuando comprendo que la película no va en realidad de la lucha del Bien contra el Mal. Del duelo personal entre el demonio Pazuzu y el padre Merrin, que se retaron como dos machotes en las excavaciones arqueológicas de Nínive. El exorcista, despojada de vómitos verdes y de crucifijos ensangrentados, sólo es una película sobre el tenebroso paso a la adolescencia: el retrato de cómo una niña angelical se transforma en un bicho malhablado y malencarado. Aquí dicen que es por culpa del demonio para convertirla en película de terror, pero todos sabemos que en realidad es por culpa de las hormonas, y que a esta niña, por alguna razón, le sientan mucho peor que a sus compañeras del instituto.

    El lamento de Chris MacNeil lo he pronunciado yo muchas veces en los últimos tiempos, cuando escucho a mi hijo adolescente trasteando en su habitación, también escaleras arriba, como en la película. A veces le oigo los tacos, y percibo las convulsiones, cuando escucha música sobre la cama con los auriculares puestos. El retoño no está poseído por ningún demonio -al menos eso espero- pero no es, desde luego, el mismo niño que era antes de la invasión hormonal. Es el Pitufo, sin duda, pero es otro ser. Ni mejor ni peor, pero distinto. 

    Mi hijo, al que quiero mucho, faltaría más, no habla castellano al revés, como hacía la niña Regan, pero sí tararea letras de rap a todas horas, que a mí me suenan a arameo, o a babilonio, alguna lengua muerta cuyo dominio entraría en los justificantes para practicar un exorcismo. No me gustan los curas en mi casa, pero puede que así lo arreglemos un poco, al chaval, que de tanto negar con la cabeza un día se va a dislocar las vértebras, y se va a quedar con la cabeza del revés, mirando la pared, en vez de la pantalla del móvil, o los muñequitos de la Play.




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La habitación

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Ya he confesado varias veces en este blog que en la intimidad de mi habitación, a resguardo de la gente, soy un llorón de mucho cuidado cuando la película me pilla por los lagrimales. Al principio, cuando siento el palpitar, un ejército de castores construye un dique para contener las lágrimas, con troncos y ramitas, hasta que al final, impepinablemente, todo se desborda y me pongo perdidas las mejillas, y los cristales de las gafas, que da mucha grima verlas, y ver a través de ellas. Qué tendrán las lágrimas que al secarse dejan en el vidrio esos churretones como de semen.

     Las mujeres, porque son una especie muy rara, y todavía están sin explicar por los científicos, a veces se sientan en el sofá con la intención de poner una película "para llorar", y se acomodan con los kleenex a mano, y las piernas recogidas en un abrazo. Ellas son así: sufridoras de vocación. Los hombres, en cambio, siempre lloramos por sorpresa, en películas que al principio podemos intuir tristes, o difíciles de encarar, pero que confiamos en superar con nuestra masculinidad velluda y musculosa. Quizá por eso nos ponemos así de perdidos, porque nunca tomamos medidas preventivas, y luego nos restregamos las lágrimas y el moco, y la misma vergüenza de haber llorado, mientras que ellas, solventada la suciedad, se ponen tan guapas con los gimoteos, tan tiernas y sonrosadas.


    La habitación, que es la película que hoy me ocupa, es una película hecha con la mala intención de hacernos llorar, a hombres y mujeres por igual. La historia de esta madre secuesrtrada no debería dejar un ojo seco en butacas y sofás. Y sin embargo, yo he resistido. Y no por vergüenza, sino porque me molesta, sobremanera, que quieran hacerme llorar. Yo sólo lloro desprevenido, con la guardia baja, en debilidades muy particulares. La habitación, vaya por delante, es una bonita película, emotiva, primorosa, con una actriz de tronío, Brie Larson, que en este blog ya quedó como santa de obligada devoción tras su papel en Las vidas de Grace. Pero La habitación tiene músicas tramposas, y trucos sucios, y a veces -perdónenme la indecencia- uno siente la mano del director metiéndose por mi culo, queriendo manejar mis reacciones como un ventrílocuo con su muñeco. Una colonoscopia que me incomoda y que me predispone a la rebeldía. 

    Y aún así, al final,  una lagrimita furtiva se me escapa de la voluntad y resbala suave por la mejilla, sin tocar cristal de gafa, eso sí. Menos mal.




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The Yes Men are revolting

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En The Yes Men are revolting, nuestros queridos gamberros andan un poco de capa caída. Cuarentones y canosos, empiezan a cuestionarse su vida de activismo tocapelotas. Se les ve perezosos, nostálgicos, distanciados de la batalla. Llevan veinte años de lucha molestando a las grandes empresas y corporaciones, pero sus picaduras, aunque graciosas, y esforzadas, apenas han traspasado la piel de los elefantes. El sistema económico, tras la crisis, se ha rehecho en poco tiempo, rejuntando a los ladrones como el T-1000 de Terminator rejuntaba sus moléculas. Los espectadores de sus películas hemos celebrado sus gamberradas, y hemos aplaudido sus osadías, pero al final nos hemos quedado en el sofá tan ricamente, con el único compromiso de votar a las izquierdas cada cuatro años. Han sido muy pocos los reclutados para la lucha. Muy escasos, los valientes que se han alistado en esta guerra para jugarse el tipo, la denuncia, la cárcel incluso.

    El asunto principal que ahora preocupa a los Yes Men es su vida personal: los hijos, el amor, la estabilidad laboral. Ellos no son hombres de piedra, ni superhéroes de acero. Tienen su vida propia, sus sueños legítimos. A la lucha universal suman ahora su lucha doméstica, y no hay tiempo para todo, ni fuerzas que abarquen tanto. Pero no se rinden, por supuesto. Tener familia les ha hecho pensar más que nunca en el legado que habremos de dejar a la próxima generación. Y es ahí, en la confluencia de su egoísmo genético y de su altruismo belicoso, donde han encontrado el ánimo para perpetrar nuevas fechorías. En The Yes Men are revolting, el cambio climático se convierte en su renovada cruzada contra el Mal. Andy y Mike, con sus caras de panolis y sus trajes de ejecutivos, volverán a colarse en la Cámara de Comercio, en la compañía Shell, en la Cumbre del Clima de Copenhague... Sí: siguen riéndose en la puta cara de los ávidos de dinero, de los tipos sin escrúpulos. Para seguir despertando conciencias y arrancando las carcajadas. 


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The Yes Men fix the world

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Seis años después de su debut en las pantallas, Andy Bichlbaum y Mike Bonanno, los Yes Men, vuelven a la carga contra las corporaciones que saquean el planeta. Contra los bancos que financian el tinglado. Contra las instituciones democráticas que esconden la suciedad bajo las alfombras parlamentarias. Mientras los demás arreglábamos el mundo en las tertulias del bar o en el sofá de nuestras casas, insultando a los próceres pero sentados muy cómodamente, ellos, los Yes Men, cuando el mundo financiero se derrumbaba, salieron a las calles para realizar sus "performances" en el corazón mismo del enemigo. The Yes Men fix the world. O, al menos, de no poder arreglarlo, dada la magnitud inalcanzable de la tarea, poner el dedo en las llagas, con mucha risa, y mucha mala hostia, y mucha reflexión inquietante también.

    Es impagable, ver a Andy Bichlbaum travestido de ejecutivo anunciando en un informativo de la BBC que Union Carbide va a pagar millones de dólares a los afectados de Bhopal. Verle, más tarde, infiltrado en las filas de Exxon, anunciando el nuevo petróleo del siglo XXI, que será un compuesto refinado a partir de los restos crematorios de cadáveres humanos. Es una descojonación ver a Mike Bonanno, quintacolumnista en Halliburton, presentando el kit de salvamento Sobrevivola, una burbuja de supervivencia para que los ricos salgan indemnes de cualquier catástrofe natural. 

    No sé si The Yes Men fix the world es un buen o un mal documental. Y me da lo mismo, además. Este blog jamás entró, ni entrará, en cuestiones técnicas. Sólo diré que los Yes Men son dos genios, dos héroes, dos santos de incorporación inmediata a los laicos altares. No es que sigan la estela protestona de Michael Moore, mi entrañable gordito: es que le adelantan a toda hostia por la izquierda, añadiendo a la denuncia la parodia de los tiburones capitalistas. Aterroriza -no se me ocurre otra expresión- ver cómo los Yes Men sueltan auténticas salvajadas en estos foros de postín, y cómo los asistentes se descojonan de la risa, y toman notas, y hacen preguntas sobre riesgos y rendimientos sin tomar en consideración la idea disparatada, y deshumanizada, que se les propone.
     




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The Yes Men

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Los Yes Men son Andy Bichlbaum y Mike Bonanno. Ellos son dos gamberros maravillosos que en su tiempo libre, cuando no trabajan en sus cosas, y no están cumpliendo con sus obligaciones familiares, se dedican a protestar contra las multinacionales que empobrecen el Tercer Mundo, y contra los organismos oficiales que consienten la rapiña.

    Los Yes Men, estadounidenses ambos, de profesión diseñadores gráficos, llevan desde 1999 dando por el culo a los poderosos. No han impedido sus latrocinios, pero sí les han provocado algún que otro forúnculo. Su primera fechoría fue crear una web falsa que reproducía, casi exactamente, aquella en la que George W. Bush se daba a conocer al pueblo americano. Ellos introdujeron "sutiles" diferencias políticas y "novedosas" revelaciones biográficas, que crearon gran controversia en su momento. El mismo Bush, en una entrevista para la televisión, les llamó "basureros de la información", y aprovechó la circunstancia para lanzar una proclama, muy democrática, a favor de  limitar la libertad de prensa. Las cosas de Georgie, como luego supimos...

    Los Yes Men, gracias a la cuchipanda, encontraron la inspiración que habría de guiar su camino. Acto seguido calcaron la web de la Organización Mundial del Comercio, creándose perfiles de expertos economistas. Algunos visitantes se daban cuenta del engaño, pero otros, que no se fijaban demasiado en los contenidos, empezaron a invitarles para dar charlas en nombre de la OMC. Ahí nació el personaje de Hank Hardy Unruh, un ejecutivo que se cuela en las conferencias de los poderosos, de los ávidos de ganancias, para soltar auténticas barbaridades que lejos de estremecer a los presentes, y de mover al abucheo o a la denuncia, arrancan encendidos aplausos, y grotescas risotadas de satisfacción, retratando a cada cual. 

     Verbigracia: Hank aprovechará unas jornadas comerciales en Salzburgo para proponer un sistema de compra de votos que garantice una democracia mejor dirigida. En Finlandia, en un congreso de empresas textiles, argumentará, con datos y estadísticas, un regreso al sistema de trabajo esclavista, y presentará, como novedad mundial, un sistema de control remoto de los trabajadores, con chips bajo la piel que avisan de sus progresos y de sus descansos no permitidos. En Nueva York, en el marco de unas charlas sobre alimentación, lanzará el revolucionario proyecto "Reburger", un compromiso de McDonald's para vender hamburguesas baratas a los países pobres, con carne directamente reconstruida a partir de heces y materias fecales... 

    Si además de conciencia social tienes sentido del humor, del negro, o del marrón, los Yes Men son tus hombres para pasar un buen rato: indignándote, y partiéndote el culo, al mismo tiempo.





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Spotlight

🌟🌟🌟🌟🌟

Un recuerdo personal:
En Invernalia, en el patio del colegio, cuando te raspabas las rodillas o el codo, el encargado del recreo te enviaba al dispensario, un garito con cuatro tiritas y un bote de alcohol que gestionaba, vamos a llamarle así, el hermano Jesús. El hermano Jesús era un docente retirado al que colocaban allí para darle una distracción matinal. Aquel hombre vivía en el colegio, en comunidad religiosoa, seguramente desempeñando mil tareas productivas. Pero nosotros, los alumnos externos, sólo le conocíamos en aquel dispensario por el que pasábamos dos o tres veces al año, cuando nos dábamos un tortazo en el baloncesto o en el futbito.
    Al hermano Jesús le daba igual la superficie lastimada que le presentases. Su primera instrucción, invariable, era que te bajaras los pantalones.

    - "Pero, hermano... me he raspado el antebrazo"
    - Ya lo sé, hijo, tú bájate los pantalones.

    Como éramos timoratos y merluzos, y desconocíamos los intrincados caminos de la anatomía, que tal vez requería mercromina en las rodillas para curar los rasguños del codo, nos bajábamos dubitativos los pantalones, sólo un poquitín, hasta la altura del medio muslo. El hermano Jesús echaba un vistazo furtivo a los asuntos esenciales, siempre cubiertos por el calzoncillo o por el faldón de la camisa, y rápidamente te ordenaba que restablecieras el vestido decoroso. Al instante, como liberado del trance, te limpiaba la herida diligentemente, sin un roce de más.

    - Tened más cuidado para la próxima vez, perillanes- nos decía.

    Aquella situación, más que vergüenza, nos producía mucha risa cuando regresábamos al patio. Los amigos se partían la caja con la anécdota de siempre, pero renovada. Incluso montábamos un teatrillo, imitando la escena, si el encargado del recreo andaba despistado. En realidad nadie le daba la menor importancia al asunto. Comparado con estos curas de Boston abusadores gruesos y delictivos, el hermano Jesús era una hermanita de la caridad. Con nosotros, digo. Los internos del colegio seguro que podrían contar historias más truculentas.
    Hacía más treinta años que no me acordaba del hermano Jesús. De ese tipo asqueroso. De ese hombre indeseable.




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Frío en julio

🌟🌟

Decía Carlos Pumares en aquel programa suyo de las madrugadas que de vez en cuando había que ver una mala película para luego saborear mejor las buenas. Decía, con sabiduría, que si uno, en su cinefilia desbocada, iba continuamente de peliculón en peliculón, al final caía en la insatisfacción rutinaria de quien come caviar y bebe champán todos los días. Lo que Pumares no explicaba era si él elegía malas películas a conciencia, como una especie de purga o de penitencia, o si le bastaba con las se que encontraba en los festivales del ancho mundo, o en sus obligaciones profesionales de programador.

    Uno, la verdad sea dicha, jamás ha visto una mala película a sabiendas. Mi intención de cada noche es limpiarme la mierda del día con una película de risas o de lágrimas, de sustos o de emociones. Con los años he ido desarrollando un sexto sentido que falla muy pocas veces. Frío en julio, por ejemplo, es una película que no pensaba ver ni en pintura, ni en pixelación. De venganzas entre tejanos hormonados ya está uno muy informado y muy resabiado. Estaba borrada de mis agendas hasta que el otro día, en el pasillo laboral, una amiga de gusto exquisito me la puso por las nubes. En esos momentos uno casi siente, físicamente, la disonancia cognitiva que provoca un terremoto en las neuronas. Por un lado la compañera, disfrazada de abogada, que te canta loas y alabanzas, y por otro lado, sulfúrico y enrojecido, el instinto que te ruega no escucharla. Son segundos decisivos, inquietantes, en los que pones en juego la amistad si tuerces el morro con desagrado, o dices que no con sequedad. 

    Frío en julio, efectivamente, era una película que no encajaba en mi perfil, por decirlo de manera suave. Pero no voy a pedirle daños y perjuicios a mi compañera. Ella, otras veces, me ha enseñado joyas que yo no conocía, maravillas que me habían pasado desapercibidas. Las películas que entran por las que salen. Además, gracias a estos bostezos, como bien enseñaba el maestro Pumares, mi próxima película me sabrá a teta de monja. Ya me estoy relamiendo.







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The Martian

🌟🌟🌟🌟

Los hombres de La Pedanía, que es el pueblo donde yo vivo, nunca van a ver The Martian, la última película de Ridley Scott. Ellos nunca van al cine, ni tienen televisión de pago, ni entienden bien cómo funciona un DVD. Dentro de unos años, si acaso, cuando pasen la película después del No-Do  y de la información del tiempo, mis convecinos le echarán un vistazo distraído mientras apuran el vaso de vino y cortan el queso con la sirla de Albacete. Yo sé que les va a interesar mucho el tema de las patatas hidropónicas, porque aquí, en este villorrio, como en cualquier villorrio que se precie, que las patatas crezcan o no es el asunto sustancial de cada día. Lo que viene antes del cultivo de Matt Damon, y sobre todo lo que viene después, les va a aburrir soberanamente, y van a verlo con el volumen bajado, o con la atención puesta en otro sitio. 

Sí levantarán la ceja cuando Damon se ponga a cacharrear con los vehículos espaciales, porque ellos, hombres prácticos donde los haya, saben mucho de arreglar cualquier cosa, y de trastear mucho con sus tractores, aunque ellos siempre tengan la patata en mente, y no entiendan muy bien qué hace un tío con un casco en mitad del desierto, buscando artilugios sepultados bajo el polvo.


    Escribía Andrés Trapiello en sus diarios, de cuando iba a su finca extremeña y se topaba con la dura realidad del agro:

    “Yo no sé de dónde se habrán sacado eso de la sabiduría de los hombres de campo. Por uno sabio, se topa uno con cien brutos y desalmados. Sólo hay que observar la saña con que un hombre de campo mira crecer unas dalias, una rosa, todo lo que no dé patatas”.

    No diré yo tanto de mis vecinos, Dios me libre. Como yo no tengo tierras ni casa propia, nos saludamos amablemente sin que nuestras vidas tengan un punto de intersección, ni de conflicto. Trapiello, en el exabrupto, se desahogaba de un problema de lindes, o de unas obras en casa, y aprovechaba la escritura para quedarse descansado. Mi desencanto con los hombres de campo es más liviano que el suyo, pero más sostenido en el tiempo. Más decepcionante en realidad. Aquí no hay nadie para comentar una película como The Martian. Nadie con quien compartir el amor volcánico que Jessica Chastain sigue despertando en mis entrañas. Nadie, por supuesto, con quien recordar el sueño viajero de Carl Sagan, ni hacer memoria de las otras aventuras espaciales de Ridley Scott. Nadie a quien comentarle que The Martian, en esencia, tiene el mismo argumento, y el mismo brete moral, y el mismo actor rescatable, que Salvar al soldado Ryan. Aquí, en el villorrio, las únicas películas que se ven son las de vaqueros, y sólo si sale John Wayne en ellas. Vivo rodeado de gente, ahíto de comida, en un rincón ubérrimo del Noroeste. Pero vivo solo, muy solo. Me siento, en espíritu, como Matt Damon atrapado en Marte.




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Mozart in the Jungle. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

Se cuenta en IMDB, respecto a Mozart in the jungle, que un estudio de la universidad de Harvard, allá por los años noventa, encontró que la satisfacción laboral de un músico de orquesta era más baja que la de un guardián de prisiones, o de la cajera de un supermercado. El dato, tan extraño como revelador, viene a explicar muchas de las cosas que suceden en esta ficticia Filarmónica de Nueva York que dirige Rodrigo, el chiflado director al que da vida Gael García Bernal.


       Mozart in the jungle está basada en las memorias de la oboísta Blair Tindell. Ella subtituló su biografía con un “sexo, drogas y música clásica” que es mucho más que un chiste malo sobre el famoso “sexo, drogas y rock and roll”. De las vidas de los grandes compositores hemos visto documentales, y hemos leído biografías, y sabemos que la mayoría eran unos rijosos que dedicaban su música a las amantes perdidas o conquistadas. Incluso cuando aseguraban que componían sus sinfonías inspirados por Dios, no hacían más que sublimar los instintos de quien chorreaba libido por sus dedos. Sin embargo, de los intérpretes de esa música siempre hemos tenido una visión equívoca y mojigata. Los veo en el canal Mezzo, siempre tan atildados y tan virtuosos, y pienso en ellos como en seres angélicos, asexuados, que una vez terminada la función se retiran a sus aposentos a beber agua mineral y a seguir practicando con sus instrumentos. De qué otro modo, si no, iban a alcanzar ese dominio magistral, ese arte inalcanzable. Es una impresión falsa, por supuesto, que no resiste ni cinco segundos de análisis racional. Mozart in the jungle nos recuerda que estos músicos de élite, cuando guardan el violonchelo en la funda o el oboe en el cajetín, son como cualquiera de nosotros, con sus orgullos y sus amores, sus vidas arruinadas o sus vidas en recomposición.





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Mis almuerzos con Orson Welles

Entre 1983 y 1985, allá en los restaurantes de postín, Orson Welles y el director de cine Henry Jaglom mantuvieron jugosas conversaciones sobre el mundillo de Hollywood, y sobre las tribulaciones artísticas del propio Orson. Welles, que confiaba en la discreción de su amigo, no puso impedimento para que estas conversaciones fueran grabadas en un magnetófono. Un documento que ahora, gracias a la labor editora de Peter Biskind, nos llega en forma de libro imprescindible: Mis almuerzos con Orson Welles.

   La mitad del texto se nos va en los proyectos inacabados de Orson Welles. En esos tres años previos a su muerte, incombustible y obsesivo, el ciudadano Kane todavía soñaba con dineros llovidos del cielo, y confianzas renovadas de los productores. Algunos proyectos los tenía con el guión inacabado; otros con el rodaje a medio empezar; otros con los actores sin dar el OK definitivo. Un sindiós de películas y documentales que mantenían a Welles ocupado de la noche a la mañana, cuando no estaba comiendo en los restaurantes, claro, o cuando no estaba en España de parranda, impregnándose de tauromaquias y flamenqueos.




       Para un cinéfilo como yo, de los de andar por casa, la parte más enjundiosa del libro es aquella en la que el gordinflón no opina, sino que pontifica, sobre sus gustos y manías. Una verdulera que opina a calzón quitado, y a cinturón desabrochado, sobre películas y cineastas, actores y damiselas. Uno esperaba, la verdad, razonamientos sesudos, análisis cinematográficos. Fulano es muy bueno porque tal y fulana es un horror porque cual... Pero no: Orson Welles se viste de cinéfilo de café para soltar sus inquinas y prejuicios. No le gusta Spencer Tracy porque es irlandés; odia a Woody Allen porque es feo y bajito; trata a John Huston como un borracho incompetente. Detesta Vértigo porque sí, y Chinatown porque le da la gana, y All that jazz porque le parece una memez.

A otro interlocutor no le hubiera consentido yo tamañas herejías: que me toquen a Woody Allen es como que tocaran a mi hermano; que se metan con All that jazz es como si se mearan en el copón de mis hostias consagradas. Pero a Welles, por aquello del respeto, y porque en un párrafo confiesa ser lector admirado de Montaigne, le voy siguiendo hasta la última página, asombrado a veces de su inteligencia, indignado, a veces, con su pedestre humanidad. Un tipo orgulloso, pagado de sí mismo, que sin embargo, en ocasiones, se declara perdido y confuso.



- Soy mucho más inseguro de lo que piensas, Henry.
- No me lo creo. Eres arrogante y estás muy seguro de ti mismo.
- Sí, es verdad, estoy muy seguro de mí mismo. Pero de nadie más.



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Mientras seamos jóvenes

🌟🌟

No puedo engañarme a mí mismo. Sé que por debajo de mi cinefilia maniobra un individuo caprichoso que vive en el inconsciente. Un tipo enmascarado que me persuade, con voz meliflua, de ver películas que sólo le interesan a él. Como ésta de hoy, Mientras seamos jóvenes, un truño que aburre a los quince minutos y ya no se detiene hasta el final en sus gracias que no dan risa, en sus filosofías que no dan nada en qué pensar.

      Noah Baumbach es el director de un montón de películas extrañas que nunca me dejaron poso. De su filmografía, tan cacareada, no soy capaz de recordar ni siquiera los argumentos. Y sin embargo, seducido por mi Batman interior, y enamorado hasta las cachas de Naomi Watts, mal aconsejado también por algún crítico de postín, he vuelto a caer en las redes de estos neoyorquinos con ínfulas que quieren ser personajes de Woody Allen y se quedan en panolis de TV movie.



      Mi inconsciente ha vuelto a engatusarme con otra película de cuarentones desnortados, de los que empiezan a sufrir hernias y artritis. De los que no saben si volverse ya viejunos del todo o darle una nueva oportunidad a su joven interior. Mi inconsciente anda muy preocupado con la velocidad supersónica del calendario, y como sabe que yo vivo infeliz pero despreocupado, aprovecha las películas para meterme el miedo en el cuerpo. Pero, yo, la verdad, poco puedo aprender de estos cuarentones imaginarios. Ellos son mucho más guapos que yo, y viven en Nueva York, y tienen talentos artísticos, y lloran en hombros de mujeres bellísimas y comprensivas. Así cualquiera.... Mi crisis otoñal es muy típica, muy de andar por casa. De la meseta superior cuando hace frío, con el sillón-ball y la mantica, la sopa de ajo y la morcilla con cebolla. De paseos por el bosque y tertulias melancólicas con los amiguetes. De la tecla F5 del ordenador siempre cerca, para actualizar las páginas de amores a ver si alguna cuarentona busca un hombre como yo.




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Dheepan

🌟🌟🌟

De vez en cuando, acuciado por la vagancia de no preparar la cena, me dejo caer por los restaurantes orientales del Pakistán y alrededores. Hay un tugurio, en concreto, en esta capital de Invernalia, donde preparan un kebab que es una obra de arte de la glotonería. Me río yo, del masterchef o del chefmaster, de sus perejiles y de sus vinagres reducidos, mientras sostengo uno de esos prodigios entre las manos, conteniendo a duras penas el relleno que se escurre entre los panes, como en una cornucopia rebosante. Tras el atracón viene el sentimiento de culpa, y el juramento de no volver a repetir, vigilado como estoy por un médico que lo sabe todo sobre mi colesterol. Pero al cabo de un mes me puede el nervio, y la gula, y regreso a la escena del crimen con la cabeza gacha y la cara medio escondida, para que ningún conocido me reconozca. Como quien entra en un puticlub, o en una agrupación del Partido Popular.


   Mientras espero la confección de mi suicidio, observo con detenimiento antropológico a estos restauradores anónimos. Mi incultura, tan poco viajada, me impide saber de dónde proceden. Alrededor del golfo de Bengala se me enredan los países y las coloraciones. Me pregunto qué pintan aquí, en esta ciudad que casi no llega ni a pueblo, tan lejos de sus terruños, siempre pegados a unos fogones verticales que son de volverse loco de calor. Qué piensan de sus clientes, tan orondos; de los españoles, tan gritones; de la cultura occidental, en general, que quizá en las antenas parabólicas de sus países siempre salía de colorines y con pibones semidesnudos.

    Hoy, cenando sopa de fideos y fruta multicolor, he vuelto a pensar en mis viejos amigos. Y no por el hambre canina –que también- sino porque estaba viendo Dheepan, la última película de Jacques Audiard. Dheepan es un exiliado tamil que huye de la guerra en Sri Lanka, y que encuentra asilo político, y trabajo precario, en un arrabal conflictivo de París. Huyendo de las balas de su tierra, se encontró con las balas francesas del narcotráfico pandillero, que se disputa los edificios como en un episodio de The Wire. Dheepan es un tipo duro que no se deja pisar por nadie. Podría escurrir el bulto y hacerse pasar por un anónimo trabajador que sólo quiere el permiso de residencia. Pero a Dheepan le bullen las entrañas: es un justiciero de barriada, un Charles Bronson bengalí. Se parece mucho, en el físico, al hombre que aquí en Invernalia rellena mis kebabs de la muerte. Ése al que siempre le digo que ponga un poco de picante, y que añada un poco más de cebolla. La próxima vez que le vea casi estoy romper el hielo, y por entablar conversación. A ver qué me cuenta. 



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Camino a la perdición

🌟🌟🌟🌟

El personaje trágico de Camino a la perdición es el mafioso John Rooney, al que da vida, y altura, un inmenso Paul Newman. Un protagonista de tragedia griega, si no estuviéramos entre irlandeses con metralleta y borsalino.

    A punto ya de jubilarse por edad, o temeroso de que lo jubilen a tiros las bandas rivales, el anciano sopesa a quién legar los negocios ilícitos que lo han hecho un hombre respetable. El hijo genético, la carne de su carne, es un psicópata de gatillo fácil que no sabe mantener la boca cerrada, ni el arma en la cintura. El personaje de Daniel Craig es, además, un tipo apocado y rencoroso, que no tiene el don de la paciencia ni la virtud de la mansedumbre. Un perfecto inútil que dilapidará en poco tiempo la herencia recibida. Tantos asesinatos, tantas piernas rotas, tantas cabezas descalabradas en el Medio Oeste americano, para que luego llegue el chaval y lo arruine todo con tres locuras y cuatro tonterías. Una inversión de alto riesgo, como poco.

    El otro hijo de Paul Newman es Michael Sullivan, el personaje de Tom Hanks. Un matarife profesional, como aquellos que añoraba el gallego Pazos en Airbag. Sullivan es un sicario que sabe cuándo hablar y cuándo disparar. Cuándo conceder la prórroga y cuándo empezar la balacera. Cuándo dejar un testigo vivo y cuándo no. Un tipo responsable y cabal que sin embargo, ay, no lleva en su venas la sangre de los Rooney. Él es un hijo adoptado, como el Tom Hagen de la familia Corleone, y aunque sería el candidato ideal para suceder al anciano, los imperativos genéticos pueden más que los raciocinios de la conveniencia. Cuando la película se enrede, y John Rooney tenga que mojarse en su elección, se desatará la tragedia anunciada en el título. El camino hacia Perdición, y hacia la perdición, que tanto monta y monta tanto.

    Mientras veía la obra maestra de Sam Mendes, y contemplaba las dudas desgarradoras de John Rooney, he recordado aquel discurso que Tywin Lannister le soltaba a su hijo Jaime en la tienda de campaña. Para ilustrar a quienes vieron Camino a la perdición y se echaron las manos a la cabeza:

    "En poco tiempo yo habré muerto. Y tú, y tu hermano, y tu hermana, y todos su hijos. Todos moriremos. Todos nos pudriremos en la tierra. El apellido de la familia es lo que pervive. Todo cuanto pervive. Ni la gloria personal, ni el honor. La familia". 


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American Beauty

🌟🌟🌟🌟🌟

Este blog es un porno soft de mi mundo interior. Una exhibición de anatomías íntimas que aparecen medio tapadas por las sábanas. Usando las películas como excusa, mezclo medias verdades y medias mentiras para hablar de mis mandangas, de mis opiniones sobre el mundo. Los cinéfilos de verdad, los que buscan análisis profundos o datos curiosos, hace tiempo que emigraron a otras páginas, donde ven satisfechas sus respetables apetencias. Aquí se han quedado los cuatro parroquianos despistados: los amigos de verdad -que vienen a curiosear- y los amigos de mentira –que vienen a reírse de mi yo y de mi circunstancia. Y las incautas, claro, que descubren a un literato de mediana edad y sueñan con leer poesías en colores pastel, y cantos otoñales a la belleza de la vida. Pobrecicas mías...


      Con algunas películas, sin embargo, no puedo explayarme sin caer en el desnudo total. Hablar, por ejemplo, de American Beauty me exigiría pasar del porno blando al porno duro. Retratarme en primeros planos, y en HD, con los pelillos y los pliegues al descubierto. Una cosa muy fea y de muy mal gusto. El personaje de Lester Burnham tenía cuarenta y dos años cuando contaba su triste historia. Y yo tengo ahora uno más. Y quizá porque muchos cuarentones seguimos el mismo camino de las baldosas amarillas, me hallo en su misma encrucijada. La vida de Lester Burnham, en mi caso, es como el negativo de los pápeles de Bárcenas: todo es cierto "salvo alguna cosa". Las peores del repertorio, no se preocupen...

Lo más triste es que yo no tenía ni treinta años cuando me presentaron a Lester Burnham allá por 1999, y entonces ya supe, en un escalofrío del alma, que tarde o temprano me encontraría maldiciendo su misma desgracia. Que el mismo desaliento, y la misma frustración, y la misma sensación dolorosa del tiempo perdido, me esperaba a la vuelta de una esquina. Que iba a llegar un día -que sería el primero de muchos- en  que después de la ducha matinal todo iba a ser bastante peor. El amor y la salud; el trabajo y la esperanza

     Y sin embargo... La vida es tan... hermosa. Está llena de humor, de carcajadas, de benditas estupideces. Hay músicas que me erizan el vello, paisajes que me dejan atónito, sabios que me iluminan las meninges. Partidos de fútbol que me devuelven la alegría tonta de la niñez. Y están las películas, claro, que me dan oxígeno y alimento cada noche. Y está el amor, tal vez...

     "A veces hay tantísima... belleza... en el mundo, que siento que no lo aguanto. Y que mi corazón se está... derrumbando".



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Regresión


🌟🌟

Minnesota, en los últimos tiempos, desde que los hermanos Coen ambientaran allí Fargo –y eso que Fargo está en Dakota del Norte-, se ha convertido en el chiste recurrente de Norteamérica.  Cada vez que alguien quiere rodar una ficción de paletos con pocas luces, o de rústicos sin ninguna prisa, allá que van con las cámaras y los focos, como aquí íbamos a los secarrales castellanos en tiempos del cine franquista, a descojonarnos del labrador con boina, y de su mujer con dislalia. Ya incluso en las retransmisiones de la NBA, cuando juegan los Minnesota Timberwolves y algún jugador de la franquicia anda despistado en ataque, o merluzo en defensa, se escuchan algunas bromitas sobre el asunto: “Este tío parece sacado de Fargo, o nació en el centro mismo de Minnesota…”

      Esta semana, por esos designios de los hados, he visitado Minnesota dos veces. El primer viaje me ha llevado a Luverne, donde los personajes de Fargo 2 siguen haciendo de las suyas, bobos geniales los unos e inteligentes limitados los otros. Nada ha cambiado por esas tierras desde que los hermanos Coen establecieran el estereotipo. Y bien que lo agradecemos, la verdad, porque los espectadores nos seguimos descojonando con ese humor negro que ya es una Denominación de Origen. Ya dijo Cipolla que la estupidez era universal, pero allí, al parecer, en la rectilínea frontera con Dakota, existe un pico estadístico que es un filón para los guionistas.

         El segundo viaje astral a Minnesota lo he hecho con Regresión, la última película de Amenábar. Aquí los lugareños parecen algo más espabilados que en el universo de los Coen, quizá porque hay menos nieve y los andares son más rápidos, o porque hace menos frío y las cabezas parecen menos abotagadas. Los palurdos de Amenábar no cometen crímenes estúpidos que luego hay que ocultar durante diez episodios. No: a estos lugareños, cuando les pega el siroco, les da por celebrar ritos satánicos en un granero abandonado, sacrificando bebés y entonando salmos al revés. Luego, durante el día, cuando el ojo de Dios les pregunta, dicen no acordarse de nada, o recordarlo vagamente de una pesadilla. 

    Así las cosas, para resolver los crímenes, el pobre Ethan Hawke buscará ayuda en el hipnotizador de la comisaría (sic), un tipo que saca verdades del subconsciente con un metrónomo de cruz invertida (sic también). Y aquí me detengo, para no hacer sangre. Podría poner veinte sics igual de absurdos para subrayar las veinte demencias de este guión tan ridículo. No hay suspense en Regresión: sólo susticos, golpes de efecto, actores que nunca se creen las chorradas que van soltando por los páramos.



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La duda

🌟🌟🌟🌟

La simpatía y la antipatía son sentimientos que surgen de la nada. Sin tiempo para juzgar a la nueva persona, nos creamos una opinión que solidifica a la velocidad temible del cemento. Son sensaciones que nacen en la trastienda de nuestras emociones, allí donde Sigmund Freud descubrió la veta profundísima del subconsciente, y empezó a extraer un mineral que todavía no hemos agotado. El abuelo de Viena, que para algunas cosas se ha quedado en un viejo verde, o en un plasta ilegible, en otras es todavía un maestro competente. Él nos enseñó que cualquier conocido nuevo nos remite a otros cien que guardamos en el recuerdo. Y que a veces, en el procesado rápido de información, sacamos conclusiones que pueden ser precipitadas, pero que necesitamos para ponernos en alerta o para abandonarnos libremente a la amistad, o al amor...


      La duda, que es la película que hoy me ocupa, es la historia de una antipatía visceral, radical, freudiana hasta la médula. La de la monja Aloysius por el padre Flynn. Muchos, en su día, se quedaron con la trama secundaria del supuesto abuso sexual ¿Se trajinaba el sacerdote al niño negro, allá en los oficios de monaguillo? ¿O le ofrecía, simplemente, unos cariñitos espirituales? ¿Se derramaba algo más que vino, en la sacristía del internado neoyorquino? Rodada en plena eclosión de las meteduras de mano sacerdotales, y de las meteduras de pata obispales, La duda, en realidad, no tenía nada que ver con el asunto. O muy poco. El contacto sexual sólo era el viejo mcguffin de don Alfredo. La trama verdadera, el meollo del asunto, es se odio exacerbado e irracional, que siente la monja alférez por su sacerdote. Una antipatía rabiosa que sólo buscaba una excusa para explotar. 

    La duda es un concepto de psicología básica. El retrato de un prejuicio que nos parece vidrioso y malévolo, pero que sólo es, ojo, la exageración dramática de un pecado que todos hemos cometido alguna vez. 


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