Decision to leave

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En mi infancia no existían las dos Coreas, sino el barrio de Corea, en los arrabales de León, el lugar más chungo de la ciudad. Allí vivían los quinquis, los yonquis, las gentes de mala vida. Tipos peligrosos y mujeres majaretas. Eran un poco como los coreanos de verdad, indistinguibles en sus pintas y en su derrumbe personal.

Después de que aprendiéramos a evitar aquel barrio, aprendimos que en la península de Corea hubo una guerra al poco de terminar la II Guerra Mundial. Lo aprendimos viendo MASH y leyendo los cómics de Hazañas Bélicas. En los kioscos, la casa Montaplex vendía unos soldaditos surcoreanos que eran todo potencia de fuego, y había hostias para conseguirlos antes que nadie para ganar las batallas que montábamos entre los escombros de una tapia derruida. Paralelo 38, se llamaba mi calle.

Todo eso fue hasta 1988. Con los Juegos Olímpicos de Seúl, Corea pasó a ser una referencia deportiva, y hasta el Bayern Leverkusen presentó como figura a Bum-Kun Cha, que le ganó una Copa de la UEFA al Español en agónica remontada. A partir de ahí, Corea ya entró como un tsunami en el mar de nuestra vida cotidiana: llegaron los coches Hyundai, los televisores de LG, los mil cachivaches de la Samsung. Allí se celebró el Mundial 2002 que nos secuestraron los amigos de Aznar para darlo por Vía Digital. 

Mientras tanto, en Corea del Norte seguían desfilando los soldados por las autopistas anchísimas pero sin coches...

Cuando empecé a trabajar, Corea del Sur se convirtió en un mito educativo casi a la altura de Finlandia, porque allí clavan los exámenes de matemáticas que propone la OCDE. Fue el penúltimo salto de Corea hacia la modernidad. El último fueron sus películas, aplaudidas en todos los festivales europeos. Yo me apunté a aquella moda y luego me desmarqué. No entendía bien las tramas, o me confundía con las caras y con los nombres. O me asqueaba tanta violencia con el machete. Años después me he dejado llevar por la salva de aplausos dedicada a “Decision to Leave”, a ver si había algún fenotipo novedoso. Pero veo que siguen igual: dormitivos, indistinguibles, liándose a navajazo limpio como en aquel barrio de Corea.  



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Cuento de otoño

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Hace 25 años no estaba bien visto buscar el amor de formas -vamos a llamar- “no presenciales”. Las malas lenguas decían que era el recurso de los feos y los desesperados. De los parias en el amor. De los que no sabían bailar o se les trababa la lengua en el cubata. De las mujeres casquivanas que no aceptaban el curso natural de su soledad.

En 1998 -que para unas cosas es ayer mismo y para otras es el mundo de los Picapiedra- existían las agencias matrimoniales, que eran como las gestorías del amor, y también los anuncios por palabras, donde solía escribirse “Hombre respetable y limpio busca una mujer para fines serios”, o “Mujer hacendosa y simpática busca conocer a un hombre que no se fije solo en las apariencias”. Internet aún caminaba con pañales, cagándose encima cada dos por tres, y solo algún genio malévolo de Silicon Valley preveía la creación de las apps del ligoteo que ahora ya son herramientas de uso común, libres de caspa. “Tienes un e-mail” se rodó el mismo año que “Cuento de otoño” y sólo hay que ver cómo ligaban los pocos americanos que tenían una conexión decente a los servidores.

En 1998, para una mujer como Margali, la viticultora que decidió trasladarse a las faldas del Mount Ventoux para producir vinos de calidad, las opciones de conocer a un hombre de la manera tradicional -tête à tête, como diría ella en su lengua vernácula- se reducen básicamente a tres: esperar que el vecino de finca esté de buen ver, bajar a la disco del pueblo a menear el esqueleto el saturday night, o confiar, como ella dice, en que le caiga el príncipe azul de los cielos también azules de la comarca, tan benéficos para su ánimo y para sus viñas.

Margali dice que a sus cuarenta y tantos años ya pasa, que ya no siente el deseo. Que el trabajo en las viñas es abrumador y la satisface por entero. Pero su amiga, que escucha sus confidencias con atención, no termina de creérsela. Ella sabe que Margali todavía se toca en las noches solitarias, así que decide poner un anuncio en la prensa local, como cantaba Joaquín Sabina en “Rebajas de enero”. Esto son las rebajas del otoño, pero también sirven para encontrar algún chollo por ahí.





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Happy Valley. Temporada 1

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“Happy Valley” es como una película de Ken Loach pero con un psicópata de por medio. Un experimento muy discutible. Pero así viene la moda: si no metes un psicópata en la trama, la audiencia se resiente y cambia de canal. La gente que paga una mensualidad ya no quiere conciencia de clase ni análisis social. Ni siquiera un culebrón turco o venezolano. Eso se lo dejan a las marujas de la tele convencional. Los paganinis de las plataformas ya sólo quieren asesinos, pistoleros, macabrismos... Mondongo variado y música machacona para aflojar el body tras la jornada laboral. 

Jamás un colectivo tan minoritario -al menos los psicópatas asesinos, porque psicópatas del dinero o de la política hay unos cuantos, y son más dañinos cuando montan una guerra por menos de nada- tuvo tanta representación en el mundo de la ficción. Si acaso los astronautas, o los presidentes de los gobiernos, que también son muy pocos y escogidos. A mí, particularmente, los psicópatas ya me cansan. Me quedo con Hannibal Lecter y poco más. Este tarado que hace su performance en “Happy Valley” me parece sobreactuado, metido con calzador. Si ese valle perdido de Inglaterra también tiene su psicópata local, con su colmillo retorcido y su inteligencia diabólica, aquí, en La Pedanía, que es un villorrio muy parecido, también habrá, por pura lógica, un vecino demenciado que anda preparando alguna barrabasada. Y yo no lo veo, la verdad.

“Happy Valley” también se apunta a la moda de no dejar títere con cabeza. Hombre con cabeza, quiero decir. No hay un solo personaje masculino que se salve de la quema. Todos son tóxicos, o violadores, o inmaduros, o gilipollas, o ineficaces, o avariciosos. La panoplia completa. Y empieza a ser cansino también. Un recurso facilón. Del mismo modo que existe el test de Bechdel para evaluar la brecha de género -y pedir que salgan mujeres protagonistas y participativas- habría que inventar, no sé, el test de Rodríguez, para evaluar que las ficciones modernas digan algo bueno sobre nosotros. Somos hombres, es verdad; seres 1.0 que tiramos más bien a lo básico y a lo verraco. Pero jolín. 




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El extraño

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Tantos años de amistad cultivada al final están dando sus frutos. Ya era hora... Con el tío J. -que no es mi tío, sino el tío de Eddie, mi perrete- me une una larga relación que se remonta a cuando yo no tenía canas en el cuerpo y él empezaba a sufrir las suyas en silencio. Hablo, sin afán de exagerar, del siglo pasado. 

Aunque somos muy diferentes, nos une la pasión desmedida por algunos deportes minoritarios: el rugby, el snooker, la NBA... Somos dos exiliados que un día se encontraron en el valle perdido y se reconocieron como almas gemelas cuando ya pensaban que todo era fútbol y el coche de Fernando Alonso, que es lo único que se comenta a boina calada por estas parroquias. Parece una chorrada, pero no lo es. Estos deportes -con su debate continuo, su análisis, su cotilleo extradeportivo- sostienen un tenderete que por lo demás es un desencuentro muy civilizado: no votamos al mismo partido, ni nos gustan las mismas mujeres, ni sacamos las mismas filosofías de la interacción entre los genes y la educación.

La otra media pata que aguanta nuestra amistad  es la cinefilia. Todas las semanas, cuando nos juntamos para tomar las cañas, hacemos un repaso de lo que hemos visto o descartado. Coincidimos más o menos en la mitad de las cosas. En otras nos separa el abismo generacional, o el talante, o la paciencia que estamos dispuestos a sacrificar con las películas larguísimas y las series eternas. La verdad es que los dos ya nos estamos cagando en la “Edad de Oro de la televisión”

Nos recomendamos ficciones, claro, pero lo hacemos sin mucho afán, sabiendo que la mayoría de las semillas arrojadas al surco jamás van a fructificar. Que se quedarán ahí, bajo el sol o bajo la lluvia, hasta que el tiempo las desintegre. Pero de vez en cuando -porque si no esto sería una pantomima- brota la vida en el Huerto de las Recomendaciones. “El extraño”, por ejemplo, se la debo a la mucha insistencia de J., que ya va conociendo mis gustos enrevesados. Es la segunda flor que me ha regalado este invierno, después de la segunda temporada de “The White Lotus”. A ver si algún día germina alguno de mis regalos en su minifundio...





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Pagafantas

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“ Pagafantas: Se conoce así a la persona que aspira a llevar una vida de pareja sin darse cuenta de que no va a acostarse con la otra persona en la vida. Es el que consuela a la chica cuando ha tenido un desengaño. En el reino animal no se ha catalogado ninguna otra especie que siga este comportamiento”.

Así se define al pagafantas en la película. Yo conocía el concepto, pero no el vocablo. Antes, a los tipos como yo les llamábamos gilipollas sin más, en una demostración de simpleza semántica. Lo de pagafantas, hay que reconocerlo, suena mucho mejor, menos hiriente. Más eufemístico. Es el mismo imbécil de siempre pero con una etiqueta que casi lo hace entrañable. Y hasta achuchable.

Sí: yo he sido varias veces un pagafantas. Uno de campeonato, además, de Primera División. Primero fui campeón provincial y luego escalé las posiciones en el ranking. Una vez llegué a jugar la Copa de Europa de los Pagafantas. De hecho, ese chico que en la película ilustra la vida miserable del pagafantas se parece mucho a mí cuando yo era más joven: la misma cara de panoli, las mismas gafas de curilla, la misma expresión de dejarse llevar y no enterarse de casi nada. Una estulticia que no sé si venía de serie o si me la provocó un balón cabeceado en un partidillo. Da igual. El resultado es el mismo. Yo también he consolado a mujeres que me buscaban como amigo, como psicólogo, mientras yo las deseaba en vano, reprimiendo los cuernecillos que me asomaban por el cuero cabelludo. Llegó a dárseme muy bien. 

Luego, por supuesto, como la Claudia de la película, ellas se iban con el tipo menos recomendable del ecosistema. El mismo que habían jurado no volver a retomar. El tipo de hombre que según ellas solo podía acarrearles más lloros y desgracias. Aun así, como luciérnagas en la noche, ellas se quemaban en la bombilla. Y yo me quedaba en el bar pagando las Fantas de naranja, y las Fantas de limón, que siempre fueron mis preferidas. 





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Armageddon Time

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Me sonaba que “Armageddon Time” era un relato de la propia infancia del director. De hecho, James Gray figura como único guionista en los títulos de crédito. Y la historia, puesta en desarrollo, tiene ese aire inconfundible de las historias personales. Sin embargo, al terminar la película, he tenido que confirmar este dato en internet. Su autorretrato me parecía muy raro. Un ejercicio de desnudez sorprendente. Lo normal es disfrazar las trastadas de la infancia con las excusas habituales: que si las malas compañías o que si los padres que dimitían. O la idiocia propia de la edad. Pero este chavaluco llamado Paul Graff es un rapaz que no puede caerle bien a nadie: en casa es un desobediente sin causa; en el colegio, un disperso desesperante; en la calle, un liante de mil pares. No tiene un contexto en el que puedas compadecerlo. Todo en él es malintencionado e hijoputil. Paul Graff es un rubiales angelical de intenciones retorcidas. Un tocacojones de primera.

Termina la película y nunca llega la experiencia catártica que le reconduzca. Paul Graff es un contumaz, un relapso, un tontaina peligroso. Sus padres, en cambio, sí que son unos benditos de Dios... Anne Hathaway porque es Anne Hathaway y aunque desayunara niños crudos seguiríamos adorándola. Y porque además su papel es el de una madre desbordada, bienintencionada pero fallida. Y qué madre, o qué padre, no resulta fallido cuando la naturaleza de su hijo viene a contracorriente.

Y luego está el padre de la criatura, que es un tipo a la vieja usanza: honesto en su trabajo y recto en sus exigencias. Es verdad que a veces se le va la mano, e incluso el cinto, en actos que hoy serían carne de denuncia. Pero este tiempo del Armageddon son los años 80 del siglo pasado, tan salvajes y tan poco pedagógicos, y así nos educaron a casi todos en ambas orillas del Atlántico. Al final las hostias o los cintazos nunca sirvieron para nada. Solo para desfogar la rabia paterna y para que tú te pensaras dos veces eso de reincidir. Al final cada uno es como es y tiene muy poco remedio.





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Pacifiction

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Puede que “Pacifiction” sea una obra de arte, no digo que no. Así lo aseguran al menos nueve de cada diez críticos consultados. Ellos hablaban, incluso, de que era la mejor película española del año. Hace unas semanas, las revistas especializadas parecían el firmamento boreal con tanta estrella que le colocaban.

A mí, sin embargo, “Pacifiction” me ha parecido un rollo macabeo. Un ejercicio de estilo, de “auteur”, de “vamos a rodar una cosa muy rara”.  Los paisajes de la isla de Tahití son acojonantes, eso sí. Pero las tahitianas ya no tanto, y no comprendo por qué, cuando salían tan majas en otras películas de la Polinesia. ¿No era precisamente en Tahití donde se aprovisionaban los rebeldes de la “Bounty”...? Algo ha debido de pasar en los últimos 200 años -el plástico flotante, o las pruebas nucleares- pero en “Pacifiction” las tahitianas están feas, hombrunas, dopadas con testosterona. Es que ni eso te anima a reposar la mirada.

En "Pacifiction" sale mucho Sergi López, que es ese actor no-actor siempre tan campechano, y también Benoît Magimel, el objeto sexual de aquella pianista enloquecida que se pirraba por sus huesos. La de Schubert al piano, sí... La que cogía la cuchilla y ¡zas!, sí... Quiero decir que no es una película hecha entre cuatro amigos. Se le ve una cosa, una intención, un afán lánguido de complacer. De hecho, yo ya había visto otra película de Albert Serra, “La muerte de Luis XIV”, que tampoco era la petardada del siglo. Era una película aburrida, y estirada, pero nunca te alejabas del lecho mortuorio del Rey Sol por ver qué pasaba a continuación, todo morbo y ganas de cotillear.

Quizá por eso me animé a ver “Pacifiction”: por el recuerdo de Luis XIV, que ya ves tú, la inexistente conexión. Pero no, desde luego, porque estos cinéfilos de las revistas pontifiquen una cosa o la contraria.  En provincias ya nadie les sigue. En provincias nos fiamos más de lo que nos recomendamos entre nosotros. Ya nos conocemos, y sabemos de nuestras limitaciones, y las llevamos con jocosa resignación.



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Babylon

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En una sala de cine -con la oscuridad, las palomitas, la obligación de amortizar el dinero apoquinado- puede que “Babylon” sea otra cosa. Como película no sé, pero como espectáculo acepto que es la hostia al cuadrado: una orgía exuberante de imágenes. También una asquerosidad innecesaria donde solo falta el señor Creosota echando la pota; y Diana, -la de “V”, no la de Gales- comiéndose un roedor de aperitivo. En el cine, además, Margot Robbie saldrá el cuádruple de grande, qué digo, saldrá multiplicada por cien, y ocupará todo el espacio sexo-visual cuando baila puesta de coca con ese peto de albañil. 

“Babylon” está hecha para verla en el cine, como las películas de antes, y en eso Chazelle ha rodado un clásico como Dios manda. Pero en el cine, ay, ya no se pueden ver las películas: todo es carísimo, y la gente habla, y mastica cosas que ronchan, y los teléfonos móviles están todo el rato en funcionamiento. Da igual que los silencien: vibran, y los consultan, y te distraen de la pantalla. Además, en las provincias nunca subtitulan las películas, y yo estoy muy mal acostumbrado a las lenguas vernáculas y a los rotulicos en castellano.

Así que he visto “Babylon” en mi castillo, en la paz del hogar, en una tele de 42” que no le hace mucha justicia a toda su pirotecnia. Porque la peli -vamos a decirlo ya- desbarra, autocombustiona, se va por los cerros de Hollywood. Y allí todo es más excesivo y demencial que en los cerros de Úbeda. La mar de divertido. Una orgía perpetua donde se queman los billetes recaudados en taquilla. Para los ricos, cualquier década de cualquier siglo son los locos años 20... 

El mayor problema de “Babylon” es que dura demasiado. Tres horas en el sofá de casa no hay quien las aguante. Todo dura una eternidad hoy en día: las series, las películas, los partidos de fútbol estirados por el VAR. Antes podías programarte un poco el día: veo la película y luego leo un rato o paseo por el monte. Ahora te sientas en el sofá y ya no sabes cuándo vas a levantarte.




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