Especiales

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No todos los días ve uno películas sobre su propio trabajo. Los gángsters, los abogados y los caballeros Jedi están más acostumbrados a verse reflejados en la pantalla, y supongo que a veces montan tertulias para comentar el último estreno entre risas o indignaciones. Pero en mi caso, que educo a muchachos autistas con problemas de conducta -adolescentes que no entienden el mundo, que no manejan la frustración, que cuentan con pocos recursos para comunicarse y a veces explotan en agresiones o autoagresiones- es la primera vez que voy al trabajo sin levantarme del sofá. Una sensación extraña, novedosa, como de verme seguido por la cámara de un documental, y no participando como espectador distante de una ficción.

    Quizá se haya tocado el tema en alguna cinematografía como la de Hungría o la del Alto Volta, pero en el mainstream, que yo sepa -y yo soy muy mainstream a pesar del postureo- sólo se han visto autistas de alta inteligencia como Raymond Babbitt, nuestro querido Rain Man, que existir existen, desde luego, y te dejan con la boca abierta y el corazón desconsolado. Pero estos genios encerrados en sí mismos son más la excepción que la regla, más el asombro que la realidad, dentro de esta desolación que convierte a quien la padece en un Robinson Crusoe  naufragado en la Quinta Avenida de Nueva York.



    Me daba miedo, ver Especiales, porque Nakache y Toledano son los mismos cineastas que firmaron Intocable, aquella historia del paralítico y su asistente senegalés que me dejó más frío que emocionado. El único insensible, al parecer, en varios pársecs a la redonda. Pero Especiales me la recomendaban de continuo, las compañeras del trabajo, y hasta los críticos de cine que iluminan mi sendero se confabulaban en el entusiasmo. Y aunque yo escurría el bulto con la excusa de que no encontraba la película, porque aún estaba muy cara, en el pago, o grabada de cochambre, en el pirateo, ayer me la topé sin buscarla, subtitulada y todo, y ya no tuve excusa cinéfila o profesional para escaquearme del asunto.

    Y la verdad es que no me arrepiento. He pasado dos horas buscando la ñoñería en Especiales, la concesión al melodrama para luego venir aquí y escribir: “¡Lo sabía! Nakache y Toledano son dos blandos que se han metido en un jardín y yo, desde mi experiencia, puedo asegurar que…”. Pero no. No hay fisura. Estos tipos saben de lo que hablan. O les toca de cerca, o se han documentado de puta madre. Especiales no es, desde luego, un subproducto de Antena 3 en la sobremesa. No edulcora la realidad, ni vende remedios milagrosos. Es dura cuando tiene que serlo y esperanzada cuando asoma un rayo de luz. Uno mínimo, entre los nubarrones, que anima a seguir en el trabajo. Mi trabajo.



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The Gentlemen


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No he fumado un porro en mi vida. Pero ya tengo ganas, la verdad. He estado a punto dos veces, en las tonterías del amor, para hacerlo más tonto todavía, o más excitante, pero a ver quién tiene huevos ahora, de salir a la calle, al trapicheo, con el billete enrollado entre los dedos, y la china oculta en la palma de la mano. ¿Cuánto sería eso, en múltiplos de 600 euros, que es ahora como se miden las inconsecuencias ciudadanas, o los caprichos de quienes multan? Así que nada, lo dejaré para un tercer antojo del romanticismo, cuando el porro de la realidad se haya disuelto en la atmósfera, y el mundo vuelva a ser lo que era, con toda su crudeza de cabeza despejada. Lo de ahora es trágico, o tragicómico, y por sí mismo, ya sólo con respirar el aire, parece igualico que el mal viaje de una calada, que yo nunca he fumado, ya digo, pero sé de lo que hablo, porque tengo amigos que a veces me dejan inhalar el humo que les sobra.



    The Gentlemen es la historia de un traficante de marihuana, Michael Pearson, que quiere vender su lucrativo imperio porque ya no está en edad de pegar tiros, ni de evitarlos, y sueña con un retiro lejos de las islas Británicas, donde siempre luzca el sol y su mujer ande todo el día en bikini, o desnuda. Mickey recibe varias ofertas, pero ninguna le satisface, y los compradores, impacientes, deciden optar por el plan B y arrebatarle el negocio a tiro limpio, como en la época clásica de los gángsters, donde nadie llegaba a la categoría de gentlemen por una simple cuestión de selección natural entre asesinos.

   Todo esto, claro, sucede antes del coronavirus, en la Inglaterra del año 1 a. de C., donde los matones van sin mascarilla y no respetan la distancia social para repartirse unas buenas hostias. Supongo que ahora el negocio de Mickey valdrá diez veces más, o cien, porque la demanda de porros se ha multiplicado, las furgonetas siguen circulando, y hay gente que los necesita más que yo, que sólo bromeo, y está dispuesta a correr riesgos para relajar la tensión, echarse unas risas tontas, y olvidar por un rato que todo esto es una gran puta mierda que se cuela por las ventanas, cuando ventilas.



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Better Call Saul. Temporada 5.


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Tengo un amigo del alma que tiene sus manías, como todo el mundo, cuando opina sobre series de televisión. Aparte de mi hijo, él es la única persona con la que puedo compartir impresiones sobre Better Call Saul, y el otro día, para contener mi verborrea entusiasta -que tiende a desbordarse y a no dejar hablar al interlocutor-, me recordó que a él le gusta mucho la serie, sí, pero sólo cuando no aparece su protagonista, el propio Saul, que es como si me dices que te gusta Kojac pero cuando no sale Kojac, o, sin salir de Nuevo México, que disfrutas mucho con Breaking Bad si no sale Walter White en pantalla, cocinando la metanfetamina, o cargándose a los narcos con la barba sin afeitar.



    Mi amigo es así, un poco tocapelotas, capaz de defender la paella sin arroz, o la casa sin tejado, pero yo entiendo lo que quiere decir. La transustanciación de Jimmy McGill en Saul Goodman es la espina dorsal de la serie. La caída en el lado oscuro de quien ya tenía el alma oscura, aunque el corazón lo siga teniendo limpio, y eso le siga provocando remordimientos en las tripas. Una metástasis de la hostia, que muchas veces le oprime el plexo solar…  Pero a su lado hay muchos personajes que también lidian con su Darth Vader interior, que se sienten tentados por los caminos más rápidos, más fáciles, más seductores de la Fuerza, pero no más fuertes, ni más éticos, como enseñaba el maestro Yoda en la Facultad de Derecho de Coruscant.

     Al lado de Jimmy vive una mujer maravillosa que le aguanta y le sostiene. Y no es fácil, tratándose del viejo Saul, que a veces hace trucos muy chistosos y otras veces saca conejos muertos de la chistera. Kim Wexler imaginaba ser una abogada íntegra, de exitosa carrera,  respetuosa con las normas. Una dama Jedi que sin embargo, al lado de Jimmy, está descubriendo que todos llevamos algo de sangre Sith en las venas.  Better Call Saul también es la historia de un ángel que poco a poco se va ensuciando las alas. Que empieza a descubrir que entre el cielo y el infierno hay muchas capas de atmósfera.



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Centauros del desierto

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Estaba indeciso, con Centauros del desierto, ahora que estoy embarcado en un ciclo de John Ford para presumir de cinefilia, y ya, de paso, quitarle el polvo a los DVD que de joven compraba compulsivamente, antes de cogerle el vicio a los Blu-ray y seguir siendo el sostén del home cinema en varios kilómetros a la redonda. Sé de otro fulano, por las cercanías, que también se da a la cinefilia, y al coleccionismo, pero a veces creo que soy yo mismo, que me sueño, o que proyecto un holograma, como quien se inventa un amigo imaginario a una edad ya un poco sospechosa, más bien de orate, o de tipo que ha visto justamente eso, demasiadas películas, como libros de caballería.




    Me dan pereza, las películas del Oeste, aunque salga John Ford tras el Directed by, porque yo desde pequeño siempre he ido con el indio, y en mi cabeza siempre chocan dos búfalos enemistados: la intención del director, de loar la epopeya del hombre blanco, y mi propia percepción del asunto, más cercana al genocidio de los nativos. También es verdad que yo, de niño, cuando ponía la tele, era un chaval muy rarito que siempre iba con el toro, en la fiesta nacional, y con el equipo contrario a España, en el acontecimiento deportivo, e incluso con Darth Vader, en La Guerra de las Galaxias. Y con el sioux, claro, antes que con el 7º de Caballería, como cantaba Joan Manuel Serrat en su himno de los locos.
  
    Pero también sé que las películas son séptimo arte, cuadros en movimiento, y del mismo modo que uno aprecia Las Meninas aunque en ellas se retrate amablemente la monarquía absoluta, también sé que Centauros del desierto es una película de paisajes majestuosos en la que sale John Wayne haciendo de John Wayne. Y el paisaje de Monument Valley, ahora mismo, en este confinamiento hogareño de las cuatro paredes, aunque el vaquero sea un genocida que cabalga chulesco, y el indio un botarate que se pone a tiro de los rifles sin entenderlos, ese paisaje, digo, es una ventana abierta al cielo azul, y al desierto infinito que terminaba en la tierra prometida.



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Los lunes al sol


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Va perdiendo uno la noción del calendario, aunque siga trabajando y justificando la nómina del mes. Pero el teletrabajo no parece trabajo, si no cambias el paisaje del salón, y lo cumplimentas con música de Schubert sonando en el iTunes. Los días en rojo se han vuelto negros, y quizá eso sea una metáfora de los tiempos políticos que vendrán… O a lo mejor es al revés, que los días negros se han vuelto rojos, como festivos que ya nadie celebra en el confinamiento, porque no hay fútbol que marque la alegría, ni salidas al campo, ni paellas en casa de la suegra, los domingos, que cuántos iban a pensar que un día las echarían de menos… A las paellas, digo.

    Llevo dos o tres semanas que me lío con los días, y a veces dudo si estoy en jueves o en viernes, en sábado o en domingo, hasta que tomo el enésimo café y la mente se despeja, y en esos lapsus siempre me acuerdo de Santa, el de Los lunes al sol, porque él tampoco estaba muy seguro del día en que vivía, cuando volvía del bar, o cruzaba la ría, en el día repetido y triste de los parados.




    Por lo demás, Los lunes al sol sigue siendo una de las películas de mi vida. La habré visto, qué sé yo, diez veces, y nunca me canso de verla. Santa soy yo, y yo soy Santa. Me sé sus frases como si fueran mías. Pero no por repetidas, sino porque me salen de las tripas, y ya la primera vez que conocí a este fulano me iba planchando los pensamientos. Yo soy como Santa, digo, pero a mí, de momento, me ha ido bien en la vida. Soy un funcionario, un privilegiado, y a los niños autistas, de momento, no vienen a educarlos profesores coreanos por la mitad de mi sueldo. Pero a él sí: a Santa le construían los barcos más baratos, en Seúl, o en Busan, o donde su puta madre, y los astilleros le dejaron tirado en la calle. A él, y a sus compañeros, y a los que tendrían que venir después, los chavalucos, a tomar el relevo del oficio.

    Yo soy como Santa, alto, y anchote, y amante del queso, y con una retranca muy jodida si me tocan las narices. Que yo vea a Santa en la película, en Galicia, capeando la vida como puede, y que no sea él, desde su sofá, el que me vea a mí en Ponferrada, tirado por los bares -es un decir-, es sólo una cuestión de suerte. Porque además, en caso de buscar responsabilidades que no existen, aquí nadie sigue sin explicar por qué unos nacen cigarras y otros hormigas. Jodío Santa…



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La trinchera infinita


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Era un título irresistible, La trinchera infinita, ahora que España vuelve a ser lo que nunca dejó de ser: dos trincheras, dos intereses contrapuestos, el de forrarse y el de no dejarse avasallar. Dos bandos que a veces intercambian disparos y a veces, afortunadamente, sólo dialécticas, pero siempre a la greña, desde los tiempos de Fernando VII, porque es una falacia eso de que viajamos en el mismo barco, juntos como hermanos, y miembros de una Iglesia, como cantábamos con los hermanos Maristas… Menuda sandez. Yo tengo más en común con el maestro de escuela francés, o con el estibador de puerto chipriota, que con el ladrón que vive a la vuelta de la esquina y pone un banderolo de España en el mismo balcón donde aplaude a los sanitarios, grita contra los comunistas y se inflama de heroísmo patriótico con el “Resistiré”. Él, precisamente él, que hace sólo dos meses estaba en contra de pagar impuestos, los evadían como podía, o aplaudía al que se libraba, y se negaba a seguir subvencionando a esa panda de vagos que trabagueaban -qué chistaco de fachorros- en el sector público. Sí, esa gente, mis queridos compatriotas…



    Había que ver La trinchera infinita, sí, para recordar quiénes somos, y de dónde venimos, y porque además me habían dicho que la película era cojonuda -y carajo que lo es- y porque cuenta la historia claustrofóbica de un pobre hombre al que Franco tuvo en confinamiento domiciliario no sólo dos meses -o los que nos queden, todavía- sino treinta años, uno tras otro, con sus veranos y con sus navidades, viviendo tras una falsa pared practicada en su domicilio, saliendo sólo para comer y para cenar, con su mujer y con su hijo, con las persianas bajadas, y la cagalera en el cuerpo. Los famosos “topos”, tan mitológicos como reales, que escaparon a las redadas falangistas y sólo abandonaron su madriguera en 1969, cuando se aprobó una Ley de Amnistía para quedar bien ante los turistas extranjeros que venían a tostarse el cuerpamen y no veían congruente mamarse con las sangrías en un país de sanguinarios.

    A los topos, finalmente, no vinieron a rescatarlos los marines americanos, ni los soldados del Ejército Rojo, sino un ejército de suecas que desembarcaron en las playas de Benidorm como si aquello fuera Normandía, pero recibidas con salvas de aplausos.


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La hija de un ladrón


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En La hija de un ladrón, Sara es una chica de 22 años que sobrevive en el penúltimo escalafón de la sociedad. Ella va sin estudios, a lo que salga, pero con mucho desparpajo para pedir trabajo, o para denunciar abusos, porque la necesidad aprieta, y la vergüenza se deja en casa cuando hay que mantener la cabeza fuera del agua.

    Sara, además -porque parece que la hubiera mirado un tuerto, o maldito una gitana, o simplemente lleva tatuado el estigma de los pobres-, es una madre soltera que no encuentra el apoyo de su pareja, o de su expareja, que entra y sale de la película como un fantasma o como un alelado, y la verdad es que no se entiende muy bien su comportamiento, porque en eso, la película, como en otros argumentos, es tan comprometida con los pobres como enconada con el espectador, que a veces se pierde, y se rasca el cogote, dubitativo.




    Sara, para más inri, lleva un audífono que a veces miran con desconfianza los empresarios, y por si fuera poco,  aunque eso de momento no trasciende en las entrevistas, tiene un padre ladrón que acaba de salir de la cárcel y que no viene precisamente a echarle una mano, sino más bien a joder la marrana. Y ya, en el colmo del infortunio, porque esta película es como una de los hermanos Dardenne o de Ken Loach pero reconcentrando las desdichas, Sara tiene un hermano paralítico del que ella es ángel guardián, y último dique de contención para que el chaval no caiga en el lumpen cuando sepa valerse por la vida.

    La película está ambientada en la Barcelona de hace dos años, pero ya parece vieja, como perteneciente a otra época, con la gente que va sin mascarilla, trabaja a destajo, hacinada, y luego se reúne en el pub para beber cuatro chupitos y olvidar.  Sólo ha pasado un mes y medio y ya es como cuando ves una película del viejo Hollywood, sin teléfonos móviles, y sin televisores, y con todos los hombres paseando por la calle con sombrero. Me pregunto que habrá sido de Sara, la chica de la película, ahora que estará confinada en su piso de cochambre, y con un ERTE, y con la niña más crecida, soñando con que el futuro postapocalíptico sea menos hijoputesco que el anterior.



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La favorita

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El duende que elige las películas ha vuelto a hacer de las suyas. Me pongo a ver La favorita pensando que he burlado de nuevo los argumentos del telediario, y que no hay nada en esta historia del siglo XVIII que aluda al monotema vírico ni de refilón -porque, además, un siglo y medio antes de Louis Pasteur nadie sabía lo que era un virus, o una UCI de la Seguridad Social- y de pronto, en la primera escena, se me congela la satisfacción al recordar que La favorita es la historia de una reina enferma y confinada, Ana de Inglaterra, la última Estuardo, que no puede salir de su palacio porque sufre de gota y depresión, y sólo de vez en cuando, desoyendo los consejos de su médico privado, se escapa a dar una vuelta a caballo por los alrededores.



    Luego, es verdad, el grueso de la trama gira en torno a dos cortesanas que se disputan con muy mala hostia sus favores sexuales y monetarios, pero cada vez que la reina se queda sola en su habitación, postrada en su cama, o mirando melancólica por la ventana, más aburrida que un futbolero en estos días sin balón, pienso que el subconsciente me ha traicionado otra vez, y que he elegido La favorita no por casualidad, sino para dar de comer a este blog erigido en dictador, que sigue marcando los temas, y quiere estar todo el día dando la matraca con la cuarentena.

    La favorita es una película histórica, pero lo que cuenta parece realmente de ciencia-ficción, sacado de una mente perturbada o calenturienta. ¿Es cierto que la reina Ana tuvo 19 hijos de los que no sobrevivió ninguno más allá de dos años,  y que los fue sustituyendo por conejos enjaulados a los que llamaba con los mismos nombres de los fallecidos? Así que de nuevo, como la primera vez que vi la película -porque la edad avanza, y la deforestación de mi memoria va ganando terreno como los bulldozers de Bolsonaro- he venido a la Wikipedia para releer el destino final de estas tres mujeres que durante varios años, dependiendo de quién se acostara con quién, manejaron el viento político de una nación gobernada por los hombres y custodiada por los militares.



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