Los hermanos Sisters

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El western no forma parte de mi educación sentimental. Cuando yo era niño, los americanos dejaron de rodar tiroteos en Monument Valley y decidieron conquistar nuestra voluntad con destructores imperiales que surcaban las galaxias, y arqueólogos con sombrero que buscaban los tesoros de la Biblia. 
   Los westerns -ya viejunos- los veíamos en casa los sábados por la tarde, en aquel espacio que se llamaba Primera Sesión y que rescataba películas para la chavalería que se cobijaba del frío polar, o del calor insufrible. Nosotros no sabíamos si eran obras maestras o películas de relleno porque siempre las veíamos medio somnolientos, o medio distraídos, añorando los estrenos en pantalla grande que forjaban nuestros sueños.

    Los americanos dejaron de rodar westerns porque ya nadie se quedaba con la boca abierta cuando los tipos desenfundaban las pistolas en el O. K. Corral, o el Séptimo de Caballería irrumpía cabalgando a golpe de corneta. El western clásico, en esencia, era el manspreading de unos tipos carentes de moral -o de moral dudosa- que lo mismo robaban la tierra del indio que abofeteaban a la prostituta o se cargaban a un fulano por un quítame allá esas pajas. O esas zarzaparrillas. Violencia gratuita, infumable, de tipos Marlboro que llenaban la pantalla con sus físicos imponentes y sus voces acojonantes.

    El western que nos devolvió al género lo parió Clint Eastwood y se llamaba Sin Perdón: fue al mismo tiempo una obra maestra y un acto de contrición. De aquella piedra fundacional han bebido muchas películas que ya son parte de nuestra tertulia. De nuestro rollo patatero. De nuestro monólogo inagotable cuando algún incauto -o alguna incauta- nos pregunta que qué tal, que a ver si les recomendamos una película que hayamos visto últimamente…
 
    Sobre mi próxima víctima caerá la vanagloria, la alabanza, la crítica entusiasta y detallada de Los hermanos Sisters, que es un juego de palabras, sí, pero también un western simperdoniano de matones con conciencia que sólo quieren volver a casa con su mamá. Un clásico instantáneo.



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Malena Pichot: estupidez compleja

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Antes de que dé comienzo el monólogo de Malena Pichot -supongo que para hacer la gracia y enfervorizar a su grey- un camarero se acerca para decirle que si va a hablar de feminismo él también quiere opinar:

-          ¿O acaso no puedo opinar porque soy hombre?

A lo que ella, silenciosa, responde sacando una lupara y apuntándole al pecho, como insinuándole que ni se le ocurra: que éste es su escenario, y lo de ahí abajo su potorro.

Me parece bien. Si no estás de acuerdo con el espectáculo, a callar. Como cuando toca ir a misa porque se murió un familiar, o hay que ver el telediario de Antena 3 porque visitas a tu madre. Ajo y agua. No es cuestión de decirle al cura que deje de predicar, o de pedirle a tu madre que cambie de canal y ponga al tío Wyoming con la esperanza de que Sandra Sabatés no se haya ido aún de vacaciones. El sacerdote y tu madre están en su casa, y tú, visitante ocasional, te jodes como Herodes (Malena, que conste, dice cosas peores). Y además, qué coño: ella tiene razón en casi todo. Casi...

“My kingdom, my rules”, como dijo un rey de Inglaterra, y el kingdom de Malena es su escenario y su micrófono. Ella es la reina de la función y toca escucharla. Cuando estás de acuerdo, pues sonríes y aplaudes; y cuando se te ocurre una objeción, pues sonríes menos o aplaudes menos fuerte. Lo fundamental es ser educado. En esto como en todo.

Dicho esto, hoy lo consecuente sería no escribir nada. Autoconcederme unas vacaciones. No voy a ser mejor o peor escritor por dejar sin firmar una gacetilla. Pero un prurito mental, y otro dactilar, estimulados por el café, me dejan el ánimo un poco inquieto. Mientras veía el monólogo se me ocurrían... matizaciones. Nada fundamental. No creo que sean “estupideces complejas”. En lo gordo estoy completamente de acuerdo; en lo flaco... En fin. ¿Pero quién se atreve, después de la lupara? Yo no, desde luego. Sólo diré que me he reído mucho. Esta mujer tiene eso que llaman “vis cómica”. Un don. Y además, los hombres, grosso modo, somos “ansí”, como ella nos retrata. Más simples que un pirulí, o que una pija. ¿Se puede ser más simple que la propia pija? A veces sí.




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Los peores años de nuestra vida

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“Los peores años de nuestra vida” es una película ambigua. Quiere ser una comedia romántica pero se contradice en la moraleja. Las comedias románticas, cuando son de verdad, se extienden como un campo de sueños para los espectadores y las espectadoras. Son un mensaje de esperanza para la humanidad. En ellas se dice que no hace falta ser un pibón para conquistar al hombre o a la mujer de tus sueños. Que a veces basta con mostrar seguridad en uno mismo, con redactar versos conmovedores, con tener eso que a falta de mejor palabra vamos a llamar halo, o magnetismo, o un “no sé qué”. Todos hemos conocido parejas de belleza asimétrica que se explican por un intangible, por una indefinición del atractivo. 


“Pretty Woman”, por cierto, no es una comedia romántica, sino la compra obscena de una voluntad. Una re-prostitución.

Al final de “Los peores años de nuestra vida” el guapo se va con la guapísima, y eso contradice el discurso precedente. Un guion fallido, o un guion juguetón. Parece un final feliz, pero es un final deprimente. Si la ves de muy joven -como la vi yo- puede herirte la autoestima. Te explica que no basta con ser escritor, con hacerlas reír, con ser atento y generoso (si uno fuera tal). Que al final, ellas, como ellos, prefieren la belleza exterior antes que indagar en las profundidades del alma. Que quizá ni siquiera existen esas profundidades, y todo es un cuento chino redactado en Mediocristán. Don Friedrich, en tal caso, aplaudiría con el bigote.  

Luego, con los años, lo vas superando y comprendes que no todo es tan asquerosamente superficial. Que las comedias románticas tenían algo de razón en su mensaje tan optimista. Que mostraban casos reales: caminos paralelos que se cruzan, y miradas perdidas que entrechocan.

La gran broma de esta película, vista con el tiempo, es que la actriz guapísima y el guionista intelectual -el trasunto de Gabino Diego-  eran pareja gozosa en la vida real. Lo que a este lado de las pantallas era una afirmación del milagro, dentro de la película era su negación. Una broma, ya digo.




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Las ilusiones perdidas

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Ahora que estoy en el tiempo renovado de las ilusiones -cincuentonas, pero muy sanas- se me hacía un tanto extraño, y un tanto irónico, ver una película titulada “Las ilusiones perdidas”. Como si mi inconsciente, prevenido de catástrofes anteriores, hubiera buscado una parábola moral que me preparara para el revés de la fortuna. Endilgarme, con la excusa de los premios internacionales, y de los aplausos de la crítica, una película francesa en forma de tirita, de venda con esparadrapo, antes de que se produzca la herida y yo me desangre con los chorros. La historia de Lucien Chardon como recuerdo de que la fortuna es caprichosa, y las personas incorregibles.

Temí, por un momento, mientras me entregaba al gozo cinéfilo, que mi inconsciente estuviera rebajando mis ilusiones con algo de agua para que la borrachera – o el achispamiento- no se me suba a las meninges. Y así preservar, al menos, esa frontera última de la razón. No sería la primera vez que mi inconsciente -que a veces es un cabronazo, pero a veces es un samaritano que cuida de mi felicidad- me hace encontrar una película que yo ni siquiera estaba buscando, y que me hace ver la verdad que los ojos me denegaban, por estar ciego yo, o por estar confusas las circunstancias. En tales lances, el inconsciente -por eso es inconsciente- maquina sin que yo me dé cuenta de su arácnido tejer.

Pero esta vez no hay caso: puedo asegurarles, mesdames et messieurs, que sólo era cinefilia, pura y simple cinefilia, desprovista de filo y de maldad, la que me llevó a ver “Las ilusiones perdidas” y me hizo salir indemne de su tránsito. Mientras las ilusiones del pobre Lucien se ahogaban en el Sena o se disipaban entre sollozos, las mías, protegidas por una mantita, dormían calentitas y despreocupadas mientras yo asistía a esta película impecable, casi perfecta, donde es difícil colocar un pero o buscarles tres pies a los gatos de París.





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No somos nada

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Tampoco vamos a engañarnos: la música de “La Polla Records” es ratonera, y las letras, indescifrables en su fonética. Se agradecen mucho los subtítulos que han puesto para cofóticos cincuentones... ¡Pero qué letras, ay! La subversión sigue en pie y con más motivos todavía. Ayer, entre bromas, le dije a T. que después de ver a Evaristo y s su pandilla cogería al perrete y me iría por las calles de León a quemar contenedores, o a romper cristales oficiales, enardecido por la furia revolucionaria. Había un libro cojonudo que se titulaba “El año que tampoco hicimos la revolución”, y ya va siendo hora de conculcar su enunciado puñetero.

Las letras de “La Polla” no dicen nada que no sepamos, pero conviene recordarlo. Además son letras de manual, simples y didácticas, que llaman al pan pan y al vino vino. Y a los ladrones, ladrones. No las adorna precisamente la poesía o la retórica. Evaristo escribió siempre como un alumno aplicado de EGB: muy serio, pero muy poco imaginativo. Pero nos da igual: lo simple, en la revolución, será dos veces bueno, y dos veces útil. La obrerada que tomará las calles y asaltará el Palacio de Invierno no lo hará recitando extractos de “El Capital”, sino versos de La Polla, que son eso, la polla... “Estoy harto de tanto cabrón”, y cosas así, de resonancia muy poco floral, más bien de ladrillo arrojadizo.

Y sin embargo, de adolescentes, en la provincia incomunicada de León, nosotros pensábamos que “La Polla Records” cantaba canciones pornoeróticas, y no llamadas a la toma de conciencia y a la movida anarcosindical. Algunos, los más idiotas, llegamos a creer que eran ellos los que susurraban “Lo estás haciendo muy bien...”, hasta que alguien nos daba una colleja para recordarnos que no, burro, que eso es de “Semen Up”, si el mismo nombre del grupo lo dice... Se nos liaba el semen con la polla, en la tontería de las hormonas. Vivíamos en la inopia, y además nos encazurraban Los 40 Principales, que -ahora me doy cuenta- no es más que un plan gubernamental para que determinada música jamás llegue a nuestras entendederas, y a nuestros corazones. 





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Quién lo impide

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El docudrama de Jonás Trueba quiere mostrarnos cómo son los jóvenes de ahora: qué les motiva, con qué sueñan, cómo se relacionan entre sí. Qué coligen del mundo despiadado que les aguarda tras acabar su formación. Pero después de tres horas y pico de metraje, la conclusión es que la juventud de ahora no parece muy distinta de la juventud de entonces. Y es lo normal: treinta y cinco años no dan para que el homo sapiens evolucione gran cosa. Las mutaciones producidas en este suspiro geológico no pueden conformar un nuevo cerebro, un nuevo modelo de comportamiento.

A estos chavales de “Quién lo impide” les mueven nuestros mismos ideales. Pero tampoco es nada meritorio: hay que ser muy hijodeputa para tener quince años y ya estar pensando en cómo explotar a tus empleados de la fábrica o de la cafetería. Soñar con plusvalías que paguen el chalet en la playa y el Rolex en la muñeca. Los hay -de hecho, yo los tuve de compañeros- pero son muy pocos. Luego, con el tiempo, ya son legión...

La chavalada moderna se reparte los papeles igual que hacíamos nosotros: está el ligón, la atrevida, la guapa, el tontorrón, el cachondo, la mosquita muerta... Nada ha cambiado. También se ríen de las mismas cosas: de un pedo, de un tontolaba, de un profesor que les cae bastante mal. Si acaso, son más precoces en lo sexual porque viven en la época del Pornhub al alcance de un clic, mientras que nosotros vivíamos en la época de la revista Lib al alcance de unos pocos privilegiados. Pero tampoco creo que eso garantice una edad más temprana de iniciación, o que el sexo se haya vuelto más universal y democrático. Desde los tiempos de los adolescentes hititas, e incluso antes, follar siempre follan los mismos, y los demás se limitan a imaginar.

La única diferencia que sí veo es que nosotros, de jóvenes, hablábamos mucho mejor. Teníamos un vocabulario más extenso y exponíamos mejor las ideas. Quizá es porque nos exigían mucho en el Área de Lenguaje. Estos chavalines de ahora son hijos de la LOGSE, o de la LOMCE, o de la madre que las parió. Se expresan con el culo trasplantado en la boca. Es una pena. Pero tampoco es culpa suya. Es el mercado, amigos.



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La cortina de humo

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Ahora que estamos en guerra contra Rusia -estamos en la OTAN, al fin y al cabo- convenía volver a ver “La cortina de humo”. En ella se explica que las guerras también se azuzan, se prefabrican... Incluso se inventan. Que intervenidas por el poder pueden convertirse en un espectáculo sin contexto, ya solo para el telediario. Un reality show con decorados naturales y víctimas destripadas que conmueve a los votantes y cambia el signo de los gobiernos.

La invasión de Ucrania no es desde luego una realidad inventada, pero conviene no hacer mucho caso de lo que cuentan los periodistas. Ya digo que somos parte interesada, aunque de momento no beligerante. (¿Enviar armas no es otro modo de beligerancia...?) Nuestros medios de comunicación están intervenidos por el gran capital, y el gran capital, ahora mismo, por unos cálculos secretos e inextricables, prefiere que Rusia sea su enemigo, y no como antes, que se acostaba con ella en las reuniones del G8 con muchas promesas de enamorados.

Para informarme de la guerra pongo el telediario de vez en cuando, leo las principales cabeceras, escucho los noticieros de la radio... Y tengo la impresión de que me cuentan sola una parte de la verdad. Y que la parte que me enseñan tampoco viene limpia del todo. En esta cadena de suministros las noticias pasan por demasiadas manos antes de llegar a mis entendederas. Hay muchos intereses en juego. En la película sólo están Robert de Niro y Dustin Hoffman haciendo de intermediarios entre la guerra inventada y el público norteamericano. Pero aquí, en la penúltima guerra europea, hay empresarios de la electricidad, inversores del petróleo, generales de la OTAN, fabricantes de armas, gobiernos nacionales, dueños de imperios televisivos... Estrategias electorales ¿Qué nos queda, al llegar a destino, de la matanza original, del bombardeo indiscriminado, del afán imperialista de Vladimir Putin? A saber. Nadie se para nunca explicar la geopolítica del asunto y eso ya es bastante sospechoso. Todo es emotivo y amigdalítico. No se trata de que opinemos, sino de “crear un estado de opinión”.





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Obi-Wan Kenobi

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Lo que más molaba de Obi-Wan Kenobi en la trilogía original era aquello de doblegar voluntades con un gesto de la mano.

Soldado imperial: Los documentos, por favor.

Obi-Wan: (girando la muñeca en el aire). No necesitas los documentos.

Soldado imperial: “No necesito los documentos...” Pasen.

Aquello era... maravilloso. El verdadero poder de un caballero Jedi. El uso de la Fuerza -siempre tan mística y etérea- para un fin práctico y resolutivo. Los Jedis no podían perder tiempo en tonterías mientras desfacían los entuertos de la Galaxia.  Ni tampoco nosotros, los terrícolas, aunque seamos más modestos en nuestros afanes. Lo que pasa es que nosotros, chiquilicuatres sin midiclorianos, terminaríamos por hacer mil y una maldades con tal capacidad de hipnotismo: putaditas veniales, si uno fuera hombre de bien, o delitos vesánicos, si uno naciera inscrito en los renglones torcidos de Dios.

Deduzco, viendo la serie, que tal superpoder le llegó al bueno de Obi-Wan ya de anciano, en su último retiro de Tatooine, porque su yo más joven no hace uso de ella en seis episodios trepidantes, de no descansar ni un solo minuto. Y mira que tiene oportunidades para hacerlo: para empezar, callarle la boca a esa niña tan impertinente llamada Leia Organa, que con su gracejo natural, y sus midiclorianos por descubrir, causa más catástrofes que Zipi y Zape con un balón de reglamento.

Por ahí, por este Obi-Wan desarmado y un poco lento de reacciones, viene la primera decepción con esta serie que consiste básicamente en persecuciones, duelos de espada y stormtroopers desparramados por el suelo. Los ejecutivos de Disney son, decididamente, los lord Sith de nuestra galaxia.... El espectáculo solo se hace noble, a medias lucasiano, cuando la figura de Darth Vader llena la pantalla. Vader no necesita ni mover la mano para zanjar las discusiones. Nos lo ponen así, con el gesto, para que los más lerdos del planeta Tierra comprendan sus acciones. Pero Vader, solo con comparecer, ya acojona al personal. Da igual la distancia y el tiempo. Si no fuera tan malo, le adoraríamos como a un dios.



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