El viento y el león

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La película está bien. Demasiado espectáculo, quizá, para tan poco guion. Pero es que es cine majestuoso, de pantalla grande, para espectadores de otra época. Justo lo contrario de lo que se hace ahora, cine enrevesado de paisajes muy modestos para que quepan en las pantallas de nuestro salón.

    Ojalá pudiera haber visto El viento y el león de pequeño, en el cine Pasaje, con esos paisajes abrumadores que al final eran todos de aquí -Almería por el Rif, y la Sierra de Madrid por el Parque de Yellowstone- y esas batallas a campo abierto que de niño, mucho antes de la objeción de conciencia, y del antibelicismo de la Internacional Socialista, me dejaban turulato. Pero John Milius, ay, rodó su película demasiado pronto, o yo nací demasiado tarde, y no pudo darse la coincidencia. En El viento y el león sale Sean Connery desatado, y Candice Bergen como una flor, y no me arrepiento de haber asomado el morro por curiosidad cuando recomendaban la película en los panegíricos de hace un mes. La de Connery que me faltaba, realmente.

    Habría estado bien, de todos modos, que John Milius hubiera rodado una segunda parte de las andanzas del sultán Raisuli ya entrado en años. Una en la que tuviera que enfrentarse al nuevo ejército colonial que desembarcaba en sus costas del Rif. Ya no el americano, ni el alemán, como en la primera entrega, tan organizados y tan primorosos, sino el español, el desharrapado, el reclutado a punta de amenaza en las levas de la Península. ¡El desembarco de la bahía de Alhucemas!, que estudiábamos en clase de Historia antes de la LOGSE, comandado por  el general Primo de Rivera, y subcomandado por los generales Franco y Sanjurjo, que se apuntaron a la excursión para probar nuevos métodos de masacrar cabilas antes de emprender la guerra contra el comunismo. Qué película se perdió ahí... El viento y el león 2: Raisuli contra Franco. Sean Connery retando a duelo a Juan Echanove, o a Santi Prego, ese actor que clavaba al asesino en la última de Amenábar. El vozarrón contra la voz aflautada. La nobleza contra la psicopatía. 007, contra Miniyó.




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The Crown. Temporada 4

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Todo es vanidad. Lo pone en la Biblia -en el Eclesiastés, concretamente- y es de esas sabidurías que lo mismo alumbran a los creyentes que a los ateos. En la Biblia hay mucha tontería, sí, pero también mucha verdad que se puede subrayar con el lapicero. Todo es vanidad incluso en La Pedanía, o en el barrio donde nací, “usted no sabe con quién está hablando”, así que fíjate lo que habría en Buckingham Palace, y en Downing Street, cuando la reina Isabel y la Dama de Hierro pugnaban por ser la niña más lista de la clase. O cuando el príncipe Carlos reñía con su principesca señora porque ella acaparaba el amor del pueblo y los titulares de las revistas. Cómo será la vanidad, de insidiosa, y de universal, que hasta Margaret Thatcher llora desconsolada cuando sus camaradas en la lucha de clases ya no la soportan. Los ricos, y quienes los hacen más ricos todavía, también lloran.

    Todo es sexo también. Vanidad y sexo... Aún no sé en qué orden colocarlos. Quizá son dos caras de la misma moneda, o el uno va incluido en la otra, o viceversa. No sé. También lo pone en la Biblia, lo del sexo, pero lo disimulan con bellas parábolas sobre el amor por exigencias del guion. Es comprensible. Todo es sexo incluso en La Pedanía, o en el barrio periférico de León, así que fíjate lo que habrá allí dentro, en el cogollo de los Windsor, en sus palacios de la campiña, donde los vástagos de Isabel II se reúnen con sus amantes a gozar de la vida sin corsés, sin reverencias al arzobispo de Canterbury, sin bragas y sin calzoncillos. Porque allí, desde que la corona es corona, todo el mundo vive casado a contrapié y por conveniencia. En esos matrimonios de oropel abundan las mojigatas que no hacen indecencias en la cama, y los machomen que ya vienen follados a casa y se duermen a los cinco minutos en el sofá.

    Hasta el matrimonio de Isabel II, el sexo extraconyugal era asunto soterrado, consentido, acallado en los periódicos. Pactado incluso entre los contrayentes. Pero a partir del triángulo amoroso de Carlos, Diana y Camila -que es el meollo de la cuarta temporada de “The Crown”-, ya nadie se afana mucho en disimular, y se airean los trapos sucios, y las sábanas manchadas, y los Windsor, retratados en la mendicidad del sexo, en la necesidad de encontrar a alguien que les escuche en el sosiego del postcoito, vuelven a ser seres humanos tan plebeyos y tan básicos como usted, y como yo.





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El corazón del ángel

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El que esté libre de haber vendido su alma al diablo, que tire la primera piedra. Pero que avise, por favor, porque nos íbamos a descalabrar todos, y antes de empezar habría que buscarse un buen escudo, o un buen refugio bajo tierra. Hasta los niños pequeños -que apenas son conscientes del ser y de la nada- ya le han vendido la suya a cambio de un helado de chocolate, o de un juguete incluido en el Happy Meal. En esos berridos, en esos arranques del capricho que son la causa fundamental y nunca diagnosticada de la baja natalidad -porque quien incurre, no repite, y quien no incurre, queda avisado-va escrito el primer contrato con el demonio. Mi vida eterna a cambio de esa golosina, de ese trozo de plástico. My kingdom for a horse.

    Pero el diablo no es tan malo como lo pintan. Sólo nos concede lo que deseamos, y a los niños pequeños no los tiene en cuenta porque sería demasiado fácil esclavizarlos desde el principio. El diablo les toma el alma en cada berrinche, pero luego se la devuelve en cada satisfacción, a la espera de que lleguen deseos más adultos y más divertidos: el sexo, el dinero, el cargo, el coche, la venganza... El diablo no es tan malo como lo pintan, pero es un cabronazo con pintas en el lomo.

    No sé de qué nos asombramos, los espectadores, cuando termina “El corazón del ángel” y descubrimos lo que descubrimos. “¡Pero cómo puede ser que Fulano haya vendido su alma y ni siquiera se haya enterado!”, exclamamos indignados, y no nos damos cuenta de que nosotros mismos ya tenemos la salvación hipotecada. “Lo daría todo por conseguir a esa mujer”, dijimos una vez. “No sé lo qué daría porque el Madrid volviera a ser campeón de Europa”, o porque mi hijo salga de la enfermedad, o porque se muera ese hijoputa, o porque me toque un pellizquito en la lotería. Que cese ya, el dolor de muelas. Y en cada deseo concedido, el diablo interpreta que el alma va incluida en el precio. Y a partir de una determinada edad, ya nunca perdona.





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A la mierda el 2020

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Ahora que ya pasó, tengo que decir que el año 2020 tampoco fue tan horrible como lo pintan. Pero esto lo digo porque las desgracias sanitarias sólo han pasado rozando por mi lado. Soy consciente. El coronavirus soltó sus bombas lejos del núcleo familiar o del círculo de amistades. De momento, me sonríe la fortuna, y puedo hacer algo de cuchipanda con el año que se fue. Pero quien haya perdido un ser querido, o se haya quedado sin ingresos regulares,  tardará mucho tiempo en reconocer que el 2020 también tuvo huecos para la risa, para el orgullo, quizá para el amor verdadero.

El 2020 se me ha ido al limbo como cualquier otro, improductivo y fulgurante. Soy un año más viejo, y un año menos sabio. Si ha sido un año de mierda, lo ha sido como todos los demás. Ha sido una vuelta al sol muy extraña, rocambolesca, en lo personal y en lo universal. Pero al final haces balance y se cumplió lo que siempre digo cuando brindo por Nochevieja: “Virgencita, virgencita, que me quede como estoy...” Lo digo con la boca pequeña, claro, porque todavía aspiro al amor verdadero, a la lujuria ocasional, al sueño inmobiliario, al hijo autónomo y encarrilado. Pero también sé que la vida es una cabrona que negocia muy duramente sus concesiones, y de momento no sé cómo convencerla, o cómo seducirla. Quizá, simplemente, es que no me lo merezco.

Pero 2020, qué narices, tuvo sus momentos de gloria: el Madrid ganó la Liga cuando nadie daba un duro por los muchachos de Zidane. Un mes después, el Barça perdió 8-2 con el Bayern de Múnich y yo esa noche fui feliz como un niño cuando sale de la escuela, como cantaba Serrat. Mi hijo por fin encontró un piso decente donde vivir. He visto películas maravillosas. Donald Trump perdió las elecciones en Estados Unidos. La coalición socio-etarra sobrevive a pesar de todo. Eddie se perdió una vez persiguiendo a los corzos y apareció media hora después, tan campante, cuando yo ya desesperaba. Me compré una bici nueva. La historia ha dejado a nuestro rey emérito donde se merecía. Nos quitaron el fútbol en los estadios pero nos pusieron mucho snooker por la tele. Llevo media novela escrita. “The Crown” ha provocado sarpullidos en los culos británicos de Sus Altezas y Majestades. Todavía lloro de risa alguna vez. Todavía no han cancelado “La Resistencia” ni “La vida moderna”.




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Corazón silencioso

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Hace un par de semanas que ya tenemos el asunto solucionado. Es el progreso -por lo menos el social- que tarda mucho en llegar, a veces de cojones, pero al final llega. Luego, dentro de veinte años, esos indeseables dirán que esto de la eutanasia -como el aborto, como el divorcio, como el matrimonio homosexual, como la pensión de su puta madre- está bien que así sea, y que responde a las demandas justas de la sociedad. Que ellos, en realidad, nunca se opusieron a nada. Son vomitivos. 

Menos mal, que ya se aprobó la ley, porque todavía se me revolvía la bilis recordando al presidente Zapatero en el estreno de Mar Adentro, en plena efervescencia del "no nos falles" y del "dales caña", diciendo a los reporteros que él estaba allí para apoyar al cine español, pero sonriendo con picardía a los fotógrafos, porque todos sabíamos que había ido a airear el debate, a crear ambientillo, a ir preparando la ley que por fin permitiría morir en paz a los sufrientes. Pero luego se cagó, reculó, dijo que se llamaba andana porque un asesor le susurró al oído que el centro católico estaba perdido si daba un paso más en esa dirección. Así que era mejor disimular, y ponerse a silbar, y decir que eso, que él había estado allí sólo por el cine español, y nada más, porque Mar adentro, ademásera una película cojonuda.

Recuerdo todo esto porque yo pensaba, antes de ver Corazón silencioso, que en la Dinamarca tantas veces alabada estaban más avanzados en estos trances del buen morirse. Pero se ve que no, y menuda sorpresa, porque esta familia camina clandestina por la casa de campo, urdiendo coartadas para la ambulancia que descubra el cadáver, y para la policía que venga luego a hacer las pesquisas. La abuela Esther está a un solo paso de la parálisis, de la respiración asistida, del dolor insoportable, y antes de convertirse en un guiñapo ha decidido que sus hijas y sus yernos, su marido y su amiga del alma, la acompañen en las últimas horas. Algunos se arrepienten del apoyo prometido, otros se mantienen firmes en la decisión, y aprovechando que hay bronca y discusión, todos sacan a relucir los reproches que suelen guardar las en el termo del café. Lo habitual, vamos, cuando la misma sangre comparte comedor todo un fin de semana. Y más todavía si es Navidad. Por muy daneses que sean. 





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Arde Mississippi

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Ay, la maldita manía de hacer chistes con los títulos de las películas... Sobre todo si son películas como “Arde Mississippi”, tan poco proclives a la gracia y al chascarrillo. Es cierto que el humor es tragedia más tiempo -como decía el personaje de Alan Alda en otra película- pero cómo hacerlo aquí, sabiendo que todo sigue más o menos como estaba: la segregación racial -aunque ahora solapada-, y el asesinato impune, y la mentalidad medieval de los supremacistas. “Arde Mississippi” es una película de 1988, cuenta un hecho acontecido en 1964, y ahora que estamos en 2020, ya casi en 2021, los telediarios que vienen de América siguen contando más o menos las mismas cosas. Ha pasado el tiempo, sí, pero no ha transcurrido el tiempo humorístico que pedía el personaje de Alan Alda. Habría que hilar muy fino, ser todo un profesional de la comedia, y ni aun así.

    Ahora, por supuesto, con “Arde Mississippi”, no se me ocurriría hacer aquella gracia de “aquí lo único que arde es mi pispís”, que dijo un amigo mío al salir del cine, cogiéndose los cataplines en lo que ahora llamaríamos un manspreading en toda regla, arqueando las piernas y ocupando el espacio público como un vaquero del Far West que acabara de salir del saloon. Nos reímos mucho, sí, con la tontería testicular, porque éramos adolescentes algo gamberros que íbamos, eso, ardiendo, en el León provinciano donde a los dieciséis años sólo ligaban Maroto y el de la moto. Pero tampoco éramos gilipollas, que conste: sabíamos perfectamente lo que habíamos visto en “Arde Mississippi”. De hecho, habíamos ido a ver la película, que ya era algo que hablaba muy bien de nosotros, en aquel páramo de la cultura y de la concienciación. Un gesto que delataba nuestra cinefilia, y nuestro compromiso con las cosas, aunque luego las hormonas nos traicionaran por el bien de la comedia. 

    Sabíamos de sobra  lo trascendente y lo repulsivo que era todo aquello. La carcajada nos vino de puta madre para quitarnos la impresión que llevábamos encima.





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Mi tío Frank

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Hay que escribir sobre lo que uno conoce y ha vivido. Y sigue viviendo. Lo decía el otro día un personaje de “Mank” y tiene toda la razón. Si no escribes desde la tripa de la memoria, desde la amígdala de lo cotidiano, se nota la impostura. El falsete. Luego, sino quieres caer en la mera autobiografía, están los recursos del fabulador para quitar y poner, subrayar y desdibujar, exagerar y mentir... Que el relato salga propio pero literario. Lo universal siempre es algo particular que está bien contado. El plasta es un plasta porque no es capaz de trascender el bucle de su rollo. Eso, la trascendencia de lo personal, de la paja mental, de la obsesión intransferible, es lo que logran los escritores de las novelas y los guionistas de las películas.

    Es obvio que Alan Ball cuenta algo muy personal en “Mi tío Frank”. Algún incidente de su propia homosexualidad chocando con la incomprensión de la familia, de la América Profunda, de los gañanes de la Biblia temerosos de Dios. O quizá -porque la edad de Alan Ball y la edad del tío Frank no cuadran- la historia de alguien muy próximo, tal vez un amante, o un pariente que vivió ese desprecio medieval, ese escupitajo inquisitorial. Da lo mismo. Podría buscarlo por internet, a ver si en alguna entrevista se desliza el dato, pero prefiero dejarlo así. Lo que importa es que a Alan Ball se le ve la tripa, se le escapa la lágrima, se le nota el pulso temblón en alguna escena. Y eso es lo que a uno le conmueve.

    Aunque parezca que no viene al caso, he estado toda la película acordándome de Ignatius Farray, porque él sostiene que si hubiera pertenecido a una minoría racial, sexual o discapacitada, le habría ido mucho mejor en su arte de la comedia. Porque material nunca le hubiera faltado, y mala baba para ridiculizar al intolerante, tampoco. Él, para paliar un poco ese déficit, se inventó lo de que era “un tinerfeño divorciado miope”, que es una minoría algo forzada, insustancial, pero minoritaria de cojones. Yo, por mi parte, me declaro muy rojo, pero del Madrid, que no creo que haya muchos por ahí. Y divorciado miope también.





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Historias lamentables

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Toda la vida pensando que mis historias son lamentables -las amorosas, las laborales, las del ocio y tiempo libre-, todo tan tragicómico y tan largo de explicar, tan descacharrado que yo creo que mis amigos no lo son por amistad verdadera, sino por simple curiosidad, porque nunca conocerán a nadie con este relato de las mil gilipolleces y las mil alcantarillas abiertas, y de pronto, en Navidad, cuando todo se vuelve más lamentable todavía, en contraste con la felicidad que desborda las mascarillas de la gente, porque se nota, la guay, incluso tras el disimulo de lo textil, descubro esta película de Javier Fesser titulada “Historias lamentables” y en una transformación como de Gregorio Samsa a la leonesa me convierto en una luciérnaga atraída por el fanal. Caer en ella ha sido algo imperativo e irremediable.

    Si en el mundo real existe alguna historia lamentable al estilo de Javier Fesser -me digo-, yo las tengo a pares, a decenas incluso, si hiciera un buen ejercicio de memoria. Toda mi vida es así, al completo, un lisérgico tebeo de Bruguera. Tanto los leí, de chaval, que ahora ya ves: todo se me pegó. Podría haber leído los cómics de “El gran Follarín”, que era un fanzine muy de moda por la época, y yo ahora no estaría aquí lamentándome de todo. Si de Javier Fesser hablamos, está “El milagro de P. Tinto” por un lado y “El despelote de A. Rodríguez” por el otro. Está mi tontuna consustancial, mi mala pata, mi don bíblico de la oportunidad, y también, claro, porque no va a ser todo yo, todo endógeno y cromosómico, la estupidez reinante en el medio ambiente. Y la maldad, claro, porque al final no existen las “Historias lamentables”, así, en abstracto, ni las de Fesser ni las mías, sino gente lamentable que las crea. Y la gilipollez, cuando entra en contacto con la ruindad, produce una reacción química de la hostia. Un cóctel explosivo. Pasa en la película, y pasa en la vida real.

    Un par de conocidos que me conocen muy poco me han dicho: “Vaya imaginación que tiene el Fesser, con las historias lamentables de su película”. Ay, si yo les contara...







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