El jardinero fiel

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El jardinero es fiel, sí, y además muy guapo. Se parece mucho a Ralph Fiennes, el de las películas. Un tipo ideal para lucirlo en las fiestas de la embajada británica en Kenia, pero en verdad un funcionario de segunda al que sus superiores no dejan mirar los documentos confidenciales. Y aunque los viera: Justin Quayle cree en la bondad natural de las personas, en el evangelio colonial de los británicos, y no concibe que sus amigos, sus camaradas de la carrera diplomática, anden haciendo cosas muy feas con los negritos que supuestamente han venido a socorrer.

    Es por eso que su esposa, que es más lista que el hambre, y que anda husmeando en los asuntos turbios de la industria farmacéutica, prefiere no contarle lo que va descubriendo en sus viajes por la sabana: que los colegas de Quayle -tan civilizados, tan británicos que no perdonan un té a las cinco ni un partido de golf si el tiempo lo permite-, están probando un medicamento en cobayas humanas que resulta ser más perjudicial que la bacteria misma, y en lugar de rehacer la fórmula, y de retrasar los jugosos dividendos que las pastillas habrán de dar en bolsa, hacen como que en África no ha pasado nada y dan órdenes de triturar documentos, incinerar cadáveres y asesinar limpiamente a los tocapelotas subversivos que impiden el libre comercio y la ganancia lícita de beneficios.



    Los hombres como Justin Quayle suelen pasar por la vida sin enterarse de nada, tan felices en su mundo que nadie se atreve a perturbarles la paz que emana de sus cabezas, como aureolas de los santos. Sólo una desgracia mayúscula, una hostia del destino como aquellos tortazos que repartía Bud Spencer en las películas, será capaz de resintonizar las estructuras neuronales del jardinero fiel, como hacíamos de pequeños con los televisores. Después de la gran hostia, Justin Quayle comprenderá que se ha equivocado de patria y de vocación, cosa que el espectador de la película ya sabía mucho antes que él. Porque cuando conoces a una mujer como la Rachel Weisz de la película, ya no puede haber más geografía que su cuerpo, ni más ideología que su sonrisa.


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Diamantes en bruto

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En contra de lo que dicen los libros de texto y los intelectuales de la radio, la Ilustración sólo nos dejó, como legado, la manía de comprar enciclopedias con las que forrar los armarios de nuestros salones. Y ya ni eso... En cuestiones de política, la Ilustración nos dejó tres principios morales que los mandatarios actuales sólo fingen respetar, y en cuestiones de nigromancia, su cruzada contra la superstición se estrelló contra la dura mollera del homo sapiens, que en términos evolutivos sigue siendo un proyecto en pañales, un mono sin pelo que todavía se rasca las axilas y busca gnomos debajo de las setas.



    Dos siglos después de que aquellos venerables franceses se tiraran de los pelos y de las pelucas -tan adelantados a su tiempo que todavía caminan varios milenios por delante de nosotros- los bípedos sin vello nos hemos vuelto más laicos, más desconfiados, pero no menos supersticiosos. El hombre moderno que se conecta a Internet y conduce su BMW en realidad sigue siendo un bosquimano con taparrabos, y sigue pensando que existe una conexión mágica entre las cosas creadas en el Génesis. Un animista que compra sus trajes en Cortefiel y luce pelucos de los que cuentan calorías y golpes de pelvis, pero que luego, cuando le rascas el barniz, sigue creyendo que más allá de la materia existe una realidad paralela, intersticial, no detectable con el microscopio o con el acelerador de partículas, donde aún son posibles los milagros y las premoniciones. Los caprichos de los dioses y las carcajadas de los duendes.

    Los personajes de Diamantes en bruto creen en los amuletos, en el karma, en los caminos de la Fuerza que explicaban los caballeros Jedi en la otra galaxia.  Creen cosas tan absurdas como que acariciar un pedrusco da buena suerte, o que el destino particular está escrito en la cábala numérica de las apuestas. Pensamientos místicos, cuasi religiosos, de los que Voltaire y compañía se carcajeaban en sus cartas escritas con pluma y tintero. Y claro: al final, la realidad es más dura que cualquier diamante extraído en las minas remotas de Etiopía, y tallado en las joyerías más protegidas de Nueva York.



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Better Call Saul. Temporada 4

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La gente no cambia. Conoces a Fulano de Tal en el colegio cuando tiene cinco años, luego te lo encuentras con treinta y tres paseando a los retoños, y más tarde con casi cincuenta contándote cómo ha sobrellevado su divorcio y su primera colonoscopia, y por debajo de las heridas de guerra, del estrés postraumático de tanta batalla ganada o perdida, sigue siendo el mismo tipo entrañable o insoportable de siempre. El mismo niño que cuando llevaba pantalones cortos se despellejaba las rodillas en el partidillo del recreo, y protestaba por todo, y celebraba los goles como un loco, y te juraba un odio eterno de 24 horas hasta que llegara el próximo desquite… No es casualidad que los años no cambien la voz, ni la mirada, ni las huellas dactilares. En el espejo de mi casa, sin ir más lejos, sigue viviendo el niño de seis años al que peinaban los remolinos para ir al colegio. La vida le ha puesto canas, arrugas, bolsas bajo los ojos, como si le hubieran maquillado para filmar un biopic sobre su vida. Pero nada más. Efectos especiales. Ese niño ahora es un tiarrón, pero por la noche sigue abrazándose en posición fetal para protegerse de los malos espíritus…



    Better Call Saul, a pesar de lo leído en algunas sinopsis, no es una serie que cuente la transformación del letrado Jimmy McGill en el picapleitos Saul Goodman. No existe tal corrupción, ni tal caída al lado oscuro de la abogacía. Vince Gilligan y Peter Gould son dos escritores demasiado cínicos, demasiado avispados, para caer en esos tópicos de telenovela barata, de serie para todos los públicos. Ellos niegan la mayor, y con Better Call Saul construyen una obra maestra no sólo de lo formal, sino también, si me apuran, de lo filosófico. Lo que Gilligan y Gould llevan contando en cuatro temporadas impagables es el cambio de contexto que permite a Jimmy McGill mostrarse tal como es. Qué muertes, qué vidas, qué amores, que circunstancias particularísimas, hacen que Jimmy se vaya despojando de sus disfraces respetables para que ya sólo le quede la ropa última, la extravagante, la colorida, la ridícula hasta la ternura. La que llevaba en Breaking Bad nuestro querido y execrable Saul Goodman. It's all good, man... En efecto: todo está de puta madre, tío, en esta serie de cinco estrellas, como la Mahou.


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Historia de un matrimonio

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El amor termina igual que empieza: de sopetón. Se enciende con el resplandor súbito de un cuerpo y se esfuma con el fundir inesperado de una bombilla. No hay transiciones, estadios intermedios, componendas de pros y contras escritos en una libreta cuadriculada. Se ama o no se ama. Y la misma duda ya es síntoma del desamor.

    Hay algo, sin embargo, en nuestra bioquímica animal, una endorfina que nos protege de los dolores que llegan como puñaladas, que se niega a admitir el fin del amor cuando la fiesta termina y el camarero apaga la música para que ahuequemos el ala. Y del mismo modo que cuando nos sabemos enamorados lo reconocemos con certeza, y nuestras tripas entonan una melodía que es una sonata maravillosa de Mozart, cuando nos intuimos desenamorados las sensaciones son más confusas, menos rotundas, y lo que experimentamos es una cacofonía de Bela Bartok a la que no terminamos de cogerle el hilo, ni el significado real, a la espera de saber si se trata de un mal sueño o de una pesadilla demasiado real.



    ¿Qué sucede cuando en la pareja a uno se le apaga el amor y al otro todavía le resplandece? Que el todavía amante -que ya no amado- se queda descolocado, con cara de lelo, y se instala en un mundo fronterizo que es mitad dolor por el amor perdido y mitad esperanza por el afán de recobrarlo, pues ayer mismo el amor estaba ahí, indudable, y al día siguiente es inconcebible que ya no esté, esfumado tras la discusión última y definitiva.

    En Historia de un matrimonio, el personaje abandonado, el que se queda haciendo pucheros como un niño que no entiende nada, es el de Adam Driver, que intenta recobrar a Scarlett Johansson con cien argumentos que se estrellan contra su rostro imperturbable. A Scarlett se le terminó el amor. Punto. Escuchó la monserga de Bela Bartok en sus tripas y ya no pudo aguantar más. Mejor tomar la decisión irrevocable que vivir en esa cacofonía insoportable de notas discordantes. Adam Driver llamará varias veces a su puerta; llorará, implorará, tratará de razonar lo que es irrazonable, visceral en el ánimo de su mujer. Sufrirá, y mucho, pero le consolará saber que el cariño mutuo permanece, la gratitud pro los momentos vividos, porque Historia de un matrimonio no es Kramer contra Kramer, ni La guerra de los Rose, sino una comedia amable -aunque muy profunda- sobre dos personas que van a salir tocadas pero no hundidas, fácilmente reciclables para futuros amores que les van a devolver la sonrisa.


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Chicago

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De joven no me gustaban las películas musicales porque paraban la acción, e interrumpían los diálogos, y las películas dejaban de ser un reflejo de la vida real o imaginada -pero siempre coherente- para convertirse en un sueño, en un delirio de quien coreografiaba los bailes o componía las canciones. Me daban por el culo, hablando en plata, los números musicales que de repente dejaban al protagonista con la frase colgando -o colgada, si vives en Cuenca- y lo ponían a bailar como si le hubiera dado un pasmo, o un siroco, rompiendo el pacto no escrito de “esto es una ficción, pero vamos a conseguir que no te enteres”. Yo iba al cine a aprender cosas, a tomar notas, a vivir otras vidas más interesantes que la mía -no el marasmo sin aventuras ni desventuras que yo sobrellevaba de casa a los estudios, y de los estudios a casa- y cuando los personajes se ponían en trance bailongo o engolaban la voz para cantar, a mí aquello me parecía una estafa, un  fuera de lugar. Un vodevil muy respetable e imaginativo, pero no cine en realidad.



    Luego, con los años, he comprendido que la vida real se parece más a un musical que a cualquier otro género. Si hubo un hito fundacional para inaugurar esta certeza fue precisamente una película de Bob Fosse -pero no Chicago, que es la que me ha traído hasta aquí, y que está entretenida sólo porque sus dos  malandrinas están de muy buen ver, cada una con su encanto y con su fenotipo-, sino All that jazz, la obra maestra que nunca se marchitará. “¡Comienza el espectáculo!”, se decía cada mañana el personaje de Roy Scheider sonriéndose ante el espejo, como quien dice “A tomar por el culo todo. Bailemos, sonriamos, apuremos hasta la última gota. Carpe diem”. La vida, bien mirada, es como la veía Bob Fosse en la película: no exactamente una tragedia, ni una comedia, ni siquiera la  tragicomedia que bebe de ambas fuentes y mezcla los licores a capricho de los dioses. La vida es una farsa, una representación, y quizá lo más serio que hay en ella sean precisamente las películas, que nos engañan, y nos ponen en plan trascendente cuando en realidad todo es baile y liviandad.


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Los dos papas

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Carlos Pumares, en su programa de radio, se reía mucho de El Padrino III porque el obispo que asesinaban en la película iba vestido de obispo a las tantas de la noche, en sus propias dependencias, con mitra y todo incrustada en la cabeza, que es como si Messi se fuera a dormir con la camiseta sudada del partido, o como si la Pedroche bajara a comprar el pan con el vestido exiguo de Nochevieja. Pumares tenía una carcajada zorruna, medio histérica, inimitable cuando se metía con alguien que le caía muy gordo o muy pesado. Una risa de hiena que se ha quedado en el Dropbox de mi memoria, y que hoy he recordado varias veces -treinta años después de aquellas madrugadas de estudiante- mientras veía Los dos papas en la noche del viernes sin planes ni tentaciones. Me he acordado mucho de Pumares porque el personaje de Joseph Ratzinger va vestido de Papa toda la película, lo mismo en las ceremonias que en los paseos, en las recepciones oficiales que en los güisquitos con los amigos, y tal insistencia monocromática, aunque quizá obedezca a un protocolo real que yo desconozco, queda como ridícula, como excesiva, en ese contexto de la Ciudad del Vaticano que ya de por sí parece un musical de Broadway, uno con decorados grandiosos y músicas de órgano donde un grupo de eunucos medievales se pelean por el poder y luego discuten sobre el sexo de los ángeles.




    Cuento esta chorrada de Carlos Pumares y del vestido omnipresente porque en realidad me produce fatiga, pereza infinita, hablar de cualquier película que retrate la figura de un Sumo Pontífice. Y ya no te digo nada si salen dos, y simultáneos además, en histórica tesitura. Para mí, que sólo fui católico durante un año -el que medió entre mi Primera Comunión y el descubrimiento de los deportes televisados el domingo por la mañana- el Papa es como un personaje imaginario, uno de Star Wars que dice ser infalible en sus decisiones y no tocarse jamás el pito en la cama. Un monje del planeta Tattoine que se presenta ante las audiencias como un caballero Jedi pero que luego, cuando se reúne con su curia, se alía con los lord Sith de la galaxia para seguir defendiendo las desigualdades y las opresiones.

    Me ha pillado de buen jerol, Los dos papas, porque además les tengo mucho cariño a estos dos actores que defienden la función, y he preferido tomarme un poco a chunga lo que cuentan y lo que confiesan -aunque no se me escapa la trascendencia real de estos asuntos palaciegos. Hoy he preferido salir por peteneras. No hacer escarnio. Yo también soy muy ecuménico cuando me pongo. Cuando se me disipan los malos humores.


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El gran Buster


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Llevo toda la vida revisitando sus películas y asomándome a los documentales que le retratan. Dando la tabarra a los conocidos sobre lo que se pierden si no ven El maquinista de La General, o El héroe del río, que son obras maestras que me parece inconcebible no ver, no conceder una oportunidad, verdaderos delitos culturales si yo, ay, pudiera legislar asuntos relacionados con el cine, un Ministerio de Películas Obligatorias, o algo así.

    Llevo toda la vida con sus gags en la cabeza, con su cara en el portarretratos, con su nombre en la punta de la lengua, pero la verdad es que no recuerdo muy bien cuándo descubrí las películas de Buster Keaton. Tuvo que ser de niño, en la tele, que era en blanco y negro y en ella las películas antiguas –y no te digo nada las películas mudas- quedaban niqueladas sobre el logo holandés de la Philips -que cuánto amé yo, de niño, ese logo que alimentaba mis fantasías hasta que el PSV Eindhoven, en 1988, patrocinado por esos malandrines de Flandes, nos eliminó chapuceramente de la Copa de Europa y dejó herida, y tocada de muerte, a la Quinta del Buitre que yo amaba más que a los televisores.



    Ya digo que tuvo que ser de niño, en la tele -y no de más mayor, en el cineclub universitario al que siempre iba solo, o a la Obra Cultural donde compartía platea con los cuatro rarunos de León- porque en los años 80, en La 2 -que entonces se llamaba el UHF, o la Segunda Cadena- los responsables culturales aún tenían el atrevimiento de programar películas mudas, casi siempre comedias, que nos hacían reír tanto como las habladas. En eso mi generación nunca tuvo ascos, ni manías, y yo mismo, cuando mi hijo fue pequeño y “manipulable”, y casi virgen para alimentar prejuicios contra los colores, le puse varias  películas de Chaplin y comprobé que lo que es bueno, es bueno, y perdura aunque nazca pintado de grises, o pierda los colores con el tiempo, como los pórticos de las catedrales.

    Tuvo que ser de niño, sí, desde que tengo memoria y sentimientos, porque la jeta imperturbable de Buster Keaton me resulta muy cercana, familiar, como si fuera un pariente que llevara ahí toda la vida, regalándome sonrisas, y admiraciones, en lugar de caramelos sacados del bolsillo. 


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1917

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Para no herir la sensibilidad del espectador y hacer como que la guerra era una cosa de mentirijillas, las películas de nuestra infancia mostraban batallas casi  incruentas, sin hemoglobina, más parecidas a las representaciones historicistas que a la guerra real que huele a mierda y a sangre. Y a cadáveres en putrefacción. Los alemanes muertos -porque casi siempre eran alemanes, pobrecitos- se limitaban a desmadejarse ametrallados por el héroe o desplomados por las explosiones. Ningún soldado de aquellos sangraba gran cosa al morir, y por supuesto, nadie moría despedazado, o destripado, o con media cara volada de un disparo. Eran muertos de paja, teatrales, de museo de cera. Figurantes que caían. Como los indios que se caían de los caballos, o los vietnamitas que saltaban por los aires.



    Las películas de nuestra infancia siempre las protagonizaban hombres maduros, de pelo en pecho, galanes curtidos que paseaban sus galones por los despachos, o que quedaban muy varoniles metidos en el barro, con el traje de faena, fumando un pito y soltando un chiste de testosterona antes de entrar en combate. La guerra -nos querían decir- era para tíos-tíos, la crème de la crème, lo mejor de cada casa, John Wayne, y Robert Mitchum, y  Alfredo Mayo en Raza -que pal caso, patatas-, y tú, chaval, si te aplicas, si te apuntas a la fiesta, podrías ser uno de ellos: ganarte la gloria con la metralleta y luego besar en fila a todas las mujeres.

    Recuerdo que uno, con catorce años, que había vivido toda su infancia con los Madelman, y los Geyperman, y los soldaditos de Montaplex, todavía fantaseaba con estas glorias de mierda hasta que un día vio Platoon en el cine y descubrió, mientras sonaba el Adagio para cuerdas de Barber, que los soldados, en cualquier guerra, los verdaderos matariles y morituris que mueren gritando y sangrando, son chavales, jovenzuelos, pibes engañados en el mejor de los casos. Reses secuestradas, casi siempre. Apocalypse Now ya nos había enseñado que en la guerra todo el mundo está loco, o se vuelve loco a la fuerza, y Platoon nos pegó dos bofetones de realidad en la cara, y otros dos en los cojones desinflados, Lo bélico, en nuestra fantasía, se volvió terror y pesadilla. Comprendimos que la gran suerte de nuestra generación -y posiblemente de la generación de nuestros hijos- sería no haber participado nunca en el asalto a una trinchera, ni haber desembarcado jamás en una playa barrida por las balasá. 1917 es un espectacular  recordatorio de todo aquello que aprendimos y que nunca deberíamos olvidar. La isla de Perejil, para la primera gaviota que se la pida.


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