La La Land

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Hace dieciocho meses que entré en el cine predispuesto a que me gustara La La Land. Yo iba entregado a la causa, rendido de antemano, con la crítica ya casi escrita en mi cabeza: que si vaya obra maestra, que si vaya carrusel de emociones, que si menudos son los números musicales y tal y cual... Pero me llevé un chasco monumental. Una decepción como pocas. Pensé, como Chiquito de la Calzada, que una mala tarde la tiene cualquiera, y que quizá era culpa mía, del mal de amores, o del mal de estómago, y no del señor Chazelle ni de sus entregados bailarines. Así que decidí aplazar esta crítica para un segundo visionado más reposado, en casita, concentrado, en versión original, sin gente dando por el culo con el teléfono móvil y las palomitas.

    Pero sigo en las mismas con La, La, Land. Y la verdad es que no termino de entenderlo.  Porque yo vivo enamorado de Emma Stone, que es la chica de los ojos como platos, y quiero, además, de mayor, ser como Ryan Gosling: plagiarle el estilo, los andares, la mirada indescifrable y la sonrisilla de picarón. Admiro al señor Chazelle desde que hiciera su Whiplash memorable, y soy, para más inri, un converso al género musical. Creo a pies juntillas en los arrebatos líricos y en los bailoteos sin prólogo. Un día comprendí que la vida no es un drama, ni una comedia, sino una aventura musical, y que siempre suena una canción en nuestro interior -una sinfonía, un chotis, una balada de amoríos-, y que si no nos lanzamos al baile mientras compramos el pan o esperamos al autobús es por pura vergûenza, por puro sentido del ridículo, no porque nuestros pies no estén predispuestos a la acción.


    Pero empieza otra vez La La Land y noto que mi predisposición va muy por delante de mi juicio. Emma Stone sale radiante, y Ryan Gosling luce irresistible, y el señor Chazelle se marca unos virtuosismos muy originales. Hay risas y bailes, amor y tontunas. Sueños y decepciones en la ciudad del "La, La, La" que no es el Madrid de Massiel, sino la ciudad de Los Ángeles donde nunca se pone el sol. Pero pasan los minutos y la película se me escurre entre los dedos. Otra vez. Quiero amarla, disfrutarla, sentirla en las vísceras como el peliculón que yo presumía de antemano. Todo es irreprochable y muy bonito. Pero no termino de ver el alma, el espíritu, y lo digo yo, que reniego de cualquier metafísica, de cualquier palabreja espiritual. Veo, pero no siento; asisto, pero no participo. Entiendo, pero no termino de comprender. 


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Campeones

🌟🌟🌟

Yo paseo todos los días con cuatro campeones por las calles de la pedanía. Forma parte de mi trabajo. Les enseño a cruzar la calle, a comportarse en el supermercado, a permanecer sentados veinte minutos en una cafetería sin dar voces o pegar saltos. Ya formamos parte del paisaje, y del paisanaje, y nadie se extraña de nuestra presencia en los lugares. Hemos alcanzado lo que yo llamaría una normalidad presencial. A veces, por supuesto, hemos dado la nota, y hemos tenido que abandonar la escena tras pedir perdón al respetable. Pero eso también lo hacen los niños normales: dar po'l culo cuando les niegas unas patatas fritas o tardas un poco de más en terminar una conversación. Es por eso que al día siguiente, si ya escampó el temporal neurológico, lejos de sentir vergüenza o culpabilidad, volvemos al lugar del crimen como vecinos de toda la vida. No sé si somos aceptados o simplemente tolerados, pero la verdad es que no tengo queja de nadie. Jamás he vivido una escena vergonzante como la del autobús de Campeones.

     Los viejetes más despistados de La Pedanía -los que me toman por un padre coraje y no por un maestro del colegio- me han dicho alguna vez que qué desgracia la mía, que cuatro hijos así, tan seguiditos, con lo que han avanzado las ciencias... Alguno ha llegado a decirme que me falta uno más para formar, precisamente, un equipo de baloncesto. Porque sucede, además, que mis cuatro alumnos son unos tallos de la hostia, espigados y fortachones. Pero estos campeones míos no juegan al baloncesto, ni a nada que se le parezca. Ni siquiera entenderían el concepto de juego colectivo. Ni la diferencia entre una victoria y una derrota. Están mucho más incapacitados que los personajes de la película. Viven en barrios más periféricos de la campana de Gauss. No salen representados en Campeones. Ni podrían serlo. No son dramatizables. Apenas hablan, no responden a preguntas, a veces sufren crisis nerviosoas, o agresivas... Su rollo es muy distinto. Daría para una película muy diferente y posiblemente no producible. 

    Campeones ya está bien como está, moviéndose en un terreno más amable. Más asumible para el gran público. Es una película imperfecta pero muy digna. Sortea la pornografía sentimental como un concursante de Humor Amarillo pisando las zamburguesas sobre el agua: parece que se va a pegar un hostiazo en cualquier momento pero consigue llegar a la orilla con sólo unos resbalones por el camino. La historia avanza con alguna trampa evidente de guion, y con una música horripilante que subraya las escenas. Pero la primera hora -la de Javier Gutiérrez enfrentado a su nueva realidad deportiva- es cojonuda. Impecable. Este tío borda la caída a los infiernos... Sin él la película sería mucho peor. Menos convincente. Más americana. Hoy he puesto muchas cursivas...





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Han Solo: Una historia de Star Wars

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Durante cuarenta y un años, desde que cumplí los cinco y me adentré en los caminos de la Fuerza, siempre que vi una película de Star Wars me teletransporté a la galaxia muy lejana y al pasado muy remoto con sólo leer el rótulo del inicio. En lo que duraba la fanfarria de John Williams y pasaban las letricas explicativas, yo, en un desafío cotidiano a las leyes del espacio-tiempo, me plantaba en Tatooine, o en Coruscant, o en el planeta donde Cristo perdió el mechero, dispuesto a entrar en faena: a pilotar la nave, a negociar con la Federación de Comercio, a blandir la espada láser junto a mis colegas los Jedi. 

    Por arte de magia midicloriana, mi butaca del cine o mi sofá del salón se convertían en el asiento de Han Solo en el Halcón Milenario, y yo me lanzaba al hiperespacio del mismo modo mareante, dejando una estela de rayicas azules sobre el fondo negro del universo. A toda hostia, atravesando la pantalla, sin secuelas para mi integridad física o para mi equilibrio neuronal. Lo que quedaba de mí, en este planeta secundario de la Vía Láctea, sólo era un holograma para despistar al personal, para que nadie se preocupase por mí en las dos horas de ausencia. Como quien deja la almohada bajo las mantas, fingiendo un rebujón humano.

    Pero hoy se ha averiado el mecanismo. Algo se ha jodido en este Halcón Milenario comprado en Merkamueble, y no tengo ni puta idea de cómo se arreglan estos cacharros imaginarios. Hoy, seguramente influenciado por las críticas demoledoras de los críticos, no he saltado al hiperespacio cuando he leído las primeras letras; me he quedado en tierra, en la Tierra, a muchos parsecs de distancia de estas nuevas aventuras, demasiado lejos en el futuro, sin implicación alguna con los trastazos que se sucedían en pantalla. Debería de haberme emocionado con el primer encuentro de Han Solo y Chewbacca, con la primera aparición del Halcón Milenario, con la partida de póker con Lando Calrissian que cambió el destino de la nave y de la galaxia. Pero sólo he sentido alfilerazos anestesiados, ecos de las viejas emociones. 

    Quizá me he hecho mayor de una vez por todas. De sopetón. O quizá es que hay películas que no se pueden ver en domingo. Han Solo: Una historia de Star Wars, es una película de viernes alegre, de sábado festivalero, de chavales entusiastas en el sofá sin deberes. Los domingos -ahora lo recuerdo-  está prohibido el salto al hiperespaciopor la Dirección Galáctica de Tráfico. La DGT de las autopistas estelares.




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El método

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Yo, por temperamento, por condiciones naturales, por esta cara de panoli que los dioses me otorgaron al nacer, estaba predestinado a ser cura de parroquia o funcionario de provincias. A vivir muy lejos de la City de Madrid donde los personajes de El método se navajean los trajes muy caros para conseguir un puesto de trabajo.

    Lo de cura fue un proyecto plausible que se truncó más o menos a los doce años, cuando comprendí que el deseo sexual iba a ser una fuerza incontenible. Que me iban más las rapazas que Jesucristo, vamos. Y que Dios, además, su padre -o él mismo, según la teología de la Trinidad- tenía toda la pinta de no existir. 

    Así que dada mi inteligencia mediocre, mi falta de talento artístico, la timidez patológica que me impedía abrirme paso en la selva de los trabajos, tuve que encaminar mis esfuerzos estudiantiles a ser funcionario. Maestro, para más señas, que por aquel entonces era más una marcha solidaria que una carrera de verdad. Estudié a mi ritmo, oposité, tuve un golpe de suerte, y a los veintitrés años renuncié para siempre a los trajes de Armani y me aboné a Canal + para instalarme en una celda de ateo donde no entraba Dios por el ventanuco, pero sí las ondas electromagnéticas que me traían el cine clásico y el cine de estreno, el fútbol y el rugby, el porno y las comedias.



    Mientras tanto, mis excompañeros del instituto, que fueron más capaces y ambiciosos, se enfrentaban al método Grönholm para ganarse  el chalet en trabajos con secretaria eficiente y viajes pagados a las capitales europeas. Mientras yo me atocinaba en mi propio estofado, ellos tuvieron que demostrar arrestos, personalidad, capacidad de mando. La conjugación exacta entre el liderazgo y el compañerismo. Tuvieron que demostrar su valía, su competencia, su falta de escrúpulos. Yo no hubiera pasado ni el primer test de esas mierdas empresariales. Supongo que con los nervios me habría confundido al rellenar el formulario, poniendo el primer apellido donde el segundo, o firmando donde no debía, o liándome con el número del DNI. ¿Qué empresa líder en el sector iba a contratar a un imbécil semejante? 

    Pero no me quejo: yo vivo aquí tan ricamente, en La Pedanía, a cuatrocientos kilómetros del downtown de Madrid, donde se deciden las cosas importantes. Salgo de paseo y me cruzo con las vacas, con los perretes, con las higueras del camino. Me he perdido la hostia de cosas excitantes: el estrés, la autoestima, los minibares de cinco estrellas, pero he encontrado, a cambio, mi lugar en el mundo.



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Promesas del este

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En su trabajo, entregada al cuidado de los recién nacidos, Anna parece poquita cosa: una enfermera de aspecto frágil y sonrisa bondadosa. Pero cuando sale del hospital, Anna se transforma: se calza los vaqueros ajustados, se pone la chupa de cuero, y se sube a la moto de alta cilindrada para buscar a Jacq's por las calles de Londres. Naomi Watts no tiene los pechos turgentes de aquella modelo del anuncio, y quizá por eso, en Promesas del este, David Cronenberg nos priva de ese homenaje a los viejos erotismos. Aún así, embutida en sus galas de motera nocturna, Anna es terriblemente hermosa, terriblemente sexy, y un pajarillo de amor aletea en el pecho de Nikolai cuando éste la conoce.

    Anna es una mujer con agallas -o una completa inconsciente, eso nunca queda claro- y ha plantado una queja en la casa donde viven unos rusos muy mafiosos Una chica ha muerto desangrada en su hospital mientras daba a luz, y entre sus pertenencias ha dejado un diario en el que explica cómo fue violada y maltratada por el jefe de la banda, Semyon el respetable, y por su hijo Kirill, el heredero incapaz. Como los rusos -por muy mafiosos o comunistas que sean- tienen una larga tradición de hospitalidad que proviene de su pasado estepeño, Anna es recibida la primera vez con sonrisas de cordialidad y ganas de entendimiento. Le hacen una oferta difícil de rechazar... Deja de tocarnos los cojones, básicamente. Pero Anna no se cosca, o no quiere coscarse, o quizá nunca ha visto El Padrino I, y por eso, para la segunda advertencia, los rusos le envían a Nikolai, el chófer que hace de matón, o el matón que hace de chófer. 

    Nikolai es un profesional de la tortura, un tipo impertérrito, hierático, de los que habla casi en susurros para helarte la sangre. Viggo Mortensen, el leonés honorario, borda su papel de malote. Pero ni Nikolai es el tipo que dice ser, ni Anna, que ha sido poseída por el espíritu de Juana de Arco, va a dejarse acoquinar por unos tatuados que cada domingo van a Stamford Bridge a animar al Chelsea de Roman Abramovich. Y así, donde menos se esperaba, surge el amor, o al menos su tensión, su posibilidad, y las violencias de David Cronenberg quedan en parte rebajadas, tres partes de sangre y una de agua, y le sale una película por encima de su media, con cosas muy chulas, como siempre, y las incoherencias chapuceras de toda la vida.





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The Cured

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Ya va siendo hora de que los escritores de ciencia ficción se reúnan en concilio para establecer una verdad canónica sobre los zombis. Que debatan durante meses, si hace falta, como hicieron los obispos en el Concilio de Nicea, que abrumados por todas las cosas contradictorias que se decían y se escribían sobre Jesucristo, decidieron preguntarle al Espíritu Santo cuáles eran las verdades reveladas y cuáles las invenciones de los herejes.

    Convendría, del mismo modo, porque la literatura se acumula y las películas se suceden, que alguien nos explicara si los zombis son muertos que reviven o enfermos que no llegan a morirse. Si les puedes matar de un disparo en el corazón o si si siguen moviéndose con independencia del riego sanguíneo. Si lo suyo es una cuestión vírica o una maldición gitana. 

    Y si es una cuestión vírica -y como tal sujeta a vacunación y sanamiento, como propone The Cured- si los exzombis son capaces de recordar la atrocidades gastronómicas que cometieron cuando estaban semi-muertos o semi-vivos, que no necesitaban entrar en el Mercadona del barrio para hacer la compra de la semana a no ser que sus presas se hubieran refugiado allí tras los cristales. Algo así como quien trata de recordar las gamberradas que cometió estando de melopea, a las tantas de la mañana, y duda de si llegó a sacarse la polla en el vagón del metro o si vomitó los cinco vodkas sobre el vestido de su mejor amiga.

    En estas cuatro décadas que nos separan de La noche de los muertos vivientes hemos visto zombis de todos los pelajes, de todos los metabolismos, y uno, la verdad, ya anda bastante perdido. Lo único que está claro, más allá de estas cuestiones fisiológicas, es que los zombis siempre son la alegoría de otro miedo que no se puede o no se quiere contar. El comunista que resucita, o el exmarido que retorna de la tumba. En esta película de hoy, los zombis son un trasunto de los guerrilleros del IRA: tipos que después de mancharse las mandíbulas de sangre, y de recibir el adecuado tratamiento, son reinsertados en la sociedad con el recelo lógico de sus vecinos. Porque tampoco queda muy claro, la verdad, si estos zombis curados aún pueden transmitir el virus de su rabia con un beso, o con una salpicadura de sangre. Quizá parezcan cuestiones banales, bizantinas, de las que entretienen a los adolescentes mientras pelan la pava. pero a mi me intrigan sobremanera mientras bostezo en la película aburridísima.





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Death Proof

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Dice un amigo mio, cuando la violencia de género es portada en los periódicos, que si él fuera mujer jamás saldría de casa sin una pistola en el bolso. Por si las moscas, o los moscones. Por si los psicópatas como Stuntman Mike en Death Proof. Y que se ciscaría en la ley, y en los permisos de armas, y en todas esas banalidades que le impedirían salvar la vida o el honor en una situación peliaguda. 

    Yo, por defecto de fábrica, no le doy la razón, y argumento que quien tiene un arma también tiene una tentación de usarla en situaciones menos tensas o dramáticas. Y que eso, además, nos llevaría a una escalada armamentística, y que esto sería como el puto Lejano Oeste y tal y cual, y me pongo muy didáctico, y señorón, como de catedrático de la razón pura, o tertuliano de la radio civilizada.


    Sin embargo, cada vez que regreso a casa por la noche y me cruzo con una mujer en la calle desierta, me acuerdo de mi amigo y de sus razones, y siento que no le falta parte de razón. ¿Qué pensará de mí, de mis andares, de mi mirada, de mi velocidad de desplazamiento, esa mujer que camina hacia mí? Yo no tengo malas pintas, parezco un buen tipo, pero las pintas no importan gran cosa en estos asuntos del miedo. El mismo peligro tiene el punky de los pelos afilados que el seminarista del pelo aplastado. Todos tenemos una polla entre la piernas, y venimos de la misma rama del árbol ancestral. Sólo un barniz de pintura distingue nuestras carrocerías más o menos intercambiables. Esa mujer que se cruza conmigo a las dos de la madrugada no se detiene en esas consideraciones. Le invade un recelo atávico, genético, y en esos momentos seguro que echa de menos una buena pipa en el bolso, una de verdad, pesada, plomosa, de las que infunden respeto y dejan pocas dudas: largo de aquí, forastero, cruza de acera, echa a correr, desaparece de mi vista...

    En Death Proof, la pistola que Kim lleva en el bolso marca la diferencia entre la tragedia de la primera parte y la comedia casi chorra de la segunda. Las Mujeres II son, si se me permite el chiste, de armas tomar. He llamado a mi amigo al terminar la película. Bueno, le he enviado un Whatsapp, que ya no eran horas... Casi estaba por sacarle el tema y darle la razón, pero me ha podido el orgullo tonto. La estupidez tan varonil Al final le he preguntado qué tal le va por sus vacaciones. A las doce y media de la noche... Debe de pensar que estoy gilipollas. Menos mal que ambos somos de trasnochar.





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Isla de perros

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Hace unos meses -en esta ciudad del Noroeste que queda tan lejos del Japón como cantaban No me pises que llevo chanclas- también se desató una persecución contra los canes que nos sacan a pasear a diario. No hizo falta que ninguna epidemia vírica se propagara por sus cuerpos peludos. Ocurrió, simplemente, que algún concejal creyó ver una ventaja electoral si organizaba un progromo canino como en los tiempos de Diocleciano. Así que un buen día, en el periódico local, los habitantes de este remoto lugar nos desayunamos -nunca entendí esa expresión canibalista, “nos” desayunamos- con la noticia de que nuestros chuchos iban a sufrir restricciones de movilidad, confinamiento en espacios, vigilancias policiales que sólo se habían visto para disolver manifestaciones obreras o para proteger la línea sucesoria de los Borbones.

    La excusa que convertía a los perros en unos apestados, y a sus dueños en unos terroristas con correa, eran por supuesto, las mierdas que los dueños más desaprensivos, los de toda la vida, los refractarios a cualquier multa o a cualquier espíritu cívico, nunca recogen. Una minoría de cerdos más molesta que decisiva, más simbólica que sucia, en estos tiempos de corrección urbana que poco a poco, remontando los siglos de desventaja, nos va acercando a los suizos y a los letones. Una excusa como cualquier otra para presumir de que el ayuntamiento se “preocupa”, y “está por los vecinos”, y “hace cosas”, como decía don Mariano. Una auténtica gilipollez. 

    Las calles de este pueblo con ínfulas de ciudad no son, desde luego, una patena para posar las hostias consagradas, pero junto a las mierdas de perro conviven los lapos de los ancianos, los vómitos del botellón, los chicles de la chavalada, y que yo sepa, nadie ha pedido todavía que a los viejos se les restrinja el acceso a los parques, ni que a los adolescentes haya que llevarlos con correa por todos los puntos de la ciudad, verdes o asfaltados, concurridos o recónditos. Que dejen a los perros en paz, pobrecicos. 

    Sé que ha habibo protestas, insumisiones, plataformas pro-caninas... Justo como en Isla de perros, que es esta película de Wes Anderson tan rara como un perro verde. Como todas las suyas. Sé que ha habido euniones con el Alto Comisionado del Asunto Perruno. Al final, la verdad, no sé en qué quedo todo aquello: yo vivo en la pedanía lejana, en los sistemas exteriores de la galaxia, y aquí el campo es de todos, y los senderos de tierra, pasos comunales.




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