Eso que tú me das

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Hace nueve años me encontré con Pau Donés en el aeropuerto de Barcelona. Yo venía de León, con mi hijo, camino de Mallorca, y en la zona de tránsito nos topamos con el Pau cargado con una guitarra. Al principio dudé, claro, porque un famoso, cuando sale del televisor, siempre nos parece un holograma, un espejismo del desierto; pero una vez despejada la incredulidad me volví hacia mi hijo y le dije: “¡Mira, el de Jarabe de Palo...!”, pero a Retoño, en aquella época, si no eran futbolistas, o Pokémons, todo lo demás se la traía al pairo, y se encogió de hombros sin preguntar.

Recuerdo que sentí una punzada de envidia al cruzarme con el Pau, que era un tío guapo, barbado, de caminar decidido... Un triunfador de la vida que volaba de concierto en concierto, de país en país, y seguramente, también, de fiesta en fiesta, de mujer en mujer, en la vida soñada de los artistas. Yo entonces llevaba una vida perra, amargada, de certificación del fracaso. Ahora, al menos me río, y comprendo los mecanismos que me mueven, y que mueven a los demás, pero entonces, en el verano del 2012 -que fue aquel año que los mayas señalaron como el último de todos- yo me crucé con Pau Donés y en una punzada de rabia cochina me dije: “Daría un huevo por ser como él...”

Ayer, mientras veía su entrevista con Jordi Évole -porque Eso que tú me das es una entrevista, no un documental- me acordé de aquel encuentro fugaz en el Prat, y me dio por pensar que ahora sería Pau quien se cambiaría por mí sin dudarlo, aunque yo tenga tan poco que dar, y tan poco de lo que presumir: una vida anónima, corriente, de vivirla y luego olvidarla, en el Noroeste peninsular. Pero tengo, de momento, la salud, y la salud es el bien más preciado de todos, aunque en el día a día sin hospitales lo demos por descontado, y nos envenenemos la sangre con esto y con aquello. Con salud siempre hay una esperanza de cambio, y un día de mañana. Puede que todo sea una mierda, pero estar vivo te permite respirarla. El documento de Jordi Évole y Pau Donés ha servido, al menos, para recordarlo.




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Baron Noir. Temporada 3

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Durante muchos años tuve un póster del Che Guevara clavado en la pared. Era, por supuesto, la archisabida foto de Korda, en un blanco y negro de duros contrastes que le compré a un nostálgico de la Revolución, en una feria del rojerío. Encima de mi cama, el Che, con su boina estelada y su barba de guerrillero, miraba al infinito del socialismo muy ajeno a mis pesadillas de las cuatro de la mañana, o a mis tejemanejes con el aparato sexual. Si las beatas, cuando llega el sábado-sabadete, sienten que ofenden al Jesús crucificado con la carne desnuda de su matrimonio, yo, a veces, en el asunto, me interrumpía pensando qué pensaría el Che si pudiera verme con sus ojos de papel, en mi refugio burgués, tan cobarde para la revolución y tan apocado para las mujeres, tan poquita cosa como rojo y como hombre; tan diferente a él, a su ejemplo, a sus santos cojones, él que se jugó el pellejo y murió en el empeño, y se convirtió en un mito desaliñado, y en un suspiro de añoranza.


Años después, en un ataque de madurez, quité el póster del Che y lo sustituí por algún cartel cinematográfico. Lo enrollé, lo aseguré con una goma y luego lo perdí en una de las mudanzas del amor. Son las argucias del subconsciente, que aprovecha cualquier despiste para hacer de las suyas, y conformar la decoración a su gusto. Hace un año, inflamado de nuevo, pensé en recuperar al Che para decorar la hornacina, pero justo entonces, gracias a un amigo, conocí a Philippe Rickwaert, el Barón Negro, el Barón Noir que al otro lado de los Pirineos también se deja la vida -esta vez simbólicamente- para que lo poco que nos queda de socialismo, de utopía redistributiva, no se vaya por el sumidero de la historia. Rickwaert combate en la Sierra Maestra de Dunkerque, que es donde tiene su campo base y su camarilla de guerrilleros. Él también tiene barba, y mala leche, y una inteligencia afilada y puñetera. Rickwaert, como el Che, como yo mismo, en mi insignificancia militante, no entiende qué cojones es eso de los medios y los fines cuando se trata de garantizar que la gente coma, o se cobije, o pueda disfrutar sin congoja del sol de la primavera. Voy a pedirle a los de Amazon un póster del Barón Guevara, o de Ernesto Noir, a ver si tienen.




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Cleopatra

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Cleopatra es el clásico forrado en oropel de Joseph L. Mankiewicz. La película que casi arruinó a la 20th Century Fox para habernos dejado, ay, catorce años después, sin el Halcón Milenario surcando la galaxia lejana. Jamás te lo hubiera perdonado, Joseph Carmena, o Manuela Mankiewicz. 

Cleopatra sigue siendo la first date más cara del mundo. Aquel neoliberal que un día, en Nueva York, en el restaurante Plusvalías’s, le pidió al sumiller el champán más caro del mundo para epatar a su amante, no le llega, a Cleopatra, ni al tobillo del presupuesto. En aquel set del desparrame se inició el amor volcánico entre Elizabeth Taylor y Richard Burton, de cuyo cráter manaron torrentes de alcohol, magmas de rencor que luego se enfriaban con la fuerza de la pasión. El amor de ida y vuelta más famoso del mundo, después de uno que yo tuve... Cuando Cleopatra, en la escena inmortal, se presenta ante Julio César subida en su carroza, faraónica perdida y bellísima a más no poder, Richard Burton no tiene que interpretar que algo se agita bajo su túnica de senador.

Pero Cleopatra -histórica, descomunal, excesiva- es un rollo de padre y muy señor mío. Yo la veía de niño con mi padre, precisamente, y con mi madre, supongo que en los peplums programados por Semana Santa, y entonces todo parecía la hostia de emocionante y original. Pero ahora, aunque le he puesto mucho empeño, ya no hay quien la aguante. Es larga y discursiva, acartonada y tontorrona. Hay planos de gran belleza, por supuesto, porque el presupuesto a veces aflora, y Elizabeth Taylor a veces enseña más piel que vestimenta -y a veces, incluso, para pasmo del censor, toda la piel salvo la que el Señor oscureció con melanina para santificarla.

Así que mientras el rollo de los triunviratos se desgrana, yo, de pronto, me descubro haciendo paralelismos entre la Cleopatra de Egipto y la Ayuso de Madrid: dos mujeres guapetonas, bajitas, decididas, megalómanas y tozudas, que consideran que sus respectivas ciudades -Alejandría y Madrid- son el centro del mundo y el faro de la civilización. Dos arpías de mucho cuidado, que te embelesan con la mirada y te traicionan con su chulería. Primero mi coño, y luego ya veremos.

 Da igual... Dentro de unos siglos habrá caído la melancolía de Ozymandias sobre las dos. Sobre todos nosotros.



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Dos hombres y medio. Temporada 4

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¿Merece la pena venderla? Claro que sí. Al fin y al cabo, ¿qué narices es el alma? Veintiún gramos de discusión metafísica. Monserga de filósofos, y metáfora de poetas. El alma no es nada: un concepto inodoro, incoloro e insípido. Un invento del Neolítico para tenernos atados al yugo del arado, y al yugo de los sacerdotes. Si a los cazadores-recolectores que recogían bayas y chingaban como bonobos se les llega a presentar un misionero hablándoles del alma, vamos, se parten de la risa... Y luego le corren a garrotazos.

El alma es un atributo sin valor, o con valor arbitrario. Hay gente que la valora al peso del oro, mientras que yo, irredento, la valoro menos que el aire, menos que las cuatro letras que tardo en escribirla para repudiarla. No: ni siquiera la repudio, porque para repudiarla primero tendría que sopesarla. Así que basta. Ya he divagado bastante. La cuestión es: ¿por qué entonces, convencido de su nadería, no termino de vendérsela al Diablo a cambio de ser como Charlie Harper, o al menos parecerme un poquitín a su estampa? ¿Por qué no empeño mi alma para obtener una casa en Malibú, un oficio creativo, un magnetismo sexual incorruptible? ¿Por qué, ay, no me des-animo de una vez y me lanzo a vivir el semana perpetuo, con mujeres tan hermosas como el atardecer, rubias como el penúltimo rayo de sol, pelirrojas como el último, que pasan por la cama sin dejar huella, entregadas y gozosas, sin partir el alma -precisamente- en su partida? Joder: simplemente porque nunca me encuentro al Diablo por ahí, y cuando le invoco, con el ritual que recomiendan en los libros, el mamonazo sólo me apaga la vela y se descojona de la risa.

¿Quién querría el amor de los mortales siendo igualico que Charlie Harper? El amor verdadero es lo único que da sentido a la vida, de acuerdo, su búsqueda y su encuentro. Estamos trabajando en ello..., que dijo una vez el megalómano con bigotes. Pero luego, el amor verdadero, cuando te apuñala, desearías no haberlo conocido jamás. Desearías, entonces, salir a la calle para hacerte el encontradizo con el Diablo, que viene de la discoteca, y allí, bajo la luz de una farola, estafarle con la venta de tu alma inexistente a cambio de ser como Charlie Harper, y alcanzar la salvación de tu cuerpo sólo con entrecerrar un poco los ojos, y sonreír.





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Saint Maud

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No hay nada peor que un fanático religioso. Porque su reino no es de este mundo. A esta gente se la sopla el gozo de vivir. Ya sabemos que el gozo siempre es un gozus interruptus, esquivo y tacaño, pero da igual: es lo que hay, y hay que emborracharse cuando sonríe. Para otros -aunque luego la desperdiciemos con cien miedos y cien tontunas- la vida es una oportunidad única, un paréntesis en la nada. Un milagro laico de la materia. Pero para esos tocados del ala, esos dementes del frenopático, la vida no es más que una prueba, casi un fastidio al que nunca se hubieran presentado por propia voluntad. La gente que desayuna lo mismo que esta esquizofrénica que eriza el vello en Saint Maud, hubiesen preferido no nacer, quedarse bostezando en el Cielo de donde proceden, allá en la Nada sin conciencia que dicen que es la contemplación beatífica, y la serenidad del espíritu. Pues se la regalo, si la quieren...

“Si hay que ir a la Tierra, se va. ¡Pero ir pa’ná!” Se lo copiaron una vez a José Mota y ahora es su queja más habitual, cuando les despiertan de la siesta y les obligan a encarnarse en un cuerpo pecador y sufriente. El dolor como vocación, y el placer como culpa. Un asco en todos los sentidos. Y así, asqueados, no les importa morir ni matar, porque se desprecian, y nos desprecian. Para ellos no somos más que un equívoco, una molestia, almas estúpidas que no alcanzan a entender la vanidad de esto, y la trascendencia de lo otro. Para su fe perturbada sólo somos filfa de carne. A mí me dan un cague de la hostia: la santa Maud ésta, y la mamá de Carrie, y algunos tipejos que disparan balas o verborreas en la vida real...

En fin... Sólo espero que cuando me llegue la postración en la cama -que ojalá sea dentro de muchos años- no me pase lo mismo que a esta mujer de la película, Amanda, la ex libertina, la enferma de cáncer que solicita una enfermera para que la cuide por las noches y la agencia -que al parecer no hace tests psicológicos a sus contratadas- le envía a esta jamada que ve más allá de las inyecciones y del cuidado corporal. Estoy avisado. Pediré muchas referencias. Aspirantes a la santidad no, gracias. Quiero morir sin dolor, y abrazado a mis pecados, como ositos de peluche.





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Las niñas

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Yo también fui preadolescente en un colegio religioso. Yo también fui Las niñas. Yo también salí a la pizarra cagado de miedo en aquel tiempo pendular en el que los profesores -y más si llevaban hábitos o crucifijos- podían insultarte y humillarte sin rubor. Yo también canté alabanzas a la Virgen fingiendo que cantaba, el día de la ofrenda floral, que Madre nuestra es. Yo también vi “Marcelino, pan y vino” en clase de religión sintiendo que la fe se diluía poco a poco en el ácido de las hormonas. 

Yo también estuve en la cuerda de presos que era obligada a confesarse cada cierto tiempo, sin previo aviso, en la capilla del colegio, para contarle a un sacerdote sin celosía, a puro huevo, face to face, que te peleabas con tu hermana, y que mentías a tus padres, y que te tocabas el eso, o empezabas a tocártelo, y que un día con tus amigos viste la primera revista porno de tu vida, y te ponías rojo como un tomate mientras el tipo te apretaba el brazo con fuerza -como si fuera el brazo ofendido del Señor, su brazo ejecutor- y luego te ordenaba rezar una retahíla de oraciones que en vez de limpiar la mente te la encochinaban todavía más, porque aquellas jaculatorias, que de niño aún tenían un sentido, una lógica fantástica de cuento infantil, ahora, de preadolescente, en la edad de la razón, ya sólo eran un mantra, un ruido de fondo, el hilo musical de una emisora religiosa que inventaron mucho después, Radio María, la única emisora -por algo es divina- que está en todas partes, en el pico de la montaña, o en el fondo del mar, cuando todas las demás fallan y se desvanecen. 


Las oraciones ya eran entonces una sarta de tonterías que pasaban como las nubes sin lluvia, inocuas, muy por encima de tu cabeza, mientras tú no parabas de pensar en el beso, en la teta, en la imagen fugaz, en los secretos que te contaban tus amigos más mayores, o más avezados, en un rincón del patio, en el corrillo, para que ningún cura pudiera captarlo. La cédula revolucionaria de los salidos.

Yo viví mi preadolescencia diez años antes de 1992, que es el año en el que estas niñas sufren su adoctrinamiento moral, su inoculación de la culpa, su monserga del niño Jesús que se ofende por todo lo genital. Pero ya da igual, 1992 que 1982, porque el tiempo sin internet y sin teléfonos móviles ya nos parece todo el mismo: las teles cuadradas, la vajilla de Duralex, los coches de matrícula provincial... Las preadolescentes sin acceso a Youporn.




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Martin Eden

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Martin Eden llevaba una vida feliz hasta que se enamoró y quiso ser escritor. Dos maldiciones que le partieron por la mitad, como serruchos de la serrería. Antes de tropezar con su destino, Martin era un fucker de manual: un marinero alto, guapo, de ojos como el mar, que en cada desembarco arrancaba suspiros y rompía corazones. Martin tenía una novia en cada puerto, como en la copla. A veces era una amante fija que sabía sus rutas de memoria; otras, una amante ocasional a la que sólo tenía que convocar con la mirada, en la taberna, o en el paseo despreocupado. Una vida de aventuras, de sexo satisfecho, de trabajos sudorosos que limpian la mente de gilipolleces. Una vida que yo mismo hubiera firmado de haber nacido con el fenotipo adecuado, y con la cabeza llena de menos pájaros. Y si no me mareara, incluso, en el autobús que me lleva al centro comercial, que nunca pasa de cincuenta por hora para que las ancianas no se trastabillen.

Pero Martin Eden, ay, como el Adán que vivía tan feliz y de pronto se queda sin costilla, se enamora un día de la bellísima Elena, que también tiene los ojos como el mar. Ella es Elena Orsini, hija de una familia burguesa con fuente de piedra en medio del jardín. Elena siente la llamada del instinto, se siente brutalmente atraída, pero Martin es un analfabeto que apenas sabe juntar cuatro palabras escritas y descifrar una lista de la compra; así que Elena, que está destinada a casarse con un banquero o con un abogado, recela, deshoja la margarita, y aplaza la entrega de su flor hasta que Martin demuestre que puede llegar a ser un gran escritor, con obra publicada y pingües ingresos por su narrativa.

Y ésa es, grosso modo,  la historia -confusa, aburrida, libérrima- que se nos en cuenta en Martin Eden: la del hombre que para ser admirado por la mujer que ama se lanza a la escritura como el pavo se lanza a exhibir su plumaje, o el gorila a golpear su pecho musculoso. La escritura como un modo de significarse y destacar. El arte como un rasgo de selección sexual. El arte como una animalidad muy básica envuelta en delirios de humanismo. El arte, en resumen, para follar.


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Inland Empire

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Recuerdo que en 2º de BUP, cuando yo tenía quince años, nos hicieron un test de inteligencia en el instituto. Una mañana, sin previo aviso, aparecieron unos psicólogos que jamás habíamos visto por los Maristas, nos pusieron un cuadernillo en el pupitre junto a un lápiz bien afilado y una goma de borrar, y nos dieron, no sé, una hora, o un par de horas, para resolver aquella miscelánea de pruebas verbales, rotaciones espaciales, seguimiento de series..., todo tipo de enredos lógicos y matemáticos. Cuando la respuesta era obvia, yo ponía otra distinta, temeroso de estar cayendo en una trampa; y cuando la respuesta era dudosa, yo recordaba que teníamos un examen a la vuelta del recreo y que si terminaba deprisa y corriendo quizá me quedara un rato para repasar.

A los pocos días llegó a casa un sobre con mi nombre, y al abrirlo, expectante, descubrí que padecía una discapacidad cognitiva leve: un CI de 64, resaltado en negrita, que ni siquiera llegaba a atisbar la frontera lejana con la normalidad. Mis padres se quedaron de piedra, y dijeron que tenía que haber un error: que no era lógico que un chaval que sacaba sobresalientes en todo salvo en gimnasia tuviera un “coeficiente” como de niño que no, que no estaba bien, que debería estar escolarizado en un centro muy distinto al que ellos sufragaban religiosamente cada mes.

Yo no dije nada, me encogí de hombros, y asumí lo que en realidad siempre había sospechado: que las buenas notas sólo enmascaraban una estulticia que se hacía evidente en otros terrenos de la vida. Los loros -me decía yo, resignado- también eran capaces de recitar poemas, y de agrupar formas geométricas, y sin embargo, en un test de inteligencia, andarían por los niveles más bajos del percentil.

A veces, en las euforias de la vida, pienso que quizá aquel test se equivocó en muchas yardas con el disparo. Que seguramente fui yo, que no tenía ganas de hacerlo, y me puse a enredar con las respuestas. Pero luego, cuando veo películas como Inland Empire y no entiendo absolutamente nada mientras los inteligentes de verdad – los críticos y los foreros- le encuentran a todo un sentido y una intención, vuelvo a asumir la realidad de mi condición, y regreso a la apertura de aquel sobre que determinó en gran parte mi destino.



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