Fariña. Temporada 2

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No sé si sale en “Fariña”. Quizá lo mencionan de pasada o sale en segundo plano. No lo recuerdo. Me extrañaría porque yo estaba muy atento a su aparición. También es verdad que son muchos los narcotraficantes implicados y todos llevan un mote que duplica su presencia. Pero Marcial Dorado, por los años 80, también traficaba con fariña por la ría de Arousa. De hecho, leo en internet que él también empezó trabajando para el tal “Terito”, el godfather de todos estos delincuentes. 

Dorado empezó conduciendo una lancha motora y luego fue ascendiendo en el escalafón. La carrera militar. De cuatreros de tabaco a émulos de Pablo Escobar. No me extrañaría nada que hubiera compartido putas y borracheras con Sito Miñanco y los otros paletos analfabetos. Los números, sin embargo, siempre se les dieron de puta madre. Gente de ciencias, ya ves.

Al tal Dorado tardaron veinte años en trincarle. Puede que al final fuera el más listo o el más suertudo. O el más protegido... Pero mientras delinquía sin ser detenido, todo el mundo en Galicia sabía a qué se dedicaba. Su nombre salía embarrado una y otra vez en los periódicos. El único en Galicia que no lo sabía, que no se enteraba, que vivía en la inopia feliz de sus cojones, era Albertito, que por aquel entonces ya era un alto cargo de la Xunta y se iba de vacaciones con Marcial Dorado a esquiar por Andorra o a conducir yates por las rías. 

Si “Fariña”, la serie, termina en 1990 con la operación Nécora, la foto en la que Núñez Feijoo maneja con suma campechanía el timón de Dorado -qué metáfora- data de 1995. Se filtró a los medios en 2013 y Dorado ya llevaba 10 años en la cárcel. Albertito, en las entrevistas -todas de guante blanco, of course- fue cayendo en las habituales contradicciones: que no lo conocía, que lo conocía un poquito, que una vez fueron juntos de vacaciones pero ya no recordaba a dónde, que era su amigo pero que no le constaban sus actividades delictivas... Mierda sobre mierda. Y, por supuesto, el encubrimiento cómplice de la prensa del Movimiento.

Ahora entiendo por qué nunca se rodó la segunda temporada de "Fariña".



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Juego de lágrimas

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La hija de una amante que yo tuve -casi siempre es la misma amante cuando hablo de bragas y braguetas- me dijo una vez que yo no me acostaba con mis amigos porque en el fondo era un homofóbico perdido. Un carca lamentable. Me lo dijo a la puta cara, sin cortarse ni un pelo, casi con aire desafiante. “Te veo demasiado viejo para mi madre”, añadió. Aparte de ser una maleducada, estaba tan pasada de rosca como ella. Me lo dijo en la cocina, tomándonos un café, con el mismo tono de evidencia que emplearía para decirme que se había posado una mosca sobre las galletas.

La hijísima sostenía que la compenetración conducía, indefectiblemente, a la penetración, y que el hecho de que luego ésta fuera anal o vaginal era un detalle sin importancia. Lo importante es el amor, subrayaba. Ella vivía en Madrid, en una especie de comuna pansexual como aquella de Charles Manson -o algo parecido- y yo, en cierto modo, envidiaba esa vida loca donde cualquier chispa te conducía a la cama con los gustos sexuales abolidos. Qué suerte, la de ser deseado todo el tiempo y casi por cualquiera, y saber responder cortésmente como un humano evolucionado del siglo XXIV.

Me acordé de aquel insulto cuando en “Juego de lágrimas” se descubre el pitote y Stephen Rea comprende que su amor acaba de ser calcinado por un rayo inesperado. La novia, ay, era él, como en aquel clásico de Cary Grant. Stephen Rea no es homofóbico, pero tampoco es homosexual, y cuando le propone a Dil  que pueden seguir siendo amigos ella lo entiende perfectamente. Las taradas como aquella chica pre-podemita no abundan mucho en el ecosistema. Aunque van criando, van criando, poco a poco...

El ambiguo Jaye Davidson se marcó el papel de su vida en “Juego de lágrimas”. Su carrera fue corta pero nunca le olvidaremos. Stephen Rea también se hizo inmortal gracias a su papel. La parte de confuso sexual es que la borda, el muy jodido, y la otra, la de terrorista irlandés, supongo que la ensayaba en casa con su mujer, Dolours Price, aquella histórica activista del IRA que se convirtió en el mito pelirrojo de todos sus compañeros: bellísima, peligrosa, guerrillera hasta el final.





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El viento que agita la cebada

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1. Este verano pagué muchos jayeres para que me enseñaran Irlanda entera en una excursión organizada. From coast to coast, de norte a sur, de la Irlanda Libre a la Irlanda del Norte... Lo vimos casi todo, pero no lo fundamental, que era la aldea de Cong, inaccesible con nuestro megalómano autocar. Fue allí, en la mítica Innisfree, donde Sean Thornton y Mary Kate Danaher consumaron los polvos homéricos que todavía retumban en la mitología de los irlandeses. Me cagué hasta en los dioses más sagrados de los celtas, pero lo acepté con la resignación cristiana de los normandos invasores. 

Lo otro que no vimos -por razones que prefiero imaginar logísticas y no crematísticas- fue Cork y su condado. Nos dijeron que bueno, que tampoco era para tanto, pero hoy, viendo “El viento que agita la cebada”, he quedado boquiabierto ante los paisajes y he descubierto en el IMDB, soliviantado, que todo esto, hasta donde abarca la vista de la cebada, es condado de Cork que otros turistas más afortunados sí descubrieron. Ba mhaith liom mo chuid airgid ar ais.

2. Los nacionalistas irlandeses siempre nos conmueven en las películas. Su causa nos parece romántica y cargada de razones.  Debe de ser que nunca hemos visto las películas británicas que los ponen a parir. A provincias sólo llega el trébol victorioso del conflicto. Yo admiro su desprecio por la vida y su amor por el terruño, pero jamás hubiera pegado ni un tiro por desalojar a los ingleses. Soy un puto cobarde y un conformista lamentable. Para echarme al monte los británicos tendrían que haber violado a mi mujer, fusilado a mi hijo y decretar proscritos los colores del Madrid. Algo así. Si no, me daría igual. 

Si ahora mismo España fuera invadida, qué se yo, por los macedonios, y nos impusieran su lengua y su cultura, pues mira, a adaptarse tocan. Mientras no me quiten el trabajo y los hospitales sigan funcionando, yo estoy dispuesto a aprender el macedonio a marchas forzadas. ¿Que prohíben el uso de mi nombre y lo sustituyen por su versión en macedonio? Qué más da. Yo sigo siendo yo. ¿Qué ahora las decisiones importantes se toman desde Skopie y no desde Madrid? Me importa tres narices. Da igual desde dónde manden. Siempre mandan los mismos. 





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Mi pie izquierdo

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Lo primero que dijimos cuando anunciaron "the winner is... Daniel Day-Lewis" fue: 
- Verás que lío subir a este hombre al escenario con la silla de ruedas, y a ver luego quién le entiende el discurso con la parálisis cerebral.

 Pero solo un segundo después vimos al tal Daniel levantarse de su butaca y caminar con paso firme hacia el estrado y comprendimos que el hijo puta nos la había metido hasta el duodeno. Llevábamos meses pensando que era una injusticia que hubieran nominado a un actor paralítico para hacer de... actor paralítico, y el tío, lejos de eso, era un británico sanote y sonriente que dejaba a las mujeres turulatas y a los hombres acomplejados.

En esos meses de puro desconocimiento, de cinefilia cateta y atrasada, llegamos a decir que aquello era como nominar a un pobre bobo para hacer de bobo. Una broma de mal gusto. A las provincias aún no habían llegado “La insoportable levedad del ser” o “Mi hermosa lavandería”, así que Daniel, para nosotros, era un auténtico desconocido. Un año antes no nos creímos del todo a Dustin Hoffman haciendo de autista porque incluso aquí, en los secarrales periféricos, ya sabíamos que Dustin Hoffman era el tipo que se había travestido de mujer en “Tootsie”. Y aun así, alguno llegó a pensar que algo grave le había pasado antes de rodar “Rain Man”: un ictus, una sobredosis, una hostia de campeonato en la cabeza. 

Aquella noche de los Oscar, ya repuesto de la sorpresa, me dediqué por entero a cultivar mi indignación: Daniel Day-Lewis le había robado el premio al profesor Keating, algo así como robárselo a mi padre, y ni siquiera hoy, 34 años después de aquel latrocinio, puedo ver “Mi pie izquierdo” sin tener presente a Robin Williams en mis oraciones. Oh, capitán, mi capitán. 

(Casi nadie se acuerda ya de que la adolescencia de Christy Brown la interpreta un chavaluco que se retuerce y coge la tiza como si también fuera paralítico. Un genio. Es un actor irlandés de nombre Hugh O'Conor. Aprovecho este foro sin transeúntes para hacerle un pequeño homenaje ante la Tumba de los Actores Olvidados).




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En el nombre del padre

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Gracias a que Filmaffinity conserva las fechas de votación compruebo que han pasado 15 años desde que vi la película por última vez. Curiosamente, los Cuatro de Guilford también cumplieron 15 años en la cárcel por un crimen que no habían cometido. Como el Equipo A, sí, ja ja, pero todo muy real y con muchas menos carcajadas. 

Si me dedicara a la numerología buscaría el significado cabalístico de este número 15 que se repite sospechosamente. Y si fuera poeta, diría que también yo he vivido estos últimos 15 años confinado dentro de mí mismo, también inocente de los cargos que enuncia con muy mala baba el ministerio fiscal de mi existencia. 

La primera vez que vimos la película, allá por 1994, los espectadores nos echamos las manos a la cabeza: qué hijos de puta, los policías británicos... “Menos mal que es una ficción de Hollywood”, dijimos nada más salir del cine aunque supiéramos que la película era irlandesa. Luego nos contaron que aquello estaba basado en un caso real y ya no pudimos salir de nuestro asombro: qué rehijos de la reputa... De pronto los servicios de inteligencia británicos ya no eran tan molones como en las pelis de James Bond. Se parecían demasiado a los servicios secretos de los soviéticos en las películas de propaganda. 

“Esta injusticia soberna aquí nunca podría mantenerse", decíamos también. Pensábamos que nuestro aparato de inteligencia apenas estaba más desarrollado que la TIA de Mortadelo y Filemón. Estábamos convencidos de que el CNI no estaba dirigido por los psicópatas requeridos para el puesto, sino por unos merluzos con un bigote muy parecido al del superintendente Vicente. Era la edad de nuestra inocencia.

22 años más tarde, en Alsasua, sucedió algo muy parecido a lo narrado en esta película. A cuatro chavales que pasaban por el pub les metieron un puro antiterrorista para cagarse. De pronto, una trifulca de borrachos merecía la misma pena que un disparo a bocajarro o que una bomba lapa en las bajeras. Está visto que los hijos de puta que gobiernan entre las sombras son iguales en todos los sitios. Los reclutan con los mismos tests y pasan las mismas pruebas de capacitación. 





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The Boxer

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Emily Watson es la versión mejorada de una chica que me gustaba mucho en la juventud. Y es que de Francia para arriba ellas son más pelirrojas, más pecosas, más... llamativas. Será que por aquí, por las provincias sin playa, se ven tan pocas mujeres así que resaltan entre la multitud y me encienden el instinto. ¿Un gusto sexual cocinado entre la escasez y la mirada de paleto? Pudiera ser. Mis cuñados mallorquines, por ejemplo, ven a una pelirroja y ni se inmutan; viven inmunizados desde pequeños. Yo, en cambio, me cruzo con una y me quedo turulato perdido. Cuando vuelvo en mí, siento que debería pintar un cuadro o componer una poesía. 

Emily Watson tiene los mismos ojazos que aquella chica, y su mismo labio superior -tan retraído como sugestivo- y una fisonomía corporal yo diría que intercambiable. Lo que ya no sé es si también está como una puta cabra y si conduce con la misma falta de atención. Sea como sea, cada vez que la veo en una película me viene como una nostalgia al corazón: pero no del amor -que nunca llegó a prosperar- sino del tiempo perdido y de las energías desperdiciadas.

Hoy, mientras veía “The Boxer”, recordé que aquella chica vivía enamorada de Daniel Day-Lewis. Ha sido verlos juntos en pantalla y encenderse una vieja bombilla en mi memoria. He sentido una punzada de envidia que me ha jodido el resto de la película. De repente ya no me importaba nada el IRA ni el conflicto sempiterno. En mi interior sólo bullía un resquemor de eterno adolescente.  

Recordé que mi exnada tenía el cartel de “En el nombre del padre” presidiendo el cabecero de su cama exclusiva, allí donde sólo desembarcaban los tipos más bien musculosos y poco alfabetizados. Cuando la caza nocturna no era satisfactoria, ella se resarcía con el careto asalvajado de Daniel, todo hombría y testosterona. “Mi Daniel...”, decía ella con los mismos labios finísimos de Emily Watson, del mismo modo que otras veces decía “Mi Pep...”, por Guardiola, cuando este suertudo de sus deseos aún era centrocampista del Barça y mantenía el pelo sobre su cabeza privilegiada para la táctica. 





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Bloody Sunday

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En los títulos de crédito del final suena, cómo no, el “Sunday Bloody Sunday” de U2. De hecho, cuando las letras terminan, la canción sigue sonando con la pantalla en negro dos minutos más. Es el colofón perfecto a una película que no admitía otras músicas ni otras canciones: sólo diálogos, voces, órdenes, disparos... Da igual que conozcas la historia o que ya hayas visto la película: lo que se cuenta, y cómo se cuenta, te golpea directamente en las neuronas más comprometidas.

Este “Sunday Bloody Sunday” es una versión en directo que Bono prologa con un pequeño discurso: “Espero que algún día esta canción ya no sea necesaria...”. Leo en Wikipedia que la canción fue compuesta por “The Edge” en 1982, diez años después de la matanza del Domingo Sangriento. Ha llovido mucho desde entonces. Sangre también, pero ya menos. Las cosas han mejorado mucho en Irlanda del Norte, pero nadie está totalmente convencido de su vigencia. Cualquier tronado con un revólver sería capaz de revertir los logros conseguidos. Viendo la película es imposible no establecer paralelismos con ETA y con el País Vasco. Lo de Irlanda del Norte fue más salvaje, más indiscriminado, pero yo creo que nos entendemos.

Pero ojo: cuando digo “tronado con un revólver” no hablo solo de un potencial terrorista. Hablo también del otro lado de la barricada. En mi entorno, salvo cuatro habas contadas, los jóvenes fascistas quieren pegar tiros entrando en el Ejército o en los “Fuerzos y Cuerpas” de Seguridad del Estado, que dijo una vez Irene Montero en plena lucha subversiva de los géneros.

Estos chavales no se distinguen mucho de los paracaidistas británicos que dispararon a la muchedumbre en Londonderry. Los paracas no hicieron diferencias entre los manifestantes violentos y los pacíficos: todos eran irlandeses, y católicos, y por tanto objetivos de su videojuego. Aquí, cuando VOX se haga cargo del ministerio del Interior, muchos se van a creer con licencia para matar al enemigo: 007, o 009, o John Wayne en pleno fregado contra los sioux de Cataluña o los apaches del Nervión. Veo mucho patriota, mucho tarado, mucho débil mental... Mucho inquieto con ganas de follón. 



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Michael Collins

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Me pongo a ver “Michael Collins” cuatro días antes de emprender el viaje a Irlanda porque había leído que sale mucho Dublín en las escenas y quería ir cogiéndole el tono al panorama. Para estos menesteres hay centenares de vídeos en Youtube: jóvenes que han ido hace nada y te señalan con mucho rigor pero mucha marcha los lugares fundamentales para visitar. Pero yo, que ya voy para viejo, prefiero ver las cosas en las películas porque así mato dos pájaros de un tiro: el paisaje y la trama, la inmersión y la cinefilia.

Luego, la verdad, no sé si por falta de presupuesto o porque el resto de la ciudad está demasiado remendada, en "Michael Collins" siempre sale la misma calle repetida en las algaradas y luego dos panorámicas del Four Courts cuando lo bombardean desde el otro lado del río. Poca cosa, la verdad. Por no salir, casi no sale ni Irlanda, si quitamos un paseo por la playa y el paisaje rural donde Michael Collins fue asesinado por los que antes eran sus amigos y soldados. La historia de estos años convulsos de Irlanda es toda así: facciones, subfacciones, renegados y arrepentidos... Pistoleros del IRA y del contra-IRA que van vestidos como los Peaky Blinders y se disparan a bocajarro desde los Ford-T a punto de derrapar. El Frente Nacional Irlandés y el Frente Nacionalista de Irlanda... Los Monty Python puede que se inspiraran en sus vecinos para crear su chiste inmortal sobre los izquierdistas de Judea. 

La película no está mal. Aprendes cosas de historia y Liam Neeson -antes de convertirse en el ángel vengador y cansino de las pantallas- borda su papel de revolucionario romántico destinado al sacrificio. Un Che Guevara de la verde Irlanda que no quería extender su revolución por el mundo: sólo emborracharse en el pub de la esquina sin que la bandera británica ondeara en 400 kilómetros a la redonda. El problema de “Michael Collins” es el otro romanticismo: el de los penes y las vaginas. El personaje de Julia Roberts está metido con calzador y estropea mucha parte del metraje.  La culpa no es de Julia, por supuesto, que cuando sonríe ilumina mi cocina americana, sino del guionista, tan torpe y tan pesetero, que quiso jugar con nuestros más bajos instintos.





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Larry David. Temporada 8

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Los amigos y enemigos de Larry David no pertenecen a mi ecosistema funcionarial. Ellos, por ejemplo, no miran el precio de los artículos cuando bajan al supermercado. Compran lo que les apetece y ya está. Supongo que la mayoría, en su juventud, cuando soñaban con triunfar en el show business o con emparentar con alguien que triunfara, sí sabían lo que era una oferta o una marca blanca de confianza; pero ya llevan tanto tiempo despreocupados de las etiquetas que han olvidado incluso los conceptos. 

Y quien dice una tarrina de helado o unas lonchas de jamón dice un Mercedes último modelo o un hotelazo en las Bermudas. De entre las muchas definiciones que distinguen a los ricos yo creo que ésta es la más simple y funcional: no mirar el precio de las cosas cuando a uno le apetecen. (Y sí, ya sé que también hay proletarios del mundo que se comportan como manirrotos. Pero ellos, que no son ricos de cartera, si son, al menos, millonarios de espíritu).

Quiero decir que yo, como bolchevique que soy, siempre votando al ala más dura de las candidaturas electorales, debería de sentir repelús por esta gente que lo tiene todo y se queja por naderías. Las tramas de “Larry David” siempre son gilipolleces que alteran por minutos o por horas la vida de estos fulanos y de estas menganas. Casi nunca es nada trascendental o definitivo. En el mundo de Larry no existe el subsidio de paro, la Seguridad Social, el colegio cochambroso, el restaurante sin recepcionista.. Y sin embargo, no sé por qué, me siento uno más de la pandilla. Podría ser la envidia cochina, pero no. Son... algunos gestos. Larry, por ejemplo, que vive podrido a millones gracias a los royalties de “Seinfeld”, siente que le apuñalan el alma cuando le sacan 200 dólares para apoyar una causa benéfica o para reponer una camisa manchada de vino. Y no es tacañería: es el recuerdo vivo de sus años de postulante. Larry tiene mucho dinero, pero no ha olvidado su valor. Yo creo que en el fondo es un buen hombre además de un genio de la comedia. 

En la serie hay más hombres justos como él, pero Lenin Yahvé, con su solo ejemplo, ya había decidido no arrasar Beverly Hills desde los cimientos. 





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The Game

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Hay películas mudas y sonoras, en color y en blanco y negro, del cine clásico y del cine moderno... Y también con teléfonos móviles o sin ellos. Para mí, éste es el cuarto eje de coordenadas que permite orientarte en el tiempo y en la trama. Vamos a llamarle el eje T. 

La saga de “Star Wars”, por ejemplo, parece muy futurista pero de hecho no lo es: en las letras del inicio ya nos recuerdan que la familia Skywalker vivió hace muchos años y que por eso nadie lleva un teléfono móvil para pedir la ayuda de un X-Wing o curiosear un poco en el Instagram del Emperador Palpatine. Sólo los Jedis y los Sith, gracias a los midiclorianos, son capaces de establecer llamadas telepáticas usando las redes de la Fuerza. 

“The Game” está rodada en los primeros tiempos de la Revolución Celular y por eso el teléfono-ladrillo de Nicholas Van Orton -que podría ser el primo de Gordon Gekko que vive en San Francisco- va casi siempre sin cobertura y muy justito de batería, lo que es imprescindible para la trama. La película se estrenó en 1997 y yo empecé a ver teléfonos móviles por la calle en 1996, en Toledo, quizá por la proximidad a la clase ejecutiva y depredadora de Madrid. Aquellos primeros viandantes enajenados eran como los Van Orton de La Mancha, siempre parloteando mierdas bursátiles y experiencias en restaurantes. Recuerdo que muchos les mirábamos con el gesto torcido y les llamábamos gilipollas entre dientes... 

Media vida después, unos con el último iPhone y otros con el aparatejo que entra gratis en el contrato -porque sigue habiendo clases y cada vez están más distanciadas- todos somos los mismos zombis en manos de los traficantes de datos. Vamos a gusto en la burra peno no se nos escapa la trampa y la mercadería. La experiencia con los teléfonos móviles se parece mucho a la experiencia de ver “The Game”: entretiene la hostia y está hecha de puta madre, pero tienes que dejarte engañar -hacerte un poco el bobo- para disfrutar plenamente de la experiencia. 




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Zodiac

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Recuerdo que vi “Zodiac” en unos multicines muy poco cinéfilos de León. Las imágenes de la primera escena se veían borrosas, desenfocadas, como de pesadilla de las víctimas que mueren, o de enajenación del psicópata que dispara. Pero luego salían los policías en sus comisarías y los periodistas en sus redacciones y la película seguía pareciendo una melopea de David Fincher en Nochevieja. Esto ya no era cosa del flashback ni de la narrativa peculiar: algo se había jodido de verdad en el proyector. 

Miré a los demás espectadores buscando un reflejo de mi extrañeza, pero la mitad estaban al móvil o al recuento de palomitas en el cartón. Y la otra mitad, la supuestamente cinéfila, seguía la película como si tal cosa, impertérrita, pensando quizá que aquello era un homenaje a Jean-Luc Godard. Nadie carraspeaba, nadie silbaba, nadie movía una ceja. Parecían drogados, o atontados, muñecos de cera puestos por la empresa para crear sensación de éxito comercial.

Abandoné la sala a riesgo de perder el hilo de las pesquisas y me topé con un encargado que pasaba por allí. 

- Pues gracias, caballero, no sabía nada, no se preocupe, pero sepa usted que nadie hasta ahora se había quejado, y que si no le gusta la película puede irse a su puta casa y esperar a que salga en DVD. Muchas gracias por su aviso, ahora mismo se lo digo al proyeccionista. 

Regresé a la sala y a los pocos minutos alguien manipuló el objetivo del proyector y las imágenes se volvieron diáfanas e inteligibles. Nadie en la sala carraspeó, ni aplaudió, ni exclamó "ya era hora" o algo parecido. Yo flipaba en colores, pero “Zodiac”, con su enredo de investigaciones criminales, no dejaba mucho tiempo para flipar. A la media hora, cuando todo parecía encauzado, la imagen se volvió a desenfocar. No tanto como la primera vez, pero lo justo para despertar de nuevo mi cabreo y mi perplejidad. Pensé en volver a reclamar, pero desistí del intento. Me iban a tomar por un desequilibrado, por un Zodiac de León con ganas de buscar camorra para asesinar. Solté varios tacos entre dientes y me despatarré en la cómoda butaca. Fue la última vez que pisé aquellos cines. He visto "Zodiac" muchas veces en DVD. Sigue siendo un peliculón.






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Perdida

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1. “Perdida” es una película estrenada en 2014. El movimiento #MeToo nació en octubre del 2017. David Fincher, por tanto, tan listo como es, se adelantó tres años a la imposibilidad de rodar una película como ésta. Bueno, rodarla sí; otra cosa hubiera sido el éxito comercial, o la crítica comprensiva en las webs muy concienciadas. A saber qué hubieran escrito sobre “Perdida” les crítices del diario “Público” o de “elDiario.es”. ¿El motivo?: según Irene, Ione & Pam, las mujeres como Amy Dunne no existen. Es más: no pueden existir. Son un imposible metafísico. Sólo la mente perversa y podrida de un machirulo es capaz de imaginar y plasmar a semejante demonio psicopático.

2. En el año 2000, 17 años antes del #MeToo, Arturo Pérez Pelo en Pecho escribió lo siguiente en su novela “La carta esférica”. Lo de los "martillazos" -soy consciente- suena muy feo, aunque sea como metáfora, pero yo creo que explica perfectamente la relación que une al matrimonio Dunne en “Perdida”:

- Imagínate un reloj... Un reloj que sea preciso detener. Tú y yo lo pararíamos como cualquier hombre: dándole martillazos. La mujer no. Cuando tiene la oportunidad, lo que hace es desmontarte pieza a pieza. Sacarlo todo a la luz, de modo que nadie vuelva a ser capaz de recomponerlo. Que no vuelva a dar la hora jamás... Por Dios. Las he visto... Sí. Desmontan para siempre el mecanismo de hombres hechos y derechos con un gesto, una mirada o una simple palabra [...] Ellas te matan y sigues andando y no sabes que estás muerto.

3. Tengo un amigo al que he estado a punto de dejar varias veces porque siempre está rajando de las películas de David Fincher. Cada vez que se mete con “El club de la lucha” o con “El curioso caso de Benjamin Button” me dan ganas de levantarme, bloquearle y negarle el saludo para siempre. Pero sé que si le fuerzo un poco, si le desgrano muy despacio los argumentos, acaba confesando su -parcial- admiración por don David. 

Acabo de darme cuenta de que nunca hemos hablado sobre “Perdida”. El próximo día la sacaré a colación. Puede que sea el principio de una gran amistad o la traca final de esta relación sin solución. 



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Mank

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Creo que las películas ya son la única cosa que elijo bien en la vida. En todo lo demás me parezco cada vez más a Pierre Nodoyuna, el metepatas de los dibujos animados. A mi perrito Eddie estoy por llamarle Patán, pobrecito, para hacer ya el homenaje completo a los cartoons.

Hace tiempo -quizá desde que tengo uso de razón y no me fío de los instintos- que no elijo bien los alimentos, las compañías, los momentos de valentía y de cobardía... Salvo el Real Madrid, solo elijo bandos perdedores y proyectos condenados. Mi psicólogo imaginario dice que tendría hacerle más caso a mis tripas... No acierto un solo pronóstico de la política, de la quiniela, de los amores que triunfarán o se derrumbarán. Hay un montón de cenas apostadas y perdidas que ya voy debiendo por ahí... 

Menos mal que los allegados me comprenden, y me aguantan de mala manera, como hacían las amistades de Herman Mankiewicz cuando el fulano bebía demasiado y metía la pata en sociedad.

Sin embargo, en esto del cine, cuarenta y pico años de cinefilia me contemplan. Es verdad que acierto más por viejo que por perro, como cantaba Víctor Manuel. Pero acierto. Rara vez me llevo el chasco de una película birriosa que presumía cojonuda de antemano. Ay, mi filmoteca...: ella es el penúltimo orgullo que me queda. Los libros no. Esos los quemaría todos si tuviera chimenea, en un acto purificador. Unos no me enseñaron nada y otros me enseñaron demasiado. Jamás encontré el punto templado para ser sólo medio inculto, que es el nirvana feliz de los lectores.

Sabía, por ejemplo, que no iba a perder el tiempo viendo “Mank” por segunda vez, y por eso preparé una velada especial en el salón: cena íntima para uno, teléfono en silencio, perro sacado y agradecido... Hace años que quiero comprarme una frac para celebrar estas grandes ocasiones. Qué menos que asistir vestido de gala y perfumado, y no con la sudadera de andar por casa y el pantalón del pijama, que deslucen muy mucho la ocasión. 

A veces busco el frac por internet, medio en broma medio en serio, pero luego me puede la sospecha de estar volviéndome ya medio majara. Un Mankiewicz provincial atrapado en su propia trampa.




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Manhunt

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Nunca he entendido la idolatría que sienten los estadounidenses por Abraham Lincoln. O la entiendo de sobra, no sé... Basta con leer un par de libros de Howard Zinn para comprender que a Lincoln los negros básicamente se la sudaban. Lo que pasa es que los necesitaba para ganar la guerra contra el Sur y luego la otra gran guerra contra los rojos. Lincoln acabó con la esclavitud de los negros sólo para convertirlos en mano de obra esclava en el Norte. Apenas un hilo de dignidad separa ambos estatus de subsistencia y humillación.

Lincoln, como cualquier presidente de los Estados Unidos -como cualquier presidente de cualquier lugar civilizado- se debía a las élites burguesas y empresariales. Ellas son las que quitan y ponen gobiernos utilizando la propaganda, los manejos judiciales o los golpes de estado. Olvidar esto es obviar el meollo de la historia. Sólo hay que prestar un poco de atención a los telediarios: mirar por debajo, y a los lados, nunca de frente, a los muñecos que parlotean. 

Cuando comprenden que no están ganando la pasta que podrían ganar, las élites se cepillan a su muñeco de guiñol y ponen a otro. No sienten lástima por nadie. Is not personal, just business. Es el lenguaje de la Mafia, pero también el de la Bolsa, y el tal Lincoln, por mucha música de violines que acompañe sus apariciones en “Manhunt”, no era más que otro lamedor de culos de las clases adineradas. Otro siervo sin moral. Cuando sus empresarios comprendieron que quizá estaban pagando demasiado a los obreros venidos de Europa, utilizaron a los negros para bajar aún más los salarios y romper las huelgas con esquiroles. El fantasma del comunismo ya ululaba por Europa y no estaban dispuestos a que cruzara el charco escondido en algún camarote. 

¿Cómo llamar, entonces, al lamedor del culo del lamedor de culos? ¿Relamedor anal? Ardua cuestión... Porque el protagonista real de “Manhunt” no es Lincoln, ni siquiera su asesino, John Wilkes Booth, sino este político tan idealista como tenaz al que Tobias Menzies dota de la misma saña persecutoria que tenía Tommy Lee Jones en “El fugitivo”.




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