La princesa prometida

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Y qué es la vida, ay, sino la espera de una princesa prometida, o de un príncipe prometido. Tampoco hace falta, por supuesto, que ella sea Robin Wright, ni él Cary Elwes, en las flores de su edad, que todos sabemos cuál es nuestro valor. Pero qué les voy a contar que ustedes no sepan: que cuesta mucho dar el brazo a torcer, domeñar el orgullo que siempre nos devuelve una imagen optimista ante el espejo. Como dice Paco Calavera en su monólogo, “acabo de apuntarme a Meetic, para solteros exigentes, que digo yo que si fuéramos menos exigentes, a lo mejor no estábamos tan solteros...”

De todos modos, La princesa prometida es una película pura, virginal, que habla del amor como comunión de los espíritus, en la que es imposible imaginar al amado y a la amada practicando sexo en la cama con dosel, ella gritando de placer y él haciendo gruñidos de cerdo satisfecho. No podía ser de otra manera, claro, porque la película es un cuento puesto en imágenes: el que el abuelo le va leyendo a su nieto allá en el dormitorio de Kentucky, o de Colorado, que son todos iguales, con su póster del cochaco, y la tía buena en bikini, y un muñequito de Star Wars peleando en la repisa de los libros. El abuelo es el detective Colombo, ya retirado de sus pesquisas, y el nieto, el protagonista de “Aquellos maravillosos años”, qué dónde estarán, ay, aquellos años, aunque en realidad no fueron para tanto, todo el día enterrados entre libros, y ninguneados por las princesas prometidas, y tan mentecatos, y tan gaforros, y tan torpes para la poesía...

“Hola: me llamo Íñigo Montoya y tú mataste a mi padre” Todavía hoy, en alguna fiesta de talluditos se escucha esta letanía cuando alguien traspasa la quinta cerveza, o la cuarta mezcla poco prudente, y coge el botellín por el cuello como para batirse en duelo con el colega, ríndete, y tal, bellaco... Por la boca muere el pez, y por lo que dice, se adivina su edad.





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El vecino. Temporada 2

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En realidad, si lo piensas bien, El vecino es un remake a la española de Friends, justo ahora que los americanos preparaban su vuelta, o ya habían vuelto, no sé, en forma de serie, o de programa especial, que tampoco me aclaro, la verdad, porque ya me da igual, tan viejuno y tan roussoniano todo, to er mundo e güeno, y guapo, y todo ese rollo de la propaganda... El planeta catódico pendiente del regreso de la tonadilla diabólica -I’ll be there for you, molona la treinta primeras veces y carne de hoguera a partir de ahí- y vienen estos chicos y chicas de Usera para entregarnos otra ficción que básicamente transcurre en dos pisos de treintañeros y un terreno neutral que es el bareto de la esquina, donde protagonistas y secundarios dirimen los asuntos comunes, y los amores pendientes.

Como esto es Usera, ya digo, y no Nueva York, y mucho menos el Nueva York de aquellos grandes pijos y aquellas pijas egregias, todo lo que sale en El vecino es como más cutre, o más aceitoso, pasado por el filtro de la crisis económica y de los alquileres por las nubes. Las chicas madrileñas no son feas, pero son bellezas más corrientes, de andar por casa, y los chicos, en fin, uno es medio lelo y el otro medio paleto, y follan como cien veces menos que sus emulados de Norteamérica. Y el bar, pues eso: un bar cañí, nada que ver con el Central Perk de los sofás y los cafés como cuencos soperos: un bar a la nuestra, con sus cervezas, sus bocatas de tortilla, su tragaperras en la esquina, sus huesos de aceituna y su borrachuzo al final de la barra, preguntándote si tú eres Titán y si tienes un euro que te sobre para convidarle.

Un bar de esos de arreglar el mundo a golpe de exabrupto, y de pónme otra, y para una vez, ¡cachis diez!, que un par de parroquianos tienen el poder verdadero de cambiar las cosas, superhéroes de la galaxia y elegidos para la gloria, resulta que se pasan los episodios discutiendo quién tiene la polla más larga, o los ovarios más grandes, gilipollas, merluza, vete a tomar por el culo, te quiero, y yo a ti...






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Ya no somos dos

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Los ricos demuestran que son ricos de verdad cuando encienden los puros con billetes de veinte euros. Ahí es cuando uno dice: “¡Hostia!, a éste le sobra”, y el rico sonríe complacido, encantado con el efecto. Dicho esto, la verdad es que yo nunca he visto a nadie quemar así un billete, pero creo que se me entiende la metáfora. Los ricos dispendian, malgastan el dinero en gilipolleces. Es lo que llamamos lujos, o caprichos, que los pobres sólo nos permitimos de vez en cuando, y siempre, en algún lugar de la conciencia, con gran dolor de corazón. El pobre que se deja una pasta en una joya excesiva, o en una cena deconstruida, o en un hotel con grifería de plata y hostias en vinagre, y no nota que se le encoge el estómago de vez en cuando, es que no es un pobre de verdad.

Del mismo modo, los guapos y las guapas, que son ricos en amores, demuestran su estatus social quemando romances como el que se fuma un cigarrillo detrás de otro. Los guapos, por ejemplo, conquistan sin esfuerzo a mujeres por las que nosotros, los feos, venderíamos nuestro alma al diablo, y el alma de nuestros hijos, si fuera menester. Y sin embargo, a la dos semanas, o a los dos años, las dejan tiradas por otras que a veces no es que valgan más, sino que, simplemente, son distintas, nuevas, emocionantes, para que se vea que a ellos les basta con un chasquido de dedos para convocar el amor, como los ricos al dinero.

Ya no somos dos es una película de guapos y guapas que ya llevan demasiado tiempo emparejadas, sin hacer demostración de sus atractivos irresistibles, así que se lanzan al adulterio, al cortejo cruzado, a la milonga de “vengo de trabajar” cuando en realidad vienen con los bajos ya recalentados para la cena. La gracia de la película es que aquí, como todo el mundo está en el estatus, y todo el mundo sale a la calle y folla sin mayor esfuerzo, todo el mundo se perdona y se comprende, y en el fondo se reconocen miembros de una misma clase social, empoderada y muy satisfecha. 






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El vecino. Temporada 1

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A mí es que me ponen una nave espacial, o un superhéroe volando, o una actriz pelirroja fumando un cigarrillo, y ya me quedo enganchado a cualquier cosa. Y, si luego, la cualquier cosa resulta que está muy bien hecha, con diálogos frescos, actores en estado de gracia y actrices en estado de gracio, pues mira, miel sobre hojuelas.

Es lo que me ha pasado, por ejemplo, con El vecino, que tiene la sinopsis imbatible -como diría nuestro presidente- de un superhéroe de andar por casa, de barrio de Madrid. Un remake a la ayusana de El gran héroe americano, donde los personajes no paran de beber cervezas en sus pisos minúsculos o en sus baretos del barrio. La diferencia con el clásico de nuestra infancia es que aquí los superpoderes no los adquiere un hombre adulto, sino un adulto que sólo fingía serlo; un espíritu libre -vamos a decirlo así- que cuando se ve ordenado Caballero de la Galaxia ya no sabe ni qué hacer con su vida.

Si, como sostenía el tío de Peter Parker, un gran poder conlleva una gran responsabilidad, un gran poder, caído en manos de un tipo que es irresponsable por definición, sólo puede originar esto que se ve en pantalla: una serie descacharrante, y bizarra, como aquel supervillano de los cómics de mi infancia, el Bizarro, que era la antítesis especular de todas las virtudes de Supermán. ¿Quiere esto decir que Clara Lago, en la serie, también es la antítesis lamentable de Lois Lane? No. Vamos, ni de coña.

De todos modos, yo entiendo a Javi, el superhéroe madrileño. Je suis Javi. Si a mí me tocara la lotería del superpoder galáctico haría como él: lo primero, arreglar el desaguisado de mi vida, el amor, y el trabajo, y mi relación con el Real Madrid. Y ya luego, una vez alcanzada la paz interior, tan necesaria para abordar cualquier empresa, lanzarme a ayudar a los demás: a detener trenes descarrilados, y a levantar aviones que se caen, y a reponer en su sitio el cartel de Tío Pepe que ya se desplomaba. Las labores habituales de cualquier superhéroe que se precie. No sé si la segunda temporada de El vecino irá de eso. Espero que no. Aún queda mucha tela que cortar en la vida privada de nuestro superhéroe. Muchas risas que echar.







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Johnny Guitar

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En realidad no tenía ninguna gana de ver Johnny Guitar. Ya lo intenté hace años, en una tarde tan vacía como ésta, seguramente también canicular y bostezante, y creo que no pasé de los primeros veinte minutos. Recordaba, de aquella primera intentona, que había un bar en el desierto, una dominatrix con dos pistoleras y un tipo que tocaba la guitarra porque si se liaba a tiros desde la primera escena, tan ducho en el arte de desenfundar y disparar, la película no iba a pasar del primer rollo, como se decía en los tiempos del celuloide. Recordaba que había vaqueros, whisky, pendencias, diálogos absurdos sobre que yo la tengo más larga que tú, forastero, y que a este lado del río Pecos las leyes son de otra manera, bastardo, y cosas así... La diligencia que paraba, los maleantes que sonreían, el sheriff que se veía desbordado por la situación... Cactus y polvo, y estepicursores, que lo he tenido que buscar en internet. Todos los clichés del western reunidos en un sketch alargado y decolorado, como una policromía erosionada por el tiempo.

Johnny Guitar es un truñete que figura en cualquier lista de clásicos imprescindibles, y es, por tanto, una de esas películas que me dejan mosqueado, reducido a cinéfilo de cuarta categoría, porque es más probable que uno sea un paleto insensible y provincial, que entre cientos de cinéfilos con pipa nadie se atreva a señalar la desnudez del emperador.. Esta vez, como ya venía avisado, cabizbajo y acomplejado, me he prometido llegar sólo hasta la famosérrima escena del “Miénteme y dime que me amas”, que el otro día, en un diálogo que ahora no viene a cuento, me vino a las mientes, en esas asociaciones libres que establece mi cerebro entre la realidad y las películas, tendiendo puentes tan férreos, y tan transitados, que a veces ya no sé ni donde estoy.

El diálogo entre Johnny y Vienna llegó allá por el minuto 43, o 44, cuando yo ya estaba a punto de claudicar. Una vez visto, y refrescado en la memoria, le di al pause y luego al eliminar. Me he quedado con la copla. Suficiente. 




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Misery

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Las mujeres no sé, porque no soy tal, pero prometo averiguarlo en una próxima reencarnación. Pero los hombres, eso puedo asegurarlo, escribimos para ligar. Para dar la nota. Para que se nos vea por encima de las demás cabezas. Para que el foco de la fiesta, durante unos segundos mágicos, nos señale a nosotros y nos proponga como candidatos. No lo digo yo: lo escribe, y lo explica por internet, Geoffrey Miller, que es un psicólogo muy sabio que trata estos asuntos de la selección sexual, y de la evolución de las jodiendas. 

Miller sostiene que al final todo es menear la cola del pavo, solo que los hombres, tan variopintos, tan distintos unos de otros, tenemos muchas colas de pavo que menear. Están los que se musculan, los que cantan en la tele, los que meten goles en los estadios... Los que envían ingenios a la Luna, o cuentan chistes como nadie, o tienen unos ojos azules que sólo hay que exponerlos y nada más... Y luego, en el margen de los ecosistemas, siempre en un tris de extinguirse, están los que nos asfixiamos con el ejercicio, los que tenemos careto en internet, los que no sabemos componer una sinfonía o dirigir una película, y entonces, en la desesperación de la tarde aburrida, nos ponemos a escribir, que es lo que está más a mano de cualquiera, para que las mujeres se detengan un momento, y lean las cuatro primeras líneas del texto, o los cuatro primeros versos de la poesía, y les entre la duda de si tras esa escritura hay verdaderamente un hombre inteligente, culto, subyugador, que podría amenizarles los ratos junto al mar, o en la terraza, o en la cama tras el coito.

Si, amigos, y amigas: yo estoy con Geoffrey Miller, aunque suene superficial, y evolucionista que te cagas. ¿Reduccionista? No creo. Se escribe para despertar el interés de las mujeres, y la envidia de los rivales, y para, con un poco de suerte, si un editor pica, subir en el escalafón del oficio, y dar un salto en el mercado bursátil del amor. El peligro del triunfo -y yo ya estoy dudando de perseverar en este pavoneo- es que lo mismo te encuentras un pibón en la cola de firmas, que ya te ha puesto su número de teléfono en la hoja, que te topas con una chalada como ésta de Misery que te quiere para ella solita, en exclusiva, en su casa perdida en las montañas...







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La caza del Octubre Rojo

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En la ficción bélica de 1990, el Octubre Rojo era el último grito en cuanto a submarinos nucleares se refiere. Y era, por supuesto, con ese nombre tan bolchevique, un submarino soviético. Un cachalote gigantesco, pero silencioso, y muy cabroncete, capaz de salir de Múrmansk, cruzar todo el Atlántico con el sigilo de un fantasma y emerger delante de las Torres Gemelas para derribarlas de un pepinazo, antes de que el siguiente enemigo de la democracia copiara la idea y copara las portadas de los periódicos.

Mientras veía la película en la siesta canicular -bueno, es un decir, porque ahora mismo en la Meseta se está la mar de bien- me acordé de aquel otro ingenio soviético que también era la pera limonensky, el Firefox, el caza a prueba de radares que Clint Eastwood les robaba a los soviéticos dejándolos con un palmo de narices. Y me dio por pensar que los americanos, en el fondo, son como esa mujer guapísima que no deja de envidiar a todas las demás, cuando es ella la inalcanzable, la pluscuamperfecta. Un complejo de inferioridad que en las películas siempre atribuía a los rusos la última tecnología, la más letal, la que era casi alienígena, aunque luego -porque los del politburó eran unos carcas, y los subsecretarios unos arrogantes, y los ejecutores unos psicópatas chapuceros- los americanos siempre salieran triunfantes de todos los enredos.

No había más que ver los Ladas que circulaban por nuestras carreteras comarcales, en los tiempos de la Guerra Fría, para sospechar que los soviéticos, de tecnología, iban más bien justitos, y que su apuesta estratégica era ganar la guerra por aplastamiento, y no por refinamiento, produciendo más misiles y más artefactos que nadie. Y así fue como se arruinaron, claro... Quiero decir que yo mismo, de adolescente, sin ser analista político ni sovietólogo de carrera, podría haber predicho el colapso de la URSS con sólo observar aquellos Ladas que eran como tanquetas cuadriculadas, hostia proof, eso sí, pero lentos, y poco estilosos, nada que ver con los coches americanos, y a siglos-luz de los automóviles alemanes, tan fiables y comodísimos.



 



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Toro salvaje

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De las primeras cosas que aprendes en la Facultad de Cinefilias es que Robert de Niro, para encarnar a Jake LaMotta jubilado, engordó casi treinta kilos para que el papo se le descolgara y la barriga le reventara los fracs de cuentachistes. Un autodestrozo del cuerpo que luego repitieron muchos otros con mejor o peor fortuna, pero siempre recordando que el pionero, el que lo dio todo por ganar un Oscar, o simplemente por planchar un papel como Dios manda, fue el gran Bobby de Niro. Su lunar en la mejilla, sin embargo, se le quedó tal cual, ni más ancho ni más gordo que antes, tan sano como una ciruela.

Lo que nunca nos han explicado bien es cómo Jake LaMotta -que escribió estas memorias tan jugosas y que incluso asesoró a Robert de Niro en los asuntos pugilísticos- tuvo la osadía, o la desvergüenza, o la absoluta indiferencia de sus santísimos, de permitir que el gran público conociera su faceta impresentable de ciudadano, de cuando se bajaba del ring y tenía que lidiar con las cosas que lidiamos todos: la familia, y la señora, y los gastos... Aunque en su caso, la verdad, no existe otra faceta distinta a la del boxeador, porque LaMotta todo lo arreglaba a hostiazos, sin distinguir lo que era el oficio y lo que era el tiempo libre, lunático y paranoico, y lo mismo le arreaba un puñetazo a la señora porque sospechaba de un adulterio, que le partía la cara a su propio hermano por sospechar que era él quien se la beneficiaba.

Y luego, en Toro salvaje, está lo puramente pugilístico, la otra transformación corporal de Robert de Niro, convertido ahora en un tipo musculoso, de abdominales aznarianos, que a decir de los expertos da el pego cantidubi en las escenas de combate. Pues bueno... Yo ahí ni pincho ni corto. Dios me llamó por los caminos indirectos del boxeo, que son las películas que lo retratan, pero no por el boxeo en sí mismo, crudo de moratones, y rojo de salpicaduras. Quizá porque de niño, en mi casa, el boxeo era un deporte que sólo poníamos en la tele para ver alguna pelea de Roberto Castañón, el peso pluma leonés que era campeón de Europa y nunca pudo serlo del mundo. Una vez, de chavales, en la piscina municipal de la Palomera, un amigo mío dijo que el socorrista -un tipo fornido y bigotudo- era él, Castañón, pero nadie se atrevió a acercarse para preguntárselo.




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